EL VIAJE DEL ALMA HACIA EL MISTERIO DE LOS MISTERIOS
Sincronicidad
DEEPAK CHOPRA
SINCRONICIDAD
El tiempo no
es neutro. Decimos que fluye, y fluir implica una dirección, así
como también un lugar en donde termina el viaje. Para la mente
humana, el tiempo siempre ha fluido hacia nosotros, que somos el
punto final de todos estos miles de millones de años de evolución.
Dios nos ha desplegado el tiempo, mientras continúa desplegando la
vida de cada persona para que tenga una finalidad para desvelarse.
Al menos ésta era la antigua creencia, pero sostener que Dios, un
ser intemporal, está sentado fuera del universo y planifica el
tiempo de la creación ya no es sostenible.
En lugar de
esto, suponemos que lo que rige es la aleatoriedad. La ciencia ha
ofrecido la teoría del caos para demostrar que el desorden radica en
el corazón de la naturaleza. Como ya hemos visto, cada objeto puede
reducirse a un torbellino de energía que no tiene otro modelo que un
remolino de humo de tabaco. La cosmovisión científica nos dice que
los acontecimientos no están organizados por ningún tipo de fuerza
exterior, pero una coincidencia nos indica algo distinto: es como un
momentáneo respiro del caos. Cuando dos extraños se conocen y
descubren por casualidad que se llaman igual o que tienen el mismo
número de teléfono, cuando alguien decide en el último minuto no
subirse en un avión que luego se estrellará, o cuando tiene lugar
cualquier serie de acontecimientos que son los necesarios para
llegar a un resultado, parece como si actuase algo más que la simple
coincidencia. Jung inventó el término sincronicidad para cubrir
estas «coincidencias significativas» y el término ha arraigado
incluso aunque no arroje mucha luz sobre el misterio. ¿Qué fuerza
exterior puede organizar el tiempo de tal forma que dos cosas se
encuentren, como el Titanic y el iceberg, con tan gran sentido de la
fatalidad?
Mi propia
vida ha sido tocada a menudo por la sincronicidad, hasta el punto de
que ahora subo a un avión esperando que el pasajero que se sentará a
mi lado sea sorprendentemente importante para mí, aunque sólo sea la
voz que necesito para resolver un problema o un cabo suelto en una
transacción que debe producirse. Una vez, un consultor me llamó al
teléfono móvil con planes entusiastas para fabricar una nueva y
saludable línea de infusiones. Como yo estaba llegando tarde a coger
un avión no podía hablar y, en todo caso, la propuesta parecía en
aquel momento traída por los pelos y más bien impracticable. La
azafata me guió hasta el último asiento libre en un vuelo totalmente
lleno y, como por designio, el desconocido que estaba junto a mí era
un mayorista de infusiones.
Por lo
tanto, mis pensamientos en este asunto son muy personales: creo que
todas las coincidencias son mensajes de lo no manifiesto, como
ángeles sin alas. O, dicho de otro modo, interrupciones repentinas
de vida superficial a un nivel más profundo. Sin embargo, del lado
científico, también sospecho que no hay ningún tipo de coincidencias
y que la sincronicidad está incorporada a nosotros a nivel genético,
pero nuestras mentes inconscientes han elegido ignorar este hecho
porque no admitimos que nuestras vidas se equilibren en el filo del
tiempo.
De una forma
que nadie ha explicado satisfactoriamente, nuestro ADN está
simultáneamente dentro y fuera del tiempo. Está en el tiempo porque
todos los procesos corporales se hallan sujetos a ciclos y ritmos, y
sin embargo el ADN está mucho más aislado que otros productos
químicos de cualquier otra parte del cuerpo. Como una abeja reina en
su cámara, nuestro ADN queda aislado dentro del núcleo de la célula
y el 99 por ciento de nuestro material genético yace durmiendo o
inactivo hasta que sea necesario desenrollarse y dividirse para
crear una imagen reflejo de sí mismo.
El ADN
inactivo es químicamente inerte y es aquí donde el tiempo se vuelve
más ambiguo. ¿Cómo y cuándo decide despertar un producto químico
inerte?
Para un niño
al que se le caen los dientes de leche y los sustituye por los
definitivos, el ADN tiene que saber mucho del paso del tiempo. Esto
mismo es válido para cualquier proceso que debe producirse a tiempo,
como la maduración del sistema inmunológico, aprender a andar y a
hablar o la larga gestación del feto en el útero. La misma muerte
podría ser una respuesta genética codificada en nuestras células con
un horario escondido, de acuerdo con la teoría de que nuestros
antepasados 141 no pudieron permitirse una vida tan larga. Una tribu
de miembros jóvenes en su mayoría y capaces de reproducirse estaba
mejor capacitada para luchar y obtener comida que otra que tuviese
que llevar la carga de un número excesivo de personas viejas. El ADN
podría haberse encargado de resolver el dilema programando su propio
declive y fallecimiento, tal como lo hace la hierba con las primeras
heladas, para garantizar la supervivencia de las especies al precio
de los individuos.
Esta
especulación, aunque sea fascinante, suscita la pregunta principal:
¿cómo puede tener sentido del tiempo el ADN si vive en un mundo
puramente químico, rodeado de células flotantes? Es muy cierto que
cada célula mantiene una secuencia increíblemente compleja de
reacciones químicas, pero lo maravilloso es que una célula respira,
se alimenta, excreta residuos, se divide y se cura mientras va
viviendo en la cola de espera de la muerte, ya que sobre cada célula
pende constantemente una sentencia de muerte. Esta sentencia viene
impuesta por el hecho de que una célula no puede almacenar reservas
de oxígeno y nutrientes, sino que depende enteramente de lo que le
llega. Las células se sitúan en la vanguardia de la vida, y
almacenan el alimento y el aire precisos para tres segundos; no
pueden esperar que les llegue nada con retraso porque un fallo en la
eficiencia sería instantáneamente fatal.
Los
investigadores pueden aislar las enzimas y los péptidos que llevan
los mensajes necesarios para activar cualquier proceso en una célula
o para terminarlo, aunque esto no nos dice realmente quién decide
enviar los mensajes en primer lugar o de qué modo millones de
señales se las arreglan para permanecer coordinadas de forma tan
precisa. De todos modos, fundamentalmente, todos los mensajes se los
envía el ADN a sí mismo.
Si miramos
al interior de nuestros cuerpos, podemos suponer que el ADN tuvo que
evolucionar en un mundo aleatorio. Incluso en este mismo momento, es
poco predecible cómo asaltará el entorno a nuestro cuerpo: los rayos
cósmicos penetran al azar en nuestras células en un bombardeo que
podría dañar nuestros genes; como resultado de una desgracia o de
accidentes, las células pueden sufrir mutaciones aleatorias; y nadie
le garantiza a nuestro ADN que tendrá alimento, agua y temperatura
predecibles, sin mencionar cualquier entrada repentina de nuevas
toxinas o de agentes contaminantes de todo tipo.
Imaginemos
los filamentos ancestrales del ADN intentando sobrevivir en
condiciones mucho peores, cuando un joven planeta Tierra se
convulsionaba entre extremos de calor y frío, en una atmósfera
cargada eléctricamente de tormentas y llena de gas metano. De una
manera u otra, el ADN no sólo sobrevivió a condiciones que nos
hubieran matado en cuestión de días u horas, sino que evolucionó de
tal forma que cuando este entorno hostil cambió y se hizo más
benigno, nuestros genes también se hallaban preparados para ello.
A excepción
de la rotación del planeta y de los cambios de las estaciones, el
ADN no estaba expuesto a un mundo con una' cronología precisa, y sin
embargo llegamos a la conclusión de que cuando el ADN dio el inmenso
paso de aprender a reproducirse a sí mismo, también aprendió a
dominar el tiempo. Por extraño que parezca, las partículas de ácido
nucleico aprendieron a leer un reloj con una exactitud de milésimas
de segundo y ningún trauma del mundo exterior ha podido hacer mella
en esta capacidad, porque el dominio que el ADN tiene del tiempo
está tejido en la textura de la vida misma.
Habiendo visto
esto, ya no quedamos muy lejos del salto a la sincronicidad. Sólo
necesitaremos añadir el ingrediente subjetivo, que es que el tiempo ha
sido ordenado para beneficiarnos a nosotros y no sólo a nuestros genes.
¿No nos ha ocurrido a todos alguna vez que hemos estado dándole vueltas
a un problema y, al poner en marcha el televisor, las primeras palabras
que hemos oído nos han dado repentinamente la solución? Un amigo mío
estaba un día en la cola de la parada del autobús pensando si debía
atender o no el consejo de cierto maestro espiritual, cuando un hombre
que estaba delante de él en la cola se volvió de repente sin previo
aviso y le dijo: «Confíe en él.» Los mensajes vienen desde un nivel de
la mente que conoce la vida como un todo y, en el fondo, tendremos que
decir que estamos todos comunicando con nosotros mismos, y que el todo
está hablando a la parte. La sincronicidad sale al exterior del cerebro
y trabaja desde una perspectiva más amplia.
Si eliminamos la
mente de la ecuación tampoco obtendremos resultados porque la única
alternativa es la probabilidad. A mediados de los años ochenta, un
hombre de Canadá ganó la lotería nacional dos años seguidos. Como
sabemos cuántos números se venden, podemos calcular con toda precisión
las probabilidades en contra de que esto sucediera, y la respuesta es de
billones y 142 billones contra una; en realidad la cifra exacta que se
dio superaba al del número de estrellas en el universo. Una razón por la
cual Jung inventó una nueva palabra para estas coincidencias
significativas es que la forma normal y racional de explicarlas
resultaba demasiado difícil de manejar.
Si estoy sentado
en un avión al lado de un desconocido que está buscando cierta idea para
publicar un libro y resulta que es exactamente la idea en la que yo
estoy trabajando, es evidente que no nos sirve de nada la explicación de
probabilidades estadísticas.
Aunque no es
fácil de calcular, las probabilidades de que sucedan la mayoría de
acontecimientos sincrónicos son ridículas. Cada vez que dos personas se
conocen y descubren que se llaman igual o que tienen el mismo número de
teléfono, las probabilidades de que se encuentren son de millones contra
una. Sin embargo esto sucede, y la explicación más sencilla y que tiene
más sentido que los números aleatorios es que tenían que encontrarse,
aunque es evidente que este razonamiento no es nada científico. Sin
embargo, en la realidad espiritual, todo sucede literalmente porque así
tiene que ser. El mundo es un lugar muy útil en el que cada uno de
nosotros se afana por las finalidades de su propia vida, pero en los
momentos de sincronicidad tenemos una evidencia de lo conectadas que
están nuestras vidas y de lo completamente entretejidas que están en el
infinito tapiz de la existencia.
Yo creo que,
como en el futuro se le dará más credibilidad al espíritu, el término
sincronicidad pasará de moda y nuestros descendientes darán por sentado
que todos los acontecimientos están organizados según unos modelos
determinados. Todos nosotros, igual que nuestro ADN, hemos fluido con el
río del tiempo y hemos estado, al mismo tiempo, sentados en los bancos
viéndolo pasar, pero es sólo fuera del tiempo donde podemos ver nuestra
inteligencia más profunda, porque en el grueso de las cosas el tiempo
capta nuestra atención y nos arrastra a este tejido. Cuando consideramos
que podríamos estar tejiendo la tela, pero desde otro nivel de realidad,
se abre la posibilidad de que Dios comparta esta tarea con nosotros.
Estamos construyendo el argumento de que cada aspecto de la
creación nos necesita a título de co-creadores, y esta
noción hace mayor y más probable la intimidad con Dios.