“No supe entonces
comprender. Cometí el error de haberla enjuiciado por
sus palabras y no por sus actos. Iluminaba y perfumaba
todo mi planeta. ¡Jamás debí haberla abandonado! Debí
haber intuido su ternura detrás de sus ingenuas
astucias. ¡Las flores son tan contradictorias! Y yo…
demasiado joven para saber amarla”.
(Lyon,
1900 - en el mar Tirreno, 1944) Novelista y aviador
francés; sus experiencias como piloto fueron a menudo su
fuente de inspiración. Tercero de los cinco hijos de una
familia de la aristocracia su padre tenía el título de
vizconde, vivió una infancia feliz en las propiedades
familiares, aunque perdió a su progenitor a la edad de
cuatro años. Estuvo muy ligado a su madre, cuya
sensibilidad y cultura lo marcaron profundamente, y con
la que mantuvo una voluminosa correspondencia durante
toda su vida.
Su
interés por la mecánica y la aviación se remonta a la
infancia: recibió el bautismo del aire en 1912 y esta
pasión no lo abandonó nunca. Después de seguir estudios
clásicos en establecimientos católicos, preparó en París
el concurso de entrada en la Escuela naval, pero no
logró su objetivo y se inscribió en Bellas Artes. Pudo
aprender el oficio de piloto durante su servicio militar
en la aviación, pero la familia de su novia se opuso a
que se incorporara al ejército del aire, por lo que se
resignó a ejercer diversos oficios, al tiempo que
frecuentaba los medios literarios.
El año
1926 marcó un giro decisivo en su vida, con la
publicación de la novela breve El aviador, en
Le Navire dargent de J. Prévost, y con un contrato
como piloto de línea para una sociedad de aviación. A
partir de entonces, a cada escala del piloto
correspondió una etapa de su producción literaria,
alimentada con la experiencia. Mientras se desempeñaba
como jefe de estación aérea en el Sahara español,
escribió su primera novela, Correo del Sur
(1928).
La escala
siguiente fue Buenos Aires, al ser nombrado director de la Aeroposta
Argentina, filial de la Aéropostale, donde tuvo la misión de
organizar la red de América Latina. Tal es el marco de su segunda
novela, Vuelo nocturno. En 1931, la bancarrota de la
Aéropostale puso término a la era de los pioneros, pero Saint-Exupéry
no dejó de volar como piloto de prueba y efectuó varios intentos de
récords, muchos de los cuales se saldaron con graves accidentes: en
el desierto egipcio en 1935, y en Guatemala en 1938.
En los años treinta
multiplicó sus actividades: cuadernos de invención, adaptaciones
cinematográficas de Correo del Sur en 1937 y de Vuelo nocturno
en 1939, numerosos viajes (a Moscú, a la España en guerra), reportajes y
artículos para diversas revistas. Durante su convalescencia en Nueva
York, después del accidente de Guatemala, reunió por consejo de A. Gide
los textos en su mayor parte artículos ya publicados que se convirtieron
en Tierra de hombres (1939).
Durante la Segunda
Guerra Mundial luchó con la aviación francesa en misiones peligrosas, en
especial sobre Arras, en mayo de 1940. Con la caída de Francia marchó a
Nueva York, donde contó esta experiencia en Piloto de guerra
(1942). En Estados Unidos se mantuvo al margen de los compromisos
partidistas, lo que le atrajo la hostilidad de los gaullistas. Su
meditación se elevaba por encima de la historia inmediata: sin
desconocer las amenazas que la época hacía pesar sobre el "respeto del
hombre", como lo relata en Carta a un rehén (1943), optó por la
parábola con El principito (1943), una fábula infantil de
contenido lirismo e ilustrada por él mismo, que le dio fama mundial.
A partir
de 1943, pidió incorporarse a las fuerzas francesas en
África del Norte y retomó las misiones desde Cerdeña y
Córcega. En el transcurso de una de ellas, el 31 de julio de
1944, su avión desapareció en el Mediterráneo. Los cientos
de páginas de La ciudadela, suma alegórica que
permaneció inacabada, fueron publicadas póstumamente en
1948. La prosa de Saint-Éxupery impresiona por un rigor en
el que la desnudez retórica asegura la eficacia del relato
de acción. Cercano a A. Malraux por su conciencia de la
aventura humana, a J. Giono por su lirismo cósmico, a G.
Bernanos por su búsqueda del absoluto, Saint-Exupéry mostró
siempre que el hombre no es más que lo que hace.