LA ESPOSA DEL
CIEGO
Ese día venía vindicativo.
—Parece que dijeras que no hay problema en la mentira, pero mentir
está mal. Eso es lo que nos enseñaron.
—¿Estás seguro, Demi? ¿Será cierto que nos enseñaron a no mentir? Yo
no estoy tan seguro... Imagínate esta escena (sucede todos los días,
en todas las casas de todas las ciudades).
El niño acaba de ser descubierto en una mentira.
El padre comprensivo y moderno, sabe que no es importante ESA
mentira sino el concepto moral del mentir, así que...
El padre deja de hacer lo que está haciendo y se sienta con su hijo
para explicarle en lenguaje sencillo, porqué tiene que decir siempre
la verdad... pase lo que pase y caiga quien cai...
Suena el teléfono.
El hijo, que está tratando de hacer buena letra, dice:
—¡Yo voy! –y corre a atender.
Al rato, regresa.
—Es el corredor de seguros, papi.
—¡Uf! ¿justo ahora? Dile que no estoy.
—¿Nos enseñan a no mentir?
No creo. Nos dicen que no hay que mentir, eso sí.
Pero... nuestros padres, nuestros maestros, nuestros sacerdotes,
nuestros gobernantes, ¿nos enseñan que no hay que mentir?
Jorge hizo una pausa, cebó un mate y siguió:
—Parece que entráramos en otro campo, el campo personal y subjetivo
de qué le pasa a cada uno frente a la mentira. Y, en todo caso, por
qué estaría mal mentir. Miles de veces hemos visto juntos que la
sociedad en que vivimos detesta los individuos impredecibles. Esto
significa una pérdida de control que complica las reglas de juego de
la convivencia, por lo menos en el sistema tal como está
estructurado. En este sistema, mentir está mal porque si mientes
nunca voy a poder saber a ciencia cierta, qué piensas, qué haces, ni
qué te pasa. Para conservar el control de la situación yo, como
todos, necesitamos hechos verdaderos y si mis sentidos no alcanzan a
informarme, necesito de la información que me des, necesito creer
que lo que me dices es cierto.
—Pero si no puedo confiar en lo que me dicen los demás – argumenté—
tampoco puedo vivir.
—Nadie puede prohibirte que confíes, Demián. Lo que cuestiono es que
pretendas prohibirle al otro que mienta.
—Pero, Jorge, si cada uno dijera lo que se le canta, todo se
volvería un horror. Si todos mienten y nadie puede creer en nadie,
la situación se transforma en un caos.
—Es una posibilidad –dijo el gordo— pero no es la única. Hay otra
posibilidad que es la que a mí me gusta pensar como más probable.
Dijimos que uno miente porque juzgándose a sí mismo, teme el juicio
de los demás. Dijimos también que el que miente ya se condenó.
Pero imagínate un mundo en libertad, un mundo de permisos
inconmensurables, un mundo donde nada tenga que ser prohibido,
inconveniente ni obligatorio...
En un mundo así, nadie se condenaría, ni se juzgaría, ni esperaría
juicios críticos de los demás. Y entonces, quizás suceda que con la
libertad de mentir o no mentir, con el permiso de decir la verdad u
ocultarla, quizás suceda que todos a la vez dejemos de mentir y el
universo se transforme por fin en un espacio confiable y relajado...
Esa también es una posibilidad, Demián.
—¿Estás seguro de que esa Es una posibilidad?
—No, no estoy seguro. Pero hay tantas cosas de las cuales estoy
seguro, que prefiero creer con seguridad en esta, que aunque no lo
es, por lo menos tiene la ventaja de ser deseable.
—A ti cualquier colectivo te lleva.
—No sé si me lleva, pero si tiene el número que yo espero, yo
subo..— Dime, gordo, si es verdad que tu sueño es posible, ¿por qué
el mundo no se decide a transitar ese espacio “relajado y
confiable”, como tú dices?
—Porque primero, Demi, tiene que vencer el miedo.
—¿Qué miedo?
—El miedo a la verdad. Algún día te contaré el cuento de la tiendita
de la verdad.
—¿Por qué no hoy?
—Porque hoy es el día de otro cuento...
Había en un pueblo un señor, que tenía una rara enfermedad en los
ojos.
El hombre había estado ciego los últimos treinta años de su vida.
Un día llegó al pueblo un famoso médico a quien se consultó por su
caso.
El doctor aseguró que operando al hombre, podía devolverle la vista.
Su esposa (que se sentía vieja y fea) se opuso...