XVI
El séptimo planeta fue, por consiguiente, la Tierra.
¡La Tierra no es un planeta cualquiera! Se cuentan en él ciento once
reyes (sin olvidar, naturalmente, los reyes negros) , siete mil
geógrafos, novecientos mil hombres de negocios, siete millones y
medio de borrachos, trescientos once millones de vanidosos, es
decir, alrededor de dos mil millones de personas mayores.
Para darles
una idea de las dimensiones de la Tierra yo les diría que antes de
la invención de la electricidad había que mantener sobre el conjunto
de los seis continentes un verdadero ejército de cuatrocientos
sesenta y dos mil quinientos once faroleros.
Vistos desde lejos, hacían un espléndido efecto. Los
movimientos de este ejército estaban regulados como los de
un ballet de ópera. Primero venía el turno de los faroleros
de Nueva Zelandia y de Australia. Encendían sus faroles y se
iban a dormir. Después tocaba el turno en la danza a los
faroleros de China y Siberia, que a su vez se perdían entre
bastidores. Luego seguían los faroleros de Rusia y la India,
después los de Africa y Europa y finalmente, los de América
del Sur y América del Norte.
Nunca se
equivocaban en su orden de entrada en escena. Era grandioso.
Solamente el farolero del único farol del polo norte y su colega del
único farol del polo sur, llevaban una vida de ociosidad y descanso.
No trabajaban más que dos veces al año.
XVII
Cuando se quiere ser ingenioso, sucede que se miente un poco. No he
sido muy honesto al hablar de los faroleros y corro el riesgo de dar
una falsa idea de nuestro planeta a los que no lo conocen. Los
hombres ocupan muy poco lugar sobre la Tierra. Si los dos mil
millones de habitantes que la pueblan se pusieran de pie y un poco
apretados, como en un mitin, cabrían fácilmente en una plaza de
veinte millas de largo por veinte de ancho. La humanidad podría
amontonarse sobre el más pequeño islote del Pacífico.
Las personas mayores no les creerán, seguramente, pues siempre se
imaginan que ocupan mucho sitio. Se creen importantes como los
baobabs. Les dirán, pues, que hagan el cálculo; eso les gustará ya
que adoran las cifras. Pero no es necesario que pierdan el tiempo
inútïlmente, puesto que tienen confianza en mí.
El principito, una vez que llegó a la Tierra, quedó sorprendido de
no ver a nadie. Tenía miedo de haberse equivocado de planeta, cuando
un anillo de color de luna se revolvió en la arena.
-¡Buenas noches! -dijo el principito.
-¡Buenas noches! -dijo la serpiente.
-¿Sobre qué planeta he caído? -preguntó el principito.
-Sobre la Tierra, en Africa -respondió la serpiente.
-¡Ah! ¿Y no hay nadie sobre la Tierra?
-Esto es el desierto. En los desiertos no hay nadie. La Tierra es
muy grande -dijo la serpiente.
El principito se sentó en una piedra y elevó los ojos al cielo.
-Yo me pregunto -dijo- si las estrellas están encendidas para que
cada cual pueda un día encontrar la suya. Mira mi planeta; está
precisamente encima de nosotros... Pero... ¡qué lejos está!
-Es muy bella -dijo la serpiente-. ¿Y qué vienes tú a hacer aquí?
-Tengo problemas con una flor -dijo el principito.
-¡Ah!
Y se callaron.
-¿Dónde están los hombres? -prosiguió por fin el principito. Se está
un poco solo en el desierto...
-También se está solo donde los hombres -afirmó la serpiente.
El principito la miró largo rato y le dijo: -Eres un bicho raro,
delgado como un dedo...
-Pero soy más poderoso que el dedo de un rey -le interrumpió la
serpiente.
El principito sonrió:
-No me pareces muy poderoso... ni siquiera tienes patas... ni tan
siquiera puedes viajar...
-Puedo llevarte más lejos que un navío -dijo la serpiente.
Se enroscó alrededor del tobillo del principito como un brazalete de
oro.
-Al que yo toco, le hago volver a la tierra de donde salió. Pero tú
eres puro y vienes de una estrella...
El principito no respondió.
-Me das lástima, tan débil sobre esta tierra de granito. Si algún
día echas mucho de menos tu planeta, puedo ayudarte. Puedo...
-¡Oh! -dijo el principito-. Te he comprendido. Pero ¿por qué hablas
con enigmas?
-Yo los resuelvo todos -dijo la serpiente.
Y se callaron.
XVIII
El principito atravesó el desierto en el que sólo encontró una flor
de tres pétalos, una flor de nada.
-¡Buenos días! -dijo el principito.
-¡Buenos días! -dijo la flor.
-¿Dónde están los hombres? -preguntó cortésmente el principito.
La flor, un día, había visto pasar una caravana.
-¿Los hombres? No existen más que seis o siete, me parece.
Los he visto hace ya años y nunca se sabe dónde
encontrarlos. El viento los pasea. Les faltan las raíces.
Esto les molesta.
-Adiós -dijo el principito.
-Adiós -dijo la flor.