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EL REY QUE QUERÍA SER ALABADO

Recuentos para Demián

Jorge Bucay

 
 

EL REY QUE QUERÍA SER ALABADO

—Estaba pensando y me di cuenta de que hay muchas cosas por las que pago muy caro. Y esto no me deja sentirme muy bien.

Tengo la sensación de estar atrapado en una rueda, de la cual no puedo salir. ¿Cómo se puede hacer para saber con anticipación si el precio a pagar por algo es caro, barato o justo?

Con las cosas materiales es fácil porque hay un precio más o menos establecido, pero con todo lo demás, ¿cuál es la medida?

—Parece que habría que empezar por saber qué quiere decir caro, qué significa pagar caro.

—Pagar caro es pagar mucho.

—Toma desde lo material ¿u$s 100.000 es mucho?

—Sí, claro.

—Entonces, un avión Jumbo que se vende en u$s 100.000 sería caro.

—Y, depende para quién. Para mí, ¡sí!

—¿Por qué?

—Porque yo no tengo u$s 100.000. Ni los puedo conseguir.

—No, Demi, tú estás confundiendo caro con costoso. Un Jumbo que se venda en u$s 100.000 es barato, tengas tú el dinero o no.

—Entonces, ¿cómo es?

—Lo que determina que algo sea caro o barato es la comparación entre el precio (lo que cuesta) y el valor (lo que vale). No entre lo que cuesta y lo que tienes.

Es caro, Demi, aquello que cuesta más de lo que vale.

—Más de lo que vale... Claro, por eso hay muchas cosas por las que siento que estoy pagando caro... Ahora entiendo.

—El valor de las cosas que no son materiales –siguió Jorge— (y a veces el de éstas también) es tan subjetivo, que solamente uno mismo puede determinar si un determinado precio es justo o no. Pero hay bienes preciados que todos poseemos y no sé si sabemos evaluar. Uno de ellos es la dignidad. Me parece que la propia dignidad, el autorrespeto como te dije alguna vez, son tan valiosos que pagar con ellos es siempre demasiado caro.

Hubo una vez un rey a quien la vanidad había vuelto loco (la vanidad siempre termina por volver loca a la gente).

Ese rey mandó construir, en los jardines de su palacio, un templo y dentro del templo hizo poner una gran estatua de sí mismo en posición de loto.

Todas las mañanas después del desayuno, el rey iba a su templo y se postraba ante su imagen orándose a sí mismo.

Un día decidió que una religión que tuviera un solo seguidor no era una gran religión, así que pensó que debía tener más adoradores.

Decretó entonces que todos los soldados de la guardia real se postrasen ante la estatua por lo menos una vez al día. Lo mismo debían hacer todos los servidores y los ministros del reino.

Su locura crecía a medida que pasaba el tiempo y, no conforme con la sumisión de los que lo rodeaban, dispuso un día que la guardia real fuera al mercado y trajera a las tres primeras personas con las que se cruzaran.

Con ellas, pensó, demostraré la fuerza de la fe en mí. Les pediré que se inclinen ante mi imagen. Si son sabios, lo harán y si no, no merecen vivir.

La guardia fue al mercado y trajo a un intelectual, a un sacerdote y a un mendigo que eran, en efecto, las tres primeras personas que encontraron.

Los tres fueron conducidos al templo y allí el rey les dijo:

—Esta es la imagen del único y verdadero Dios, postraos ante ella o vuestras vidas serán ofrecidas como sacrificio ante él.

El intelectual dijo:

—El rey está loco y me matará si no me inclino. Este es evidentemente un caso de fuerza mayor. Nadie podría juzgar mal mi actitud a luz de que fue hecha sin convicción, para salvar mi vida y en función de la sociedad a la cual me debo –y dicho esto se postró ante la imagen.

El sacerdote dijo:.—El rey ha enloquecido y cumplirá su amenaza. Yo soy un elegido del verdadero Dios y por lo tanto, mis actos espirituales santifican el lugar donde esté. No importa cuál sea la imagen, será el verdadero Dios aquel a quien yo esté honrando.

Y se arrodilló.

Llegó el turno del mendigo, que no hacía ningún movimiento.

—Arrodíllate –dijo el rey.

—Majestad, yo no me debo al pueblo, que en realidad la mayor parte de las veces me corre a patadas de los umbrales de sus casas. Tampoco soy el elegido de nadie, salvo de los pocos piojos que sobreviven en mi cabeza. Yo no sé juzgar a nadie ni puedo santificar ninguna imagen; y en cuanto a mi vida, no creo que sea un bien tan preciado como para hacer ridiculeces para conservarla... Por lo tanto, mi señor, no encuentro ningun razón valedera para arrodillarme aquí...

Dicen que la respuesta del mendigo conmovió tanto al rey, que este se iluminó y comenzó a revisar sus propia posturas.

Sólo por ello, cuenta la leyenda, el rey se curó y mandó reemplazar el templo por una fuente y la estatua por enormes canteros con flores.

 
 
 
 
 
 

 
 

 
         
         
       
       
       
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