Los gigantes súper intelectuales del pasado de la tierra
Lobsang Rampa
Los gigantes superintelectuales del pasado de la tierra
Lobsang Rampa
Extracto de «El Médico de Lhasa» por Tuesday Lobsang Rampa
Capítulo octavo
Cuando El Mundo Era Muy Joven
Bajo el Potala había ocultos unos túneles misteriosos, túneles que quizá guardasen la clave de la historia del mundo. Me interesaban y fascinaban y quizá sea interesante contar una vez más lo que vi y aprendí allí, pues, al parecer, son conocimientos que no poseen los pueblos occidentales.
Recordé que por entonces era yo un monje muy joven en el comienzo de mi preparación. El Dalai Lama había utilizado en el Potala mis servicios de clarividencia y había quedado satisfecho. Como recompensa me autorizaron a recorrer aquel lugar. Mi Guía el Lama Mingyar Dondup me hizo llamar un día.
• Lobsang -me dijo-, he estado pensando mucho en ti y en tu evolución y he llegado a la conclusión de que has alcanzado ya una edad y un estado de desarrollo mental suficientes para que puedas estudiar conmigo los escritos de las cuevas ocultas. ¡Ven!
Se levantó y me llevó por largos corredores e interminables escaleras cruzando junto a los monjes que trabajaban en sus tareas cotidianas atendiendo a la economía doméstica del Potala. Ya en el interior de la Montaña entramos en una pequeña habitación situada a la derecha de un corredor. Las ventanas apenas dejaban pasar la luz. Fuera, las banderas ceremoniales ondeaban en la brisa.
• Entraremos aquí, Lobsang, y llevaremos lámparas para poder explotar las regiones a las que sólo tienen acceso muy pocos lamas.
En la pequeña habitación cogimos una lámparas que había en unos estantes y las preparamos. Luego, como precaución, toma mos otra de reserva. Llevábamos encendidas las dos lámparas principales y seguimos hacia abajo por el corredor. Mi Guía, delante de mí, me indicaba el camino. Descendíamos continuamente, hasta que, al final del corredor, llegamos a una habitación. A mí me pareció el final de un viaje. Aquella habitación parecía un almacén. Contenía extrañas figuras, objetos sagrados, mercancías extranjeras, regalos de todo el mundo. Allí era donde el Dalai Lama guardaba los obsequios que le sobraban y que no podía usar inmediatamente.
Miré a mi alrededor con intensa curiosidad. Me parecía sin sentido haber caminado tanto sólo para llegar a aquella habitación. Había creído que íbamos a explorar y aquello no era más que un almacén.
• Ilustre Maestro -dije-, ¿no nos hemos equivocado de camino y hemos venido a parar aquí?
El Lama me miró y, sonriendo benévolo, exclamó:
• Lobsang, Lobsang, ¿acaso crees posible que yo pierda mi camino?
Y, sin dejar de sonreír, se volvió hacia una lejana pared. Es tuvo un momento mirando en torno suyo y luego hizo algo. Me pareció que estaba manejando algo que había en la pared, algo que sobresalía y que parecía ser de yeso. Seguramente lo había hecho alguna mano desaparecida hacía mucho tiempo. De pronto se oyó un gran ruido como si hubieran caído unas piedras, lo cual me alarmó, creyendo que se hundía el techo. Mi Guía se rió:
• Oh, no, Lobsang, estamos completamente seguros. No temas. Aquí es donde empezamos nuestro viaje. Aquí está el umbral de otro mundo. Un mundo que pocos han visto. Sígueme.
Lo miré estupefacto. Un gran trozo de la pared se había deslizado y dejaba al descubierto un oscuro boquete. Pude distinguir, sin embargo, que de la habitación salía una senda polvorienta que desaparecía en una tétrica negrura. Aquello me dejó inmóvil de asombro.
• ¡Pero, Maestro! -exclamé-. Ahí no había la menor señal de puerta.
¿Qué ha ocurrido?
• Esta entrada la hicieron hace siglos -dijo riendo-. El secreto ha estado bien guardado. Es imposible encontrar y abrir esta puerta si no se está informado y, por mucho que se busque, no hay ni la menor señal. Pero ven, Lobsang, que perdemos el tiempo, pues no hemos venido aquí a discutir sobre los misterios de la edificación. Es te sitio lo verás con frecuencia.
Con estas palabras se volvió y penetró por el boquete haciéndome pasar detrás de él. Así, iniciamos nuestro camino por el misterioso túnel que llegaba hasta muy lejos. Yo iba muy emo cionado. Mi Guía, cuando yo hube pasado también, manipuló algo y volvió a oírse el ruido de piedras que se derrumban, crujidos y el arrastrarse de algo de gran tamaño. Era el muro de roca que volvía a cerrarse ante mis ojos atónitos y que tapaba por completo el hueco. De no haber sido por las vacilantes llamas de nuestras lámparas de manteca, la oscuridad hubiera sido absoluta. Mi Guía se me adelantó en el túnel y sus pasos resonaban curiosamente en los laterales de roca produciendo un eco incesante. Yo lo seguí. Caminábamos sin hablar. Cuando habíamos recorrido más de kilómetro y medio, mi Guía se detuvo repentinamente, sin habérmelo anunciado, de modo que tropecé con él y lancé una exclamación de asombro.
• Aquí -me dijo- es donde tenemos que llenar de nuevo nuestras lámparas y ponerles otros pabilos de mayor tamaño. Ahora vamos a necesitar buena luz. Haz lo mismo que yo y luego continuaremos nuestro viaje.
Teníamos ya mejor luz para seguir adelante y de nuevo reanudamos la marcha. Caminamos tanto que me empezaba a sentir cansado y nervioso. Entonces noté que el pasadizo se hacía más ancho y su techo más alto. Era como si fuésemos por un embudo y nos acercásemos al extremo más ancho. Entonces lancé una exclamación de asombro. Ante mis ojos se extendía una enorme caverna. Del techo y de los lados surgían innumerables puntos de luz dorada, luz que era un reflejo de nuestras lámparas. La caverna parecía ser inmensa. Nuestra débil iluminación sólo servía para hacer ver la inmensidad y las profundas tinieblas de aquel lugar.
Mi Guía se dirigió hacia una hondonada al lado izquierdo del camino y tiró, hasta sacarlo, de lo que parecía ser un gran cilin dro de metal que produjo un chirrido al salir de donde estaba incrustado. Parecía tener la mitad de la altura de un hombre corriente y, desde luego, era tan ancho como el cuerpo de un hombre. Era redondo y en su extremo superior tenía un dispositivo que yo no entendía. Venía a ser algo así como una pequeña red blanca. El lama Mingyar Dondup estuvo manipulando en aquel aparato y luego tocó el extremo superior con su lámpara de grasa. Inmediatamente surgió una brillante llama blanco-amarillenta que me permitió ver con toda claridad. La llama producía un silbido, como a consecuencia de una fuerte presión interna. Mi Guía apagó entonces nuestras lámp aras.
• Tendremos suficiente luz -dijo-. Lobsang, nos lo llevaremos con nosotros. Quiero que sepas algo de la historia de los eones.
Siguió avanzando mientras tiraba del cilindro-lámpara que iba sobre una especie de trineo y se transportaba así con facilidad.
Descendíamos continuamente y yo creía que ya debíamos de estar en las entrañas de la Tierra. Por fin, nos detuvimos. Estábamos ante una gran pared negra sobre la cual relucía un gran panel de oro y en ese oro había miles de grabados. Luego miré al otro lado y vi una gran extensión de brillante negrura como si hubiera allí un espacioso lago.
• Lobsang -dijo mi Guía -, préstame atención. Ya sabrás más tarde qué es esto. Ahora quiero contarte algo del origen del Tibet, un origen que en años venideros podrás confirmar cuando vayas en una expedición que ya estoy pensando organizar. Cuando salgas de nuestro país encontraras personas que no nos conocen y te dirán que somos unos incultos y salvajes que adoran a los demonios y practican ritos que ni siquiera pueden mencionarse. La verdad, Lobsang, es que poseemos una cultura mucho más antigua que todas las de Occidente. Tenemos documentos bien conservados y con los cuales puede demostrarse que desde tiempos inmemoriales…
Se acercó a las inscripciones grabadas en el papel de oro y me señaló varias figuras, varios símbolos. Vi dibujos que representaban a personas y animales -por cierto, animales que hoy no conocemos- y luego me hizo ver un mapa del cielo, pero mostraba estrellas diferentes a las que hoy conocemo s y situadas erróneamente.
• Yo entiendo este lenguaje, Lobsang -me dijo mi Guía-. Me lo han enseñado.
Te lo leeré. Te leeré esta historia de tiempos increíblemente remotos, y más adelante, otros y yo te enseñaremos esta lengua secreta para que puedas venir aquí a tomar tus propias notas y llegar a formarte tus propias conclusiones. Esto requerirá muchísimo estudio. Tendrás que venir aquí y explorar estas cavernas, pues hay muchas de ellas y se extienden a lo largo de incontables kilómetros.
Estuvo unos momentos mirando las inscripciones. Luego me leyó parte del pasado. Mucho de lo que él dijo entonces, y mucho de lo que yo habría de estudiar más tarde no puede darse en un libro como éste. El lector medio no se lo creería, y si se lo creyese y descubriera así algunos de esos secretos, haría como muchos otros han hecho en el pasado: emplearían esos secretos en su propio beneficio y en hacer daño a otros, en dominar y destruir a los demás, como las naciones que hoy se amenazan unas a otras con la bomba atómica. Por cierto que la bomba atómica no es un des cubrimiento de hoy. Fue descubierta hace miles de años, y causó tremendos desastres como los causará en nuestro tiempo si la locura del hombre no se detiene.
En todas las religiones del mundo, en la historia de todas las tribus y naciones se habla de un Diluvio, de una catástrofe en la que las gentes se ahogaron y en que países enteros quedaron sumergidos mientras otras tierras emergieron y todo el mundo era un torbellino. Está en la historia de los incas, los egipcios, los cristianos, en la de todos los pueblos. Nosotros en el Tibet sabemos que ese diluvio lo causó una bomba; pero permitidme que cuente aquí cómo ocurrió según las inscripciones.
Mi Guía se sentó en la posición del loto, de cara a las inscripciones de la inmensa roca con la brillante luz a su espalda, reluciendo con unos resplandores dorados sobre aquellos grabados de época inmemorial. Me indicó que me sentase también. Lo hice a su lado para poder ver lo que me iba señalando.
• Hace muchísimo tiempo, la Tierra era muy diferente a como es ahora dijo-.
»Giraba mucho más cerca del Sol y en dirección contraria y había otro planeta cerca, un gemelo de la Tierra. Los días eran más cortos, por lo que el hombre parecía tener una vida más larga. Parecía vivir centenares de años. El clima era más cálido y la flora era tropical y lujuriante. Los animales alcanzaban un enorme tamaño y formas muy diversas. La fuerza de gravedad era mucho menos que la de hoy porque la Tierra giraba a un ritmo diferente, y el hombre quizá fuese de doble tamaño al que hoy tiene, pero, aún así, resultaba un pigmeo comparado con otra raza que vivía también en la Tierra. En efecto, en la Tierra habitaban también hombres de un sistema diferente, unos superintelectuales que controlaban los asuntos de este mundo y enseñaban mucho a los hombres de nuestra raza. El hombre era el discípulo de aquellos seres, enormes gigantes que le enseñaban muchas cosas y que frecuentemente se embarcaban en unos extraños aparatos de metal reluciente y navegaban por los cielos. El hombre, pobre ignorante que aún se hallaba en el umbral de la razón, no podía entender en modo alguno aquellas maravillas, pues su intelecto apenas era mayor que el de los monos.
»Durante muchísimo tiempo, la vida siguió plácidamente en la Tierra. Había paz y armonía entre todas las criaturas. Los hombres podían conversar sin necesidad de hablar. Lo hacían por telepatía. Sólo usaban la palabra para conversaciones locales. Entonces los superintelectuales que, como he dicho, eran mucho mayores que el hombre, se pelearon entre ellos. Surgieron disensiones graves entre aquellos seres. No podían ponerse de acuerdo sobre determinados puntos, lo mismo que disienten ahora las razas. Un grupo fue a otra parte del mundo e intentó dominarla. Hubo lucha. Algunos de los superhombres mataron a otros y hubo guerras feroces con terribles destrucciones. El hombre, cuyos deseos de aprender crecían, aprendió las artes de la guerra; el hombre aprendió a matar. Y así, la Tierra, que antes había sido un sitio pacífico, se hizo un lugar lleno de inquietudes y trastornos. Durante algún tiempo -unos años- los superhombres trabajaban en secreto, la mitad de ellos contra la otra mitad. Un día hubo una tremenda explosión y toda la Tierra tembló y vaciló en su trayectoria. Brotaron espantosas llamas que subieron a inmensa altura por el espacio, y la Tierra fue envuelta en humo.
»Por fin se pacificó la situación, pero al cabo de muchos meses se vieron en el cielo extraños signos que llenaron de terror a las gentes de la Tierra. Se iba acercando un planeta que rápidamente se fue haciendo mayor. Era evidente que chocaría con la Tierra. Se produjeron grandes mareas y vientos fortísimos, y los días y las noches eran barridos por una rugiente furia tempestuosa. El amenazante planeta parecía llenar todo el cielo y estar a punto de chocar con la Tierra. Al acercarse éste aún más, las inmensas mareas inundaban territorios enteros. Los terremotos hacían vibrar continuamente la superficie del Globo y en un momento desaparecían continentes enteros. La raza de los super-hombres renunció a sus peleas, se apresuraron a montar en sus relucientes aparatos, se elevaron en el espacio y huyeron de la catástrofe de la Tierra. Pero en ésta seguían los terremotos; las montañas se elevaban y el fondo del mar subía a la vez que aquéllas; las tierras se hundían y se inundaban. Las gentes huían aterrorizadas, convencidas de que aquello era el fin del mundo y los vientos soplaban con ferocidad creciente. El estruendo y el clamor eran incesantes y trastornaban los nervios de los hombres, poniéndolos frenéticos.
»El planeta invasor estaba cada vez más cerca y más grande, hasta que por fin se produjo un choque tremendo y una chispa eléctrica vivísima, seguida por continuas descargas que incendiaron los cielos. Se formaban en el cielo nubes negrísimas que convertían al día en una incesante noche de terror. Parecía como si el propio Sol se hubiera inmovilizado con tanto horror entre aquella calamidad, pues, según los documentos, durante muchísimos días la roja bola del sol estuvo parada y lanzando grandes lenguas de fuego. Después, las nubes negras se cerraron y la noche fue completa. Los vientos eran helados y luego ardientes. Miles de personas morían por el cambio de temperatura. El alimento de los dioses, que algunos llamaban maná, caía del cielo. Sin él, los pueblos de la Tierra y los animales todos, habrían muerto de hambre con la destrucción de las cosechas y la privación de todos los demás alimentos.
»Los hombres y las mujeres vagaban de un sitio a otro en busca de refugio tratando de encontrar algún lugar donde pudieran reposar sus agotados cuerpos, sacudidos por las tormentas y torturados por tantas desventuras. Todos rezaban para que por fin hubiera calma y con la esperanza de salvarse. Pero la Tierra temblaba, las lluvias torrenciales no dejaban de caer y todo el tiempo llegaban del espacio exterior las descargas eléctricas. Con el paso del tiempo, mientras las pesadas nubes negras se alejaban, el Sol se fue haciendo más pequeño. Parecía ir retrocediendo y las gentes lanzaban alaridos de miedo. Creían que el dios del Sol, el que otorgaba la vida, huía de los hombres. Pero aún era más extraño que el Sol hubiera empezado a moverse en el cielo de Este a Oeste en vez de ir del Oeste al Este.
»El hombre había perdido todo punto de referencia para saber el tiempo. Al oscurecerse el Sol, no tenía medio de saber cuándo se ocultaba y cuándo habían ocurrido todos aquellos acontecimientos. Y se vio otra cosa muy extraña en el cielo: un mundo de gran tamaño, amarillo, giboso, que también parecía ir a precipitarse sobre la Tierra. Era lo que hoy conocemos con el nombre de Luna, que apareció en aquel tiempo como resto de la colisión entre los dos planetas. Mucho más tarde, los hombres encontraron una gran depresión en una zona de Tierra -Siberia-, donde quizá hubiese quedado dañada la superficie de nuestro mundo por la proximidad de aquel otro planeta o quizá sería el sitio donde se había desprendido la Luna.
»Antes del choque había habido ciudades y grandes edificios donde se albergaba el gran saber de la raza poderosa de los superintelectuales. Se habían derrumbado todos estos edificios y ya sólo eran montones de escombros que ocultaban los restos de aquella sabiduría. Pero los sabios de las tribus sabían que toda la ciencia del mundo se basaba en aquellos montones de escombros y por eso excavaban sin cesar para ver lo que podía salvarse aún para poder luego aumentar su propia potencia intelectual y material, utilizando los conocimientos de la Raza Mayor.
»A medida que fue pasando el tiempo, los días se fueron haciendo más largos hasta que llegaron a durar casi el doble que antes de la calamidad; y la Tierra inició su nueva órbita acompañada por su satélite, la Luna, resultado del choque. Pero la Tierra seguía temblando y en su interior se oían ruidos espantosos. Y las montañas se elevaban y arrojaban llamas, rocas y destrucción. Grandes ríos de lava se precipitaban por las faldas de las montañas inesperadamente, destruyendo cuanto encontraban a su paso, pero también hacían una buena labor, pues con frecuencia envolvían los monumentos y las fuentes de sabiduría, ya que el me tal duro sobre el que muchos de los textos habían sido escritos, no se fundía con la lava, sino que ésta lo protegía, conservándolo como en una arca de piedra, una piedra porosa que en el transcurso del tiempo se iría erosionando de modo que los documentos protegidos por ella saldrían a la luz y llegarían a las manos de los que podrían utilizarlos. Mas para ello habría de pasar muchísimo tiempo.
»Paulatinamente, a medida que la Tierra se iba adaptando a su nueva órbita, el frío fue invadiendo este mundo y los animales se morían o se trasladaban a las partes más cálidas. El mamut y el brontosaurio murieron porque no se pudieron adaptar al nuevo modo de vida. Caía la nieve del cielo y los vientos eran cada vez más feroces. Había muchas nubes, mientras que, antes de la catástrofe, apenas se veía alguna. El mundo había cambiado en gran medida: el mar tenía mareas mientras que antes era como un lago plácido sin más olas que los pequeños rizos que producían las leves brisas. Ahora, en cambio, enormes olas se encrespaban y durante mucho tiempo las mareas eran tremendas y amenazaban tragarse la tierra y ahogar a la gente. También el cielo parecía diferente. Por la noche se veían extrañas estrellas en vez de las archiconocidas, y la Luna estaba muy cerca. Nacieron nuevas religiones porque los sacerdotes de aquel tiempo trataban de conservar su poder e imponer su propia versión de los acontecimientos. Fueron olvidando aquella Raza Mayor y sólo les interesaba su propia importancia y no perder su influencia en las gentes. Pero no podían decir lo que había ocurrido. Se limitaban a achacarlo a la ira de Dios y enseñaban que el hombre había nacido en pecado.
»Con el paso de los siglos, instalada ya la Tierra en su nueva órbita y a medida que el tiempo se encalmaba, los hombres se fueron haciendo de estatura cada vez más baja. El transcurso de los siglos estabilizaba a los países. Aparecieron nuevas razas, como para ser probadas experimentalmente. Luchaban, fracasaban, y eran reemplazadas por otras. Por fin se desarrolló un tipo más fuerte y la civilización empezó de nuevo, una civilización que arrastraba desde los tiempos primitivos el confuso recuerdo racial de alguna espantosa catástrofe, y algunos de los intelectos más valiosos investigaron para tratar de descubrir lo que realmente ocurrió. La lluvia y el viento estaban ya normalizados y cumplían su función. Bajo las capas de piedras volcánicas, empezaron a aparecer documentos primitivos; y la inteligencia humana, ya más avanzada, permitió que estos testimonios del pasado remotísimo llegaran a manos de los sabios, los cuales, después de ímprobos trabajos, pudieron descifrar algunos de aquellos escritos.
»Cuando ya había sido desentrañado el contenido de algunos de esos documentos, y los hombres de ciencias empezaban a comprender su sentido profundo, buscaron frenéticamente nuevas huellas que les permitiesen llenar los huecos que quedaban en sus investigaciones. Se emprendieron grandes excavaciones y salió a la luz mucho material de gran interés. Entonces empezó verdaderamente una nueva civilización y se construyeron ciudades y también comenzó la ciencia a manifestar su afán de destrucción. Se ponía el mayor interés precisamente en destruir, haciendo que el poder se concentrase en muy pocas manos, en grupos muy reducidos. Se olvidó por completo que el hombre podía vivir en paz y que había sido la falta de paz lo que había provocado la anterior catástrofe.
»Durante muchos siglos, la ciencia era la que dominaba en el mundo. Los sacerdotes se presentaron como científicos y eliminaban a todos aquellos hombres de ciencia que no eran a la vez sacerdotes. Aumentaron su poder; adoraban la ciencia y hacían cuanto podían para conservar el poder en sus manos y tener inmovilizado al hombre corriente e impedirle que pensara. Los sacerdotes-científicos se hicieron pasar por dioses y nada podía emprenderse sin que lo sancionaran los sacerdotes. Estos se apoderaban de todo lo que les apetecía sin que nadie los obstaculizase. Tanto creció su poder que eran en la Tierra casi omnipotentes, olvidando que el poder absoluto corrompe a los seres humanos.
»Navegaban por los espacios grandes naves sin alas; silenciosas, o permanecían inmóviles en el aire, como ni siquiera pueden quedarse los pájaros. Los hombres de ciencia habían descubierto el secreto de dominar la gravedad, y la antigravedad, y esto les servía para ser aún más poderosos. Enormes masas de piedra eran trasladadas por un solo hombre al lugar que le convenía. Le bastaba para ello un pequeño dispositivo que cabía en la palma de una mano. No había trabajo penoso, puesto que el hombre empleaba para ello sus infalibles máquinas sin esfuerzo alguno. Gigantescos aparatos sobrevolaban la superficie de la tierra con gran estruendo mientras que si algo circulaba sobre la superficie del mar, era sólo por placer, pues los viajes marítimos eran demasiado lentos y sólo agradaban a los que deseaban disfrutar de la combinación del viento y las olas. Todo iba por el aire, excepto en los viajes cortos, en que se prefería viajar por tierra. Las gentes se trasladaban de unos a otros países e instalaban colonias. Pero se había perdido la facultad telepática desde aquella descomunal colisión. Ya no hablaban el mismo lenguaje; los dialectos se fueron separando cada vez más hasta convertirse en idiomas completamente distintos, e incomprensible el de cada pueblo para los demás.
»Con la falta de comunicaciones y la incapacidad de comprender los unos las lenguas de los otros y sus puntos de vista, acabaron unas razas peleando contra otras y las guerras empezaron. Se inventaron armas terribles. Había continuas batallas en todo el mundo. Los hombres y las mujeres quedaban mutilados y los rayos terribles que habían inventado los hombres de ciencia producían en la raza humana muchas mutaciones. Pasaban los años y crecía la horrible carnicería. Estimulados por sus gobernantes, los inventores de todo el mundo creaban armas de creciente potencia mortífera. Se cultivaban los gérmenes de las enfermedades y se diseminaban en los países enemigos por medio de aviones que volaban a fantástica altura. Las bombas destrozaban los sistemas de alcantarillado, de modo que las epidemias se extendían destruyendo hombres, animales y plantas. Toda la tierra era una continua destrucción.
»En una remota región que se había mantenido apartada de toda lucha, un grupo de sacerdotes de gran visión espiritual, que no se había contaminado por el afán de poder, cogieron unas finas placas de oro y grabaron en ella la historia de su época con mapas de los países de este mundo y también la descripción de los cielos. Escribieron los más misteriosos secretos de su ciencia y severas advertencias de lo que podría suceder a los que usaran para el mal estos conocimientos. Pasaron años preparando estas placas; y luego, junto a las armas, los instrumentos y las herramientas y todos los objetos útiles, las ocultaron bajo la piedra en varios lugares, de manera que quienes vinieran después pudieran conocer el pasado y con la esperanza de que obtuvieran algún provecho de este conocimiento. Porque esos sacerdotes sabían lo que iba a suceder en el futuro. En efecto, lo que habían predicho, ocurrió. Fue creada y probada un arma nueva. Una nube fantástica se elevó hasta la estratosfera y la Tierra tembló y volvió a vacilar en su curso, y pareció «salirse» de su eje. Inmensas olas barrieron las tierras y arrastraron a razas enteras. Las montañas volvían a hundirse en el mar, mientras que surgían otras para sustituirlas. Algunos hombres y mujeres que habían sido advertidos por aquellos sacerdotes, lograron salvarse -con sus anima les- en barcos herméticamente cerrados para que no penetrasen en ellos los gases venenosos y los gérmenes que asolaban la Tierra. Otros hombres y mujeres se salvaron porque se elevaron a una altitud tal que ya no había peligro, mientras las montañas de sus países se hundían, y otros, menos afortunados, fueron aplastados o ahogados por estos cataclismos.
»Las inundaciones, las llamas y los rayos letales mataron a millones de personas, y quedaron sólo en la Tierra unos pequeños grupos aislados unos de otros por los azares de la nueva catástrofe mundial. Estos supervivientes estaban medio enloquecidos por el desastre y vivían como sobre ascuas con las continuas explosiones y otros espantosos ruidos. Durante muchos años se ocultaron en las cuevas y en densos bosques. Olvidaron toda la cultura anterior y cayeron en un estado semisalvaje, como en los prime ros días de la humanidad. Se cubrían el cuerpo con pieles de los animales que cazaban y se defendían con mazas que llevaban incrustados trozos de pedernal. Unos se instalaron en lo que hoy es Egipto, otros en China… Pero los que habitaron la zona costera, que había sido muy favorecida por la primitiva raza de superhombres, se encontraron de pronto a muchos kilómetros sobre el nivel del mar, rodeados por las montañas eternas. Y sus tierras se enfriaron con mucha rapidez. El aire se rarificó y esto costó la vida a miles de ellos. Los que sobrevivieron eran los antepasados del actual habitante del Tibet, hombre de gran resistencia física y de extraordinarias facultades mentales. Aquél había sido precisamente el lugar donde el grupo de sacerdotes clarividentes habían escondido las placas de oro en que las que habían escrito sus secretos. Esas placas, con las muestras de sus artes y oficios, seguían ocultas a gran profundidad, bajo la montaña, donde las descubrirían mucho más tarde los miembros de otra generación de sacerdotes. Otras reliquias de la antigua civilización quedaron ocultas en una gran ciudad que ahora se halla en las altas mesetas del Chang Tang, también en el Tibet.
»Sin embargo, no toda la cultura se había extinguido en la Tierra, aunque la humanidad hubiese retrocedido a un estado salvaje. En la superficie terrestre quedaron algunos puntos aislados donde unos pequeños grupos de hombres y mujeres se esforzaban por mantener viva la tradición cultural. Querían evitar que se apagase del todo la llamita del intelecto humano en medio de tanto salvajismo. A lo largo de los siglos siguientes, hubo muchos intentos de descubrir la verdad de lo que había ocurrido y nacieron nuevas religiones; pero en todo ese tiempo, continuaban bien guardados en las entrañas del Tibet, grabados en oro incorruptible, los verdaderos testimonios del pasado y el tesoro de los conocimientos humanos, esperando a los que supieran descifrarlos.
»Paulatinamente, volvió a desarrollarse el hombre. Las tinieblas de la ignorancia comenzaron a desvanecerse. El salvajismo se convirtió en una semicivilización. Hubo algunos progresos. Poco a poco, se fueron construyendo ciudades y volvieron a funcionar aparatos voladores, de modo que las montañas no eran ya una barrera para la civilización. El hombre podía ya viajar por tierra, mar y aire, con toda comodidad y rapidez. Como antaño, al aumentar la ciencia y el poder del hombre, éste se hizo arrogante y los poderosos oprimían a las clases trabajadoras. También los pueblos débiles fabricaron máquinas de guerra y de nuevo hubo guerras, terribles guerras que duraban años. Las armas eran cada vez más potentes y destructoras. Cada bando trataba de descubrir el arma de mayor alcance y destructividad, mientras que allí en el Tibet seguían escondidos, en placas de oro, los secretos de la verdadera sabiduría. En un país que se mantenía aislado, esperaban a ser descubiertos los secretos más valiosos del mundo, esperaban…
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