El camino del Zen – Alan Watts
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«El Zen considera que la dualidad de sujeto y objeto, del cognoscente y de lo conocido, es tan relativa, recíproca y separable como cualquier otra. No sudamos porque hace calor; el sudar es el calor. Es tan cierto decir que el sol es la luz debido a los ojos como decir que los ojos ven la luz debido al sol. Este punto de vista no nos es familiar debido a nuestra arraigada convención que nos hace pensar que el calor viene primero y luego, por causalidad, el cuerpo transpira. Exponerlo de la otra manera resulta sorprendente, como si dijéramos “queso con pan” en lugar de “pan con queso”. Así, el Zenrin Kushu dice:
El fuego no espera al sol para ser caliente,
ni el viento a la luna para ser frío.
Esta chocante y aparentemente ilógica inversión del sentido común acaso pueda aclararse más con la imagen, favorita del Zen, de “la luna en el agua”. El fenómeno de la reflexión de la luna en el agua es comparable a la experiencia humana. El agua es el sujeto, la luna el objeto. Cuando no hay agua no hay reflexión de la luna en el agua, y lo mismo cuando no hay luna. Pero cuando sale la luna, el agua no espera para recibir su imagen, y cuando se vierte una gota de agua, por pequeña que sea, la luna no espera para arrojar su reflejo. En efecto, la luna no se propone arrojar reflejos, y el agua no recibe su imagen a propósito. El suceso es producido tanto por el agua como por la luna, y así como el agua manifiesta el brillo de la luna, la luna manifiesta la claridad del agua. Otro poema que figura en el Zenrin Kushu dice:
Los árboles muestran la forma corporal del viento;
las olas dan energía vital a la luna.
Para decirlo menos poéticamente: la experiencia humana está determinada tanto por la naturaleza de la mente y la estructura de sus sentidos como por los objetos externos cuya presencia la mente revela. Los hombres se creen víctimas o títeres de su experiencia porque se separan a “sí mismos” de sus mentes, pensando que la naturaleza del compuesto mente-cuerpo es algo que involuntariamente “ellos” han recibido desde fuera. Piensan que no pidieron nacer, que no pidieron se les “diera” un organismo sensorial para sufrir las alternativas del placer y del dolor. Pero el Zen nos pide que encontremos “quién” es el que “tiene” esta mente, y “quién” fue el que no pidió nacer antes que nuestros padres nos concibieran. Entonces resulta que todo el sentimiento de aislamiento subjetivo, de ser alguien a quien le ha sido “dada” una mente y a quien le ocurren experiencias es una ilusión producida por un error de semántica, como una sugestión hipnótica debida a un repetido error del pensar. En efecto, no hay un yo separado del compuesto mente-cuerpo que da estructura a mi experiencia. Igualmente es ridículo hablar de este compuesto mente-cuerpo como si fuera algo a lo que se le ha “dado” pasivamente cierta estructura. Es esa estructura, y antes de que surgiera esa estructura no había compuesto mente-cuerpo.
Nuestro problema surge del hecho de que el poder del pensamiento nos permite construir símbolos de cosas separados de las cosas mismas. Así, podemos hacer un símbolo, una idea de nosotros mismos aparte de nosotros mismos. Como la idea es mucho más comprensible que la realidad, y el símbolo mucho más estable que el hecho, aprendemos a identificarnos con nuestra idea de nosotros mismos. De aquí nace el sentimiento subjetivo de un “yo” que “tiene” una mente, de un sujeto interiormente aislado a quien le ocurren involuntariamente las experiencias. Con su característico acento en lo concreto, el Zen señala que nuestro precioso “yo” no es más que una idea, útil y legítima si se la toma por lo que es, pero desastrosa si se la identifica con nuestra naturaleza real. La innatural torpeza que acompaña cierto tipo de autoconciencia surge cuando nos damos cuenta del conflicto o contraste entre la idea de nosotros mismos, por una parte, y el sentimiento inmediato y concreto de nosotros mismos, por otra.
Cuando ya no nos identificamos con la idea de nosotros mismos, toda la relación entre el sujeto y el objeto, el cognoscente y lo conocido, sufre un cambio repentino y revolucionario. Se convierte en una relación real, una reciprocidad en la que el sujeto crea al objeto tanto como el objeto crea al sujeto. El cognoscente ya no se siente existiendo aparte de la experiencia. En consecuencia toda pretensión de “sacar” algo de la vida, o de la experiencia, se vuelve absurda. Para decirlo de otra manera, resulta clarísimo que en el hecho concreto no tengo otro yo que la totalidad de las cosas de que soy consciente. Tal es la doctrina Huan-yen (Kegon) de la red de joyas, shih shih wu ai (en japonés: ji ji mu ge) en la que cada joya refleja todas las demás.
La sensación de aislamiento subjetivo se debe también a que no vemos la relatividad de los sucesos voluntarios e involuntarios. Esta relatividad se percibe fácilmente observando el propio aliento, pues con un pequeño cambio del punto de vista es tan fácil sentir que “yo respiro” como que “me respira”. Tenemos la impresión de que nuestros actos son voluntarios cuando vienen después de una decisión, e involuntarios cuando ocurren sin decisión. Pero si la decisión misma fuera voluntaria, cada decisión debería ser precedida de una decisión de decidirse, en una regresión infinita que afortunadamente no ocurre. Paradójicamente, si tuviéramos que decidir decidirnos no seríamos libres de decidir. Somos libres de decidir porque la decisión “ocurre”. Decidimos sin tener la más mínima idea de cómo lo hacemos. En realidad, la decisión no es ni voluntaria ni involuntaria. “Tener la sensación” de esta relatividad es sufrir otra extraordinaria transformación de nuestra experiencia en conjunto, lo cual puede describirse de dos maneras. Tengo la sensación de que estoy decidiendo todo cuanto ocurre, o, por el contrario, siento que todo, inclusive mis decisiones, ocurre espontáneamente. Pues una decisión —el más libre de mis actos— ocurre como el hipo dentro de mí, o como el canto de un pájaro a mi lado.
Sokei-an Sasaki, maestro zen contemporáneo, que ya ha muerto, describe vivamente esta manera de ver las cosas:
Un día borré de mi mente todas las nociones. Abandoné todos los deseos. Descarté todas las palabras con las que pensaba y me quedé quieto. Me sentí un poco raro, como si fuera llevado hacia algo, o como si fuera tocado por algún poder extraño a mí… cuando ¡paf! entré. Perdí los límites de mi cuerpo físico. Desde luego tenía mi piel, pero sentía que estaba en el centro del cosmos. Hablaba, pero mis palabras habían perdido sentido. Vi gente que venía hacia mí, pero todos eran el mismo hombre, ¡todos eran yo mismo! Nunca había estado en este mundo. Había creído que yo había sido creado, pero ahora tengo que cambiar mi opinión: nunca fui citado. Yo era el cosmos. No existía ningún señor Sasaki individual.
Parecería, pues, que liberarse de la distinción subjetiva entre “yo” y “mi experiencia” —al comprobar que mi idea de mí mismo no es mí mismo—, es descubrir la relación real que existe entre mí mismo y el mundo “exterior”. El individuo, por una parte, y el mundo, por otra, no son más que los límites o términos abstractos de una realidad concreta que está “entre” ellos, como la moneda concreta está “entre” las abstractas superficies euclideas de sus dos lados. Análogamente, la realidad de todos los “opuestos inseparables” —vida y muerte, bien y mal, placer y dolor, ganancia y perdida— es lo que está “entre medio”, para lo cual carecemos de palabras.
Al identificarse con la idea de sí mismo el hombre adquiere un precario y especioso sentimiento de permanencia. En efecto, esta idea es algo relativamente fijo; se basa en una serie cuidadosamente elegida de recuerdos de su pasado, recuerdos que han conservado y fijado el carácter. La convención social estimula la fijeza de la idea porque la utilidad misma de los símbolos depende de su estabilidad. Por tanto la convención lo alienta a asociar su idea de sí mismo con papeles simbólicos y estereotipados, igualmente abstractos, puesto que así podrá formarse una idea de sí mismo bien definida e inteligible. Pero en la medida en que se identifica con la idea fija, se da cuenta de que la “vida” es algo que corre a su lado y lo deja atrás, cada vez más rápido a medida que se hace más viejo, a medida que su idea se hace más rígida, más cargada de recuerdos. Mientras más trata de apresar el mundo, más lo siente como un proceso en movimiento.
En cierta ocasión, Ma-tsu y Po-chang habían salido de paseo cuando vieron volar sobre ellos algunos gansos salvajes.
—¿Qué son? —preguntó Ma-tsu.
—Son gansos salvajes —contestó Po-chang.
—¿Adónde van? —inquirió Ma-tsu.
—Ya han desaparecido —replicó Po-chang.
Súbitamente Ma-tsu tomó a Po-chang de la nariz y se la retorció hasta que lo hizo gritar de dolor.
—¿Cómo van a poder desaparecer? —gritó Ma-tsu. Pi-yen Chi.
En ese momento Po-chang despertó.
La relatividad del tiempo y del movimiento es uno de los principales temas de la obra de Dogen, Shobogenzo, en la que dice:
Dōgen Zenji (1200-1253)
Si observamos la costa mientras navegamos en un barco, tenemos la impresión de que la costa se mueve; pero si miramos más cerca del barco nos damos cuenta de que es el barco el que se mueve. Cuando consideramos el universo en la confusión del cuerpo y la mente a menudo caemos en el error de creer que nuestra mente es constante. Pero si en realidad practicamos (el Zen) y volvemos a nosotros vemos que era un error. Cuando el leño se convierte en ceniza nunca vuelve a ser leño. Pero no debemos adoptar la opinión de que lo que ahora es cenizas antes era un leño. Debemos entender que, de acuerdo con la doctrina del Budismo, el leño permanece en el estado de leño. . . Hay estados anteriores y posteriores, pero estos estados se hallan claramente separados. Lo mismo ocurre con la vida y la muerte. Así en el Budismo decimos que el No-nacido es también el Inmortal. La vida es una posición en el tiempo. La muerte es una posición en el tiempo. Son como el invierno y la primavera, y en el Budismo no consideramos que el invierno se convierte en primavera, o que la primavera se convierte en verano.
Dogen aquí trata de expresar la extraña sensación de momentos intemporales que surge cuando ya no tratamos de resistir el flujo de los acontecimientos, la peculiar quietud y autosuficiencia de los instantes sucesivos en que la mente, por así decir, va con ellos y no trata de detenerlos.
(…) El Budismo con frecuencia ha comparado el curso del tiempo al movimiento aparente de una ola, en la cual el agua real sólo se mueve hacia arriba y hacia abajo, creando la ilusión de que un “trozo” de agua se mueve sobre la superficie. Es similar la ilusión de que hay un “yo” constante que se mueve a través de sucesivas experiencias y que constituye un eslabón entre ellas de tal modo que el joven se convierte en el hombre que se convierte en el viejo que se convierte en el cadáver. La persecución del bien se relaciona, por tanto, con la persecución del futuro, ilusión por la cual no podemos sentirnos felices sin un “futuro promisorio” para el yo simbólico. Por consiguiente se mide el progreso hacia el bien con el criterio de la prolongación de la vida humana, olvidando que nada es más relativo que nuestro sentido de la duración del tiempo. Un poema zen dice:
La gloria matutina que florece una hora
no difiere en esencia del gigante pino
que vive un milenario.
Subjetivamente sin duda un jején tiene la sensación de que su duración de unos días es una vida normalmente larga. Una tortuga, con su duración de varios siglos, sentiría subjetivamente lo mismo que el jején. No hace mucho la duración probable de la vida de un hombre corriente era cuarenta y cinco años. Hoy es de sesenta y cinco a setenta años, pero subjetivamente los años pasan más rápido, y la muerte, cuando llega, llega siempre demasiado pronto. Como decía Dogen:
Las flores se van cuando nos apena perderlas,
los yuyos llegan mientras nos apena verlos crecer.
Esto es perfectamente natural, perfectamente humano, y no hay modo de cambiarlo por más que se estire el tiempo. Por el contrario, medir el valor y el éxito en base al tiempo, y pedir con insistencia seguridades de un futuro promisorio, hacen imposible vivir libremente en el presente y en el futuro “promisorio” cuando éste llega. Pues nunca hay otra cosa que el presente, y si no podemos vivir en él no podemos vivir en ninguna parte. El Shobogenzo dice:
Cuando un pez nada, sigue nadando y el agua no se acaba. Cuando un pájaro vuela, sigue volando y el cielo no se acaba. Desde las épocas más remotas jamás un pez se salió del agua nadando, ni un pájaro se salió del cielo volando. Pero cuando un pez necesita un poco de agua, se limita a usar ese poco; y cuando necesita mucha, usa mucha. Así las puntas de sus cabezas están siempre en el borde externo (de su espacio). Si un pájaro vuela más allá de ese borde, muere, y lo mismo ocurre con el pez. Con el agua el pez hace su vida, y el pájaro la hace con el cielo. Pero esta vida es hecha por el pájaro y el pez. Al mismo tiempo, el pájaro y el pez son hechos por la vida. Así hay el pez, el agua, y la vida, y todos se crean recíprocamente. Sin embargo, si hubiera un pájaro que quisiera examinar primero el tamaño del cielo, o un pez que primero quisiera examinar la extensión del agua, y luego tratara de volar o de nadar, nunca podrían moverse en el aire o en el agua.
Esta filosofía no se opone a que uno mire adonde va. Se trata más bien de no dar tanta importancia al lugar adonde uno va, en comparación con el lugar donde uno está, que pierda sentido ir allá. La vida del Zen comienza, por tanto, con la desilusión con respecto a la persecución de ideales que realmente no existen: el bien sin el mal, la complacencia de un yo que no es más que una idea, y el mañana que nunca llega. Porque todas estas cosas son un engaño de símbolos que pretenden ser realidades, y perseguirlos es como caminar atravesando una pared donde un pintor, por convención de perspectiva, ha sugerido un pasaje abierto».
(Fuente: “El camino del Zen”, Alan Watts, Ed. Edhasa)
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