EL VIAJE DEL ALMA HACIA EL MISTERIO DE LOS MISTERIOS
El Campo de la Mente
DEEPAK CHOPRA
EL CAMPO DE LA MENTE
La «luz» tal y como se utiliza en las escrituras siempre significa
conciencia, independientemente de que se vea o no se vea una luz
física. Los cristianos consideran a Jesús «la luz del mundo», debido
a su estado de elevada consciencia, y la palabra «luz» es un
sinónimo para toda una serie de cosas, desde la inspiración y la
santidad hasta el espíritu encarnado de la esencia de Dios. También
los seguidores de Buda y Mahoma aplican versiones de la misma
imaginería, desde luego, aunque cada religión pretende que su
fundador es el único. Las disputas entre religiones han sido
exclusivamente o casi siempre pretensiones de que fue solamente su
fundador quien entró en la luz o de que su lugar ante Dios es más
elevado. Sin embargo, la consciencia es una herencia común, incluso
podríamos decir que se tratara de una herencia cósmica, si aceptamos
la existencia de la mente a nivel cuántico y virtual. Cuando se
pregunta qué se siente con la experiencia de Dios, las respuestas
que se dan, aunque puedan ser distintas, convergen todas en que se
produce un desplazamiento a una consciencia más elevada.
Yo sostengo
que no hay nadie de entre los vivientes que no haya hecho este
viaje, «el viaje», tanto si se utiliza en el sentido cristiano de
camino o en el sentido taoísta de corriente oculta de vida significa
seguir la luz. Incluso ninguno de nosotros podría estar aquí sin
tener raíces en el lugar de donde nace la luz, el campo cuántico.
Sin embargo, para entenderlo del todo, tenemos que modificar nuestra
imagen del mundo partiendo de un sandwich de realidad con tres capas
para llegar a una cosa más dinámica, que es un diagrama de flujo.
Material
CUÁNTICO Virtual La realidad está fluyendo constantemente desde el
nivel virtual al cuántico y al material. En términos místicos, a
este constante movimiento se le llama «el rió de la vida», porque
para el místico 118 todo empieza en la mente de Dios antes de que
aparezca en la superficie como un acontecimiento o un objeto. Pero
el río es más que una metáfora, porque con cada pensamiento, cada
memoria y cada deseo, hacemos un viaje río arriba, desde nuestro
origen invisible hasta nuestro destino material.
Un día
estaba yo sentado en silencio, preparándome para la meditación,
cuando vi una vieja cara remotamente familiar con los ojos de la
mente. Al cabo de un momento me di cuenta de que era un paciente que
había tenido hacía veinte años, un diabético al cual llamaba cada
semana a su casa para ajustarle los niveles de insulina.
Cuando cerré
los ojos tuve un débil pensamiento. «¿Cómo se llamaba?» Sólo esto,
un débil pensamiento. Medité durante una hora y, cuando abrí los
ojos, me vino de repente un nombre a la memoria, junto con un número
de teléfono. Me parecía tan improbable haberlo recordarlo que tomé
el teléfono y marqué el número. La voz que me respondió al otro lado
de la línea era en efecto la de Raúl, mi antiguo paciente.
El número de
teléfono de Raúl no había cambiado durante todo aquel tiempo, aunque
mi cerebro sí había cambiado. Y aquí hay un misterio, porque las
células cerebrales no son constantes.
Nacemos con
la mitad del complemento de neuronas que tiene un cerebro adulto y
el resto se desarrolla entre los seis meses de vida y los doce años
de edad. Cada neurona está conectada a cada una de las demás por
medio de miles de millones de fibras que se ramifican en miles de
zarcillos en cada una de las células, formando una extensa red.
Estos zarcillos, conocidos como dendritas, brotan al final de la
célula como un árbol en el nacimiento de las ramas (la palabra
dendrita viene del griego y significa «árbol»).
Aunque tiene
la apariencia de fija y estable, esta red está moviéndose
constantemente, e incluso si una neurona fuera siempre la misma y no
le crecieran nuevas ramificaciones, las señales que emitiría hacia
las dendritas nunca serían iguales en cada momento. Los impulsos
eléctricos se diseminan por todas partes y van desplazándose a
medida que tenemos nuevos pensamientos. En realidad, nuestros
cerebros son como un sistema telefónico con miles de llamadas
produciéndose cada segundo. La principal diferencia es que los
cables de las líneas de las neuronas de nuestro sistema nervioso son
inestables, cambian constantemente sus moléculas con cada momento de
experiencia, tanto interior como exterior. Los cables son claramente
inestables, porque no están hechos de cobre sino de grasas fluidas,
agua y electrólitos por los que circulan las cargas eléctricas.
Tener un
simple pensamiento es más complejo que seleccionar un mensaje
concreto de entre todas las llamadas de teléfono del mundo. Mientras
administramos este hecho eléctricamente, el cerebro también envía
oleadas de mensajes químicos. Una dendrita no está unida a otra,
sino que hay siempre un pequeño espacio entre ellas, conocido como
sinapsis. Cada mensaje debe encontrar la forma de traspasar este
espacio ya que, de no ser así, las neuronas estarían aisladas y no
podrían comunicarse. Pero la electricidad no salta este espacio,
porque los voltajes son demasiado reducidos como para hacerlo, y de
ello se encargan determinadas sustancias químicas que se emiten a un
lado de la sinapsis y llegan al otro. Entre estos productos
químicos, conocidos como neurotransmisores, se encuentran la
dopamina y la serotonina.
En medio de
este caótico torbellino de productos químicos y electrones nadie ha
encontrado nunca una memoria. Las memorias son fijas y para que yo
recordara la cara de Raúl tuve que almacenarla intacta, no en
pedacitos. ¿Adonde, pues, tengo que ir para hacer esto? Ciertamente
no a la tempestad de fuego de mi cerebro, porque ni una sola de mis
neuronas pudo sobrevivir intacta al cabo de veinte años. Las
moléculas de grasa, pro teína y azúcar se han paseado por mis
neuronas como aves migratorias, añadiéndose a ellas y dejándolas al
cabo de un tiempo.
Quizá
podríamos identificar los centros de memoria del cerebro, pero nadie
hasta ahora ha podido probar que la memoria se almacene ahí.
Suponemos que es así, pero no sabemos cómo se lleva a cabo este
proceso. Almacenar memoria en una neurona es como almacenar memoria
en agua. (En realidad, el cerebro es tan fluido que si lo
homogeneizáramos tendría el mismo contenido de agua que un bol de
papilla de avena. De hecho, la sangre tiene más contenido sólido que
el cerebro.) La noción de que almacenamos memoria de la misma forma
que lo hace un ordenador, grabando microchips con bits de
información, no viene soportada por la evidencia, y cuando los
neurólogos intentan demostrarlo, topan muy pronto contra una pared.
Es la misma
pared a través de la que se abrieron paso Einstein y los otros
fundadores de la física cuántica. Una neurona es un mal receptáculo
para la memoria porque, en el fondo, sus partículas no son sólidas y
hay modelos de energía invisible agrupadas bajo la apariencia de
partículas. Estos 119 paquetes de energía no sobreviven más que a
nivel cuántico; si profundizamos aún más hasta alcanzar el nivel
virtual, los modelos se disuelven, la energía se desvanece en
vibraciones fantasmales y luego en la nada. ¿Podemos almacenar
memoria en la nada?
La respuesta
es que sí. Cuando me acordé de la cara de mi antiguo paciente, hice
un viaje a la nada, buscándole en ninguna parte. Utilicé mi cerebro
para hacer este viaje o, al menos, para empezarlo, pero no fue mi
cerebro el que recordó su número de teléfono, del mismo modo que la
radio de mi coche no contiene la música que escucho.
Ya he
mencionado que el campo virtual no tiene tiempo, ni espacio, ni
energía. Esto se vuelve inmensamente importante cuando se trata de
la memoria. Nadie duda de que el cerebro utiliza energía, quema
alimento como calorías, subsiste a base de glucosa y un simple
terrón de azúcar sirve para estabilizar las complejas actividades
del cerebro. Pero cuando a los átomos de alimento se les extrae la
energía y esta energía se convierte en pensamiento, nada de esto se
canaliza hacia la memoria. Recordar la imagen del lugar donde
estuvimos hace diez años el día de nuestro cumpleaños o qué es lo
que hicimos ayer después del trabajo no consume alimento.
Tampoco
parece consumir energía el recordar estas cosas. Volviendo a mi
ejemplo, yo no intenté de forma consciente recuperar nada de mis
memorias, sino que estaba meditando y al cabo de una hora vino a mí
un nombre y un número de teléfono. ¿Estuvo mi cerebro trabajando en
el problema durante todo aquel tiempo? Actualmente nadie tiene
respuesta para esto. Nuestra creencia popular es que el cerebro
funciona como un Macintosh hecho de materia orgánica (un
investigador lo ha llamado «el ordenador de carne», que es una frase
perturbadora pero inolvidable). Yo creo que el cerebro es la última
parada río abajo, el punto final de unos impulsos que empiezan a
nivel virtual, fluyen a través del nivel cuántico y terminan como
destellos de electricidad por los troncos y las ramas de nuestras
neuronas.
Cuando nos
acordamos de algo, nos movemos de un mundo a otro, manteniendo la
ilusión de que aquí estamos aún entre imágenes y sonidos familiares.
Algunas veces las conexiones son defectuosas y puedo dar un nombre o
un número de teléfono equivocados. Sin entender este viaje, sin
embargo, no nos quedan esperanzas de emprender el viaje espiritual
de vuelta a Dios, porque ambas rutas son la misma.
La llegada
de las resonancias magnéticas, las tomografías y los escáneres nos
ha permitido echar una ojeada al cerebro como el lugar donde se
genera constantemente energía, pero el cerebro y la mente son
diferentes. Algunas veces las operaciones de neurocirugía tienen que
hacerse con el paciente despierto, consciente y capaz de responder a
preguntas. Si hablamos con uno de estos pacientes y le pedimos que
levante el brazo, incluso aunque se le haya quitado una porción de
su cráneo y el córtex cerebral se halle expuesto, obedecerá como
cualquier otra persona. Tomemos ahora un electrodo y estimulemos una
parte del córtex motor de tal manera que el mismo brazo se mueva
repentinamente. La acción es exactamente la misma que cuando le
pedimos al paciente que lleve a cabo esta acción, sin embargo,
existe una diferencia enorme. En el primer caso, si le preguntamos
qué es lo que ha sucedido, el paciente responderá: «He movido el
brazo.» En el segundo caso, si le preguntamos qué ha sucedido, el
paciente responderá: «Se me ha movido el brazo.» A pesar de la
similitud externa (se ha movido el brazo), el primer acto involucró
una voluntad y un deseo; una misteriosa entidad llamada «yo» llevó a
cabo la acción, no simplemente el cerebro. El pionero canadiense de
la neurocirugía Wilder Penfield realizó un experimento así y
concluyó que nuestras mentes y nuestros cerebros no son de ningún
modo la misma cosa.3 Hoy en día podemos extendernos sobre las formas
en que ambos parecen divergir: *??Usted me pregunta mi nombre y yo
le responderé con un destello de actividad de mi córtex cerebral,
pero mi cerebro no tiene que hacer una actividad para saber mi
nombre.
*??En la
tienda elijo helado de vainilla o de chocolate. Mientras pienso en
la elección, el cerebro trabaja, pero el que elige —la persona que
decide entre A o B— no la encontraremos en ninguna parte del
cerebro.
*??Usted y
yo miramos un cuadro de Picasso. Yo digo que me gusta y usted dice
que no. El hecho de expresar nuestras opiniones nos comporta una
actividad cerebral, pero las diferencias de gusto no son una
actividad.
*??Estoy en
un avión preocupado por lo que voy a decir en la conferencia que he
de dar cuando 120 aterrice y me quedo dormido. Cuando me despierto,
sé exactamente de lo que quiero hablar.
Este
desplazamiento de la preocupación a la certidumbre no ha sido una
acción mensurable del cerebro, porque mientras dormía no pensaba
conscientemente.
*??Estamos
sentados en el sofá leyendo y, de repente, nos viene a la mente el
nombre de un viejo amigo. Al cabo de un instante, suena el teléfono
y es este amigo que nos llama. El hecho de recordar el nombre supuso
una actividad cerebral, pero ningún mecanismo cerebral pudo
sincronizar la coincidencia.
*??En una
fiesta conocemos a una persona y, en un momento de atracción
instantánea, sabemos que vamos a casarnos con esa persona. En el
mismo instante, tenemos la revelación de que ella/él tiene ese mismo
sentimiento hacia nosotros. Podemos atribuirle al cerebro las
atracciones hormonales, e incluso los impulsos mentales y
emocionales que nos han hecho el uno para el otro. Sin embargo, lo
que no es posible que haya hecho el cerebro es crear esa certeza que
aparece de forma simultánea en ambas personas.
Cuando
Penfield empezó sus trabajos en los años treinta, la ciencia no
había establecido de forma fehaciente que la mente era solamente un
fantasma creado por las neuronas. En los años setenta ya había
asumido que muchos expertos «si pudieran, sin duda alguna me harían
callar antes de que yo empezara a hablar de la mente y del cerebro,
porque declaran que como la mente, por su misma naturaleza, no puede
tener una posición en el espacio, hay solamente un fenómeno que
podamos considerar, es decir, el cerebro». Con todo, Penfield, junto
con John Eccles, que era un investigador británico tan audaz como
él, planteó una pregunta evidente: ¿en qué lugar del cerebro podemos
encontrar algún mecanismo que posea intuición, creatividad,
percepción, imaginación, entendimiento, propósitos, conocimientos,
voluntad, decisión o espíritu? En efecto, todas estas funciones
elevadas del cerebro aún no pueden crear las cualidades que nos
hacen tan humanos.
¿Tendríamos,
pues, que rechazarlas porque son una ilusión, o dejar la discusión
para más adelante hasta que alguien descubra genes para el alma?
Entre estas
muchas observaciones, Penfield resaltó que el cerebro retiene
memoria incluso durmiendo. Los pacientes que se recuperan de estados
graves de coma tienen todavía conocimientos tales como el lenguaje,
así como las historias de sus propias vidas. Bajo los efectos de una
anestesia profunda, aproximadamente un uno por ciento de los
pacientes de cirugía refieren que oían lo que decían los cirujanos
que le operaban e incluso pueden recordar detalles de lo que sucedió
durante la intervención. Por lo tanto, aunque no sabía de qué modo
funcionaba, Penfield especulaba sobre el hecho de que la mente tiene
que tener su propia fuente de energía. De alguna forma, obtiene
también energía del cerebro, porque cuando éste muere o pierde su
funcionalidad, algunas o todas las operaciones mentales se
interrumpen de golpe. Pero la energía del interior del cerebro no es
suficiente como para explicar cómo sobrevive la mente a los traumas.
Un cerebro
totalmente privado de oxígeno durante cuatro minutos, y un poco más
si el cuerpo está muy frío, puede todavía recuperar su completa
funcionalidad mental. Durante este intervalo, la maquinaria del
cerebro se apaga. Bajo anestesia profunda, prácticamente no hay
ondas cerebrales elevadas, por lo que es imposible que el córtex
cerebral pueda hacer algo tan complejo como recordar lo que estaba
diciendo el cirujano. El hecho de que la mente pueda sobrevivir al
trauma cerebral y funcionar bajo anestesia apunta firmemente hacia
la existencia aparte de la mente. En términos más sencillos,
Penfield llegó a la conclusión de que «es la mente la que percibe y
el cerebro el que registra la percepción». También llegó a la
conclusión de que la mente tiene que ser un tipo de campo de energía
invisible que incluye el cerebro y que quizá lo controle. Yo creo
que, en lugar de decir campo de energía, deberíamos decir «campo de
información», porque está claro que el cerebro procesa la
información sobre todo lo que existe que le va llegando
constantemente.
Al utilizar
el término campo hemos dado un paso hacia el reino de la realidad
cuántica. El cerebro es una cosa con estructuras materiales tales
como un córtex o un sistema límbico, pero un campo no es una cosa.
El campo magnético terrestre ejerce una atracción sobre todas las
partículas de hierro, obligándolas a moverse de una forma
determinada, aunque no haya nada visible o tangible que las haga
mover. De la misma forma, la mente hace que el cerebro se mueva de
esta u otra forma.
Pensemos en
la palabra aardvark y luego en la palabra Rangún. La primera palabra
contiene su propio sonido y significado, que se reproduce en el
cerebro por un modelo determinado de ondas. La segunda palabra
también es definida por sus modelos únicos. Por lo tanto, para ir de
una palabra a la 121 otra necesitamos un desplazamiento radical que
involucra millones de neuronas. ¿Quién hace este desplazamiento? El
primero de los modelos tiene que disolverse totalmente para que
pueda aparecer el segundo, sin transición entre ellos que pueda
servir de conexión; se borra aardvark, junto con la imagen mental de
un gigantesco oso hormiguero, para que pueda ocupar su lugar Rangún,
junto con la imagen de su lugar en el mapa y lo que sepamos de la
historia de Birmania. Entre las dos sólo hay un espacio vacío, como
el espacio negro entre dos imágenes de una película.
Sin embargo,
este espacio que no tiene absolutamente ninguna actividad cerebral
se administra de una forma u otra de millones de neuronas y sabe la
diferencia entre aardvark y Rangún sin tener que pensarla. De hecho,
nosotros no tenemos que hacer un acto de voluntad para organizar ni
una sola de las células del cerebro para el modelo increíblemente
intrincado que es necesario para producir una palabra. Todo esto
sucede de forma automática, sin gasto alguno de energía, de energía
cerebral, desde luego. Pero en el espacio vacío podría haber otro
tipo de energía. Eccles hizo su famosa afirmación de que «Dios es el
espacio vacío». Con esto quería decir que los espacios vacíos del
cerebro, las ínfimas sinapsis entre dos terminaciones nerviosas,
tienen que ser el lugar de residencia de una mente más elevada,
porque ésta no se puede encontrar en la sustancia material del
cerebro.
Nuestras
mentes son una herramienta vital en la búsqueda de Dios. Confiamos
en la mente y la escuchamos, seguimos sus impulsos y nos fiamos de
su exactitud. Sin embargo, y aún más que esto, la mente nos
interpreta el mundo dándonos su significado. Para una persona
deprimida, la visión de una brillante puesta del sol tahitiana es el
espejo de su tristeza, mientras que, para otra persona, estas mismas
señales en la retina le producirán alegría y gozo. Como diría
Penfield, es el cerebro el que registra la puesta del sol, pero sólo
la mente puede percibirla. Como buscamos a Dios, queremos que
nuestras interpretaciones se eleven por encima del nivel al que
nuestras mentes pueden llevarnos, de forma que podamos entender el
nacimiento y la muerte, el bien y el mal, el cielo y el infierno.
Cuando esta comprensión se extiende al espíritu, hay dos campos
invisibles, la mente y el alma, que tienen que conectarse si es que
debemos tener confianza en ellos.
Dios
necesita la respuesta más delicada de la mente. Si la mente está
turbada o sin refinar, el viaje de vuelta a Dios no puede hacerse
con éxito. Aquí hay muchos factores que entran en juego, pero en
términos de la conexión mente/cerebro, Valerie Hunt, una
investigadora con licenciaturas en sicología y fisiología, ha hecho
algunas conexiones importantes, a las que se refiere en su libro
Mente infinita.4 Después de conectar a algunos sujetos al
electroencefalógrafo, pudo determinar que algunos modelos de ondas
cerebrales pueden asociarse con experiencias espirituales más
elevadas.
Estos
hallazgos complementan investigaciones anteriores, que datan de
treinta años atrás, que constataron que el hecho de entrar en
meditación profunda altera los modelos de las ondas alfa del
cerebro, el ritmo cardíaco, la respiración y la presión sanguínea.
Pero la
doctora Hunt estaba además interesada en por qué las personas no
tienen experiencias espirituales. Se permitió suponer que todos
estamos conectados de forma natural a la totalidad del campo de
energía y de información de la mente, del mismo modo que estamos
conectados a las partes que involucran el pensamiento. Se trata de
una suposición sencilla pero profunda. ¿Por qué no dejamos entrar al
espíritu? «El problema es siempre el miedo a las intensas emociones
que ocurren a nivel místico —asegura Hunt—, experiencias que son tan
reales y profundas que no podemos comprenderlas o aceptarlas
fácilmente... Otra forma de describir nuestros bloqueos es decir que
no deseamos cambiar ni nuestras prioridades ni nuestras creencias
sobre nosotros mismos y Dios.» Al parecer, el campo de la mente es
un campo de minas.5 Este «atolladero» espiritual no es sólo una
limitación del cerebro. Otros investigadores antes que Hunt han
aportado documentación sobre el hecho de que si privamos de oxígeno
por unos momentos al lóbulo temporal derecho, su actividad empieza a
elevarse y tenemos la sensación de «ir a la luz».
La misma
sensación de flotar, de estar fuera del cuerpo, de éxtasis, de ser
de otro mundo; se puede, incluso, tener visiones de almas y ángeles
que nos llaman desde la luz. Todos estos fenómenos pueden imitarse
por medio de la privación de oxígeno, o haciendo girar a los sujetos
en una máquina centrifugadora de las que se utilizan para entrenar a
los astronautas a experimentar las intensas fuerzas gravitacionales.
Sin embargo, inducir la experiencia no es lo mismo que tenerla,
porque no hay sentido espiritual ni en la fuerza centrífuga ni en la
pérdida de oxígeno, mientras que las personas que han sufrido
experiencias de muerte aparente (sin mencionar a los yoguis o a los
santos que han crecido espiritualmente acostumbrados a vivir en la
luz) dan cuenta de profundos cambios 122 espirituales.
Si el
cerebro filtra normalmente una gama completa de experiencias, como
sabemos que lo hace, quizá nuestro acceso más duro a dimensiones más
elevadas es desgraciadamente a través del sufrimiento o la
privación. El cerebro tiene que ajustarse a cualquier experiencia
más elevada y se necesitan ondas cerebrales para convertir el
torbellino de energía caótica de la sopa cuántica en imágenes y
pensamientos reconocibles. Hunt precisa que si medimos la actividad
cerebral de alguien que desea tener una experiencia espiritual, y
que no está bloqueado, el modelo es muy diferente del de alguien que
sí está bloqueado.
Al ir más allá
de las medidas del electroencefalógrafo, Hunt ha correlacionado cinco
estados de bloqueo psicológico que cierran nuestra espiritualidad, todos
ellos enraizados en alguna experiencia inicial, un encuentro con Dios,
que la persona no puede integrar en el sentido del ego que ya existía.
Las cinco experiencias de bloqueo son:
1. Una
experiencia parecida a una extraña energía o presencia de Dios.
2. Comprender
repentinamente el pasado, el presente y el futuro como una sola cosa.
3. Adquirir el
poder de curar.
4. Plegarias no
escuchadas en medio de una «buena» vida; la experiencia de ser
abandonado por Dios.
5. Sobrecarga
sensorial del sistema nervioso cuando «entra la luz».
Aunque están
relacionadas, se trata de experiencias distintas, y cuando le suceden a
una persona, se produce a menudo una sensación de conmoción y
consternación a pesar del hecho de que podría suceder alguna cosa
positiva.
Podríamos
pretender razonablemente que la cristiandad misma no hubiera sobrevivido
si Pablo no hubiera sido cegado por la luz en el camino de Damasco,
cuando Jesús profirió las palabras «¿Por qué me persigues?». Pero esta
experiencia arrolladora involucraba alguno de los obstáculos descritos
anteriormente. Toda la estructura de las creencias de Pablo fue puesta a
prueba y tuvo que integrar su repentina exposición a Dios como una
realidad total, lo que provocó una tremenda lucha interna y la
sobrecarga sensorial de la experiencia le causó la ceguera física
durante muchos días. El Buda sentado bajo el árbol Bodhi, al decidir
liberarse de la influencia vinculante de la mente, sufrió
voluntariamente la misma lucha interior. Lo que es común a cualquier
gran progreso espiritual es que siempre se encuentra una fuerte
oposición. Por ejemplo: Se disparan defensas neuróticas tales como «Soy
indigno» o «Tengo poca autoestima».
Surge la
ansiedad de que una fuerza maligna o satánica está en acción; puede
expresarse con miedo o demencia, o con la creencia de que los engaños
vienen causados desde el exterior.
El ego intenta
en vano mantenerse junto a sus antiguos modelos, con miedo al cambio en
forma de muerte.
La ausencia de
un signo de Dios, como una voz o una visión, hacen que la experiencia
parezca irreal y desapegada de este mundo.
No quiere
romperse el hábito de estar en dualidad y de ver el pasado, el presente
y el futuro como estados separados.
En resumen, el
viaje de la mente de vuelta a Dios puede tener serias repercusiones
desde el punto de vista de que el cerebro tiene que adaptarse a un nuevo
modo de percepción. Esto lo vi claro con ocasión de un accidente que
tuvo no hace mucho un íntimo amigo mío que, no estando acostumbrado a
hacer ejercicios en el gimnasio, hizo un esfuerzo excesivo en una
máquina y se lesionó el pie derecho. Durante los primeros días que
siguieron al accidente empezó a sentir un dolor creciente cada vez que
ponía peso en aquel pie y pocas semanas después apenas podía andar una
manzana de casas sin tener que sentarse. El examen médico reveló que
tenía una dolencia bastante frecuente conocida como fascitis planar, que
consiste en que el tejido de conexión entre el talón y la parte anterior
del pie se ha distendido o se ha roto. A veces, el problema puede
mejorarse mediante determinados ejercicios, pero los casos graves que
requieren cirugía no siempre se resuelven con éxito.
Mi amigo, que es
una persona estoica, decidió soportar el dolor e hizo sólo
esporádicamente los ejercicios prescritos. Con el tiempo, llegó a tener
tantos problemas para andar que, en su 123 desesperación, acudió a un
sanador chino. «Fui a su consulta, que no era más que una pequeña
habitación en la trastienda de un gimnasio de kung fu. Era un hombre
bajo de unos cincuenta años que no tenía el menor aspecto de ser místico
o espiritual, o dotado de una u otra forma para curar, pero su
tratamiento fue notable —me dijo mi amigo—. Después de palparme
suavemente el pie, se levantó e hizo unos cuantos signos en el aire
detrás de mi columna vertebral sin ni siquiera tocarme, y cuando le
pregunté qué es lo que estaba haciendo, me dijo simplemente que estaba
haciendo algunos cambios en mi campo de energía. Estuvo haciéndolo
durante más o menos un minuto y luego me pidió que me levantara. Al
hacerlo, noté que no tenía la menor sensación de dolor, teniendo en
cuenta que cuando había llegado apenas podía andar. Muy sorprendido, le
pregunté qué era lo que había hecho. Él me dijo que el cuerpo era una
imagen proyectada por la mente, y en estado de buena salud, la mente
mantiene esta imagen intacta y equilibrada. Sin embargo, una herida o el
dolor pueden hacer que abandonemos nuestra atención del lugar afectado.
En este caso, la imagen del cuerpo empieza a deteriorarse y sus modelos
de energía se debilitan y pierden la salud. Por ello, el sanador
restablece el modelo correcto, cosa que se hace en un momento, después
de lo cual es la propia mente del paciente la que se hace cargo de la
responsabilidad de mantenerlo en orden. Me puse en pie y caminé por la
habitación, para asegurarme de que no me engañaba a mí mismo.
Mientras lo
hacía, el sanador me dijo con toda naturalidad que yo podía aprender a
hacer lo mismo.
"¿De verdad?
—dije—. ¿Cuánto tiempo tardaría en ser capaz de hacer una cosa como
ésta?" Él respondió: "Sólo tiene que desechar la creencia de que es
imposible."» Desde entonces, mi amigo no ha vuelto a tener dolores, lo
cual ya es bastante. Pero ahora viene la moraleja espiritual de la
historia: esta curación no cambió la vida de mi amigo, sus
consideraciones hacia su cuerpo permanecieron intactas, y tampoco empezó
a verlo como una imagen fantasmal o una máscara de energías ocultas. Las
creencias, que son increíblemente poderosas, pueden marcar el cerebro
tan profundamente que incluso la experiencia más notable no nos aporta
un gran progreso hacia una nueva realidad. Las antiguas creencias de mi
amigo fueron empujadas ligeramente a un lado, pero eso fue todo un
acontecimiento imposible no fue suficiente para superar su atasco
espiritual. (Al parecer, las reticencias de Cristo a obrar milagros
estaban basadas en una constatación similar.) Cuando era un niño, me
sentía dejado de lado espiritualmente porque nunca conocí ni a Buda ni a
Krishna, y nunca había visto con mis propios ojos resucitar a un muerto
o convertir el agua en vino.
Ahora me doy
cuenta de que no son los milagros lo que hacen al creyente, sino que
todos somos creyentes: creemos que la ilusión del mundo material es
completamente real. Esta creencia es nuestra única prisión, y evita que
hagamos el viaje a lo desconocido. Hasta hoy, después de muchos siglos
de santos, sabios y profetas, sólo unas cuantas personas pueden operar
un cambio radical en su sistema de creencias, mientras que la mayoría no
puede. Incluso así, nuestras creencias deben desplazarse, si es posible,
para ponerse de acuerdo con la realidad, ya que en el mundo cuántico las
creencias generan realidad.
Como
veremos, nuestro verdadero hogar es la luz y nuestro
verdadero papel es crear infinitamente a partir del infinito
almacén de posibilidades situado a nivel virtual.