EPÍLOGO
Y bien... eso es todo.
Durante los últimos meses, he intentado compartir contigo algunos
cuentos que suelo contar a los que quiero.
Algunos cuentos que me suelen servir a mí mismo para alumbrar
algunos pasajes oscuros de mi propio camino.
Algunos cuentos que me acercaron personas a quienes admiré y admiro
por su sabiduría.
Algunos cuentos, en fin, que me gustan, que disfruto y que amo cada
vez más.
Un libro de cuentos termina, por supuesto, con un cuento. Este se
llama La Historia del Diamante Oculto y está basado en un relato de
I. L. Peretz:
En un país muy lejano vivía un campesino.
El era el dueño de un pequeño campo, donde cultivaba cereales y de
un jardincito que hacía las veces de huerta, donde la esposa del
campesino plantaba y cuidaba algunas hortalizas que ayudaban al
magro presupuesto familiar.
Un día, mientras trabajaba su campo tirando con su propio esfuerzo
del rudimentario arado, vio entre los terrones de la buena tierra,
algo que brillaba intensamente. Casi desconfiado, se acercó y lo
levantó. Era como un vidrio enorme.
Se sorprendió del brillo, que enceguecía al recibir los rayos del
sol. Comprendió que se trataba de una piedra preciosa y que debía
tener un valor enorme.
Por un momento, su cabeza vagó soñando con todo lo que podría hacer
si vendiera el brillante, pero enseguida pensó que ese diamante era
un regalo del cielo y que él debía cuidarlo y usarlo solamente en
caso de emergencia.
El campesino terminó su tarea y volvió a su casa llevando consigo el
diamante....Le dio miedo guardar la joya en la casa, así que cuando
anocheció salió al jardín, hizo un pozo en la tierra entre los
tomates y enterró allí el diamante. Para no olvidar dónde estaba
enterrada la joya, puso justo sobre el lugar una roca amarillenta
que encontró por allí.
A la mañana siguiente, el campesino llamó a su esposa, le mostró la
roca y le pidió que por ninguna razón la moviera del lugar. La
esposa le preguntó por qué tenía que estar esa extraña piedra entre
sus tomates. El campesino no se animaba a contarle la verdad, temía
preocuparla, así que le dijo:
—Esta es una piedra muy especial. Mientras esa piedra esté en ese
lugar, entre los tomates, tendremos suerte.
La esposa no discutió este desconocido perfil supersticioso de su
marido y se las arregló para acomodar sus plantitas de tomate.
El matrimonio tenía dos hijos, un varón y una niña. Un día, cuando
la niña tenía diez años le preguntó a su madre por piedra del
jardín.
—Trae suerte –dijo la madre y la niña se conformó.
Una mañana, cuando la hija salía para el colegio, se acercó a los
tomates y tocó la roca amarillenta (ese día tenía que dar un examen
muy difícil).
Sólo por casualidad o porque la niña fue más confiada a la escuela,
el caso es que el examen salió muy bien y la niña confirmó “los
poderes” de la piedra.
Esa tarde cuando la niña volvió a la casa, trajo una pequeña piedra
amarillenta que colocó al lado de la anterior.
—¿Y eso? –preguntó la madre.
—Si una piedra trae suerte, dos nos traerán más suerte – dijo la
niña en una lógica indiscutible.
A partir de ese día, cada vez que la niña encontraba una de esas
piedras, la acercaba a las anteriores.
Como un juego de complicidades o como una manera de acompañar a la
niña, también la madre comenzó con el tiempo a apilar piedras junto
a las de su hija.
El hijo varón, en cambio, creció con el mito de las piedras
incorporado a su vida. Desde pequeño le habían enseñado a apilar
piedras amarillentas al lado de las anteriores..Un día, el niño
trajo una piedra verdosa y la apiló con las otras...
—¿Qué significa esto, jovencito? –lo increpó la madre.
—Me pareció que la pila quedaría más linda con un toque verdoso
–explicó el joven.
—De ninguna manera, hijo. Quita esa piedra de entre las otras.
—¿Por qué no puedo poner esa verde con las demás? –preguntó el niño,
que siempre había sido bastante rebelde.
—Porqueee... ehh... –balbuceó la madre (ella no sabía porque sólo
piedras amarillentas eran las que traían suerte, sólo recordaba las
palabras de su marido “una piedra como esta entre los tomates trae
suerte”).
—¿Por qué, mamá, por qué?
—Porque... las piedras amarillas traen suerte sólo si no hay piedras
de otro color cerca –inventó la madre.
—Eso está mal –cuestionó el niño— ¿por qué no van a traer igual
suerte si están con otras?
—Porque... eh... ah... las piedras de la suerte son muy celosas.
—¿¡Celosas! –repitió el joven con una risa irónica—piedras celosas?
¡Esto es ridículo!
—Mira, yo no sé de los por qués y los por qué—nos de las rocas, si
quieres saber más, pregúntale a tu padre –le dijo la madre y se fue
a hacer sus cosas, no sin antes retirar la intrusa piedra verdosa
que el niño había traído.
Esa noche, el niño esperó hasta tarde a que su padre volviera del
campo.
—Papá, ¿por qué las piedras amarillentas traen suerte? – le
preguntó apenas lo vio entrar— ¿y por qué las verdosas no?
¿Y por qué las amarillas no traen más suerte si hay una verde cerca?
¿Y por qué tienen que estar entre los tomates?
...Y hubiera seguido preguntando antes de escuchar respuesta, si su
padre no hubiera levantado la mano en señal de detenerlo.
—Mañana, hijo, saldremos juntos al campo y contestaré todas tus
preguntas.
—¿Y porqué hasta entonces...? –quiso seguir el joven.
—Mañana, hijo... mañana –lo interrumpió el padre..Bien temprano a la
mañana siguiente, cuando todos dormían en la casa, el padre se
acercó al joven, lo despertó con ternura, lo ayudó a vestirse y lo
llevó con él al campo.
—Mira, hijo, hasta ahora no te conté esto porque creí que no estabas
preparado para conocer la verdad. Pero hoy me parece que has
crecido, que ya eres un hombrecito y estás en condiciones de saber
lo que sea y de guardar el secreto mientras sea necesario.
—¿Qué secreto papá?
—Te diré. Todas esas piedras están entre los tomates sólo para
marcar un determinado lugar del jardín. Debajo de todas esas rocas
está enterrado un valioso diamante, que es el tesoro de esta
familia. Yo no quise que los demás supieran, porque me pareció que
no se hubieran quedado tranquilos. Así como yo hoy comparto el
secreto contigo, tuya será desde hoy la responsabilidad del secreto
familiar... Algún día tendrás tus propios hijos, y algún día sabrás
que alguno de ellos debe ser informado del secreto. Ese día llevarás
a tu hijo lejos de la casa y le contarás la verdad sobre la joya
escondida, como yo hoy te la cuento a ti –el padre besó en la
mejilla a su hijo y siguió—.
Guardar un secreto también consiste en saber cuándo es el momento y
quién es la persona que puede ser digna del mismo.
Hasta tanto llegue tu día de elegir, debes dejar que los otros
miembros de la familia, todos los otros, crean lo que quieran sobre
las rocas amarillas, verdes o azules.
—Puedes confiar en mí, papá –dijo el jovencito y se paró erguido,
para parecer más grande.
...Pasaron los años. El viejo campesino murió y el jovencito se hizo
hombre. Este tuvo sus hijos y de entre todos ellos, hubo uno solo
que supo a su tiempo el secreto del brillante. Todos los demás
creían en la suerte que traían las piedras amarillentas.
Durante años y años, generación tras generación, los miembros de esa
familia acumularon piedras en el jardín de la casa. Se había formado
allí una enorme montaña de piedras amarillentas, una montaña a la
que la familia honraba como si fuera un enorme talismán
infalible..Sólo un hombre o una mujer en cada generación era el
portador de la verdad del diamante, todos los demás adoraban las
piedras...
Hasta que un día, vaya a saber porqué, el secreto se perdió.
Quizás un padre que murió súbitamente, quizás un hijo que no creyó
lo que le contaron. Lo cierto es que de allí en más, hubo quienes
siguieron creyendo en el valor de las piedras y hubo también quienes
cuestionaron esa vieja tradición. Pero nunca más, nadie se dio
cuenta de la joya escondida.
Estos
cuentos que acabás de leer son apenas algunas piedras. Piedras
verdes, piedras amarillas, piedras rojas.
Estos cuentos, han sido escritos sólo para señalar un lugar o un
camino.
El trabajo de buscar adentro, en lo profundo de cada relato, el
diamante que está escondido... es una tarea de cada uno.