-Aproxímate
para que te vea mejor -le dijo el rey, que estaba orgulloso de ser
por fin el rey de alguien. El principito buscó donde sentarse, pero
el planeta estaba ocupado totalmente por el magnífico manto de
armiño. Se quedó, pues, de pie, pero como estaba cansado, bostezó.
-La etiqueta no permite bostezar en presencia del rey -le dijo el
monarca-. Te lo prohíbo.
-No he podido evitarlo -respondió el principito muy confuso-, he
hecho un viaje muy largo y apenas he dormido...
-Entonces -le dijo el rey- te ordeno que bosteces. Hace años que no
veo bostezar a nadie. Los bostezos son para mí algo curioso. ¡Vamos,
bosteza otra vez, te lo ordeno!
-Me da vergüenza... ya no tengo ganas... -dijo el principito
enrojeciendo.
-¡Hum, hum! -respondió el rey-. ¡Bueno! Te ordeno tan pronto que
bosteces y que no bosteces...
Tartamudeaba un poco y parecía vejado, pues el rey daba gran
importancia a que su autoridad fuese respetada. Era un monarca
absoluto, pero como era muy bueno, daba siempre órdenes razonables.
Si yo ordenara -decía frecuentemente-, si yo ordenara a un general
que se transformara en ave marina y el general no me obedeciese, la
culpa no sería del general, sino mía".
-¿Puedo sentarme? -preguntó tímidamente el principito.
-Te ordeno sentarte -le respondió el rey-, recogiendo
majestuosamente un faldón de su manto de armiño.
El principito estaba sorprendido. Aquel planeta era tan pequeño que
no se explicaba sobre quién podría reinar aquel rey.
-Señor -le dijo-, perdóneme si le pregunto...
-Te ordeno que me preguntes -se apresuró a decir el rey.
-Señor. . . ¿sobre qué ejerce su poder?
-Sobre todo -contestó el rey con gran ingenuidad.
-¿Sobre todo?
El rey, con un gesto sencillo, señaló su planeta, los otros planetas
y las estrellas.
-¿Sobre todo eso? -volvió a preguntar el principito.
-Sobre todo eso. . . -respondió el rey.
No era sólo un monarca absoluto, era, además, un monarca universal.
-¿Y las estrellas le obedecen?
-¡Naturalmente! -le dijo el rey-. Y obedecen en seguida, pues yo no
tolero la indisciplina.
Un poder semejante dejó maravillado al principito. Si él disfrutara
de un poder de tal naturaleza, hubiese podido asistir en el mismo
día, no a cuarenta y tres, sino a setenta y dos, a cien, o incluso a
doscientas puestas de sol, sin tener necesidad de arrastrar su
silla. Y como se sentía un poco triste al recordar su pequeño
planeta abandonado, se atrevió a solicitar una gracia al rey:
-Me gustaría ver una puesta de sol... Deme ese gusto... Ordénele al
sol que se ponga...
-Si yo le diera a un general la orden de volar de flor en flor como
una mariposa, o de escribir una tragedia, o de transformarse en ave
marina y el general no ejecutase la orden recibida ¿de quién sería
la culpa, mía o de él?
-La culpa sería de usted -le dijo el principito con firmeza.
-Exactamente. Sólo hay que pedir a cada uno, lo que cada uno puede
dar -continuó el rey. La autoridad se apoya antes que nada en la
razón. Si ordenas a tu pueblo que se tire al mar, el pueblo hará la
revolución. Yo tengo derecho a exigir obediencia, porque mis órdenes
son razonables.
-¿Entonces mi puesta de sol? -recordó el principito, que jamás
olvidaba su pregunta una vez que la había formulado.
-Tendrás tu puesta de sol. La exigiré. Pero, según me dicta mi
ciencia gobernante, esperaré que las condiciones sean favorables.
-¿Y cuándo será eso?
-¡Ejem, ejem! -le respondió el rey, consultando previamente un
enorme calendario-, ¡ejem, ejem! será hacia... hacia... será hacia
las siete cuarenta. Ya verás cómo se me obedece.
El principito bostezó. Lamentaba su puesta de sol frustrada y además
se estaba aburriendo ya un poco.
-Ya no tengo nada que hacer aquí -le dijo al rey-. Me voy.
-No partas -le respondió el rey que se sentía muy orgulloso de tener
un súbdito-, no te vayas y te hago ministro.
-¿Ministro de qué?
-¡De... de justicia!
-¡Pero si aquí no hay nadie a quien juzgar!
-Eso no se sabe -le dijo el rey-. Nunca he recorrido todo mi reino.
Estoy muy viejo y el caminar me cansa. Y como no hay sitio para una
carroza...
-¡Oh! Pero yo ya he visto. . . -dijo el principito que se inclinó
para echar una ojeada al otro lado del planeta-. Allá abajo no hay
nadie tampoco. .
-Te juzgarás a ti mismo -le respondió el rey-. Es lo más difícil. Es
mucho más difícil juzgarse a sí mismo, que juzgar a los otros. Si
consigues juzgarte rectamente es que eres un verdadero sabio.
-Yo puedo juzgarme a mí mismo en cualquier parte y no tengo
necesidad de vivir aquí.
-¡Ejem, ejem! Creo -dijo el rey- que en alguna parte del planeta
vive una rata vieja; yo la oigo por la noche. Tu podrás juzgar a
esta rata vieja. La condenarás a muerte de vez en cuando. Su vida
dependería de tu justicia y la indultarás en cada juicio para
conservarla, ya que no hay más que una.
-A mí no me gusta condenar a muerte a nadie -dijo el principito-.
Creo que me voy a marchar.
-No -dijo el rey.
Pero el principito, que habiendo terminado ya sus preparativos no
quiso disgustar al viejo monarca, dijo:
-Si Vuestra Majestad deseara ser obedecido puntualmente, podría dar
una orden razonable. Podría ordenarme, por ejemplo, partir antes de
un minuto. Me parece que las condiciones son favorables...
Como el rey no respondiera nada, el principito vaciló primero y con
un suspiro emprendió la marcha.
-¡Te nombro mi embajador! -se apresuró a gritar el rey. Tenía un
aspecto de gran autoridad.
"Las personas mayores son muy extrañas", se decía el principito para
sí mismo durante el viaje.
XI
El segundo planeta estaba habitado por un vanidoso:
-¡Ah! ¡Ah! ¡Un admirador viene a visitarme! -Gritó el vanidoso al
divisar a lo lejos al principito.
Para los vanidosos todos los demás hombres son admiradores.
-¡Buenos
días! -dijo el principito-. ¡Qué sombrero tan raro tiene!
-Es para saludar a los que me aclaman -respondió el vanidoso.
Desgraciadamente nunca pasa nadie por aquí.
-¿Ah, sí? -preguntó sin comprender el principito.
-Golpea tus manos una contra otra -le aconsejó el vanidoso.
El principito aplaudió y el vanidoso le saludó modestamente
levantando el sombrero.
"Esto parece más divertido que la visita al rey", se dijo para sí el
principito, que continuó aplaudiendo mientras el vanidoso volvía a
saludarle quitándose el sombrero.
A los cinco minutos el principito se cansó con la monotonía de aquel
juego.
-¿Qué hay que hacer para que el sombrero se caiga? -preguntó el
principito.
Pero el vanidoso no le oyó. Los vanidosos sólo oyen las alabanzas.
-¿Tú me admiras mucho, verdad? -preguntó el vanidoso al principito.
-¿Qué significa admirar?
-Admirar significa reconocer que yo soy el hombre más bello, el
mejor vestido, el más rico y el más ïnteligente del planeta.
-¡Si tú estás solo en tu planeta!
-¡Hazme ese favor, admírame de todas maneras!
-¡Bueno! Te admiro -dijo el principito encogiéndose de hombros-,
pero ¿para qué te sirve?
Y el principito se marchó.
"Decididamente, las personas mayores son muy extrañas", se decía
para sí el principito durante su viaje.
XII
El planeta
siguiente estaba habitado por un bebedor. Fue una visita muy corta,
pues hundió al principito en una gran melancolía.
-¿Qué haces ahí? -preguntó al bebedor que estaba sentado en silencio
ante un sinnúmero de botellas vacías y otras tantas botellas llenas.
-¡Bebo! -respondió el bebedor con tono lúgubre.
-¿Por qué bebes? -volvió a preguntar el principito.
-Para olvidar.
-¿Para olvidar qué? -inquirió el principito ya compadecido.
-Para olvidar que siento vergüenza -confesó el bebedor bajando la
cabeza.
-¿Vergüenza de qué? -se informó el principito deseoso de ayudarle.