Juan Salvador Gaviota pasó el resto de sus días solo,
pero voló mucho más allá de los lejanos acantilados. Su único pesar
no era su soledad, sino que las otras gaviotas se negasen a creer en
la gloria que les esperaba al volar; que se negasen a abrir sus ojos
y a ver.
Aprendía más cada día. Aprendió que un picado aerodinámico a alta
velocidad podía ayudarle a encontrar aquel pez raro y sabroso que
habitaba a tres metros bajo la superficie del océano: ya no le
hicieron falta pesqueros ni pan duro para sobrevivir. Aprendió a
dormir en el aire fijando una ruta durante la noche a través del
viento de la costa, atravesando ciento cincuenta kilómetros de sol a
sol. Con el mismo control interior, voló a través de espesas nieblas
marinas y subió sobre ellas hasta cielos claros y deslumbradores...
mientras las otras gaviotas yacían en tierra, sin ver más que niebla
y lluvia. Aprendió a cabalgar los altos vientos tierra adentro, para
regalarse allí con los más sabrosos insectos.
Lo que antes había esperado conseguir para toda la bandada, lo obtuvo
ahora para si mismo; aprendió a volar y no se arrepintió del precio que
había pagado. Juan Gaviota descubrió que el aburrimiento y el miedo y la
ira, son las razones por las que la vida de una gaviota es tan corta, al
desaparecer aquellas de su pensamiento,
tuvo por cierto una vida larga y buena.
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