LOS DIEZ
MANDAMIENTOS
Así como aquel rey del cuento se iluminó con el monólogo del
mendigo, y no pudo evitar revisar toda su vida, así, pero
“congelado” quedé yo, después de la última sesión.
Otra vez sentía que una cortina se descorría y dejaba a la vista una
infinidad de situaciones, hechos, pensamientos y posturas que
pasaban desordenadamente por mi cabeza...
Uno tras otro... uno tras otro... uno tras otros...
Sentía que toda mi historia personal cambiaba de significado, a
partir de descubrir el sentido de “caro” y “barato”.
¡Cuántas cosas había en mi historia que había pagado demasiado
caro...! ¡y cuántas cosas había recibido, sin darme cuenta de cuán
barato las había conseguido...!
avaricia y derroche, dos puntas de un mismo error...
El miserable y el pródigo... dos yo anidando en mí, conviviendo
dentro de mí, apareados tratando de diferenciarse y a la vez de
competir, de aparecer, de dominar...
¡El juego de las polaridades del que tanto habla Jorge!
Qué loca idea ésta de que TODO va por el mundo de a dos.
Cada cosa con su opuesto.
—Cada Dr. Jekill con su Mr. Hyde...
—¿Siempre es así? –le pregunté a Jorge.
—Sí, Demián, siempre, porque el mundo en el que vivimos es un enorme
Ying—Yang: Dos partes que configuran un todo único e indivisible,
dos mitades que se pueden diferenciar únicamente para comprenderlas,
pero que no tienen existencia independiente...
Mira...
Y el gordo se levantó y fue hasta el placard, abrió la puerta y
empezó a revolver el despelote de cosas que había adentro, hasta que
sacó una linterna. Pulsó el percutor y como la linterna no encendía,
le pegó tres o cuatro golpes hasta que la linterna encendió. Después
apagó la luz de la habitación y alumbró con la linterna hacia la
ventana que estaba con las persianas bajas.
—¿Ves el rayo de luz? –me preguntó.
—Sí, claro.
—¿Por qué?
—Porque la linterna está prendida (¿?) –contesté obviamente sin
saber adónde iba Jorge.
—Ahora levanta la persiana.
Lo hice.
—¿Y ahora? –preguntó con la linterna dirigida hacia la ventana por
donde entraba, plena, la luz del sol del mediodía.
—Y ahora ¿qué? –pregunté.
—¿Ahora, la linterna está prendida o no?
—No sé.
—Cómo, ¿no ves la luz?
—No, ahora no.
—¿Sabes por qué?
—Ehh... porque... el sol... –intenté empezar a explicar.
—No puedes verla, porque para que puedas percibir la luz hace falta
la oscuridad. ¿Entonces? Las cosas SON sólo si existe el opuesto. Y
eso es así con la luz y la oscuridad, con el día y la noche, con lo
masculino y lo femenino, con la fuerza y la debilidad...
El gordo apagó la linterna, la tiró adentro del placard, se sentó y
siguió, casi extasiado:
—Esto es así en el mundo del afuera y, por supuesto, lo es también
en el mundo del adentro.
¿Cómo podríamos nosotros percibir nuestras partes más sólidas si no
existieran, dentro de nosotros, debilidades?
¿Cómo podríamos aprender sin nuestra ignorancia?
¿Cómo podríamos ser varones o mujeres, si no existieran mujeres y
varones?... Y aún más ¿cómo pensar que nacemos ciento por ciento
nenes o nenas, si portamos en cada célula de nuestro cuerpo 50% de
información de un sexo y 50% de información del otro? Todas nuestras
cualidades, condiciones, virtudes y defectos están en nosotros,
apareados con sus correspondientes opuestos. Quiero decir que
ninguno de nosotros es sólo bueno, ni sólo inteligente, ni sólo
valiente..Nuestra bondad, inteligencia y valentía coexisten siempre
con nuestra maldad, con nuestra estupidez y con nuestra cobardía.
Todos hemos escuchado que los que se sienten superiores y tratan de
mostrarlo en realidad deben creerse bastante inferiores, y es
cierto.
Exactamente lo mismo sucede con nuestras otras características: cada
vez que un rasgo se manifiesta por sobre todos los demás, no siempre
es síntoma de que en nosotros predomina ese rasgo, sino que muchas
veces este predominio es solamente la expresión de un gran trabajo
con el que la otra polaridad ha sido escondida, evitada, resistida,
reprimida.
—Pero entonces, si lo que tú dices fuera cierto, detrás de cada buen
tipo se esconde siempre un hijo de puta reprimido – interrumpí
indignado.
—Yo no me atrevería a decir que siempre es así, sólo digo que a
veces es así... Y si me apuras un poco, digo también que ese buen
tipo tuvo que hacer algo con ese mal tipo que también anida en él. Y
que ese “algo” que hizo no fue gratis, tuvo un costo para él. Quizás
lo que te estoy diciendo es que lo importante es saber qué cosas
escondo y para qué lo hago.
— ¡Pucha! –me quejé.
—Ya que estás al principio de un berrinche, te voy a contar un
cuento, antes de que te vayas.
...Y sucedió que un día en las puertas del cielo, se juntaron
algunos cientos de almas, que eran las que anidaban en los hombres y
mujeres que habían muerto ese día...
San Pedro, supuesto guardián de las puertas de entrada al paraíso,
ordenaba el tráfico:
—Por indicación del “Capo” vamos a formar tres grandes grupos de
huéspedes, a partir de la observancia de los diez mandamientos.
El primer grupo, con aquellos que hayan violado todos los
mandamientos por lo menos una vez.
El segundo grupo, con aquellos que hayan violado por lo menos uno de
los mandamientos alguna vez..Y el último grupo, que suponemos el más
numeroso, compuesto por aquellos que nunca en sus vidas hayan
violado ni uno de los diez mandamientos.
—Bien –siguió San Pedro—. Los que hayan violado todos los
mandamientos, córranse a la derecha.
Más de la mitad de las almas se corrieron a la derecha.
—Ahora –proclamó—, de los que quedan, aquellos que hayan violado
alguno de los mandamientos, córranse hacia la izquierda.
Todas las almas que quedaban se desplazaron a la izquierda...
Casi todas...
De hecho todas, menos una.
Quedó en el centro el alma que había sido de un buen hombre, que
vivió toda su vida en el camino de los buenos sentimientos, de los
buenos pensamientos y de las buenas acciones.
San Pedro se sorprendió, solamente un alma quedaba en el grupo de
las mejores almas.
De inmediato, llamó a Dios para notificarlo.
—Mira, el asunto es así: si seguimos el plan original ese pobre tipo
que quedó en el centro, en lugar de beneficiarse por su beatitud, se
va a aburrir como una ostra en la soledad más extrema. Me parece que
debemos hacer algo al respecto.
Dios se paró frente al grupo y les dijo:
—Aquellos que se arrepientan ahora serán perdonados y sus fallas
olvidadas. Los que se arrepientan pueden volver a reunirse en el
centro, con las almas puras e inmaculadas.
Poco a poco, todos empezaron a moverse hacia el centro.
—¡Alto! ¡Injusticia! ¡Traición! –se escuchó una voz.
Era la voz del que no había pecado.
—¡Así no vale! ¡Si hubieran avisado que iban a perdonar, yo no me
cagaba la vida!...
EL GATO DEL ASHRAM
—Gordo, ¿qué pasa si te digo que me quiero tomar unas vacaciones?
—¿Qué pasa con qué?
—¿Qué pasa con nosotros? ¿Con el tratamiento?
—No entiendo, Demi...
—La pregunta es: ¿Puedo yo decidir tomarme unas vacaciones de
terapia?
—Mira, no sé qué me estás preguntando. Voy a entender la única cosa
lógica que se me ocurre. Si me estás preguntando si estás en
condiciones de prescindir de tu terapia por un tiempo, te contesto
que en este momento por supuesto que sí. Es más, creo de corazón que
estás en condiciones de seguir tu camino solo cuando lo decidas.
La sonrisa con que el gordo decía esto, era lo único tranquilizador
de la conversación. Yo venía a pedir permiso y me encontraba con un
Jorge que, más que permiso, parecía alentarme para que me fuera.
— Dime, ¿me estás echando, gordo? –pregunté para reasegurarme.
—Demián, ¿estás loco tú? Vienes a decirme si puedes tomarte
vacaciones y cuando te digo que sí, me preguntas si te estoy
echando... ¿Qué respuesta estás esperando?
—La verdad, Jorge, es que estoy tan acostumbrado a las respuestas
jodidas de tus colegas, que tanta “laxitud” me sorprendió...
—¿Me quieres contar con qué fantasías venías?
—La más suave es que, como les ha pasado a todos los que conozco, la
primera reacción del terapeuta es la de interpretar todo el tema de
la partida como una resistencia al tratamiento.
—¡Tú no podías esperar de mí una interpretación!
—Desde la lógica no, pero era una posibilidad. Otra era que me
cagaras a gritos, que te enojaras conmigo y que me echaras..—Ahhh.
Ahora sí te interpreto: “...Y así confirmar qué importante eras para
mí, cuánto me duele tu partida, y cómo yo no podría soportar la idea
de perderte!”
Me sentía desnudado.
—Bueno, confieso –siguió el gordo—. SI me importa de ti, porque te
quiero mucho, NO me duele que partas, porque creo que es una
elección tuya y la verdad (lamento decirte), SI puedo soportarlo...
Y decididamente, no me enojo y no te echo.
—Y la otra posibilidad... –paré.
—¿Y la otra posibilidad... ? –me animó el gordo.
—La otra posibilidad es que dejes que me vaya, como estás haciendo.
—¿Y cuál es el problema?
—En esto, nada.
—Cada vez entiendo menos.
—¿Y después?
—Y después...
—¿Cuándo quiera volver?
—Cuando quieras volver, ¿qué?
—¿Puedo?
—¿Por qué no podrías, Demián?
—Porque todos mis amigos que han hecho terapia, me han contado
historias terribles sobre estas sesiones de interrupción.
Desde veladas amenazadas de recaídas, hasta francas anticipaciones
de catástrofe. Desde dudas sobre la posibilidad de conseguir
horario, hasta la marca estigmática de “paciente que se va no puede
volver”.
—¡Ahhh!... Ahora entiendo de dónde el planteo era tan cauteloso. En
lo que a mí respecta, tú puedes tomarte vacaciones de mí cada vez
que quieras y puedes volver aquí, cada vez que se te ocurra. El
límite es el de la situación cómoda para ambos, el de la utilidad de
la tarea según el modelo terapéutico y por supuesto, depende del
momento exclusivo del paciente.
El gordo hizo una pausa para el mate.
—Lo que sucede es que, como siempre, de una pauta realmente útil en
ciertas circunstancias, se ha hecho una generalización absurda.
—¿Como siempre?.—Como muchas veces... ¿te cuento un cuento?
Había una vez, un gurú que vivía con sus seguidores en su ashram en
la India.
Una vez por día, al caer el sol, el gurú se reunía con sus
discípulos y predicaba.
Un día, apareció en el ashram un hermoso gato que seguía al gurú por
dondequiera que él fuera.
Resultó que cada vez que el gurú predicaba, el gato se paseaba
permanentemente por entre los discípulos, distrayendo su atención de
la charla del maestro.
Por eso, un día, el maestro tomó la decisión de que cinco minutos
antes de empezar cada charla, ataran al gato para que no
interrumpiera.
Pasó el tiempo, hasta que un día el gurú murió.
El discípulo más viejo se transformó en el nuevo guía espiritual del
ashram.
Cinco minutos antes de su primera prédica, mandó a atar al gato.
Sus ayudantes tardaron veinte minutos en encontrar al gato, para
poder atarlo...
Pasó el tiempo, hasta que un día murió el gato.
El nuevo gurú mandó que consiguieran otro gato para poder atarlo.