LAS LENTEJAS
Otra vez mi terapeuta no se equivocó. El instante de luminosidad y
armonía absoluta pasó y aparecieron otra vez mis eternos
cuestionamientos sobre la verdad, sobre los otros y sobre sí mismo.
Un hecho aparentemente trivial me tenía en absoluto interrumpido:
por tercera vez en un año, un compañero de oficina recibía más
aumento que yo. Me consideraba a mí mismo un juez bastante objetivo
de mi trabajo y sabía que lo hacía bastante bien. Para peor, tenía
la certeza de que era yo mucho más idóneo y eficiente que mis
compañeros.
—Lo que pasa es que Eduardo es un oreja.
—¿Un qué?
—Un oreja, un chupamedias, un olfa...
—Extraña manera de actuar esta que se define sólo desde palabras
lunfardas.
—Él está siempre detrás del jefe mostrándole lo que hace, lo que
consiguió, lo que le salió bien y minimizando lo que no pudo
resolver. Y el otro tarado se da cuenta, seguro que se da cuenta; lo
que pasa es que el tiempo en que no está mostrando sus logros, está
adulando al jefe.
—Y parece que el jefe es vulnerable en esa ala.
—Seguro, porque por supuesto a la hora de dar un beneficio, el
adulón sale premiado.
—¿Y, hablaste con tu jefe?
—Sí, claro. Él dice que yo soy muy cuestionador, que tengo mal
carácter y que eso disminuye mi puntaje.
—Dicho de otra manera. Dice, según tú lo planteas, que si fueras
obsecuente como Eduardo tu premio sería más promoción, más puntaje y
más sueldo.
—Así parece.
—Bueno, entonces está claro. Sabes cuál es el objetivo, sabes cuál
es el camino, tienes la posibilidad y la capacidad de reconocerla.
¿Qué más quieres? El resto es tu decisión.
—Me niego.
— ¿Te niegas a qué?.—Me niego a tener que decir a todo que sí, para
conseguir unos mangos más...
—Me parece bien, Demi, pero no creas que esto sucede sólo en el
trabajo.
—Yo no veo la relación con lo que pasa en otras áreas; pero mi
experiencia contigo es que nunca nada es “sólo en un lugar”, así que
no sé si es sólo en el trabajo, no sé.
—Cuando Ricardo no te eligió para la presentación en la facultad y
eligió a Juan Carlos, ¿tu sensación no fue la misma?
—Sí.
—Y cuando me contestaste, hace unos meses, que su amiga Liliana se
alejó de ti, porque prefería la compañía de los que no le decían lo
que no le gustaba oír... ¿no era lo mismo?
—¡Sí! Es lo mismo... Al final para no quedarte solo, tienes que
forzarte a ser el que no eres.
—En primera persona, por favor...
—Si no quiero quedarme solo, tengo que adular, tengo que dar la
razón, tengo que ser suave y tibio, tengo que callarme la boca o
abrirla nada más que para decir que sí...
—Sin duda ese es un camino, el otro es el de Diógenes.
—¿Qué es “el de Diógenes”?
—El camino de Diógenes.
—No sé qué es el camino de Diógenes.
Un día, estaba Diógenes comiendo un plato de lentejas sentado en el
umbral de una casa cualquiera.
No había nada en toda Atenas más barato en comida que el guiso de
lentejas.
Dicho de otra manera, comer guiso de lentejas era definirse en
estado de la mayor precariedad.
Pasó un ministro del emperador y le dijo:
—¡Ay! Diógenes, si aprendieras a ser más sumiso y a adular un poco
al emperador, no tendrías que comer tantas lentejas.
Diógenes dejó de comer, levantó la vista y mirando al acaudalado
interlocutor profundamente, le dijo:.—Ay de ti, hermano. Si
aprendieras a comer un poco de lentejas, no tendrías que ser sumiso
y adular tanto al emperador.
—Este es el camino de Diógenes, el del autorrespeto, el de defender
nuestra dignidad por encima de nuestras necesidades de aprobación.
Todos necesitamos la aprobación de otros. Pero si el precio es dejar
de ser nosotros mismos, no sólo es caro sino que se vuelve una
búsqueda incoherente.
Empezamos a parecernos a aquel hombre que buscaba por todo el pueblo
su mula, mientras iba cabalgando... en su mula.