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Cultura tribal

Las consecuencias energéticas de las creencias

Desafío al poder tribal tóxico

La lealtad

"Anatomía del espíritu"

Caroline Myss

 

 

 

Cultura tribal

Nadie comienza su vida teniendo conciencia de ser un «individuo» y de poseer poder o fuerza de voluntad. Esa identidad viene mucho después y se desarrolla en fases que van de la infancia a toda la edad adulta. Comenzamos a vivir como partes de una tribu y nos conectamos con nuestra con­ciencia tribal y voluntad colectiva asimilando sus fuerzas, de­bilidades, creencias, supersticiones y temores.

Mediante las interacciones con la familia y otros grupos aprendemos el poder de compartir una creencia con otras personas. También nos enteramos de lo doloroso que es ser excluido de un grupo y de su energía. En el grupo aprende­mos el poder de compartir un código moral y ético que se transmite como legado de generación en generación. Este có­digo de conducta guía a los niños de la tribu durante sus años de desarrollo, proporcionándoles un sentido de dignidad y pertenencia.

 

 

Si las experiencias tribales nos interconectan energética­mente, también lo hacen las actitudes tribales, sean éstas per­cepciones complejas como «Todos somos hermanos y her­manas» o supersticiones como «El número 13 trae mala suerte».

El poder tribal, y todos los asuntos relacionados con él, está conectado energéticamente a la salud del sistema inmunitario, así como a las piernas, los huesos, los pies y el recto. En sentido simbólico, el sistema inmunitario hace por nues­tro cuerpo exactamente lo que hace el poder tribal por el gru­po: lo protege de influencias externas potencialmente dañi­nas. Las debilidades en los asuntos tribales personales activan energéticamente trastornos relacionados con el sistema inmunitario, los dolores crónicos y otros problemas del es­queleto.

Los retos tribales difíciles nos causan pérdidas de poder, principalmente en el primer chakra, y si entrañan un estrés extremo nos hacen propensos a enfermedades relacionadas con el sistema Inmunitario, desde el resfriado común al lu­pus.

El Chakra tribal representa nuestra conexión con expe­riencias de grupo tanto positivas como negativas. Las epidemias son una experiencia de grupo negativa, a la cual nos ha­cemos energéticamente propensos si los temores y actitudes personales de nuestro primer chakra son similares a los del "primer chakra» global cié la cultura. Las epidemias virales y de otro tipo son un reflejo tanto de los problemas sociales actuales de la tribu cultural como cíe la salud del «sistema inmunitario» de la tribu social. Es importante señalar este pun­to porque, a través de las actitudes de nuestro primer chakra, todos estamos conectados con nuestra cultura y sus acti­tudes.

Un ejemplo elocuente de la capacidad energética de la tribu social para manifestar una enfermedad es la epidemia de polio de los años treinta y cuarenta. En octubre de 1929 se desplomó la economía estadounidense y comenzó la Gran Depresión, que afectó a toda la nación. Para explicar cómo se sentía la gente, periodistas y políticos, empresarios y tra­bajadores, hombres y mujeres, todos se describían a sí mis­mos como si el desastre económico los hubiera dejado «li­siados».

A comienzos de los años treinta surgió una epidemia de polio, que representaba simbólicamente el espíritu lisiado de la nación como comunidad. Las personas que se sentían más lisiadas económicamente, ya fuera por la experiencia real o por el miedo de tenerla, fueron las más vulnerables al virus de la polio mielitis. Dado que los niños absorben la ener­gía de su tribu, los niños estadounidenses fueron tan vulnera­bles a la enfermedad viral como al malestar económico. Todos somos uno: cuando toda una tribu se contagia del miedo, esa energía se propaga a sus hijos.

Esta sensación de estar lisiados se tejió tan rápidamente en la psique tribal que los votantes incluso eligieron a un pre­sidente lisiado por la poliomielitis, Franklin D. Roosevelt, símbolo viviente a la vez de debilidad física y de indómita re­sistencia. Fue necesario un acontecimiento tribal físico y una experiencia de fuerza física, la Segunda Guerra Mundial, para sanar el espíritu tribal estadounidense. La sensación de he­roísmo y unidad tribal, respaldada por el repentino aumen­to de puestos de trabajo, restableció el orgullo y el honor de cada miembro de la tribu.

Al final de la guerra, la nación estadounidense ya había vuelto a asumir el liderazgo mundial. De hecho, Estados Uni­dos se convirtió en e! líder del mundo libre porque produjo armas nucleares, posición que inyectó un enorme orgullo y poder en el chakra tribal de la cultura. También aquí, esta re­cuperación se reflejó en el lenguaje de los portavoces de la na­ción, que para describir su recién sanada cultura utilizaron la expresión «cié nuevo en pie» (económicamente). Ese cambio de conciencia, que reflejaba un espíritu tribal sanado, permi­tió derrotar el virus de la polio. El espíritu y la actitud de la tribu fue en última instancia más fuerte que el virus. No es una coincidencia que Joñas Salk descubriera la vacuna para la poliomielitis a comienzos líe los años cincuenta.

Un ejemplo más contemporáneo de esta misma dinámi­ca es el virus del sida. En Estados Unidos este virus predo­mina más entre los consumidores de drogas, las prostitutas y la población gay. En otros países, como Rusia y algunos africanos, el virus medra entre las personas cuya calidad de vida escasamente les permite sobrevivir. En algunas regiones de Latinoamérica el virus medra entre mujeres de clase me­dia cuyos maridos, aunque no son homosexuales, mantienen relaciones con otros hombres a modo de ejercicio «machista». Al margen de cómo contraen el virus, todas estas perso­nas comparten la sensación común de ser víctimas de su cul­tura tribal.

Si bien todo el mundo ha sido víctima de algo o alguien, esta conciencia de víctima refleja un sentimiento de impo­tencia dentro de la cultura tribal, ya sea debido a una prefe­rencia sexual, o a la falta de dinero o de posición social. Esas mujeres seropositivas latinoamericanas creen que carecen de los medios para protegerse, incluso las que están casadas con hombres ricos no pueden enfrentarse a sus maridos por su comportamiento porque su cultura aún no valora la voz fe­menina. Contemplado simbólicamente, el virus del sida apa­reció en la cultura estadounidense precisamente cuando se generalizó la tendencia a la victimización. La energía cultu­ral de nuestro país se está agotando debido a la necesidad que tienen algunos de sentirse poderosos a expensas de otras per­sonas, consideradas menos valiosas, lo que produce trastor­nos en la inmunidad biológica.

Mantener la salud de nuestro primer chakra individual exige tratar nuestros problemas tribales personales. Si nos sentimos víctimas de la sociedad, por ejemplo, deberíamos tratar esa percepción negativa para que no cause fugas de energía. Podemos, por ejemplo, buscar ayuda terapéutica, especializarnos en un trabajo, buscar una visión más simbó­lica de nuestra situación o participar activamente en la polí­tica para cambiar las actitudes de la sociedad. Alimentar la amargura hacia la tribu cultural embrolla nuestra energía en un constante conflicto interior que impide el acceso al po­der sanador de la verdad sagrada Todos somos uno.

Nuestras respectivas tribus nos introducen en la vida «del mundo». Nos enseñan que el mundo es seguro o peli­groso, abundante o plagado de pobreza, educado o igno­rante, un lugar del cual coger o al cual dar. Y nos transmiten sus percepciones sobre la naturaleza de la realidad; por ejem­plo, que esta vida es sólo una de muchas o que esta vida es lo único que existe. De nuestras tribus heredamos sus actitu­des hacia otras religiones, etnias y grupos raciales. Nuestras tribus «activan» nuestros procesos de pensamiento.

Todos hemos oído generalizaciones del estilo «Todos los alemanes son muy organizados», «Todos los irlandeses son unos narradores estupendos», etc. A todos se nos han dado explicaciones sobre Dios y el mundo invisible, y sobre la re­lación de éste con nosotros, como por ejemplo en las frases: «No le desees el mal a nadie porque se volverá en tu contra».

«Nunca te rías de nadie porque Dios puede castigarte» y otras similares. También asimilamos numerosas ideas relati­vas a los sexos, como: «Los hombres son más inteligentes que las mujeres", «A todos los niños les gustan los juegos de­portivos y a todas las niñas les gusta jugar con muñecas», etc.

Las creencias tribales que heredamos son una combina­ción de verdad y ficción. Muchas de ellas tienen un valor eterno, como «Está prohibido matar». Otras, que carecen de esa cualidad de verdad eterna y son de miras más estrechas, tienen por finalidad mantener a las tribus separadas entre ellas, violando la verdad sagrada Todos somos uno. El proce­so de desarrollo espiritual nos presenta el desafío de retener las influencias tribales positivas y descartar las que no lo son.

Nuestro poder espiritual aumenta cuando somos capaces de ver más allá de las contradicciones contenidas en las ense­ñanzas tribales y aspirar a un grado de verdad más profundo. Cada vez que damos un giro hacia la conciencia simbólica influimos positivamente en nuestros sistemas energético y biológico, y contribuimos a aumentar la energía positiva del cuerpo colectivo de la vida, la tribu mundial. Imagínese este proceso de maduración espiritual como una «homeopatía es­piritual».

 

Las consecuencias energéticas de las creencias

Independientemente de lo «verdaderas» que sean las cre­encias familiares, cada una de ellas orienta nuestra energía hacía un acto de creación. Cada creencia, cada acto, tiene una consecuencia directa. Cuando compartimos creencias con grupos de personas, participamos en los acontecimientos energéticos y físicos creados por esos grupos. Esta es la ex­presión creativa y simbólica de la verdad sagrada Todos so­mos uno. Cuando respaldamos a un candidato a un cargo po­lítico y ese candidato gana, pensamos que nuestro apoyo energético y físico ha contribuido a ello; además, tenemos la sensación de que esa persona representa nuestros intereses, lo cual es una manera de experimentar físicamente el poder de la unidad contenida en la verdad Todos somos uno.

Carl Jung dijo una vez que la mente de grupo es la for­ma «inferior» de conciencia, porque las personas que parti­cipan en una acción de grupo negativa rara vez se responsa­bilizan de su papel y sus actos personales. Esta realidad es el lado oscuro de la verdad Todos somos uno. De hecho, una ley tribal no escrita sostiene que quienes aceptan la responsabi­lidad son los jefes o líderes, no sus seguidores. Los juicios de Nuremberg que tuvieron lugar después de la Segunda Gue­rra Mundial son un clásico ejemplo de las limitaciones de la responsabilidad tribal. La mayoría de los nazis juzgados por planear y llevar a cabo el genocidio de once millones de per­sonas (de las cuales seis millones eran judíos) afirmaron que ellos «sólo cumplían órdenes». Sin duda en e! momento de hacerlo les enorgullecía su capacidad para cumplir sus res­ponsabilidades tribales, pero en el momento del juicio fue­ron totalmente incapaces de reconocer ninguna consecuen­cia personal de sus actos.

Dado el poder de las creencias unificadas, sean correctas o equivocadas, es difícil estar en desacuerdo con la propia tribu. Se nos enseña a hacer elecciones y tomar decisiones conformes a lo que aprueba la tribu, a adoptar sus modales sociales, manera de vestirse y actitudes. En su sentido sim­bólico, esta adaptación refleja la unión de la fuerza de vo­luntad individual con la fuerza de voluntad del grupo. Per­tenecer a un grupo de personas o un grupo familiar con el que nos sentimos a gusto espiritual, emocional y físicamen­te produce una fuerte sensación de poder. Esa unión nos ca­pacita, nos autoriza, y aumenta energéticamente nuestro po­der personal y nuestras fuerzas creativas mientras hagamos elecciones que no se opongan a las del grupo. Nos unimos para crear.

Al mismo tiempo tenemos en nuestro interior un im­placable e innato deseo de explorar nuestras propias capaci­dades creativas y de desarrollar nuestro poder y autoridad individuales. Este deseo es el ímpetu que está detrás de nues­tros esfuerzos por hacernos conscientes. El viaje humano universal consiste en tomar conciencia de nuestro poder y de la manera de utilizarlo. Tornar conciencia de la responsa­bilidad que entraña el poder de elección representa la esen­cia de este viaje.

Desde un punto de vista energético, hacerse consciente precisa nervio, aguante. Es muy difícil, y a veces muy dolo­roso, evaluar las creencias personales y separarnos de aque­llas que ya no apoyan nuestro crecimiento. Pero, por la pro­pia naturaleza de la vida, el cambio es constante, y no se trata sólo de un cambio externo, físico. También cambiamos in­teriormente; abandonamos ciertas creencias y reforzamos otras.Las primeras creencias que ponemos en duda son las tribales, porque nuestro desarrollo sigue la estructura de nuestro sistema energético; nos limpiamos de ideas de aba­jo arriba, comenzando por las primeras y más básicas.

Evaluar nuestras creencias es una necesidad espiritual y biológica. El cuerpo físico, ¡a mente y el espíritu requieren ¡deas nuevas para crecer y prosperar. Por ejemplo, algunas tribus poseen muy pocos conocimientos acerca de la im­portancia del ejercicio y la alimentación sana hasta que un miembro de la familia cae enfermo. Entonces tal vez se pres­cribe un nuevo programa de ejercicios físicos y de dieta pa­ra el familiar enfermo, y esto introduce una realidad total­mente diferente en la mente y el cuerpo de otros familiares, una realidad que hace referencia a la necesidad de hacer elec­ciones más responsables y conscientes en el cuidado perso­nal, como aprender a valorar la autoridad sanadora de la nu­trición y el ejercicio.

Las crisis de la vida nos dicen simbólicamente que nece­sitamos liberarnos de las creencias que ya no nos sirven pa­ra el desarrollo personal. Esas circunstancias que nos obligan a elegir entre cambiar o estancarnos son los mayores retos. Cada nueva encrucijada significa entrar en un nuevo ciclo de cambio, ya sea adoptando un nuevo régimen de salud o una nueva práctica espiritual. Y el cambio significa, inevitable­mente, dejar a personas y lugares conocidos para avanzar ha­cia otra fase de la vida.

Muchas de las personas que conozco en mis seminarios están inmovilizadas entre dos mundos, el viejo mundo que necesitan dejar y el nuevo mundo en el que tienen miedo de entrar. Nos atrae hacernos más «conscientes», pero al mis­mo tiempo nos asusta, porque significa que tenemos que asu­mir la responsabilidad personal de nosotros mismos y de todo lo que nos afecta: salud, profesión, actitudes y pensa­mientos. Una vez que aceptamos la responsabilidad personal, aunque sea de un solo aspecto de nuestra vida, ya no podemos volver a utilizar el «razonamiento tribal» para justificar o dis­culpar nuestro comportamiento.

En la conciencia tribal no existe la responsabilidad per­sonal de forma bien definida, de modo que es mucho más fá­cil esquivar la responsabilidad en las consecuencias que tie­nen nuestras decisiones personales en el ambiente tribal. La responsabilidad tribal sólo abarca los aspectos físicos de la vida, es decir, la persona individual es responsable de sus fi­nanzas, asuntos sociales, relaciones y ocupación. La tribu no exige que sus miembros se responsabilicen de las actitudes que heredan. Según el razonamiento tribal, es aceptable jus­tificar los prejuicios personales diciendo: «En mí familia to­dos piensan así.» Es dificilísimo salirse de la zona de agrado que acompaña a esas justificaciones; sólo tenemos que pen­sar en la cantidad de veces que hemos dicho: «Todo el mun­do lo hace, ¿por qué yo no ?» Este argumento es la forma más rudimentaria de la verdad sagrada Todos somos uno, y se utiliza corrientemente para evadir la responsabilidad de todo tipo de actos inmorales, desde la evasión de impuestos y el adulterio hasta quedarse con el cambio de más que da el de­pendiente de una tienda. Sin embargo, los adultos espiritualmente conscientes ya no pueden utilizar ese razona­miento tribal. La evasión de impuestos se convierte en un robo deliberado; el adulterio se convierte en el quebran­tamiento consciente de los votos del matrimonio, y quedar­se con cambio de más se hace equivalente a cometer un ro­bo en la tienda.

Muchas veces es necesario examinar las adherencias a los prejuicios tribales para que pueda comenzar la curación. Un hombre llamado Gerald acudió a mí para que le hiciera una lectura, diciendo que se sentía agotado. Cuando le exploré la energía recibí la impresión de que tenía un tumor malig­no en el colon. Le pregunté si le habían hecho pruebas mé­dicas; él titubeó un instante y luego me dijo que le habían diagnosticado cáncer de colon. Me dijo que necesitaba mi ayuda para creer que podía curarse. Una parte de él deseaba desconectarse de la actitud de su tribu hacia el cáncer, por­que todos sus familiares que habían enfermado de cáncer ha­bían muerto. Ni él ni su familia creían que el cáncer pudiera curarse. Hablamos acerca de un buen número de métodos que podrían servirle, entre ellos las numerosas terapias que ayudan a las personas a desarrollar una actitud más positiva mediante visualizaciones. Lo más importante es que Gerald ya había reconocido intuitivamente que su conexión ener­gética con esa actitud tribal era un problema tan grave como la propia enfermedad. En su proceso de curación, Gerald re­currió al apoyo terapéutico para liberarse de su creencia tri­bal respecto al cáncer. Estuvo dispuesto a probar todas las opciones que tenía disponibles.

Desafío al poder tribal tóxico

De nuestra tribu aprendemos cosas relativas a la lealtad, el honor y la justicia, actitudes morales que son esenciales para nuestro bienestar y sentido de responsabilidad perso­nal y grupal. Cada una de ellas expresa la verdad sagrada con­tenida en el primer chakra, el primer sacramento y la prime­ra sefirá: Todos somos uno. Cada una de estas actitudes puede también volverse destructiva o tóxica sí se interpreta con un criterio estrecho.

 

La lealtad

La lealtad es un instinto, una ley no escrita de la que pue­den fiarse los miembros de la tribu, particularmente en pe­ríodos de crisis. Así pues, forma parte del sistema de poder tribal y suele tener más influencia incluso que el amor. Se puede sentir lealtad hacia un familiar al que no se ama, o ha­cia personas de la misma etnia aunque no se las conozca per­sonalmente. La expectativa de lealtad por parte del grupo ejerce un enorme poder sobre la persona individual, sobre todo cuando ésta se siente en conflicto respecto a su lealtad hacia alguien o hacia alguna causa que tiene grandes valores para la persona.

En una evaluación que hice a un joven afectado de can­sancio crónico recibí la impresión de que sus piernas estaban simbólicamente en su ciudad natal; su primer chakra estaba literalmente trasladando a su ciudad natal el poder de la par­te inferior de su cuerpo y su espíritu. El resto del cuerpo se­guía con él, por así decirlo, en el lugar donde residía, y esa división era lo que le causaba el cansancio crónico. Cuando le comuniqué mi impresión me dijo que nunca había queri­do marcharse de su ciudad porque su familia dependía mu­cho de él, pero que su empresa lo trasladó. Le pregunté si le gustaba su trabajo. «Hummm..., regular», fue su respuesta. Le sugerí que dejara su trabajo y volviera a casa, dado que su ocupación le interesaba muy poco. Dos meses después reci­bí una carta de él. Me decía que a los pocos días de nuestra conversación había presentado la dimisión y vuelto a su ciu­dad esa misma semana. Estaba curado de su cansancio y, aun­que aún no había encontrado otro trabajo, se sentía estu­pendamente.

La lealtad es una hermosa cualidad tribal, en especial cuando es consciente, cuando es un compromiso que sirve a la persona y a su grupo. No obstante, las lealtades extremas, que dañan la capacidad de ¡a persona para protegerse a sí mis­ma, equivalen a una creencia de la que es necesario liberar­se. El siguiente caso, en el que intervino una violación tribal primaria, ilustra el sentido simbólico del sacramento del bau­tismo.

Tony, actualmente de treinta y dos años, pertenece a una familia de inmigrantes de la Europa del Este con siete hijos. Tenía cinco años cuando su familia se trasladó a Estados Uni­dos. Durante los primeros años de lucha por establecer un hogar en este país, a sus padres les resultó dificilísimo pro­veer las necesidades básicas de sus hijos. A los ocho años, Tony encontró trabajo en una tienda de caramelos de la lo­calidad para hacer pequeños servicios.

Su familia le agradecía muchísimo los diez dólares extra que aportaba semanalmente. A ¡os dos meses el niño ya lle­vaba a casa casi veinte dólares a la semana y se sentía muy or­gulloso de sí mismo; veía lo mucho que valoraban sus padres su contribución a los fondos familiares. Pero cuando ya es­taba establecida esa dinámica de valoración, el dueño de la tienda comenzó a hacerle insinuaciones sexuales. El asunto comenzó por sutiles contactos físicos, que finalmente de­sembocaron en una situación en la que el pederasta domina­ba totalmente al niño. Muy pronto, Tony se sintió tan do­minado que todas las noches tenía que llamar al dueño de la tienda para decirle que su relación seguía siendo un «secre­to entre ellos».

Tony continuó llevando esa doble vida y, comprensible­mente, su estado psíquico se fue debilitando. Sabía que esos frecuentes contactos sexuales con el «hombre de los carame­los» eran inmorales, pero su familia ya contaba con su con­tribución de casi cien dólares mensuales. Finalmente reunió el valor para contarle a su madre, con mínimos detalles, lo que tenía que hacer para ganar ese salario mensual. La reacción de su madre fue prohibirle que volviera a hablar de esas cosas. La familia contaba con que conservara ese trabajo, le dijo.

Tony continuó en la tienda de caramelos hasta los trece años. Los efectos de ese abuso influyeron en su vida escolar. Le costó mucho aprobar el primer curso de enseñanza se­cundaria, y a los quince años abandonó los estudios. Para seguir aportando dinero, entró a trabajar como aprendiz de peón de construcción y al mismo tiempo comenzó a beber.

El alcohol le servía para olvidar las horribles experien­cias de abuso sexual y le calmaba los nervios. Comenzó a be­ber todas las noches después del trabajo. A los dieciséis años ya era un experto en peleas callejeras y alborotador del ba­rrio. La policía lo llevó a casa varias veces por provocar pe­leas y cometer actos de vandalismo no graves. Su familia tra­tó de obligarlo a que dejara de beber, pero no lo consiguió. Una vez que sus amigos lo llevaron a casa después de una no­che de borrachera, les gritó enfurecido a sus padres y her­manos por no haberlo rescatado del «hombre de los cara­melos». Sabía que su madre le había contado a su padre lo de los acosos porque, aunque no le dijeron que dejara el traba­jo, prohibieron a sus hermanos que fueran a esa tienda. Des­pués se dio cuenta de que sus hermanos también sabían lo sucedido, pero lo comentaban como si fuera un chiste, insi­nuando a veces que él disfrutaba.

A los veinticinco años, Tony montó una pequeña em­presa de albañilería por su cuenta; él y su equipo de cuatro hombres realizaban pequeñas obras de reparación en las ca­sas del barrio. Consiguió mantener bastante próspera su em­presa hasta los veintiocho años. A esa edad, su problema con el alcohol se agravó tanto que empezó a sufrir ataques de pa­ranoia, durante los cuales creía estar rodeado por demonios que le ordenaban que se suicidara. A los veintinueve ya ha­bía perdido su empresa y su hogar, y se entregó totalmente al alcohol para resistir la situación.

Yo lo conocí un mes después de que comenzara a traba­jar nuevamente. Lo habían contratado para hacer reparacio­nes en una casa cercana a la mía, y nos conocimos allí casi por casualidad. Aunque se las arreglaba para dirigir a su peque­ño equipo, bebía durante el trabajo. Yo le hice un comenta­rio al respecto.

—Usted también bebería si tuviera mis recuerdos —me contestó.
Lo miré y, al observar el modo en que sostenía su cuer­po, supe al instante que habían abusado sexualmente de él cuando era niño. Le pregunté si deseaba hablar de su infan­cia. Algo lo motivó a abrirse y sacó fuera ese capítulo oscu­ro de su vida.

Después de eso nos encontramos unas cuantas veces pa­ra hablar de su pasado. Al escucharlo me di cuenta de que el dolor de saber que su familia no había querido ayudarlo era mayor que el dolor causado por el abuso sexual. De hecho, sus familiares lo consideraban un borracho y estaban con­vencidos de que fracasaría una y otra vez en la vida. El do­lor causado por la traición de su familia lo estaba destru­yendo. Curiosamente, ya había perdonado al hombre de los caramelos. El asunto inconcluso era con su familia.

Dos meses después de conocemos, Tony decidió, él so­lo, entrar en un programa de tratamiento del alcoholismo. Cuando lo terminó fue a visitarme y me contó el efecto sa­nador de las sesiones de terapia. Sabía que tendría que tratar sus sentimientos negativos hacia su familia.

En los círculos terapéuticos se sabe que la reconciliación casi siempre significa enfrentarse a las personas con quienes se tienen asuntos inconclusos y limpiarse las heridas delan­te de ellas. En el mejor de los casos, las personas que nos han herido piden disculpas y se produce alguna forma de reno­vación o cierre. Pero Tony comprendió que su familia jamás sería capaz de reconocer su traición. Sus padres, en particu­lar, se sentirían demasiado avergonzados incluso para escu­char su historia. Eran emocionalmente incapaces de recono­cer que sabían lo que había tenido que hacer esos años para ganar dinero.

El decidió, por lo tanto, recurrir a la oración y continuar con la psicoterapia.
Cuando ya llevaba más de un año de sobriedad y com­promiso con la oración me dijo que había desaparecido su rabia contra su familia. Yo te creí. Dado el miedo que tenían sus padres de no lograr sobrevivir con tan poco dinero en un país desconocido, tal vez hicieron lo único que eran capaces de hacer. Tony se esforzó por renovar los lazos con su fami­lia y, a medida que su empresa fue prosperando, su familia comenzó a hablar con orgullo de su éxito. Para él, eso re­presentó una petición de disculpas por los acontecimientos pasados.

Tony fue capaz de bendecir a su familia y de considerar­la la fuente de la fuerza que descubrió en su interior. Su viaje del ostracismo a la curación, el amor y la aceptación repre­senta el sentido simbólico del sacramento del bautismo.

Otro hombre, George, llegó a uno de mis seminarios porque su esposa lo convenció de que asistiera. No era el par­ticipante típico. Se presentó como un «espectador», y desde el comienzo dejó muy claro que todo este «abracadabra» eran cosas que interesaban a su esposa, no a él.

Comencé el seminario con una introducción al sistema energético humano. George se dedicó a resolver un cruci­grama. Se quedó dormido durante la parte de la charla sobre la relación entre las actitudes y la salud física. En el descan­so le llevé una taza de café.

— ¿Conseguiré suscitar su interés por una bebida? —le pregunté, con la esperanza de que captara la indirecta de que prefería que mis alumnos tuvieran los ojos abiertos.
Después del descanso volví al primer chakra y a la natu­raleza de la influencia tribal. Noté que George estaba un po­co más atento. Al principio lo atribuí al efecto del café, pero cuando hablé de la influencia que tiene la primera progra­mación sobre nuestra composición biológica, comentó:
— ¿Quiere decir que todavía tengo en el cuerpo todo lo que me dijeron mis padres cuando era pequeño?
Su tono rayaba en el sarcasmo, pero era evidente que al­go del tema le había tocado una cuerda.
Le dije que tal vez no todo lo que le dijeron sus padres estaba todavía en su energía, pero que ciertamente muchas cosas sí.
—Por ejemplo, ¿qué recuerdos tiene de cómo conside­raban sus padres el envejecimiento? —le pregunté, porque sabía que él acababa de cumplir sesenta años.
Todos los participantes se quedaron en silencio esperan­do su respuesta. Tan pronto se dio cuenta de que la atención estaba puesta en él, se cohibió y adoptó una actitud casi de niño.
—-No lo sé. Nunca he pensado en eso.
—Bueno, piénselo ahora —le dije, y repetí la pregunta.
La esposa de George estaba en el borde del asiento, de­seosa de responder por él. Le dirigí una mirada que signifi­caba: «Ni se le ocurra*, y ella se echó hacia atrás.
—No sé qué decir —dijo él—. Mis padres siempre me decían que trabajara mucho y ahorrara dinero porque tenía que ser capaz de cuidar de mí mismo en la vejez.
— ¿Y cuándo piensa envejecer?
George no supo contestar a esa pregunta, de modo que la planteé de otra manera: — ¿Cuándo envejecieron sus padres?
—Cuando llegaron a los sesenta, por supuesto.
—Así que a esa edad ha decidido hacerse viejo usted, cuando llegue a los sesenta-.
—Todo el mundo es viejo a partir de los sesenta —con­testó él—. Así es la vida. Por eso nos jubilamos a los sesen­ta, porque somos viejos.
La sesión de la tarde se inició en torno a los comentarios de George. El explicó al grupo que siempre había creído que la vejez comenzaba a los sesenta porque ése fue el mensaje que reforzaron constantemente sus padres, ninguno de los cuales llegó a pasar de los setenta.
Hablamos de lo que significaba desconectarse de una creencia que no contiene ninguna verdad pero que, de to­dos modos, ejerce «poder» sobre nosotros. Ante la sorpre­sa de todos, incluidas su esposa y yo, George captó el con­cepto de inmediato, como si le hubieran regalado un nuevo juguete.
—¿Quiere decir que si me desconecto, como dice usted, de una idea, esa idea deja de tener voz y voto en mi vida?
El momento decisivo llegó cuando él miró a su esposa y le dijo:
—Yo ya no quiero ser viejo, ¿y tú?

 

 

Ella se echó a reír y a llorar al mismo tiempo, como hi­cieron todos los demás asistentes al seminario. Aún no sé ex­plicar por qué la comprensión de George «despegó» tan rá­pido. Rara vez he visto que alguien comprenda algo con tanta, rapidez y profundidad como él, cuando reconoció que el principal motivo de que estuviera envejeciendo era que creía que tenía que envejecer a los sesenta. Desde entonces Geor­ge ha disfrutado de la vida y comenzado a respetar su percepción interior de la edad, en lugar de dejarse gobernar por el concepto que tiene de ésta la sociedad.

 

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