EL DIOS DE SER PURO. «YO SOY»
(Respuesta
sagrada) Hay un Dios que solamente puede percibirse yendo más allá
de toda percepción.
Por debajo
de nosotros, el río era puro como cristal verde, pero como la
carretera de montaña era muy tortuosa yo no miraba el agua a pesar
de su belleza por temor a perder de vista nuestra meta, que era una
puerta en la ladera del precipicio. Aunque pueda parecer extraño, es
lo que nos habían dicho que debíamos buscar, pero ¿qué precipicio?
El Ganges corta una garganta rugiente a un par de centenares de
kilómetros de su nacimiento en el Himalaya, y había precipicios por
todas partes.
«¡Espera,
creo que es esto!», gritó alguien desde el asiento trasero. La
última curva de la carretera nos había acercado a la cima del cañón.
Al asomarnos, pudimos ver sólo un estrecho sendero que llevaba, era
cierto, a una puerta en el precipicio. Nos detuvimos en la cuneta y
los cinco saltamos del coche, y avanzamos por el sendero para
encontrar a quien tuviera la llave. Nos habían dicho que buscáramos
a un viejo santón, un asceta barbudo que hacía muchos años que vivía
allí. Al final del sendero había una choza desvencijada y dentro
encontramos a un monje adolescente que nos dijo que no podríamos ver
a su maestro durante algunas horas. ¿Y la llave? Sacudió la cabeza.
Fue en aquel
momento en que nos dimos cuenta de que la puerta de la cueva sagrada
estaba tan deteriorada que la cerradura se había caído. Entonces
¿podíamos entrar? Se encogió de hombros.
«¿Por qué
no?» La puerta, que estaba abierta y se caía de los goznes, chirrió
cuando la abrí. Dentro empezaba un túnel, por el que avanzamos en
fila a través de la oscuridad, mientras se iba haciendo cada vez más
bajo de techo y más estrecho, como una mina. Recorrimos
aproximadamente un centenar de metros antes de que se abriera a una
cueva en la que pudimos de nuevo ponernos en pie. No teníamos luces
y sólo penetraba un ligero resplandor de luz solar desde el
exterior.
El monje
adolescente nos había hecho prometer un silencio total al entrar en
la cueva, porque allí se había meditado durante varios miles de
años, desde que el gran sabio Vasishtha se había detenido brevemente
en aquel lugar en tiempos legendarios. Pudimos experimentarlo 91
inmediatamente. Vasishtha había sido el tutor del príncipe Rama, una
misión imponente considerando que Rama era un dios.
Y ahí
estábamos, no sólo en un lugar sagrado sino en el más santo. Yo
tengo la desgracia de dejar pasar la santidad. Muchos santones de la
India me han impresionado con poco menos que milagros y he sufrido
gran cantidad de iniciaciones místicas, como aquella en que una
mujer santa me abrió la mancha sagrada en el vértice del cráneo para
permitir que entrara un soplo de aire de la corona, y nunca he
sentido nada. Sin embargo, en esta cueva, tuve la sensación de que
el mundo estaba desapareciendo. Al cabo de un momento apenas
recordaba la carretera tortuosa por encima del Ganges y, después de
unos minutos en el suelo de fría piedra con los ojos cerrados, se
había desvanecido todo nuestro viaje de vacaciones.
Era un buen
lugar para encontrar al Dios de la fase siete, al que se conoce
cuando todo lo demás se ha olvidado. Cada persona está unida al
mundo por miles de hilos invisibles de actividad mental, tiempo,
lugar, identidad y todas las experiencias pasadas. En la oscuridad,
empecé a perder más de estos hilos. ¿Podría llegar hasta el punto de
olvidarme de mí mismo? Un gurú dijo a sus discípulos: «Todo lo que
se refiere a vosotros es un fragmento. Vuestras mentes acumulan
estos fragmentos en cada momento. Cuando pensáis que sabéis alguna
cosa, os referís solamente a un residuo del pasado. ¿Puede una mente
así conocer el todo? Es evidente que no.» El Dios de la fase siete
es holístico, lo abarca todo. Para conocerlo, tenemos que poseer una
mente a la que compararnos. Un día, durante un paseo, el filósofo
Jean-Jacques Rousseau fue coceado por un caballo y perdió el
conocimiento. Cuando volvió en sí, se encontró en un extraño estado:
le parecía que el mundo no tenía límites y que él era una partícula
de conciencia flotando en un vasto océano. Este «sentimiento
oceánico», frase que también utiliza Freud, era impersonal.
Rousseau se
sentía unido a todas las cosas, a la tierra, al cielo y a todos los
que se encontraban a su alrededor. Aquel estado en que se sintió en
éxtasis y libre duró poco pero, sin embargo, le dejó una fuerte
impresión que le obsesionó durante el resto de su vida.
En la cueva
de Vasishtha, muchas personas, como yo, han estado buscando el mismo
sentimiento durante milenios y esto no implicaba nada que estuviera
haciendo conscientemente. Era más que un lapsus de memoria, porque
la mente de cada persona es como el despertador automático de un
hotel que no para de enviar su mensaje. El mío se revolvía con miles
de retazos de memoria relacionados con quién soy yo. Algunos se
referían a mi familia o a mi trabajo, otros eran sobre la casa o el
coche, los billetes de avión, el equipaje, el depósito de gasolina
medio lleno; en resumen, todo el tejido de la vida que, de alguna
manera, no se integra en el todo.
Mientras que
mi mente se revuelve y bulle con todos estos datos, me confirma que
soy real, pero ¿por qué necesito que lo haga? Nadie se hace esta
pregunta mientras el mundo está con nosotros; nos fundimos en la
escena y aceptamos su realidad. Pero pongamos a alguien en la cueva
de Vasishtha y estos retazos de identidad ya no le invadirán, la
memoria cesará en su destellante resplandor y entonces empieza la
persecución... ¿cuál?
Nada. Un
vacío sin actividad. Dios.
Encontrar a
Dios en una habitación vacía, encontrar al Dios definitivo en una
habitación vacía, es la experiencia por la que los milagreros
sacrifican todos sus poderes. En lugar del más elevado de los
éxtasis, tenemos vaciedad. El Dios de la fase siete es tan
intangible que no hay cualidades con la que podamos definirlo,
porque no hay nada a lo que aferrarse. En la antigua tradición
india, se define este aspecto del espíritu solamente por negación.
En la fase siete, Dios es Nonato Inmortal Inmutable Inamovible No
manifiesto Inconmensurable Invisible Intangible Infinito A este Dios
no podemos imaginárnoslo como una gran luz y, por lo tanto, para
muchos 92 occidentales podría parecer muerto. Pero esta «falta de
vida» no es uno de los aspectos negativos que pueden describirlo, ya
que este vacío contiene el potencial para toda la vida y toda la
experiencia. La cualidad positiva que puede atribuírsele a Dios en
la fase siete es la existencia, el ser puro. Por muy desierto que
puede hacerse este vacío, aún existe, y esto es suficiente para dar
nacimiento al universo.
El misterio
de la fase siete es que la nada puede enmascarar lo infinito. Si
hubiéramos pasado directamente a esta fase al principio, no hubiera
sido posible probar la realidad de un Dios así, porque tenemos que
trepar por la escalera espiritual de peldaño en peldaño. Ahora que
ya estamos a una altura suficiente como para divisar todo el
paisaje, ya podemos dar un empujón a la escalera y alejarla de
nosotros, porque ya no nos hace falta apoyo, ni siquiera el de la
mente.
Para que la
fase siete sea real, tiene que haber una respuesta correspondiente
en el cerebro.
Subjetivamente sabemos que existe, porque en cada generación hay
personas que nos hablan de la experiencia de la unidad, en la cual
el observador se repliega en lo observado. En casos de autismo, un
paciente puede llegar a fundirse tan completamente en el mundo que a
veces tiene que aferrarse a un árbol para asegurarse de que existe.
El poeta Wordsworth tuvo exactamente esta experiencia de niño,
refiriéndose a «manchas de tiempo» durante las cuales tenía una
sensación sobrenatural de estar suspendido en la inmortalidad. En
aquellos momentos aún existía, pero no como una criatura de tiempo y
lugar.
Los
investigadores cerebrales han podido captar ataques epilépticos en
sus aparatos, que es otra circunstancia en la que los pacientes
informan de sentimientos sobrenaturales y pérdida de identidad, pero
estos ejemplos no nos explican la respuesta sagrada, tal y como yo
la llamaría. Las ondas cerebrales alteradas y los informes
subjetivos no capturan la capacidad de la mente para comprender el
todo. Objetivamente, este estado va más allá de los milagros en los
que la persona no hace nada para afectar la realidad salvo
contemplarla, aunque en esta mirada las leyes de la naturaleza
cambian más profundamente que en los milagros.
Me permitiré
apresurarme a poner un ejemplo. No hace mucho, una investigadora de
lo paranormal llamada Marilyn Schlitz quiso verificar si había algo
de real en la segunda visión. Schlitz escogió el fenómeno por el
cual giramos en redondo para descubrir que somos observados desde
detrás, a lo cual llamó «observación disimulada». Para ello tomó a
un grupo de sujetos y los observó a través de una cámara de vídeo
desde otra habitación. Poniendo en marcha y apagando la cámara pudo
verificar si cada persona tenía conciencia de ser observada, aún en
el caso de que el observador no estuviera presente físicamente. Para
no tener que fiarse de las afirmaciones de los sujetos, utilizó un
instrumento similar al detector de mentiras, que medía los más
sutiles cambios en la respuesta de la piel a la corriente eléctrica.
El
experimento fue un éxito; hasta dos tercios de los sujetos mostraron
cambios en la conductividad de la piel mientras eran observados a
cierta distancia. Cuando Schlitz anunció el éxito de su experimento,
se encontró con que otro investigador que había hecho lo mismo había
fracasado miserablemente. Había utilizado exactamente los mismos
métodos, pero en su laboratorio casi nadie respondió a la segunda
visión, y no pudieron explicar la diferencia entre ser observados y
no serlo.
Schlitz
quedó muy perpleja, pero aún tuvo la suficiente confianza como para
invitar a un segundo investigador a su laboratorio y volver a hacer
con él el experimento, escogiendo los sujetos en el último momento
para asegurarse de que no podían falsificarse los resultados.
Schlitz
obtuvo de nuevo resultados, pero cuando consultó con su colega,
resultó que éste no había obtenido nada. Fue un momento
extraordinario. ¿Cómo podían dos personas hacer las mismas pruebas
objetivas con resultados tan espectacularmente distintos? La única
respuesta viable, desde el punto de vista de Schlitz, radicaba en el
investigador mismo y los resultados dependían de quién era el
observador. Por lo que yo sé, esto es a lo más a que alguien ha
llegado para demostrar que el observado y el observador pueden
fundirse en una sola cosa. La fusión radica en el corazón de la
respuesta sagrada, porque toda separación termina en la unidad.
Tenemos
otras pistas para la realidad de esta respuesta, algunas positivas y
otras negativas. Las negativas se centran en el «síndrome de la
timidez», según el cual hay fenómenos extraños que no se dejan
fotografiar; fenómenos como los fantasmas, doblar llaves o
abducciones hechas por extraterrestres son atestiguados por personas
que no tienen inconveniente en pasar por el detector de mentiras,
pero cuando llega el momento de fotografiar estos fenómenos, no
aparecen. Las pistas positivas provienen de experimentos como los
clásicos llevados a cabo en el departamento de 93 ingeniería de
Princeton en los años setenta. En ellos se pidió a los sujetos que
miraran a una máquina que emitía al azar ceros y unos, y a la que se
conoce como generador numérico aleatorio. El trabajo de los sujetos
consistía en utilizar sus mentes para obligar a la máquina a generar
más ceros que unos o viceversa. Durante el experimento nadie tocó la
máquina ni cambió el programa.
Los
resultados fueron sorprendentes, porque sin utilizar otra cosa que
la atención concentrada, la mayoría de las personas podía influir de
forma significativa en el resultado. En lugar de arrojar una
cantidad exactamente igual de ceros y unos, la máquina se desvió en
un cinco por ciento o más de los resultados debidos. La razón por la
cual los experimentos de Schlitz van incluso más allá es que ella
quería una prueba en interés de que no fuera alterada, pero obtuvo
de todos modos resultados desviados, dependiendo de quién hacía el
experimento.
La respuesta
sagrada es el último peldaño en esta dirección y da apoyo a la
noción de que no existe observador separado de la observación. Todas
las cosas de nuestro alrededor son el producto de quienes somos. En
la fase siete ya no proyectamos a Dios sino que lo proyectamos todo,
que es lo mismo que estar en la película, fuera de ella y ser la
misma película. En la unidad no se deja conscientemente separación y
ya no creamos a Dios a nuestra imagen, ni aún la más tenue imagen de
un fantasma sagrado.
¿Quién soy?
El origen.
Una persona
que alcanza la fase siete está tan libre de ataduras que si le
preguntamos «¿quién eres?» la única respuesta posible es: «Soy.»
Ésta es la misma respuesta que Jehová le dio a Moisés en el Éxodo
cuando le habló desde la zarza en llamas. Moisés estaba guardando
ovejas en la ladera de la montaña cuando se le apareció Dios. Moisés
se atemorizó pero también se preocupó porque nadie creería que había
hablado con Dios. Si iba a ser un mensajero sagrado, al menos
necesitaba el nombre de Dios, pero cuando se lo preguntó, Dios
replicó: «Yo soy el que soy.» Equiparar a Dios con la existencia
puede parecer que le resta poder, majestad y conocimiento, pero
nuestro modelo cuántico nos dice otra cosa. A nivel virtual no hay
ni energía, ni tiempo, ni espació. Sin embargo, este aparente vacío
es el origen de cualquier cosa que puede medirse como energía,
tiempo y espacio, del mismo modo que una mente en blanco es el
origen de todos los pensamientos. Isaac Newton tenía el
convencimiento de que el universo era literalmente la mente en
blanco de Dios y que todas las estrellas y galaxias eran sus
pensamientos.
Si Dios
tiene una morada, ésta tiene que estar en el vacío, ya que de otro
modo seria limitado; y ¿podemos conocer a una deidad ilimitada? En
la fase siete tienen que converger dos cosas imposibles: la persona
tiene que ser reducida a un simple punto, una partícula de identidad
que cierra la última y minúscula abertura entre ella misma y Dios;
pero al mismo tiempo, en el momento en que se cura esta separación,
este punto minúsculo tiene que expandirse al infinito. Los místicos
describen esto como «el Uno se hace Todo». Para ponerlo en términos
científicos, cuando cruzamos a la zona cuántica, el espacio-tiempo
se pliega sobre sí mismo y la cosa más insignificante de la
existencia se funde con la más grande, con lo que el punto y el
infinito son iguales.
Si podemos
adoptar una mente escéptica para creer en este estado, cosa que no
es fácil, se hace evidente la pregunta «¿y ahora qué?». Parece que
el proceso está muriendo porque, por mucho que nos acerquemos a él,
debemos abandonar el mundo conocido para obtener la fase siete. El
milagrero de la fase seis está ya desapegado, pero aún conserva una
alegría interior y las débiles intenciones que le motivan para obrar
sus milagros. En la fase siete no hay alegría, ni compasión, ni luz,
ni verdad. La apuesta definitiva es el fin de la persecución, porque
no apostamos a todo o nada, sino que apostamos a todo y a nada.
El problema
que tienen los modelos es que siempre son inadecuados porque
seleccionan una porción de la realidad y dejan lo demás aparte.
¿Cómo encontraremos un modelo para el Todo y la Nada? Los chinos lo
llaman Tao, que significa la presencia entre bastidores que da vida,
forma, propósito y movimiento al mundo. Rumi utiliza la siguiente
imagen: Hay alguien que nos cuida desde detrás de la cortina.
En
verdad no estamos aquí, es nuestra sombra.
En la fase
siete, vamos detrás de la cortina y nos unimos a quienquiera que
esté allí. Éste es el origen. El viaje espiritual nos lleva al lugar
en que empezamos como alma, un mero punto de consciencia, desnudo y
despojado de cualidades. Este origen es el ego; «soy» es cuanto
podemos decir para describirlo, tal y como lo hizo Dios. Para
imaginarnos qué se siente en la fase siete, vengan conmigo a la
cueva de Vasishtha, en la que lo olvidé todo, excepto que era. En
este estado de desapego no hay nada a lo que aferrarse como etiqueta
o descripción: *??No pensamos en el tiempo. Un Dios de ser puro es
nonato e inmortal.
*??No
tenemos deseos de conseguir nada. Un Dios de ser puro es inmutable.
*??El
silencio nos envuelve. Un Dios de ser puro es inamovible.
*??Nada
aflora a la superficie de nuestra mente. Un Dios de ser puro no se
manifiesta.
*??No
podemos encontrarnos a nosotros mismos con los cinco sentidos. Un
Dios de ser puro es invisible e intangible.
*??Nos
parece estar en ninguna parte y en todas partes al mismo tiempo. Un
Dios de ser puro es infinito.
El sentido
común nos dice que si eliminamos estas cualidades no nos queda nada,
y la nada es muy poco útil. Incluso cuando se habla a las personas
de abandonar los placeres porque, como dijo Buda, están siempre
unidos al dolor, la mayoría de los occidentales los dejan y luego
vuelven a optar por ellos. En la fase siete, la argumentación tiene
que hacerse de una forma más persuasiva. Ante todo, nadie nos fuerza
a alcanzar la realización final. En segundo lugar, no anula nuestra
existencia ordinaria, porque seguimos comiendo, bebiendo, andando y
expresando deseos. Pero ahora el deseo no pertenece a nadie porque
hay restos de quienes éramos... y, por cierto, ¿quiénes éramos?
La respuesta
es el karma. Hasta que nos convirtamos en puro ser, nuestra
identidad está envuelta en un ciclo de deseos que conducen a
acciones y cada acción deja una impresión y las impresiones dan
lugar a nuevos deseos. Cuando la patata del anuncio de televisión
dice: «¡A que no puedes comer sólo una!», se pone en marcha el
mecanismo deseo-acción-impresión.
Este ciclo
es la interpretación clásica del karma en el que todos estamos
atrapados, por la sencilla razón de que todos deseamos cosas. Y ¿qué
hay de malo en ello? Los grandes sabios nos enseñan que no hay nada
de malo en el karma excepto que no es real. Si miramos a un perrito
que persigue su propia cola, estamos viendo karma puro. El perrito
está absorto, pero no va a ninguna parte, porque la cola está
siempre fuera de su alcance y si el animal la atrapara entre sus
dientes, el dolor que sentiría le haría dejarla de nuevo. El karma
significa querer siempre más de aquello que no nos lleva a ninguna
parte en primer lugar. En la fase siete, nos damos cuenta de esto y
ya no vamos a la caza de fantasmas porque hemos llegado al origen,
que es el ser puro.
¿Cómo encajo
en esto?
Soy.
Una vez que
se ha terminado la aventura de la búsqueda del alma, las cosas se
calman. El estado de «soy» renuncia al dolor y al placer, y
precisamente porque todo deseo está centrado en dolor y placer, es
una sorpresa descubrir que aquello que queríamos era solamente ser.
Podemos llevar muchas clases de vidas que valgan la pena, pero ¿vale
la pena llevar la vida del «soy»? En la fase siete, incluimos todas
las fases previas y, por lo tanto, podemos vivir de la forma que
queramos. Por analogía, pensemos en el mundo como en una película en
la que se está representado todo y, por lo tanto, todos nos
comportamos como si el decorado fuera real.
Si nos
despertáramos de repente y nos diéramos cuenta de que nada de lo que
hay a nuestro alrededor es real, ¿qué haríamos? Ante todo, algunas
cosas sucederían involuntariamente y no podríamos tomarnos en serio
los dramas de otras personas. Pequeños problemas y grandes tragedias
no serían nada para nosotros, y la Segunda Guerra Mundial también
sería completamente 95 irreal. Nuestro desapego podría apartarnos de
todo, pero podríamos no decírselo a nadie.
También se
desvanecerían las motivaciones, porque en un mundo de sueños no hay
nada que conseguir. La pobreza puede ser tan buena como unos cuantos
millones en el banco cuando el dinero no importa nada. Los afectos
emocionales también desaparecerían porque ninguna personalidad sería
real. Una vez considerados todos estos cambios, no nos quedan
demasiadas opciones. El final de la ilusión es el final de la
experiencia tal y como la conocemos, y ¿qué recibimos a cambio?
Solamente realidad, pura y sin adornos.
En la India
hay una fábula sobre esto. Había una vez un gran devoto de Visnú que
oraba día y noche para ver a su dios. Una noche se cumplieron sus
deseos y se le apareció Visnú. Cayendo de rodillas, el devoto gritó:
—Haré cualquier cosa por ti, oh, mi Señor, no tienes más que
pedirlo.
Visnú
replicó: —¿Podrías traerme agua?
Aunque muy
sorprendido por la petición, el devoto corrió al río tan deprisa
como le permitían sus piernas. Cuando llegó y se arrodilló para
recoger el agua, vio a una mujer bellísima en pie, en una isla que
había en mitad del río. El devoto se enamoró locamente de ella al
instante, robó una barca y remó hacia donde estaba la mujer. Ésta
respondió a sus demandas y se casaron; tuvieron hijos en la casa de
la isla y el devoto se hizo rico y envejeció con su negocio de
comerciante. Muchos años más tarde, un tifón arrasó la isla y el
mercader fue arrastrado por la tormenta. Estuvo casi a punto de
ahogarse, pero recobró el conocimiento en el lugar en que una vez
había rogado para ver a Dios.
Toda su
vida, incluyendo su casa, su esposa, y sus hijos, parecía que nunca
hubiera existido.
De repente
miró por encima de su hombro y vio a Visnú de pie en toda su gloria
radiante.
—Bueno —dijo
Visnú—, ¿ya me traes el vaso de agua?
La moraleja
de esta historia es que no debemos prestar mucha atención a la
película, porque en la fase siete hay un cambio en el equilibrio y
empezamos a darnos cuenta de lo inmutable en lugar de ver lo
mutable. En el sermón de la montaña, Jesús llamó a esto «almacenar
un tesoro en el cielo».
Pero las
analogías fallan de nuevo. La fase siete no es un premio o una
recompensa por haber escogido las opciones adecuadas, es la
realización de aquello que siempre hemos sido. Si alguien nos
pregunta «¿quién eres?», cualquier respuesta sería errónea excepto
«soy», que significa que todos nosotros, incluso los milagreros,
estamos equivocados y somos víctimas de una identidad equivocada..
Hemos pasado el tiempo proyectando versiones de realidad, incluyendo
versiones de Dios que son inadecuadas.
¿Cómo
encontraré a Dios?
Trascendiendo.
Nos haya
costado mucho o poco ir más allá de la ilusión y volver a la
realidad, cuando llegamos hacemos un aterrizaje accidentado. De
hecho, los pocos yoguis y sabios que han hablado de la entrada en la
fase siete nos dicen que su primera sensación fue la de estar
totalmente perdidos, sentían que se habían desvanecido la comodidad
y la ilusión. Estamos hablando de personas que se han deleitado con
éxtasis, milagros, profundas percepciones e intimidad con Dios. Sin
embargo, también estas experiencias fueron engañosas y, dejándolo
todo atrás, ahora saben, a un nivel muy profundo, que ha ocurrido
algo bueno. Han trascendido a una nueva vida y a un nuevo nivel de
existencia como si se quitaran una piel vieja, porque la antigua
vida simplemente se ha marchitado.
Trascender
es ir más allá. En términos espirituales también significa crecer.
«Ahora que ya no soy un niño he dejado la cosas de los niños», nos
dice san Pablo. Por analogía, incluso el karma puede pasar de la
edad y dejarse de lado. Veamos un argumento para esto: dos
realidades definitivas esperan nuestra aprobación. Una de ellas es
el karma, la realidad de las acciones y los deseos; el karma se
desenvuelve en el mundo material, forzándonos a dar siempre vueltas
a la misma noria. La otra realidad está ejemplificada por el estado
abierto, desapegado y pacífico de la meditación profunda. Pocas
personas la aceptan, pero aquellas que lo hacen quedan generalmente
apartadas de la sociedad como ascetas.
Sin embargo,
es falso que nos veamos a nosotros mismos atrapados entre las dos
opciones. La «realidad definitiva» significa la sola y única; el
vencedor se come al vencido, por lo que si apostamos 96 nuestro
dinero al vencido, hemos cometido un error que nos costará caro. Es
probable que. nos demos cuenta de que hemos comprado tinieblas en
lugar de sustancia y de que nuestros deseos fueron susurros
fantasmales que nos llevaron por caminos equivocados. Tal y como lo
formuló un maestro védico: «El mundo del karma es infinito, pero
descubriréis que es un infinito aburrido. El otro infinito nunca es
aburrido.» La razón de volver al origen deriva pues del interés en
uno mismo. No quiero aburrirme; no quiero llegar al final de la
búsqueda y terminar con las manos vacías. Aquí terminan todas las
metáforas y las analogías porque, del mismo modo que cuando nos
despertamos vemos que el sueño ha sido una ilusión, el Ser puede
desenmascarar al karma. Eliminemos lo irreal y, por definición, todo
lo que queda tiene forzosamente que ser real. El viaje del alma no
es un juego, una búsqueda o una apuesta, sino que sigue un curso
predeterminado hacia el momento del despertar.
Durante el
camino, hay exiguos momentos de despertar que presagian el
acontecimiento final.
Creo que
podré ilustrar esto con una historia. Cuando yo tenía diez años, mi
familia vivía en el acantonamiento de Shillong, cerca del Himalaya,
y mi padre tenía un ayudante llamado Baba Sahib que le limpiaba los
zapatos y le lavaba la ropa. Baba era un musulmán muy creyente en
todo lo sobrenatural. Siempre que bajaba al dhobi ghat, el lavadero
del río, solía batir la ropa cerca de un cementerio, porque estaba
seguro de que había fantasmas en el lugar y lo probaba tendiendo la
ropa mojada en las lápidas. Si se secaban en menos de media hora,
Baba tenía la certeza de que aquella noche se vería un fantasma en
el cementerio.
Para
demostrármelo, me sacó de la casa a hurtadillas y me contó una
historia de una madre y un hijo que eran fantasmas primarios y que
habían muerto ambos en trágicas circunstancias. Estuvimos sentados
entre las tumbas durante dos horas y a medida que transcurría el
tiempo yo iba teniendo más sueño y más miedo, pero cuando ya nos
íbamos, Baba me señaló algo a lo lejos.
—¡Mira allí!
¿Ves? —gritó.
Y yo vi dos
apariciones pálidas flotando sobre una de las lápidas. Corrí a casa
presa de una gran excitación y no le dije nada a nadie. Después de
todo un día, guardar el secreto se fue haciendo cada vez más
difícil, por lo que se lo conté a la persona de más confianza de la
casa, mi abuela.
—¿Crees que
me lo he imaginado todo? —le pregunté, con la esperanza de que ella
confirmara mis visiones o que se sorprendiera con ellas.
—¿Qué
importa? —me dijo, encogiéndose de hombros—. Todo el universo es
imaginario y tus fantasmas son tan reales como todo lo demás.
En su
origen, el cosmos es igualmente real e irreal. La única forma que
tengo de saber algo es a través de las neuronas que centellean en mi
cerebro, y aunque ellas pudieran llevarme a un tal grado de fina
percepción que fuera capaz de ver todos los fotones brillar dentro
de mi córtex, en aquel punto mi córtex también se disolvería en
fotones. Por lo tanto, se funden en una sola cosa el observador y la
cosa que intenta observar, lo cual es exactamente de la manera en
que también termina nuestra búsqueda de Dios.
¿Cuál es la
naturaleza, del bien y del mal?
El bien es
la unión de todo lo opuesto.
El mal ya no
existe.
La sombra
del mal está al acecho detrás del bien hasta el último momento, y
solamente cuando ha sido totalmente absorbido en la unidad, termina
la amenaza del mal de forma definitiva. La historia de Jesús culmina
este clímax lacerante en el huerto de Getsemaní, cuando oraba para
que fuera apartado de él aquel cáliz. Sabía que los romanos iban a
capturarlo y ejecutarlo y la perspectiva hizo surgir un tremendo
momento de duda. Se trata de uno de los momentos más dolorosos del
Nuevo Testamento y es completamente imaginario.
El mismo
texto nos dice que Jesús se había apartado de todos los demás y que
sus discípulos se habían dormido; por lo tanto, nadie pudo haber
escuchado lo que dijo, especialmente si estaba orando. En mi
opinión, esta última tentación le fue atribuida por los autores del
Evangelio. Pero ¿por qué? Porque sólo pudieron concebir esta
situación por sí mismos, viendo a Cristo a través de un espacio, el
mismo espacio que nos impide imaginarnos cuánto miedo, tentación,
pecado, mal e imperfección pudo trascender. Sin embargo, esto es lo
que sucede en la fase siete.
A las
religiones les es muy difícil ser divertidas. En la Edad Media, la
gente no encontraba la parte humorística del viaje del alma, porque
tenían demasiado presentes la muerte, las enfermedades, las
tentaciones de Satán y los infortunios de este valle de lágrimas. La
Iglesia subestimaba estos horrores y la única escapatoria que tenía
la gente se llevaba a cabo durante las fiestas, cuando se erigía un
basto estrado de tablas en el exterior de la catedral, sobre el que
se escenificaban milagros y en los que Satán no era tan terrible
porque era representado como un bufón. Las mismas personas que
temblaban ante la perspectiva del pecado eran entonces testigos de
las caídas de culo del demonio. En aquellos momentos, la Iglesia les
enseñaba una nueva lección: el mal en sí debe ser redimido. La
historia terminará aquí en la tierra cuando Satán sea aceptado de
nuevo en el cielo, y entonces el triunfo de Dios será completo.
A nivel
personal, no podemos permitirnos reírnos los últimos hasta la fase
siete, al menos mientras la mente está ocupada en sus opciones,
porque algunas resultarán peores que otras. Todos nosotros tendemos
a igualar el dolor con el mal, y en tanto que sensación, el dolor
nunca termina, porque es parte de nuestra herencia biológica. La
única forma de ir más allá del dolor es trascender, y esto se
consigue alcanzando un punto de vista más elevado. En la fase siete,
todas las versiones del mundo son contempladas como proyecciones, y
una proyección no es nada más que un punto de vista que toma vida.
De este modo, el punto de vista más elevado abarcará cualquier cosa
que suceda, sin preferencia y sin negación.
Yo mismo he
estado confrontado con esta posibilidad en dos ocasiones cuando el
mal se plantó a la puerta de mi casa. La primera ocurrió a
principios de los años setenta cuando yo me esforzaba por llevar una
vida de residente en un sórdido barrio de Boston. Mi esposa había
salido dejándome a cargo de nuestra hijita. Era ya tarde cuando la
puerta del piso se abrió violentamente y un hombretón enorme y
amenazador irrumpió sin decir palabra. Eché una ojeada en todas
direcciones y, antes de que yo mismo pudiese darme cuenta de que él
empuñaba un bate de béisbol, salté sobre él, se lo arrebaté en un
breve forcejeo durante el cual no dijimos ni una palabra y en menos
de un segundo le había dejado inconsciente de un golpe de bate en la
cabeza. Poco después, mi corazón bombeaba adrenalina
desesperadamente, pero en el instante en que actué no era yo mismo;
aquella acción no me perteneció.
Naturalmente
se formó un gran revuelo y cuando llegó la policía se descubrió
rápidamente que aquel hombre era un criminal con un apretado
historial de asaltos y presuntos asesinatos. Por mi parte, yo había
actuado correctamente, aunque a nivel consciente yo tuviese un serio
compromiso con la no violencia.
Pero la
historia no termina aquí. Hace dos años, había terminado de dar una
conferencia en una ciudad del sur y salí por una puerta trasera a
una avenida, porque me parecía que era el camino más corto a mi
hotel. Fuera me esperaba una banda de tres jóvenes, uno de los
cuales sacó una pistola y la colocó en mi sien. Cuando me pidió el
billetero, supe de repente qué tenía que decirle: «Mira, puedo darte
el dinero en efectivo, pero no las tarjetas de crédito —le dije con
voz calmada, enseñándole el dinero—. Supongo que no querrás matarme
por unos cuantos miles de pesetas. Esto sería asesinato y lo
llevarías encima durante el resto de tus días. Por lo tanto, baja el
arma y vete, ¿de acuerdo?» Yo mismo me sorprendí de haber
pronunciado aquellas palabras. Fue como si yo estuviera fuera de mí
mismo mirándome. La mano del chico estaba temblando, los tres
muchachos parecían muy indecisos. De repente grité «¡Fuera de aquí!»
tan fuerte como pude y los tres salieron corriendo dejando caer la
pistola a mis pies.
Tenemos dos
escenas en las que el mal está presente, y dos reacciones
diferentes, que ofrezco como evidencia de que alguna cosa en nuestro
interior ya trasciende las situaciones actuales.
Cuando vemos
la actuación de términos opuestos nuestra conciencia interior
aprovecha cada momento como original. Pero aún no lo he explicado
todo sobre el segundo incidente. En mi negociación, también les
prometí a los jóvenes que no diría nada a la policía y realmente
nunca lo hice. Un acto de violencia potencial fue contestado con
otro de violencia, el otro, con pacifismo. No puedo explicar por qué
elegí aquellas opciones, sólo puedo decir que no las elegí. Las
acciones se desarrollaron por sí mismas y la justicia se hizo en
ambos casos, actuando desde más allá de mi limitado punto de vista.
En la fase siete, una persona se da cuenta de que no es cosa nuestra
equilibrar las balanzas; si entregamos nuestras elecciones a Dios,
somos libres de actuar como nos muevan los impulsos, sabiendo que su
origen es la unidad divina.
¿Cuál es mi
reto en la vida?
Ser yo
mismo.
Al parecer,
nada podría parecer más fácil que ser uno mismo, pero todos nos
quejamos constantemente de lo duro que es. Cuando somos pequeños,
nuestros padres no nos dejan ser nosotros mismos, porque ellos
tienen ideas distintas sobre el hecho de comernos pasteles de
chocolate enteros o de dibujar en las paredes con lápices. Más
tarde, los profesores tampoco nos dejan ser nosotros mismos. Luego
se entrevé la presión que se ejerce sobre el adolescente y,
finalmente, cuando la sociedad ha impuesto sus normas, la libertad
es todavía más restringida. Quizá si estuviésemos solos en una isla
desierta podríamos ser nosotros mismos, pero incluso allí nos
perseguirían la culpa y la vergüenza. No hay forma de sustraernos a
la herencia de la represión.
Todo se
reduce a un problema de límites y resistencias. Alguien nos impone
un límite y nosotros nos resistimos para seguir siendo libres, por
lo que «ser uno mismo» se convierte en algo relativo, y a menos que
alguien nos diga qué es lo que no podemos hacer no tenemos nada a lo
que oponernos.
Por
implicación, mi vida no tendría forma alguna, y yo daría
satisfacción a todos mis caprichos, cosa que es una forma de
prisión. El hecho de tener cien esposas y un espléndido banquete no
es ser nosotros mismos, es ser nuestros deseos.
En la fase
siete, el problema se termina en el momento en que se funden los
límites y la resistencia. Para estar en unidad, no podemos tener
limitaciones, porque somos un todo, y esto es lo que llena nuestra
percepción. La opción A y la opción B son iguales ante nuestros
ojos. Cuando esto es verdad, el deseo puede fluir a donde quiera:
algunas veces nos podremos comer el pastel entero, tener las cien
esposas y caminar sobre la hierba. Pero si nos privamos de estas
realizaciones también es bueno, porque yo no soy mis deseos y ser yo
mismo ya no tiene la más ligera referencia exterior.
Todo esto
¿no me priva de elegir mis opciones? Sí y no al mismo tiempo. En la
fase siete, todavía hay preferencias. Una persona puede querer
vestir y hablar de una forma determinada e incluso puede decidir sus
preferencias y sus antipatías, aunque todas esas cosas son residuos
kármicos del pasado. Como yo hablo inglés e hindi, provengo de una
familia de médicos, viajo mucho y escribo libros, estas influencias
podrían muy bien persistir en la fase siete. Pero pasarían a un
segundo plano, convirtiéndose en una mera decoración de mi
existencia real, que es simplemente existir.
¿Cómo podría
ser capaz de decir que este estado es real? Un escéptico que mirase
la fase siete pretendería que la unidad es solamente una forma de
autodecepción. Toda esta charla sobre el Todo y la Nada no elimina
las necesidades de este mundo y, de hecho, los grandes místicos se
guardan de los adornos de la vida ordinaria. El problema de la
autodecepción parece ser más complicado cuando nos damos cuenta de
que el ego, en su necesidad de continuar como centro de toda
actividad, no tiene problema en pretender ganar en iluminación.
Recordemos
la historia del monje de la túnica azafrán. Había una vez un joven
en la India que frecuentaba un grupo de discusión con sus amigos.
Todos ellos se consideraban buscadores serios y sus discusiones
versaban sobre temas esotéricos sobre el alma, la existencia de una
vida posterior y otros temas similares.
Una noche la
conversación fue calentándose y el joven salió al exterior para
tomar un poco de aire. Cuando volvió a la habitación, vio a un monje
vestido con una túnica azafrán sentado a un lado.
Ninguna otra
persona en la habitación parecía darse cuenta de su presencia. El
joven se sentó sin decir nada. La discusión siguió a gritos, pero el
monje permaneció silencioso y nadie se dio cuenta de nada. Ya era
más de medianoche cuando el joven se levantó para irse y, con gran
sorpresa, el monje de la túnica azafrán se levantó también y le
siguió. Durante todo el camino hasta su casa, el monje le acompañó.
Cuando el joven se levantó a la mañana siguiente, el monje estaba
sentado junto a la cama de su habitación.
Probablemente porque era muy espiritual, la visión ni asustó al
joven ni le hizo temer por su cordura, sino que estaba encantado de
contar con la apacible presencia del monje cerca de él.
Durante toda
la semana que siguió fueron compañeros, constantes, a pesar de que
ninguno de ellos dijo nada. Pero el joven tenía que contarle la
historia a alguien y escogió al maestro J. Krishnamurti de cuyos
escritos he tomado esta historia.
—Ante todo,
la visión lo significa todo para mí —empezó diciendo el joven—. Pero
no soy el tipo de persona que necesita símbolos e imágenes para
adorar y desprecio la religión. Solamente me 99 interesa el budismo
debido a su purismo, pero incluso en él no encuentro fuerza
suficiente como para hacer que lo siga.
—Lo entiendo
—dijo Krishnamurti—. ¿Cuál es, pues, tu pregunta?
—Quiero
saber si esta figura es real o es sólo una figuración de mi mente.
Tengo que saber la verdad.
—¿Dices que
te ha traído mucho significado?
El joven se
mostró entusiasmado.
—He sufrido
una profunda transformación. Me siento alegre y en paz.
—¿Está ahora
el monje contigo? —preguntó Krishnamurti.
El joven
asintió dubitativo.
—Para ser
totalmente honesto —dijo— el monje está empezando a desvanecerse. Ya
no es tan vivido como al principio.
—¿Tienes
miedo de perderlo?
El rostro
del joven mostró ansiedad.
—¿Qué
quieres decir? He venido aquí en busca de la verdad, pero no quiero
que te lo lleves. ¿Te das cuenta de cómo me ha consumido esta
visión? Para poder tener paz y alegría pienso en la visión y viene.
Krishnamurti
le replicó: —Vivir en el pasado, aunque sea agradable y edificante,
te priva de la experiencia de ¡o que es, porque para la mente es
difícil no vivir en mil ayeres. Toma esta imagen que tú aprecias. La
memoria te inspira, te deleita y te proporciona un sentido de
liberación, pero es sólo la muerte que inspira la vida.
El joven
estaba alicaído y melancólico.
—¿O sea que
no era real?
—La mente es
complicada —dijo Krishnamurti—. La tenemos condicionada por el
pasado y también por la manera en que ella querría que las cosas
fueran. Por tanto, ¿es realmente importante si esta figura es real o
proyectada?
—No —admitió
el joven—. Sólo importa que me ha mostrado mucho.
—¿Ah, sí? No
te reveló el trabajo de tu propia mente y te convertiste en
prisionero de tu experiencia. Por decirlo de alguna manera, esta
visión introdujo el miedo en tu vida porque tenías miedo de perderla
y también introdujo la codicia porque tú querías atesorar la
experiencia y por ello perdiste la única cosa que esta visión pudo
haberte aportado: el conocimiento de ti mismo. Sin ello, cada
experiencia es una ilusión.
Para mí,
este cuento es bello y conmovedor y vale la pena contarlo en
detalle. Antes de la fase siete, no se puede saber todo el valor que
tiene el ser uno mismo y puede darse forma a la experiencia para que
nos aporte una gran inspiración, pero a la larga no es suficiente,
porque cada imagen divina sigue siendo una imagen, y cada visión nos
tienta a aferramos a ella. Para ser libre de verdad no nos queda
otra opción que ser nosotros mismos. Somos el centro vivo alrededor
del cual suceden todos los acontecimientos aunque, sin embargo, no
hay ningún acontecimiento tan importante como para abandonarnos
voluntariamente a él. Al ser nosotros mismos abrimos la puerta a lo
que es, que es el juego infinito de inteligencia cósmica que se
curva hacia atrás para conocerse a sí misma una y otra vez. De esta
forma, la vida permanece fresca y cumple con las necesidades de
renovarse a sí misma a cada momento.
¿Cuál es mi
mayor fuerza?
La unidad.
¿Cuál es mi
mayor obstáculo?
La dualidad.
Como
cualquier otro nivel, éste debe madurar. Muchas personas han tenido
destellos de unidad, pero esto no es lo mismo que vivir ahí
permanentemente. Un destello de unidad puede ser algo así como
sangrar en el paisaje, pero a diferencia del autismo, que puede
hacer que un niño pierda los límites de la identidad, la experiencia
es positiva, porque el ego se expande y alcanza una visión más 100
elevada. En lugar de la necesidad de intuir cualquier cosa, somos
simplemente esa cosa. La fase siete nos aporta la forma definitiva
de empatía.
Lo opuesto
de la unidad es la dualidad. Actualmente, casi todo el mundo cree en
dos versiones dominantes de la realidad. Versión uno: sólo existe el
mundo material y nada puede ser real si no obedece a las leyes
físicas. Versión dos: existen dos realidades, la terrenal y la
divina.
A la versión
uno se la llama la visión secular e incluso las personas religiosas
la adoptan para su uso cotidiano, aunque el creer totalmente en el
materialismo, como hemos visto, se ha hecho inaceptable por un
sinnúmero de razones. Esta versión no puede explicar los milagros
creíbles y testificados y experiencias de muerte aparente,
experiencias extracorporales, el testimonio de millones de personas
que han visto escuchadas sus plegarias y, lo más convincente de
todo, el descubrimiento del mundo cuántico, que no obedece a las
leyes físicas ordinarias.
La segunda
versión de la realidad es menos rígida y permite experiencias
espirituales y milagros que existen solamente en los límites del
mundo material. En este momento, alguien oye la voz de Dios, tiene
una aparición de la Virgen María o entra en la luz. Estas
experiencias dejan aún el mundo material intacto y, esencialmente,
incólume. Podemos tener a Dios y un Mercedes al mismo tiempo, cada
uno en su propio nivel. En otras palabras, aquí tenemos la dualidad.
Muchas
religiones, de las cuales el cristianismo es un ejemplo de primera,
declaran que Dios está en los cielos, inalcanzable excepto por medio
de la fe, la plegaria, la muerte o la intervención de los santos,
aunque esta dualidad se destruye una vez que curamos la división
entre cuerpo, mente y espíritu. La dualidad es otra forma de
referirnos a la separación y en el estado de separación afloran
muchas ilusiones, el vapor y el hielo, la luz del sol y la de la
electricidad, los huesos y la sangre, son ejemplos de cosas que
parecen totalmente diferentes hasta que conocemos la ley de las
transformaciones que convierten unas cosas en otras. Esto también es
válido para el cuerpo y el alma que en separación no pueden ser más
diferentes, hasta que encontramos las leyes que transforman en carne
al espíritu invisible, inmortal y no creado.
En la India
ha habido una fuerte tradición de no dualidad durante miles de años
que se conoce como Vedanta, palabra que significa literalmente «el
fin de los Vedas», el punto en que los textos sagrados ya no pueden
serte de más ayuda, donde termina la enseñanza y surge la
consciencia.
—¿Cómo
sabemos que Dios es real? —preguntó una vez un discípulo a su gurú.
El gurú le
replicó: —Miro alrededor y veo el orden natural de la creación, hay
una tremenda belleza en las cosas más sencillas. Nos sentimos vivos
y despiertos ante la infinita majestad del cosmos y cuanto más
profundamente miramos más sorprendente encontramos la creación. ¿Qué
más necesitamos?
—Pero nada
de esto prueba nada —protestó el discípulo.
El gurú
sacudió su cabeza.
—Dices esto
sólo porque no miras de verdad. Si pudieses mirar una montaña o una
nube de lluvia durante un minuto sin tener dudas que bloqueen tu
camino, la evidencia de Dios se revelaría instantáneamente.
—Entonces,
dime qué es lo que se revela —insistió el discípulo—. Después de
todo tengo los mismos ojos que tú.
—Algo
sencillo, indiviso, nonato, eterno, sólido como una roca, ilimitado,
independiente, invulnerable, extático y omnisciente —replico el gurú.
El discípulo
sintió una oleada de desesperación.
—¿Tú ves
todo esto? Entonces tendré que abandonar, porque es posible que yo
no pueda aprender a percibir una maravilla así.
—No, estás
equivocado —dijo el gurú—. Todos nosotros vemos la eternidad en
todas direcciones, pero elegimos dividirla en trocitos de tiempo y
de espacio. Existe una cualidad del todo que debería darte
esperanza, porque quiere compartir.
Si la mente
divina quiere compartirse a sí misma con nosotros y nosotros estamos
dispuestos a aceptarlo, la fase siete está preparada para la unidad.
El principal dogma de Vedanta es extremadamente sencillo: la
dualidad es demasiado débil como para durar siempre. Tomemos
cualquier pecado o engaño y a su debido tiempo terminará. Tomemos
cualquier placer y a su debido tiempo empezará a empalagar. Tomemos
un sueño, por profundo que sea, y a su debido tiempo tendremos que
despertar. En Vedanta dicen que la única cosa real es el éxtasis
eterno de la consciencia (sat chit ananda). Estas palabras prometen
que lo intemporal me espera cuando lo 101 temporal expire, el goce
de los éxtasis de fuera de la vida y que la vigilia viene después
del sueño. En esta simplicidad, toda la noción de dualidad se
pliega, revelándonos la unidad que hay detrás de toda ilusión.
¿Cuál es mi
mayor tentación?
Ir más allá
de la tentación.
Cuando lo
tenemos todo no podemos ser tentados. Y aún es mejor cuando no nos
lo pueden quitar. El Vedanta se expresa en un famoso dicho: «Yo soy
Esto, Tú eres Esto y Todo es Esto.» Cuando los antiguos sabios se
referían a Esto, se referían a un poder invisible pero muy real: el
poder de la existencia. Lo tenemos para siempre cuando podemos
decir: «Yo soy este poder, tú eres este poder y todo lo que está
alrededor nuestro es este poder.» También se adaptan bien otras
palabras como gracia, divinidad, la luz, alfa y omega, aunque
ninguna de las cuales se equipara con la experiencia, que es muy
personal y totalmente universal al mismo tiempo.
El sabio
Vasishtha fue uno de los primeros seres humanos que se dio cuenta de
que sólo percibimos el mundo que filtramos a través de nuestras
mentes. Cualquier cosa que podamos imaginarnos es un producto de mi
experiencia hasta este momento, y éste es el más ínfimo de los
fragmentos de lo que podemos saber. Tal y como Vasishtha mismo
escribió: Hay mundos infinitos que van y vienen en el vasto expandir
de la conciencia, como motas de polvo danzando en un rayo de luz.
Esto nos
recuerda que el mundo material es solamente un producto de mi
consciencia, tal y como lo es el cielo. Por lo tanto, tengo todo el
derecho de intentar conocer a Dios, un viaje que empieza en el
misterio y el silencio termina en mi mismo.
Durante
nuestra estancia en la cueva sagrada que visité sobre el Ganges, no
me di cuenta hasta el último momento de que en aquel lugar había
alguien más. Nuestro grupo estaba perdido en el vasto silencio que
allí se había formado y se había hecho evidente sin ninguna sombra
de duda que Dios existía, no como una persona sino como una
inteligencia infinita moviéndose a infinita velocidad a través de
infinitas dimensiones, un creador con el que la física moderna
también podría entenderse.
Pero en
aquel momento, ninguno de nosotros pensaba nada, nos levantamos y en
la penumbra sentimos que no estábamos solos y atisbando en la
penumbra, descubrimos la forma apenas perceptible de otra persona
que había estado allí durante todo el rato; se trataba del santo
anciano que no pudo entregarnos la llave cuando llegamos. Estaba
sentado en la posición del loto y no se había movido cuando nosotros
entramos ni se había movido hasta aquel momento.
Partimos en
silencio y, cuando salimos a la cegadora luz del día, comenzó a
palidecer todo cuanto habíamos compartido. Mi mente empezó de nuevo
a revolverse y durante unos minutos fue normal que las primeras
palabras sonaran como ásperos címbalos. Las distracciones normales
hicieron aparición, pero me quedó durante semanas un cierto sabor de
aquella caverna en forma de una tranquila certidumbre de que nunca
más habría nada que andará mal. Esto no es como ser nonato, eterno,
duro como una piedra, ilimitado, invulnerable, extático y
omnisciente, aunque estoy más cerca de ello, más cerca del origen.
Por una vez, mi mente saltó la valla de la vida cotidiana y aterrizó
en un lugar agradable, donde no es necesario esfuerzo alguno. Abrí
la puerta del lado de la eternidad y ahora puedo apreciar las
palabras de Rumi: Cuando yo muera me elevaré con ángeles.
Y cuando
muera para los ángeles no puedo imaginarme qué será de mí.