FACTOR COMÚN
Cuando
llegué por primera vez al consultorio de Jorge, sabía que no iba a
ver a un analista convencional. Claudia, que me lo había
recomendado, me avisó que “El Gordo” –como ella lo llamaba— era un
tipo “un poco especial” (sic).
Yo ya estaba harto de las terapias convencionales, y sobre todo de
algunos años aburridos en un diván psicoanalítico. Así que llamé y
pedí una hora.
La primera impresión superaba todos los cálculos. Era una calurosa
tarde de noviembre; yo había llegado cinco minutos antes y esperaba
abajo, en la puerta de su edificio, que fuera la hora exacta.
A las cuatro y media en punto toqué timbre, el portero eléctrico
sonó, empujé la puerta y subí al noveno.
Esperé en el pasillo.
Esperé.
¡Y esperé!
Y cuando me cansé de esperar, toqué timbre en la puerta del
departamento.
Me abrió la puerta un tipo que a primera vista parecía vestido para
irse de picnic: estaba en vaqueros, zapatillas de tenis y una remera
de color naranja rabioso.
—Hola –me dijo y su sonrisa me tranquilizó.
—Hola –contesté— soy Demián.
—Sí, claro, ¿qué te pasó que tardaste tanto en llegar arriba? ¿Te
perdiste?
—No, no tardé. No quise tocar el timbre para no molestar... Por si
estaba atendiendo...
—¿“Para no molestar”?... Así te debe ir a ti... –me devolvió.
Me quedé mudo.
Era la segunda frase que me decía y me estaba diciendo algo que sin
lugar a dudas era verdad pero... ¡Qué hijo de puta!....El lugar
donde Jorge atendía (no me animaría a llamar a eso “un
consultorio”), era tal como Jorge: informal, desarreglado,
desprolijo, cálido, colorido, sorprendente y, para qué negarlo, un
poco sucio. Nos sentamos en dos sillones frente a frente y mientras
yo le contaba algunas cosas, Jorge tomaba mate
(¡tomaba mate durante la sesión!).
Me ofreció uno:
—Bueno –le dije.
—Bueno ¿qué?
—Bueno, el mate...
—No entiendo.
—Que te voy a aceptar un mate.
Jorge me hizo una servil y burlona reverencia y me dijo:
—Gracias, Majestad por “aceptarme” un mate... ¿Por qué no me dices
si quieres un mate o no, en lugar de hacerme favores?
Este tipo me iba a volver loco.
—¡Sí! –dije.
Y ahora sí el gordo me dio un mate.
Decidí quedarme un poco más.
Le conté entre mil cosas que algo debía andar mal en mí, porque
tenía dificultades en mis relaciones con la gente.
Jorge preguntó cómo sabía yo que el problema era mío.
Le contesté que tenía dificultades en mi casa con mi padre, con mi
madre, con mi hermano, con mi pareja... y que por lo tanto,
obviamente el problema debía ser yo.
Allí fue cuando por primera vez Jorge me contó “algo”.
Aprendería después, con el tiempo, que al gordo le gustaban las
fábulas, las parábolas, los cuentos, las frases inteligentes y las
metáforas logradas.
Según él, la única otra manera de comprender un hecho sin
vivenciarlo directamente, es teniendo una clara representación
interior simbólica del suceso.
—Una fábula, un cuento, o una anécdota –afirmaba Jorge—
puede ser cien veces más recordada que mil explicaciones teóricas,
interpretaciones psicoanalíticas o planteos formales.
Ese día, Jorge me dijo que podría haber algo desacompasado en mí,
pero agregó que mi deducción era peligrosa, que mi conclusión
autoacusadora no estaba apoyada en hechos que la determinaran. Y me
relató una de esas historias que él contaba en primera persona y que
nunca se sabía si eran parte de su vida o de su fantasía:
Mi abuelo era bastante borrachín.
Lo que más le gustaba tomar era anís turco.
Él tomaba anís y le agregaba agua (para rebajarlo), pero igual se
emborrachaba.
Entonces tomaba whisky con agua y se emborrachaba.
Y tomaba vino con agua y se emborrachaba.
Hasta que un día decidió curarse.. ¡Y suspendió... el agua!.