Asimismo,
hablar de la muerte puede considerarse, a nivel psicológico, como
otra forma de aproximación indirecta. Sin duda, mucha gente siente
que hablar de ella equivale a evocarla mentalmente, a acercarla de
tal forma que haya que enfrentarse a la inevitabilidad de propio
fallecimiento. Por tanto, para ahorrarnos el trauma psicológico,
decidimos evitar el tema siempre que nos sea posible.
La
segunda razón de la dificultad de discutir la muerte es más
complicada y se relaciona con la naturaleza del lenguaje. En su
mayor parte, las palabras del lenguaje humano aluden a las cosas que
hemos experimentado con nuestros sentidos físicos. Sin embargo, la
muerte es algo que recae más allá de la experiencia consciente de la
gran mayoría de nosotros, pues nunca hemos pasado por ella.
Si hemos
de hablar de ese tema, tendremos que evitar los tabúes sociales y
los dilemas lingüísticos profundamente arraigados derivados de
nuestra inexperiencia. Lo que a menudo terminamos haciendo es
utilizar analogías eufemísticas, compararla con cosas más agradables
de nuestra experiencia, con cosas que nos son familiares.
Quizá la
analogía más común sea la comparación entre muerte y sueño. Morir,
nos decimos, es como dormirse. Esta figura del lenguaje es muy común
en el pensamiento y lenguaje de cada día, así como en la literatura
de muchas culturas y épocas. Incluso era corriente en la Grecia
clásica. En la Ilíada, por ejemplo, Homero llama al sueño «hermano
de la muerte», y Platón, en su diálogo la Apología, pone las
siguientes palabras en boca de Sócrates, su maestro, que acaba de
ser sentenciado a muerte por un jurado ateniense:
[Si la
muerte es sólo dormirse sin sueños], debe ser un maravilloso premio.
Imagino que si a alguien se le dijese que escogiera la noche en que
durmió tan profundamente que ni siquiera soñó y la comparase con el
resto de noches y días de su vida y que dijese entonces, tras la
debida consideración, cuántos días y noches más felices había
tenido, creo que... [cualquiera] se daría cuenta de que esas noches
y días son fáciles de contar en comparación con el resto. Si la
muerte es así, la considero ventajosa, pues todo el tiempo, si la
miramos de esa forma, puede tomarse como una sola noche .1
1
Platón, Los últimos días de Sócrates. Traducido directamente de la
versión inglesa de Hugh Tredennick (Baltlmore: Penguin Books, 1959),
pág. 75.
La misma
analogía encierra nuestro lenguaje contemporáneo. Consideremos la
frase «hacer dormir». Cuando se lleva un perro al veterinario para
que lo haga dormir (que lo mate), nos referimos a algo muy distinto
a cuando decimos lo mismo a un anestesiólogo con respecto a un
familiar. Otros prefieren una analogía diferente, aunque de algún
modo relacionada. El morir, dicen, es como olvidar. Al morir se
olvidan todas las aflicciones; se borran todos los recuerdos
dolorosos.
Por
antiguas y extendidas que sean, ambas analogías, la del «sueño» y la
del «olvido», son totalmente inadecuadas para confortarnos. Son
maneras diferentes de hacer la misma aserción. Aunque lo digan de
forma más aceptable, en ambas está implícita la idea de que la
muerte es la aniquilación, para siempre, de la experiencia
consciente. Entonces, la muerte no tiene ninguno de los rasgos
agradables del sueño y el olvido. Dormir es una experiencia positiva
y agradable porque va seguida del despertar. Una noche de sueño
profundo permite que las horas que siguen sean más agradables y
productivas. Sin la condición del despertar no existirían los
beneficios del sueño.
De igual
modo, la aniquilación de toda experiencia consciente no implica sólo
la desaparición de los recuerdos desgraciados, sino también la de
los felices. En consecuencia, ninguna analogía nos proporciona
realmente alivio o esperanza frente a la muerte.
Hay otro
punto de vista que rechaza la noción de que la muerte sea la
aniquilación de la conciencia. Según esta tradición, posiblemente
más antigua, algún aspecto del ser humano sobrevive cuando el cuerpo
físico deja de funcionar y acaba por destruirse. Este aspecto ha
recibido muchas denominaciones, como psique, alma, mente, espíritu,
ser y conciencia.
Con uno u
otro nombre, la noción del paso a otra esfera de existencia tras la
muerte física es una de las más venerables de las creencias humanas.
En Turquía existe un cementerio que fue utilizado por los hombres
del Neanderthal hace cien mil años. Sus restos fosilizados han
permitido a los arqueólogos descubrir que aquellos hombres
primitivos enterraban a sus muertos en féretros de flores, lo que
nos indica que quizá consideraron la muerte como ocasión de
celebración; como transición del muerto de este mundo a otro. Las
tumbas de hombres primitivos que encontramos en todo el mundo sirven
de evidencia de la creencia en la supervivencia en la muerte
corporal.
En
resumen, nos enfrentamos con dos respuestas opuestas a nuestra
pregunta sobre la naturaleza de la muerte, ambas originadas en
tiempos antiguos y ambas ampliamente sostenidas hoy en día. Unos
dicen que la muerte es la aniquilación de la conciencia; otros, con
igual seguridad, que es el paso del alma o mente a otra dimensión de
la realidad. En el resto del libro no deseo rechazar ninguna de las
respuestas; sólo pretendo informar de los resultados de una
investigación que he acometido personalmente.
En los
últimos años me he encontrado con gran número de personas que han
pasado por lo que llamaremos «experiencias cercanas a la muerte».
Las he conocido de diversas formas. Al principio fue por
coincidencia. En 1965, cuando era estudiante de filosofía en la
Universidad de Virginia, conocí a un profesor de psiquiatría de la
facultad de medicina. Desde el primer momento quedé sorprendido por
su amabilidad y cordialidad, pero la sorpresa fue mayor cuando,
posteriormente, me enteré de que había estado «muerto» -en dos
ocasiones, con diez minutos de intervalo- y que hizo un fantástico
relato de lo que le ocurrió en aquel estado. Más tarde lo oí relatar
su historia a un pequeño grupo de estudiantes interesados. Quedé muy
impresionado, pero como carecía de capacidad para juzgar tales
experiencias, me limité a archivarla, tanto en mi mente como en una
cinta en la que había grabado la charla.
Unos años
después, tras haber recibido el doctorado en filosofía, era profesor
en una universidad del este de Carolina del Norte. En uno de los
cursos mis alumnos leían el Fedón de Platón, obra en la que la
inmortalidad es una de las materias discutidas. En las clases había
enfatizado las otras doctrinas presentadas por Platón en el libro,
pasando por alto la discusión de la vida posterior a la muerte. Un
día, al acabar la clase, un estudiante me detuvo para hablar
conmigo. Me preguntó si podíamos discutir el tema de la
inmortalidad. Le interesaba porque su abuela había “muerto” durante
una operación y le contó una sorprendente experiencia. Le pedí que
me hablara de ella y, para mi sorpresa, me relató casi la misma
serie de acontecimientos que había oído al profesor de psiquiatría
unos años antes.
A partir
de ese momento mi búsqueda de casos se hizo más activa y comencé a
incluir lecturas sobre la supervivencia humana a la muerte biológica
en mis cursos de filosofa. Decidí, sin embargo, no incluir en ellos
las dos experiencias que me fueron relatadas, adoptando la prudente
actitud de esperar y ver. Pensaba que si esos informes eran muy
comunes llegaría a conocer más de ellos si introducía el tema
general de la supervivencia en las discusiones filosóficas;
expresaba una actitud de simpatía ante la cuestión y esperaba. Quedé
realmente sorprendido cuando descubrí que, de cada clase de treinta
alumnos, uno al menos venía a verme después de la lección y me
contaba una experiencia personal cercana a la muerte.
Lo que
más me llamó la atención desde que se despertó mi interés fue la
gran similitud de las historias, a pesar del hecho de haber sido
vividas por gente de muy diversos antecedentes religiosos, sociales
y culturales. En 1972 me matriculé en una facultad de medicina y
conocía ya varias experiencias de ese tipo. Comencé a hablar del
estudio informal que estaba haciendo a alguno de los médicos que
conocía. Finalmente, un amigo me habló de dar una charla en una
sociedad médica y otras conferencias públicas le siguieron. De nuevo
se repitió el hecho de que tras cada charla alguien venía a contarme
una experiencia personal.
Cuando
fui más conocido por mi interés en el tema, los doctores comenzaron
a ponerme en contacto con personas a las que habían resucitado y que
contaban experiencias inusuales. También he recibido muchos informes
por correspondencia tras la aparición en los periódicos de artículos
sobre mis estudios.
En estos
momentos conozco unos ciento cincuenta casos de este fenómeno. Las
experiencias que he estudiado pertenecen a tres categorías
distintas:
1)
Experiencias de personas que han resucitado después de que sus
médicos las consideraron clínicamente muertas.
2)
Experiencias de personas que, en el curso de accidentes o
enfermedades graves, han estado muy cerca de la muerte física.
3)
Experiencias de personas que, al morir, hablaban con otras personas
que se encontraban presentes. Posteriormente, estas últimas me
informaron del contenido de la experiencia de la muerte.
La gran
cantidad de material que puede obtenerse de ciento cincuenta casos
me ha obligado, obviamente, a una selección. Por ejemplo, aunque he
encontrado informes del tipo tercero que complementaban realmente
los de los otros dos tipos, he dejado de considerarlos, por dos
motivos: en primer lugar, me permite reducir el número de casos
estudiados, con lo que resultan más manejables, y, en segundo lugar,
los limita dentro de lo posible a informes de primera mano. De esta
forma he podido entrevistar con gran detalle a unas cincuenta
personas y soy capaz de informar de sus experiencias. De los casos
elegidos, los del tipo primero -en los que se produce realmente la
aparente muerte clínica- son más dramáticos que los del segundo -en
los que sólo hay un encuentro cercano con la muerte-.
Siempre
que he dado conferencias sobre el fenómeno, los episodios de los
«muertos» han atraído casi todo el interés. He leído algunas
críticas en la prensa en las que me sugerían que sólo debía tratar
de ellos.
Al
seleccionar los casos que quería presentar en este libro he evitado,
sin embargo, la tentación de explayarme tan sólo en los casos del
primer tipo, pues, obviamente, los del segundo no son diferentes,
sino que más bien forman continuidad con ellos.