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CONOCER A DIOS

EL VIAJE DEL ALMA HACIA EL MISTERIO DE LOS MISTERIOS

El Campo de la Mente

DEEPAK CHOPRA  

 

EL CAMPO DE LA MENTE

La «luz» tal y como se utiliza en las escrituras siempre significa conciencia, independientemente de que se vea o no se vea una luz física. Los cristianos consideran a Jesús «la luz del mundo», debido a su estado de elevada consciencia, y la palabra «luz» es un sinónimo para toda una serie de cosas, desde la inspiración y la santidad hasta el espíritu encarnado de la esencia de Dios. También los seguidores de Buda y Mahoma aplican versiones de la misma imaginería, desde luego, aunque cada religión pretende que su fundador es el único. Las disputas entre religiones han sido exclusivamente o casi siempre pretensiones de que fue solamente su fundador quien entró en la luz o de que su lugar ante Dios es más elevado. Sin embargo, la consciencia es una herencia común, incluso podríamos decir que se tratara de una herencia cósmica, si aceptamos la existencia de la mente a nivel cuántico y virtual. Cuando se pregunta qué se siente con la experiencia de Dios, las respuestas que se dan, aunque puedan ser distintas, convergen todas en que se produce un desplazamiento a una consciencia más elevada.

Yo sostengo que no hay nadie de entre los vivientes que no haya hecho este viaje, «el viaje», tanto si se utiliza en el sentido cristiano de camino o en el sentido taoísta de corriente oculta de vida significa seguir la luz. Incluso ninguno de nosotros podría estar aquí sin tener raíces en el lugar de donde nace la luz, el campo cuántico. Sin embargo, para entenderlo del todo, tenemos que modificar nuestra imagen del mundo partiendo de un sandwich de realidad con tres capas para llegar a una cosa más dinámica, que es un diagrama de flujo.

Material CUÁNTICO Virtual La realidad está fluyendo constantemente desde el nivel virtual al cuántico y al material. En términos místicos, a este constante movimiento se le llama «el rió de la vida», porque para el místico 118 todo empieza en la mente de Dios antes de que aparezca en la superficie como un acontecimiento o un objeto. Pero el río es más que una metáfora, porque con cada pensamiento, cada memoria y cada deseo, hacemos un viaje río arriba, desde nuestro origen invisible hasta nuestro destino material.

Un día estaba yo sentado en silencio, preparándome para la meditación, cuando vi una vieja cara remotamente familiar con los ojos de la mente. Al cabo de un momento me di cuenta de que era un paciente que había tenido hacía veinte años, un diabético al cual llamaba cada semana a su casa para ajustarle los niveles de insulina.

Cuando cerré los ojos tuve un débil pensamiento. «¿Cómo se llamaba?» Sólo esto, un débil pensamiento. Medité durante una hora y, cuando abrí los ojos, me vino de repente un nombre a la memoria, junto con un número de teléfono. Me parecía tan improbable haberlo recordarlo que tomé el teléfono y marqué el número. La voz que me respondió al otro lado de la línea era en efecto la de Raúl, mi antiguo paciente.

El número de teléfono de Raúl no había cambiado durante todo aquel tiempo, aunque mi cerebro sí había cambiado. Y aquí hay un misterio, porque las células cerebrales no son constantes.

Nacemos con la mitad del complemento de neuronas que tiene un cerebro adulto y el resto se desarrolla entre los seis meses de vida y los doce años de edad. Cada neurona está conectada a cada una de las demás por medio de miles de millones de fibras que se ramifican en miles de zarcillos en cada una de las células, formando una extensa red. Estos zarcillos, conocidos como dendritas, brotan al final de la célula como un árbol en el nacimiento de las ramas (la palabra dendrita viene del griego y significa «árbol»).

Aunque tiene la apariencia de fija y estable, esta red está moviéndose constantemente, e incluso si una neurona fuera siempre la misma y no le crecieran nuevas ramificaciones, las señales que emitiría hacia las dendritas nunca serían iguales en cada momento. Los impulsos eléctricos se diseminan por todas partes y van desplazándose a medida que tenemos nuevos pensamientos. En realidad, nuestros cerebros son como un sistema telefónico con miles de llamadas produciéndose cada segundo. La principal diferencia es que los cables de las líneas de las neuronas de nuestro sistema nervioso son inestables, cambian constantemente sus moléculas con cada momento de experiencia, tanto interior como exterior. Los cables son claramente inestables, porque no están hechos de cobre sino de grasas fluidas, agua y electrólitos por los que circulan las cargas eléctricas.

Tener un simple pensamiento es más complejo que seleccionar un mensaje concreto de entre todas las llamadas de teléfono del mundo. Mientras administramos este hecho eléctricamente, el cerebro también envía oleadas de mensajes químicos. Una dendrita no está unida a otra, sino que hay siempre un pequeño espacio entre ellas, conocido como sinapsis. Cada mensaje debe encontrar la forma de traspasar este espacio ya que, de no ser así, las neuronas estarían aisladas y no podrían comunicarse. Pero la electricidad no salta este espacio, porque los voltajes son demasiado reducidos como para hacerlo, y de ello se encargan determinadas sustancias químicas que se emiten a un lado de la sinapsis y llegan al otro. Entre estos productos químicos, conocidos como neurotransmisores, se encuentran la dopamina y la serotonina.

En medio de este caótico torbellino de productos químicos y electrones nadie ha encontrado nunca una memoria. Las memorias son fijas y para que yo recordara la cara de Raúl tuve que almacenarla intacta, no en pedacitos. ¿Adonde, pues, tengo que ir para hacer esto? Ciertamente no a la tempestad de fuego de mi cerebro, porque ni una sola de mis neuronas pudo sobrevivir intacta al cabo de veinte años. Las moléculas de grasa, pro teína y azúcar se han paseado por mis neuronas como aves migratorias, añadiéndose a ellas y dejándolas al cabo de un tiempo.

Quizá podríamos identificar los centros de memoria del cerebro, pero nadie hasta ahora ha podido probar que la memoria se almacene ahí. Suponemos que es así, pero no sabemos cómo se lleva a cabo este proceso. Almacenar memoria en una neurona es como almacenar memoria en agua. (En realidad, el cerebro es tan fluido que si lo homogeneizáramos tendría el mismo contenido de agua que un bol de papilla de avena. De hecho, la sangre tiene más contenido sólido que el cerebro.) La noción de que almacenamos memoria de la misma forma que lo hace un ordenador, grabando microchips con bits de información, no viene soportada por la evidencia, y cuando los neurólogos intentan demostrarlo, topan muy pronto contra una pared.

Es la misma pared a través de la que se abrieron paso Einstein y los otros fundadores de la física cuántica. Una neurona es un mal receptáculo para la memoria porque, en el fondo, sus partículas no son sólidas y hay modelos de energía invisible agrupadas bajo la apariencia de partículas. Estos 119 paquetes de energía no sobreviven más que a nivel cuántico; si profundizamos aún más hasta alcanzar el nivel virtual, los modelos se disuelven, la energía se desvanece en vibraciones fantasmales y luego en la nada. ¿Podemos almacenar memoria en la nada?

La respuesta es que sí. Cuando me acordé de la cara de mi antiguo paciente, hice un viaje a la nada, buscándole en ninguna parte. Utilicé mi cerebro para hacer este viaje o, al menos, para empezarlo, pero no fue mi cerebro el que recordó su número de teléfono, del mismo modo que la radio de mi coche no contiene la música que escucho.

Ya he mencionado que el campo virtual no tiene tiempo, ni espacio, ni energía. Esto se vuelve inmensamente importante cuando se trata de la memoria. Nadie duda de que el cerebro utiliza energía, quema alimento como calorías, subsiste a base de glucosa y un simple terrón de azúcar sirve para estabilizar las complejas actividades del cerebro. Pero cuando a los átomos de alimento se les extrae la energía y esta energía se convierte en pensamiento, nada de esto se canaliza hacia la memoria. Recordar la imagen del lugar donde estuvimos hace diez años el día de nuestro cumpleaños o qué es lo que hicimos ayer después del trabajo no consume alimento.

     

Tampoco parece consumir energía el recordar estas cosas. Volviendo a mi ejemplo, yo no intenté de forma consciente recuperar nada de mis memorias, sino que estaba meditando y al cabo de una hora vino a mí un nombre y un número de teléfono. ¿Estuvo mi cerebro trabajando en el problema durante todo aquel tiempo? Actualmente nadie tiene respuesta para esto. Nuestra creencia popular es que el cerebro funciona como un Macintosh hecho de materia orgánica (un investigador lo ha llamado «el ordenador de carne», que es una frase perturbadora pero inolvidable). Yo creo que el cerebro es la última parada río abajo, el punto final de unos impulsos que empiezan a nivel virtual, fluyen a través del nivel cuántico y terminan como destellos de electricidad por los troncos y las ramas de nuestras neuronas.

Cuando nos acordamos de algo, nos movemos de un mundo a otro, manteniendo la ilusión de que aquí estamos aún entre imágenes y sonidos familiares. Algunas veces las conexiones son defectuosas y puedo dar un nombre o un número de teléfono equivocados. Sin entender este viaje, sin embargo, no nos quedan esperanzas de emprender el viaje espiritual de vuelta a Dios, porque ambas rutas son la misma.

La llegada de las resonancias magnéticas, las tomografías y los escáneres nos ha permitido echar una ojeada al cerebro como el lugar donde se genera constantemente energía, pero el cerebro y la mente son diferentes. Algunas veces las operaciones de neurocirugía tienen que hacerse con el paciente despierto, consciente y capaz de responder a preguntas. Si hablamos con uno de estos pacientes y le pedimos que levante el brazo, incluso aunque se le haya quitado una porción de su cráneo y el córtex cerebral se halle expuesto, obedecerá como cualquier otra persona. Tomemos ahora un electrodo y estimulemos una parte del córtex motor de tal manera que el mismo brazo se mueva repentinamente. La acción es exactamente la misma que cuando le pedimos al paciente que lleve a cabo esta acción, sin embargo, existe una diferencia enorme. En el primer caso, si le preguntamos qué es lo que ha sucedido, el paciente responderá: «He movido el brazo.» En el segundo caso, si le preguntamos qué ha sucedido, el paciente responderá: «Se me ha movido el brazo.» A pesar de la similitud externa (se ha movido el brazo), el primer acto involucró una voluntad y un deseo; una misteriosa entidad llamada «yo» llevó a cabo la acción, no simplemente el cerebro. El pionero canadiense de la neurocirugía Wilder Penfield realizó un experimento así y concluyó que nuestras mentes y nuestros cerebros no son de ningún modo la misma cosa.3 Hoy en día podemos extendernos sobre las formas en que ambos parecen divergir: *??Usted me pregunta mi nombre y yo le responderé con un destello de actividad de mi córtex cerebral, pero mi cerebro no tiene que hacer una actividad para saber mi nombre.

*??En la tienda elijo helado de vainilla o de chocolate. Mientras pienso en la elección, el cerebro trabaja, pero el que elige —la persona que decide entre A o B— no la encontraremos en ninguna parte del cerebro.

*??Usted y yo miramos un cuadro de Picasso. Yo digo que me gusta y usted dice que no. El hecho de expresar nuestras opiniones nos comporta una actividad cerebral, pero las diferencias de gusto no son una actividad.

*??Estoy en un avión preocupado por lo que voy a decir en la conferencia que he de dar cuando 120 aterrice y me quedo dormido. Cuando me despierto, sé exactamente de lo que quiero hablar.

Este desplazamiento de la preocupación a la certidumbre no ha sido una acción mensurable del cerebro, porque mientras dormía no pensaba conscientemente.

*??Estamos sentados en el sofá leyendo y, de repente, nos viene a la mente el nombre de un viejo amigo. Al cabo de un instante, suena el teléfono y es este amigo que nos llama. El hecho de recordar el nombre supuso una actividad cerebral, pero ningún mecanismo cerebral pudo sincronizar la coincidencia.

*??En una fiesta conocemos a una persona y, en un momento de atracción instantánea, sabemos que vamos a casarnos con esa persona. En el mismo instante, tenemos la revelación de que ella/él tiene ese mismo sentimiento hacia nosotros. Podemos atribuirle al cerebro las atracciones hormonales, e incluso los impulsos mentales y emocionales que nos han hecho el uno para el otro. Sin embargo, lo que no es posible que haya hecho el cerebro es crear esa certeza que aparece de forma simultánea en ambas personas.

Cuando Penfield empezó sus trabajos en los años treinta, la ciencia no había establecido de forma fehaciente que la mente era solamente un fantasma creado por las neuronas. En los años setenta ya había asumido que muchos expertos «si pudieran, sin duda alguna me harían callar antes de que yo empezara a hablar de la mente y del cerebro, porque declaran que como la mente, por su misma naturaleza, no puede tener una posición en el espacio, hay solamente un fenómeno que podamos considerar, es decir, el cerebro». Con todo, Penfield, junto con John Eccles, que era un investigador británico tan audaz como él, planteó una pregunta evidente: ¿en qué lugar del cerebro podemos encontrar algún mecanismo que posea intuición, creatividad, percepción, imaginación, entendimiento, propósitos, conocimientos, voluntad, decisión o espíritu? En efecto, todas estas funciones elevadas del cerebro aún no pueden crear las cualidades que nos hacen tan humanos.

¿Tendríamos, pues, que rechazarlas porque son una ilusión, o dejar la discusión para más adelante hasta que alguien descubra genes para el alma?

Entre estas muchas observaciones, Penfield resaltó que el cerebro retiene memoria incluso durmiendo. Los pacientes que se recuperan de estados graves de coma tienen todavía conocimientos tales como el lenguaje, así como las historias de sus propias vidas. Bajo los efectos de una anestesia profunda, aproximadamente un uno por ciento de los pacientes de cirugía refieren que oían lo que decían los cirujanos que le operaban e incluso pueden recordar detalles de lo que sucedió durante la intervención. Por lo tanto, aunque no sabía de qué modo funcionaba, Penfield especulaba sobre el hecho de que la mente tiene que tener su propia fuente de energía. De alguna forma, obtiene también energía del cerebro, porque cuando éste muere o pierde su funcionalidad, algunas o todas las operaciones mentales se interrumpen de golpe. Pero la energía del interior del cerebro no es suficiente como para explicar cómo sobrevive la mente a los traumas.

Un cerebro totalmente privado de oxígeno durante cuatro minutos, y un poco más si el cuerpo está muy frío, puede todavía recuperar su completa funcionalidad mental. Durante este intervalo, la maquinaria del cerebro se apaga. Bajo anestesia profunda, prácticamente no hay ondas cerebrales elevadas, por lo que es imposible que el córtex cerebral pueda hacer algo tan complejo como recordar lo que estaba diciendo el cirujano. El hecho de que la mente pueda sobrevivir al trauma cerebral y funcionar bajo anestesia apunta firmemente hacia la existencia aparte de la mente. En términos más sencillos, Penfield llegó a la conclusión de que «es la mente la que percibe y el cerebro el que registra la percepción». También llegó a la conclusión de que la mente tiene que ser un tipo de campo de energía invisible que incluye el cerebro y que quizá lo controle. Yo creo que, en lugar de decir campo de energía, deberíamos decir «campo de información», porque está claro que el cerebro procesa la información sobre todo lo que existe que le va llegando constantemente.

Al utilizar el término campo hemos dado un paso hacia el reino de la realidad cuántica. El cerebro es una cosa con estructuras materiales tales como un córtex o un sistema límbico, pero un campo no es una cosa. El campo magnético terrestre ejerce una atracción sobre todas las partículas de hierro, obligándolas a moverse de una forma determinada, aunque no haya nada visible o tangible que las haga mover. De la misma forma, la mente hace que el cerebro se mueva de esta u otra forma.

Pensemos en la palabra aardvark y luego en la palabra Rangún. La primera palabra contiene su propio sonido y significado, que se reproduce en el cerebro por un modelo determinado de ondas. La segunda palabra también es definida por sus modelos únicos. Por lo tanto, para ir de una palabra a la 121 otra necesitamos un desplazamiento radical que involucra millones de neuronas. ¿Quién hace este desplazamiento? El primero de los modelos tiene que disolverse totalmente para que pueda aparecer el segundo, sin transición entre ellos que pueda servir de conexión; se borra aardvark, junto con la imagen mental de un gigantesco oso hormiguero, para que pueda ocupar su lugar Rangún, junto con la imagen de su lugar en el mapa y lo que sepamos de la historia de Birmania. Entre las dos sólo hay un espacio vacío, como el espacio negro entre dos imágenes de una película.

Sin embargo, este espacio que no tiene absolutamente ninguna actividad cerebral se administra de una forma u otra de millones de neuronas y sabe la diferencia entre aardvark y Rangún sin tener que pensarla. De hecho, nosotros no tenemos que hacer un acto de voluntad para organizar ni una sola de las células del cerebro para el modelo increíblemente intrincado que es necesario para producir una palabra. Todo esto sucede de forma automática, sin gasto alguno de energía, de energía cerebral, desde luego. Pero en el espacio vacío podría haber otro tipo de energía. Eccles hizo su famosa afirmación de que «Dios es el espacio vacío». Con esto quería decir que los espacios vacíos del cerebro, las ínfimas sinapsis entre dos terminaciones nerviosas, tienen que ser el lugar de residencia de una mente más elevada, porque ésta no se puede encontrar en la sustancia material del cerebro.

Nuestras mentes son una herramienta vital en la búsqueda de Dios. Confiamos en la mente y la escuchamos, seguimos sus impulsos y nos fiamos de su exactitud. Sin embargo, y aún más que esto, la mente nos interpreta el mundo dándonos su significado. Para una persona deprimida, la visión de una brillante puesta del sol tahitiana es el espejo de su tristeza, mientras que, para otra persona, estas mismas señales en la retina le producirán alegría y gozo. Como diría Penfield, es el cerebro el que registra la puesta del sol, pero sólo la mente puede percibirla. Como buscamos a Dios, queremos que nuestras interpretaciones se eleven por encima del nivel al que nuestras mentes pueden llevarnos, de forma que podamos entender el nacimiento y la muerte, el bien y el mal, el cielo y el infierno. Cuando esta comprensión se extiende al espíritu, hay dos campos invisibles, la mente y el alma, que tienen que conectarse si es que debemos tener confianza en ellos.

Dios necesita la respuesta más delicada de la mente. Si la mente está turbada o sin refinar, el viaje de vuelta a Dios no puede hacerse con éxito. Aquí hay muchos factores que entran en juego, pero en términos de la conexión mente/cerebro, Valerie Hunt, una investigadora con licenciaturas en sicología y fisiología, ha hecho algunas conexiones importantes, a las que se refiere en su libro Mente infinita.4 Después de conectar a algunos sujetos al electroencefalógrafo, pudo determinar que algunos modelos de ondas cerebrales pueden asociarse con experiencias espirituales más elevadas.

Estos hallazgos complementan investigaciones anteriores, que datan de treinta años atrás, que constataron que el hecho de entrar en meditación profunda altera los modelos de las ondas alfa del cerebro, el ritmo cardíaco, la respiración y la presión sanguínea.

Pero la doctora Hunt estaba además interesada en por qué las personas no tienen experiencias espirituales. Se permitió suponer que todos estamos conectados de forma natural a la totalidad del campo de energía y de información de la mente, del mismo modo que estamos conectados a las partes que involucran el pensamiento. Se trata de una suposición sencilla pero profunda. ¿Por qué no dejamos entrar al espíritu? «El problema es siempre el miedo a las intensas emociones que ocurren a nivel místico —asegura Hunt—, experiencias que son tan reales y profundas que no podemos comprenderlas o aceptarlas fácilmente... Otra forma de describir nuestros bloqueos es decir que no deseamos cambiar ni nuestras prioridades ni nuestras creencias sobre nosotros mismos y Dios.» Al parecer, el campo de la mente es un campo de minas.5 Este «atolladero» espiritual no es sólo una limitación del cerebro. Otros investigadores antes que Hunt han aportado documentación sobre el hecho de que si privamos de oxígeno por unos momentos al lóbulo temporal derecho, su actividad empieza a elevarse y tenemos la sensación de «ir a la luz».

La misma sensación de flotar, de estar fuera del cuerpo, de éxtasis, de ser de otro mundo; se puede, incluso, tener visiones de almas y ángeles que nos llaman desde la luz. Todos estos fenómenos pueden imitarse por medio de la privación de oxígeno, o haciendo girar a los sujetos en una máquina centrifugadora de las que se utilizan para entrenar a los astronautas a experimentar las intensas fuerzas gravitacionales. Sin embargo, inducir la experiencia no es lo mismo que tenerla, porque no hay sentido espiritual ni en la fuerza centrífuga ni en la pérdida de oxígeno, mientras que las personas que han sufrido experiencias de muerte aparente (sin mencionar a los yoguis o a los santos que han crecido espiritualmente acostumbrados a vivir en la luz) dan cuenta de profundos cambios 122 espirituales.

Si el cerebro filtra normalmente una gama completa de experiencias, como sabemos que lo hace, quizá nuestro acceso más duro a dimensiones más elevadas es desgraciadamente a través del sufrimiento o la privación. El cerebro tiene que ajustarse a cualquier experiencia más elevada y se necesitan ondas cerebrales para convertir el torbellino de energía caótica de la sopa cuántica en imágenes y pensamientos reconocibles. Hunt precisa que si medimos la actividad cerebral de alguien que desea tener una experiencia espiritual, y que no está bloqueado, el modelo es muy diferente del de alguien que sí está bloqueado.

Al ir más allá de las medidas del electroencefalógrafo, Hunt ha correlacionado cinco estados de bloqueo psicológico que cierran nuestra espiritualidad, todos ellos enraizados en alguna experiencia inicial, un encuentro con Dios, que la persona no puede integrar en el sentido del ego que ya existía. Las cinco experiencias de bloqueo son:

1. Una experiencia parecida a una extraña energía o presencia de Dios.

2. Comprender repentinamente el pasado, el presente y el futuro como una sola cosa.

3. Adquirir el poder de curar.

4. Plegarias no escuchadas en medio de una «buena» vida; la experiencia de ser abandonado por Dios.

5. Sobrecarga sensorial del sistema nervioso cuando «entra la luz».

Aunque están relacionadas, se trata de experiencias distintas, y cuando le suceden a una persona, se produce a menudo una sensación de conmoción y consternación a pesar del hecho de que podría suceder alguna cosa positiva.

Podríamos pretender razonablemente que la cristiandad misma no hubiera sobrevivido si Pablo no hubiera sido cegado por la luz en el camino de Damasco, cuando Jesús profirió las palabras «¿Por qué me persigues?». Pero esta experiencia arrolladora involucraba alguno de los obstáculos descritos anteriormente. Toda la estructura de las creencias de Pablo fue puesta a prueba y tuvo que integrar su repentina exposición a Dios como una realidad total, lo que provocó una tremenda lucha interna y la sobrecarga sensorial de la experiencia le causó la ceguera física durante muchos días. El Buda sentado bajo el árbol Bodhi, al decidir liberarse de la influencia vinculante de la mente, sufrió voluntariamente la misma lucha interior. Lo que es común a cualquier gran progreso espiritual es que siempre se encuentra una fuerte oposición. Por ejemplo: Se disparan defensas neuróticas tales como «Soy indigno» o «Tengo poca autoestima».

Surge la ansiedad de que una fuerza maligna o satánica está en acción; puede expresarse con miedo o demencia, o con la creencia de que los engaños vienen causados desde el exterior.

El ego intenta en vano mantenerse junto a sus antiguos modelos, con miedo al cambio en forma de muerte.

La ausencia de un signo de Dios, como una voz o una visión, hacen que la experiencia parezca irreal y desapegada de este mundo.

No quiere romperse el hábito de estar en dualidad y de ver el pasado, el presente y el futuro como estados separados.

En resumen, el viaje de la mente de vuelta a Dios puede tener serias repercusiones desde el punto de vista de que el cerebro tiene que adaptarse a un nuevo modo de percepción. Esto lo vi claro con ocasión de un accidente que tuvo no hace mucho un íntimo amigo mío que, no estando acostumbrado a hacer ejercicios en el gimnasio, hizo un esfuerzo excesivo en una máquina y se lesionó el pie derecho. Durante los primeros días que siguieron al accidente empezó a sentir un dolor creciente cada vez que ponía peso en aquel pie y pocas semanas después apenas podía andar una manzana de casas sin tener que sentarse. El examen médico reveló que tenía una dolencia bastante frecuente conocida como fascitis planar, que consiste en que el tejido de conexión entre el talón y la parte anterior del pie se ha distendido o se ha roto. A veces, el problema puede mejorarse mediante determinados ejercicios, pero los casos graves que requieren cirugía no siempre se resuelven con éxito.

Mi amigo, que es una persona estoica, decidió soportar el dolor e hizo sólo esporádicamente los ejercicios prescritos. Con el tiempo, llegó a tener tantos problemas para andar que, en su 123 desesperación, acudió a un sanador chino. «Fui a su consulta, que no era más que una pequeña habitación en la trastienda de un gimnasio de kung fu. Era un hombre bajo de unos cincuenta años que no tenía el menor aspecto de ser místico o espiritual, o dotado de una u otra forma para curar, pero su tratamiento fue notable —me dijo mi amigo—. Después de palparme suavemente el pie, se levantó e hizo unos cuantos signos en el aire detrás de mi columna vertebral sin ni siquiera tocarme, y cuando le pregunté qué es lo que estaba haciendo, me dijo simplemente que estaba haciendo algunos cambios en mi campo de energía. Estuvo haciéndolo durante más o menos un minuto y luego me pidió que me levantara. Al hacerlo, noté que no tenía la menor sensación de dolor, teniendo en cuenta que cuando había llegado apenas podía andar. Muy sorprendido, le pregunté qué era lo que había hecho. Él me dijo que el cuerpo era una imagen proyectada por la mente, y en estado de buena salud, la mente mantiene esta imagen intacta y equilibrada. Sin embargo, una herida o el dolor pueden hacer que abandonemos nuestra atención del lugar afectado. En este caso, la imagen del cuerpo empieza a deteriorarse y sus modelos de energía se debilitan y pierden la salud. Por ello, el sanador restablece el modelo correcto, cosa que se hace en un momento, después de lo cual es la propia mente del paciente la que se hace cargo de la responsabilidad de mantenerlo en orden. Me puse en pie y caminé por la habitación, para asegurarme de que no me engañaba a mí mismo.

Mientras lo hacía, el sanador me dijo con toda naturalidad que yo podía aprender a hacer lo mismo.

"¿De verdad? —dije—. ¿Cuánto tiempo tardaría en ser capaz de hacer una cosa como ésta?" Él respondió: "Sólo tiene que desechar la creencia de que es imposible."» Desde entonces, mi amigo no ha vuelto a tener dolores, lo cual ya es bastante. Pero ahora viene la moraleja espiritual de la historia: esta curación no cambió la vida de mi amigo, sus consideraciones hacia su cuerpo permanecieron intactas, y tampoco empezó a verlo como una imagen fantasmal o una máscara de energías ocultas. Las creencias, que son increíblemente poderosas, pueden marcar el cerebro tan profundamente que incluso la experiencia más notable no nos aporta un gran progreso hacia una nueva realidad. Las antiguas creencias de mi amigo fueron empujadas ligeramente a un lado, pero eso fue todo un acontecimiento imposible no fue suficiente para superar su atasco espiritual. (Al parecer, las reticencias de Cristo a obrar milagros estaban basadas en una constatación similar.) Cuando era un niño, me sentía dejado de lado espiritualmente porque nunca conocí ni a Buda ni a Krishna, y nunca había visto con mis propios ojos resucitar a un muerto o convertir el agua en vino.

Ahora me doy cuenta de que no son los milagros lo que hacen al creyente, sino que todos somos creyentes: creemos que la ilusión del mundo material es completamente real. Esta creencia es nuestra única prisión, y evita que hagamos el viaje a lo desconocido. Hasta hoy, después de muchos siglos de santos, sabios y profetas, sólo unas cuantas personas pueden operar un cambio radical en su sistema de creencias, mientras que la mayoría no puede. Incluso así, nuestras creencias deben desplazarse, si es posible, para ponerse de acuerdo con la realidad, ya que en el mundo cuántico las creencias generan realidad.

Como veremos, nuestro verdadero hogar es la luz y nuestro verdadero papel es crear infinitamente a partir del infinito almacén de posibilidades situado a nivel virtual.

 

 
 
 
 

 
 

 
         
         
       
       
       
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