EL LABERINTO
Jorge había escrito un cuento.
Porque yo se lo pedí, porque él tenía ganas o por ambas cosas, lo
compartió conmigo.
Siempre le habían gustado los enigmas...
Desde chico se había desafiado a sí mismo en cuanto crucigrama,
acertijo, laberinto, criptograma y problema de ingenio se le había
presentado.
Con mayor o menor éxito, había usado gran parte de su vida y de su
cerebro en resolver problemas que otros habían inventado. Por
supuesto que no era infalible, pasaron por sus manos muchos
acertijos que eran demasiado complicados para él.
Frente a ellos, Joroska había repetido una secuencia casi ritual:
los miraba un rato largo y definía de un vistazo, como experto que
era, si este problema pertenecía o no al grupo de los insolubles.
Si su mirada confirmaba que lo era, Joroska tomaba aire y de todas
maneras se abocaba a la resolución.
Comenzaba entonces la etapa de la frustración por psicologizar el
análisis del ritual.
Aparecían las preguntas imposibles, los caminos cerrados, los
símbolos intrincados, las palabras desconocidas, los planteos
imprevisibles.
Joroska había descubierto hacía tiempo su actitud exitista frente a
la vida.
¿Sería por eso que estos enigmas empezaban a aburrirlo?
El caso es que poco tiempo después de la tentativa, se aburría
cósmicamente y abandonaba el problema, criticando en el fondo de su
subconsciente al estúpido “hacedor” de problemas que ni él podía
resolver....Creo que fue debido a que también se aburría con los
planteos demasiado fáciles, que llegó a la conclusión de que hay un
enigma a la medida de cada “resolvedor”, y sólo él mismo puede saber
cuál es su medida.
Lo ideal sería crear los propios acertijos a la propia medida, se
dijo. Pero inmediatamente se dio cuenta de que eso haría perder
interés al enigma mismo. El creador tendría la solución a medida que
planteaba el problema.
Un poco jugando y un poco animado por la idea de ayudar a otros que,
como él, quisieran resolver estos enigmas, comenzó a crear dilemas,
juegos de palabras, de números, problemas de lógica y planteos de
pensamiento abstracto...
Pero su gran obra fue la construcción del laberinto.
En el fondo de su enorme casa, empezó, los días de solcito y paz, a
levantar paredes, ladrillo por ladrillo, para armar a escala natural
un enorme laberinto.
Pasaron años. Todos sus acertijos eran compartidos con amigos,
revistas especializadas y algunas últimas páginas de diarios. Pero
el laberinto no se publicaba ni se trasladaba; el laberinto crecía y
crecía en el fondo de la casa.
Joroska lo complicaba más y más. Casi sin darse cuenta, el
intrincado laberinto tenía cada vez más caminos sin salida.
La construcción se transformó en parte de su vida. No había día en
que Joroska no agregara algún ladrillo, tapiara una salida o
prolongara una curva para hacer más difícil su recorrido.
¿Cuándo fue? Diría yo que alrededor de veinte años después.
El fondo de su casa no alcanzaba para seguir construyendo y entonces
el laberinto empezó, casi naturalmente, a incluirse en su propia
casa.
Para ir del dormitorio al baño, había que dar 8 pasos al frente,
girar a la izquierda, dar 6 pasos, luego a la derecha, bajar 3
escalones, caminar 5 pasos, doblar otra vez a la derecha, saltar un
obstáculo y abrir una puerta...
Para ir a la terraza había que inclinar el cuerpo sobre la pared
izquierda, rodar unos metros y subir por una escalera de soga hasta
el piso alto....Así, poco a poco, su casa se fue transformando en un
gran laberinto, de tamaño natural.
Al principio, esto lo llenó de satisfacción. Era divertido transitar
esos pasillos que lo conducían también a él, a veces, a rutas sin
salida (era imposible recordar todos los caminos en la memoria).
Era un laberinto a su medida.
A su medida.
Desde entonces Joroska invitó mucha gente a su casa, a su laberinto;
pero aun los más interesados terminaban, como él en otros acertijos,
aburriéndose.
Joroska se ofrecía a guiarlos por su casa, pero la gente después de
un rato decidía irse. Palabras más o palabras menos, todos le decían
lo mismo:
—¡No se puede vivir así!
Finalmente Joroska no aguantó su eterna soledad y se mudó a una casa
sin laberintos, donde pudo recibir sin
problemas a la gente.
Sin embargo cada vez que conocía a alguien que le parecía lúcido, lo
llevaba a su verdadero lugar.
Como hacía aquel niño aviador de El principito con sus
dibujos de las boas cerradas y las boas abiertas, así Joroska abría
su laberinto para los que le parecían merecedores de tal
“distinción”.
...Joroska nunca encontró a nadie que quisiera vivir con él en ese
lugar.