LA EJECUCIÓN
—Pero entonces, la sinceridad no tiene valor para ti –protesté.
—Claro que la tiene, Demián. Lo que pasa es que me niego a
instituirla por decreto.
—¿Y cómo se va a dar ese mundo deseado por ti y por mí?
—Andando el tiempo y andando la vida, te va a pasar, te está pasando
ya, que te vas a encontrar con otros y con otras con quienes eres
tan libre que no necesitas mentir. Te vas a encontrar con algunos a
quienes podrás permitirles tanto que sean como son, que jamás se les
ocurrirá mentirte. Esos son tus verdaderos amigos, cuídalos
–sentenció Jorge—. Y si esos amigos y tú se dan cuenta de que con
ustedes empieza un nuevo orden...
— Dime, ¿para ti la franqueza es patrimonio exclusivo de la amistad?
—Sí. Pero cuidado, que la franqueza es una cosa y la sinceridad es
otra.
—¿Otra más?
—¡Otra!
—¿A ver?
—Franqueza viene de franco, de abierto. Recuerda la idea de “libre
paso”. Ser franco significa: No hay ningún espacio oculto en mi
interior al cual esté vedado el ingreso. No existe ningún rincón de
mi pensamiento, sentimiento o recuerdo que no conozca o que yo
quisiera mantener reservado. La sinceridad es mucho menos. La
sinceridad para mí es: “Todo lo que te digo es cierto, por lo menos
cierto para mí” (es decir “No te miento”, como dirías tú).
—O sea que se puede ser sincero y no ser franco.
—Absolutamente. La franqueza, Demián, es una relación sibarítica,
como el Amor (así con mayúscula) un sentimiento reservado para
pocos, muy pocos..—Pero Jorge, si esto es cierto, yo puedo tener
espacios de mí que te son vedados, sin dejar por eso de se sincero.
Es como decir que ocultar no es mentir.
—Por lo menos para mí, ocultar no es mentir. Claro, siempre y cuando
no mientas para ocultar.
—Ejemplo, “please”.
DIALOGO EN UNA PAREJA:
—¿Qué te pasa?
—Nada...
(Sí, algo le pasa y él sabe que algo le pasa, aunque no sepa qué.
Está mintiendo.)
OTRO CASO:
—¿Qué te pasa?
—No sé...
(Sí, algo le pasa y él sí sabe que le pasa, entonces está
mintiendo.)
UNO MAS:
—¿Qué te pasa?
—No te quiero contestar ahora.
(Será más jodido, pero este oculta y es sincero.)
—Pero, Jorge, en los primeros dos ejemplos mi pareja me lo banca o
me comprende. En el último, me manda a la mierda.
—Bueno, quizás sea hora de replantearte qué clase de pareja tienes,
que comprende y banca cuando mientes y castiga cuando eres sincero.
—¿Siempre tienes una respuesta?
—¡Sí! Todos tenemos siempre una respuesta. Aunque esta sea a veces
el silencio, otras la confusión y otras la fuga.
—Me tienes podrido.
—A mí también me tengo podrido.
—A ver, gordo, déjame hacer un resumen.
—Dale.
—Tú dices que no avalas la postura de clasificar el mentir como
malo. Dices que esta es una decisión de cada uno en cada momento..—Y
en cada relación –agregó Jorge.
—Y en cada relación –asentí—. Sostienes además que mentir no es
ocultar.
—No, sostengo que ocultar no es mentir. Que no es lo mismo.
—Verdad. Y dices también que la sinceridad hay que reservarla para
los amigos y la franqueza para “los elegidos”. ¿Eso?
—Sí. Más o menos.
—Bien, entonces que yo crea en lo que dices, siempre va a depender
de la relación entre tú y yo. De mi confianza o de mi amor.
—Por supuesto. De eso y de tus ganas.
—¿Qué ganas?
—¿Te cuento un cuento?
En un lejano país había un señor feudal, cuyo poderío sólo era
equiparable a su crueldad.
En su territorio imperaba su ley y a los campesinos les estaba
prohibido hasta mencionar su nombre. El pueblo vivía oprimido por
los alguaciles que él designaba y agobiado por los recaudadores de
impuestos, que les quitaban las pocas monedas que podían obtener
vendiendo sus cosechas, sus vinos o sus trabajos manuales.
Nolav, que así se llamaba el señor, tenía un poderoso ejército del
que cada tanto surgían algunos jóvenes oficiales que intentaban
algún motín para derrocarlo... Pero el Tirano doblegaba todos esos
intentos a sangre y fuego.
El sacerdote del pueblo era tan bondadoso, como malvado el
gobernante. Un hombre respetuoso de su fe y que dedicaba su vida a
ayudar a otros y a enseñar lo mucho que sabía.
Vivían con él en su casa 15 a 20 discípulos, que seguían su camino y
aprendían de cada gesto y de cada palabra de su maestro.
Un día, después de la oración matinal, reunió a sus discípulos y les
dijo:
—Hijos míos, debemos ayudar a nuestro pueblo. Ellos podrían luchar
por su libertad, pero el Señor de la Tierra les ha hecho creer que
tiene demasiado poder para que los hombres y mujeres se animen a
enfrentarlo. El miedo por Nolav ha crecido con ellos y a menos que
hagamos algo, morirán esclavos.
—Lo que tú digas será hecho –contestaron al unísono.
—¿Aunque cueste la vida de ustedes? –preguntó.
—¿Qué es la vida si uno, pudiendo ayudar a su hermano, no lo hace?
–contestó uno de los discípulos que hablaba como vocero de todos.
Llegó el día quinto del tercer mes. Ese día se festejaba en el
palacio el cumpleaños del amo. Y por única vez en el año, el Señor
de la Tierra paseaba en su carruaje y por el pueblo.
Rodeado por una fuerte custodia y ataviado con trajes bordados en
oro y piedras preciosas, Nolav empezó su paseo esa mañana.
Había un bando que ordenaba que todos los campesinos debían
postrarse ante el paso del carruaje real, en señal de respeto.
Para sorpresa de todos, a pocas cuadras del palacio el carruaje pasó
por una calle y uno de los súbditos permaneció de pie a su paso. Los
guardias lo detuvieron inmediatamente y lo llevaron ante el Señor.
—¿No sabes que debes inclinarte?
—Lo sé, Alteza.
—E igual no lo hiciste.
—No lo hice.
—¿Sabes que te puedo condenar a muerte?
—Eso espero, Alteza.
Nolav se sorprendió de la respuesta, pero no se intimidó.
—Bien, si esta es la forma en que quieres morir, al atardecer el
verdugo se ocupará de tu cabeza.
—Gracias, mi señor –dijo el joven y se arrodilló sonriente.
De entre la multitud, alguien gritó.
—Mi Señor, mi Señor, ¿puedo hablar?
El dictador le permitió acercarse.
—Dime.
—Permitidme mi señor que sea yo y no él, el que muera el día de hoy.
—¿Estás pidiendo ser ejecutado en su lugar?
—Sí Señor, por favor, siempre os fui fiel. Permitídmelo, por
favor..El amo se sorprendió y preguntó al condenado:
—¿Es tu familiar?
—Jamás lo vi en mi vida. No le permitas reemplazarme, la falta es
mía y es mi cabeza la que debe rodar.
—No, Alteza, la mía.
—No, la mía.
—La mía.
—Silencio –gritó el Señor— puedo complaceros a los dos.
Ambos serán decapitados.
—Bien, Majestad, pero por ser el primer condenado creo que tengo
derecho de ser el primero.
—No, Señor ese privilegio me pertenece a mí, que ni siquiera he
ofendido a su Alteza.
—Basta ya, ¿qué es esto? –gritó Nolav—. Callaos y os concederé el
privilegio de ser ejecutados a la vez, hay más de un verdugo en esta
tierra.
Una voz se alzó entre la multitud.
—En ese caso, Señor, yo también quiero estar en la lista.
—Y yo, Señor.
—Y yo.
¡El Señor feudal estaba atónito!
No entendía qué estaba pasando.
Y si había algo que ponía de mal humor al dictador era que sucediera
algo sin que él pudiera entenderlo.
Cinco jóvenes sanos pidiendo ser decapitados era algo
incomprensible.
Entrecerró los ojos para reflexionar.
En pocos segundos tomó una decisión. No quería que sus súbditos
pensaran que le temblaba el pulso.
¡Serían cinco los verdugos!
Pero cuando abrió los ojos y miró a la gente reunida, ya no eran
cinco sino más de diez las voces de los que reclamaban ser
ejecutados y las manos seguían levantándose.
Esto era demasiado para el poderoso Señor Feudal.
—¡Basta! –gritó— se suspenden todas las ejecuciones hasta que yo
decida quiénes van a morir y cuándo.
Entre las protestas y los reclamos de los que querían morir, el
carruaje regresó al palacio..Una vez allí, Nolav se encerró en sus
habitaciones y se dedicó a pensar sobre el tema.
De pronto. Se le ocurrió una idea.
Mandó a traer al sacerdote. Él debía saber algo sobre esa locura
colectiva.
Rápidamente salieron a buscar al anciano y lo trajeron ante el Señor
Feudal.
—¿Por qué tu pueblo se pelea por ser ejecutado?
El anciano no respondió.
—¡Responde!
Silencio.
—Te lo ordeno.
Silencio.
—No me desafíes. ¡Tengo maneras de hacerte hablar!
Silencio.
El anciano fue llevado a la sala de torturas y sometido a los peores
tormentos por horas, pero se negó a hablar.
El tirano mandó a sus guardias al templo a buscar a algunos de sus
discípulos.
Cuando estuvieron allí, les mostró el cuerpo dañado del maestro y
les preguntó:
—¿Cuál es la razón de que los hombres quieran ser ejecutados?
Con un hilo de voz, el anciano sacerdote gritó:
—¡Les prohibo hablar!
El Señor de la Tierra sabía que no podría amenazar con la muerte a
ninguno de los que allí estaban, así que les dijo:
—Haré sufrir a tu maestro los peores dolores que un hombre ha
concebido. Y los obligaré a presenciarlo. Si aman a este hombre,
díganme el secreto y luego todos podrán irse.
—Está bien –dijo uno de los discípulos.
—Cállate –dijo el anciano.
—Continúa –dijo Nolav.
—Si alguien muere ejecutado en el día de hoy... –empezó el
discípulo...
—Cállate –repitió el anciano—. Maldito seas de tu pueblo si revelas
el secreto...
El Señor hizo un gesto y el viejo recibió un golpe que lo dejó
inconsciente..—Sigue –ordenó.
—El primer hombre que muera ejecutado en el día de hoy, después de
la puesta del sol, se volverá inmortal.
—¿Inmortal? ¡Mientes! –dijo Nolav.
—Está en las Escrituras –dijo el joven, y abriendo un libro que
traía en su bolso, leyó el párrafo que lo confirmaba.
¡Inmortal!, pensó el Señor Feudal.
Lo único que el dictador temía era la muerte y aquí estaba la
posibilidad de vencerla. Inmortal, pensó.
El Señor no dudó un momento, pidió papel y pluma y ordenó su propia
ejecución.
Todos fueron echados del palacio y al caer el sol, Nolav fue
ejecutado según su orden.
El pueblo se libró así de su opresor y se levantó a luchar por su
libertad. Algunos meses después, todos eran libres.
Al señor Feudal, nunca más nadie lo mencionó, salvo la noche de su
ejecución en que los discípulos, mientras curaban las heridas de su
maestro, recibían de él su bendición, por haber arriesgado sus
cabezas y también su felicitación por esas maravillosas actuaciones.
—¿Por qué, Demián, el Señor Feudal creyó una mentira como esa? ¿Por
qué fue capaz de ordenar su propia ejecución, por una historia que
le contaban sus enemigos? ¿Por qué cayó en la trampa del maestro?
Hay una sola respuesta:
ÉL QUERÍA CREERLO
El quería pensar que era cierto.
—Y ésta, Demi, es una de las verdades más increíblemente
movilizadoras que yo haya conocido en toda mi vida. Creemos algunas
mentiras por muchas razones, pero sobre todo porque queremos
creerlas.
¿Por qué te enroscas en el que TE miente?, preguntabas el otro día.
¡Te enroscas porque tú quisieras creer que lo que te dice es cierto!
–contestó su propia pregunta.
NADIE TIENE MÁS POSIBILIDADES
DE CAER EN UN ENGAÑO
QUE AQUEL A QUIEN LA MENTIRA
LE AJUSTA CON SUS DESEOS.