EL JUEZ JUSTO
Como siempre después de una revolución en mi cabeza, las ideas
empezaban a decantarse y las relaciones entre ellas, a recuperarse.
¿Cuántas veces en mi vida había intentado entender el incomprensible
misterio de los eternos compradores de buzones?
Nunca había podido encontrar un asomo de explicación a la inacabable
existencia de víctimas para los “cuentos del tío”.
¿Qué pasaba por la cabeza de un individuo que terminaba comprando un
transatlántico por unas monedas?
¿Cómo llegaba alguien a asociarse con un estafador?
¿Por qué una persona medianamente inteligente acababa descubriendo
después de pagarla, que la mercadería comprada a precio ridículo no
era más que basura camuflada?
Ahora por fin, aparecía la respuesta:
Todos los estafados habían pensado en algún momento que la situación
los beneficiaba, la mayoría habían pasado un rato relamiéndose en
secreto de su ganancia posterior, muchos habían disfrutado creyendo
que eran ellos los piolas que estaban estafando al otro...
¿Haría yo lo mismo cuando me tragaba algún anzuelo?
Sí, claro que hacía eso.
Claro que eso es lo que hago cuando me engancho.
“Engancharme” no es otra cosa que quedarme colgado de cualquier
promesa o afirmación que suene agradable a mis oídos.
...”Engancharse”... hasta recuerda al anzuelo...
Y cómo no va a resonar así. Hasta la misma expresión castellana de
“tragarse el anzuelo” ya insinúa este punto.
¡Tragarse un anzuelo en el que hay que ensartada una tentadora
lombriz o peor aún, una atractiva, colorida y vistosa mosca... de
plástico!.Me engancho... me trago el anzuelo... ¿con qué encarnan
los otros... los que pescan? ... ¿cuáles son las lombrices que más
me apetecen?...
las promesas de amor eterno...
la fantasía de aceptación total...
la valoración y el reconocimiento de los otros...
el deseo de ver primero lo que nadie vio...
la vanidad de destacarme por sobre el resto...
la mirada que me ve como yo quisiera ser...
la permanencia incondicional de otro a mi lado...
y tantas otras...
¡tantas!
Yo me daba cuenta de que con el tiempo, la experiencia y el
crecimiento, aprendía a escupir cada vez más rápido los anzuelos que
me tragaba, pero... ¿y las heridas?
—¿Y las heridas, gordo? –le pregunté— ¿y las heridas? Tú me enseñas
a despreciar las lombrices muertas y descoloridas, me muestras
permanentemente cuáles son las mosquitas de plástico para que no me
ensarte con los anzuelos, pero me parece que no me muestras cómo
hacer para no lastimarme.
Parece que el destino de nosotros los crédulos, es terminar andando
por la vida cosidos de cicatrices que fueron dejando algunos
anzuelos que mordimos y otros que nos tragamos. Por lo menos, yo lo
que quiero es no lastimarme más, gordo. Me niego a quedar en manos
de la decisión de otros de dañarme o curarme. No quiero...
—Es el precio, Demián, es el precio. ¿Te acuerdas de la rosa de El
Principito?
—Sí... Ya sé adónde apuntas: “... debo soportar algunos gusanos si
quiero conocer las mariposas...”
—Eso –confirmó Jorge.
Me quedé en silencio rumiando una extraña mezcla de dolor,
indignación, resignación e impotencia.
Después me quejé:
—Sigo pensando que el mentiroso tiene demasiadas ventajas y pocos
costos.
—A veces sí y a veces, no –dijo el gordo—. La mentira tiene muchas
contras. De todas maneras, lo peor de la mentira es que NO SIRVE...
Antes o después, toda mentira queda expuesta y todo lo aparentemente
conseguido, se desvanece como la niebla al salir el sol... y es más:
a veces la vida hace justicia y el engaño se vuelve en contra del
mentiroso.
Jorge entrecerró los ojos y buscó en su memoria:
—Viene cuento... –adiviné.
—Viene..
Cuando Lien—tzu murió, su esposa Zumi, su hijo mayor Ling y sus dos
niños pequeños, quedaron en la más absoluta pobreza.
Mientras el hombre de la casa estaba vivo, había estado trabajando
de sol a sol en las plantaciones de arroz de Cheng.
El grueso de su paga era en arroz y sólo recibía unas pocas monedas,
que apenas alcanzaban para las mínimas necesidades de la familia, a
la cabeza de las cuales estaba el pago de los maestros y los
cuadernos de estudio para Ling y sus hermanos.
El día de su muerte, Lien—tzu salió de su casa como siempre antes
del amanecer. Camino a la plantación escuchó los gritos de auxilio
que daba un anciano, que era arrastrado por las caudalosas aguas del
río.
Lien—tzu lo reconoció, era el viejo Cheng, el dueño de la plantación
donde él trabajaba.
El nunca había sido un buen nadador, y se necesitaba ser un gran
nadador para siquiera entrar en el río; cuánto más para rescatar al
anciano.
Miró a su alrededor, pero nadie transitaba el camino a esa hora... y
correr a buscar ayuda, le llevaría más de media hora...
Casi en un impulso, Lien—tzu tomó aire y se arrojó al río.
Apenas llegó al anciano, la corriente empezó a arrastrarlo también a
él río abajo.
Los cuerpos sin vida de ambos aparecieron abrazados en el remanso
del río, algunos kilómetros abajo...
Tal vez porque de alguna manera los hijos del anciano quisieron
hacer responsables a Lien—tzu de la muerte de su padre, quizás
porque el pequeño Ling era demasiado joven para el trabajo, o quizás
porque como dijeron, no había tanto trabajo en los arrozales, pero
el caso es que los hijos del muerto se negaron a concederle a Ling
el derecho de conservar el trabajo de su padre.
El joven Ling insistió.
Primero les dijo que con sus trece años él ya era bastante grande
para el trabajo, después les dijo que ese trabajo lo había heredado
de su padre, después habló sobre su capacidad de trabajo y sobre su
habilidad manual y cuando todo esto no sirvió, Ling les rogó el
trabajo argumentando la necesidad económica de su familia.
Ningún argumento alcanzó y el joven fue invitado a retirarse de la
plantación.
Ling se indignó y empezó a alzar la voz, a reivindicar el sacrificio
de su padre, a hablar de explotación, de derechos, de demandas, de
exigencias...
En medio de un forcejeo, Ling fue sacado a empellones del lugar y
arrojado a la polvorienta calle...
Desde entonces la familia comía cuando podía, apoyada en algunos
trabajos temporarios que conseguía Ling, y el sacrificio de su madre
que lavaba y cosía ropas para otros.
Un día, como todos los días, Ling salía de la plantación, como todos
los días había ido a pedir trabajo, como todos los días le habían
dicho que no había nada para él...
Salía con la cabeza baja, mirando el piso y sus gastadas sandalias.
Pateaba las piedras que encontraba, consolando su dolor.
De repente pateó algo y sintió un ruido diferente, buscó con la
mirada lo que había pateado...
No era una piedra, era una bolsita de cuero cerrada con un cordel y
cubierta de tierra.
El joven la volvió a patear.
No estaba vacía. Hacía un hermoso ruido al rodar por le piso.
Ling siguió pateando la bolsita durante horas y horas, disfrutando
del sonido que hacía...
Finalmente la levantó y la abrió.
Adentro había un montón de monedas de plata... ¡muchísimas
monedas!... Más de las que él había visto en su vida...
Las contó..Eran quince. Quince hermosas, nuevas y brillantes
monedas.
Y eran de él.
El las había encontrado tiradas en el piso.
El las había pateado durante media hora.
El había abierto la bolsa.
No había duda de que eran suyas...
Ahora por fin su madre podría dejar de trabajar, sus hermanos
volverían a estudiar y todos podrían comer los que quisieran...
todos los días.
Corrió al pueblo “de compras”...
Llegó a la casa cargado de comida, de juguetes para sus hermanos,
acolchados para abrigo y dos hermosos vestidos, traídos desde la
India, para su madre.
Su llegada fue una fiesta... todos tenían hambre y nadie preguntó de
dónde había salido la comida, hasta después de haberla terminado.
Después de la cena, Ling repartió los regalos y cuando los niños,
cansados de jugar, se fueron a dormir, Zumi hizo señas a Ling para
que se sentara a su lado.
Ling ya sabía que quería su madre.
—No creerás que lo robé –dijo Ling.
—Nadie te regalaría todo esto por nada... –dijo su madre.
—No, nadie regala –asintió Ling—. Lo compré. Yo lo compré.
—¿Y de dónde sacaste el dinero, Ling?
Y el joven le contó a su madre cómo encontró la bolsa de las
monedas...
—Ling, hijo mío, ese dinero no es tuyo –dijo Zumi.
—¿Cómo que no es mío? –protestó Ling—. Yo lo encontré.
—Hijo, si tú lo encontraste, alguien lo perdió. Y ese que lo perdió
es el verdadero dueño del dinero –sentenció la mujer.
—No –dijo Ling—. El que lo perdió, lo perdió y el que lo encontró,
lo encontró. Yo lo encontré. Y si no tiene dueño, es mío.
—Bien, hijo –siguió la madre—. Si no tiene dueño es tuyo. Pero si
tiene dueño hay que devolver su propiedad.
—No, madre.
—Sí, Ling, recuerda a tu padre y piensa qué te diría él..Ling bajó
la cabeza y asintió a disgusto.
—¿Y qué haré con las monedas que gasté? –preguntó el joven.
—¿Cuántas monedas gastaste?
—Dos.
—Bien, ya veremos cómo podemos pagarlas –dijo Zumi—.
Ahora vete al pueblo y pregúntale a la gente quién perdió una bolsa
de cuero. Empieza por preguntar cerca de donde la encontraste.
Otra vez con la cabeza baja, esta vez saliendo de su casa, Ling se
lamentaba de su destino.
Al llegar entró en la plantación y preguntó al encargado si alguien
había extraviado algo.
El encargado no sabía, pero iba a averiguar.
Al rato, el hijo mayor del anciano y actual dueño del arrozal salió
a su encuentro.
—¿Tú te llevaste mi bolsa de monedas? –le preguntó en tono acusador.
—No, señor, la encontré en la calle –contestó Ling.
—¡Dámela, rápido! –le gritó.
El joven sacó de entre sus ropas la bolsa y se la dio.
El hombre vació la bolsa en su mano y empezó a contar...
El muchacho se anticipó:
—Encontrará que sólo faltan dos monedas, Señor Cheng.
Yo juntaré el dinero para devolvérselas o trabajaré gratis hasta
compensarlo.
—¡Trece!... ¡Trece! –rugió— ¿Dónde están las monedas que faltan?
—Ya le dije, Señor –empezó el joven—. Yo no sabía que la bolsa era
suya. Pero yo le devolveré su dinero...
—¡Ladrón! –lo interrumpió el hombre— ¡ladrón! Yo te enseñaré a no
quedarte con lo que no es tuyo –y salió a la calle gritando—. Yo te
enseñaré... yo te enseñaré.
El joven marchó a su casa. No podría saber si era mayor su rabia o
su desesperación.
A su llegada, le contó a Zumi lo sucedido y ésta lo consoló.
Le prometió que ella hablaría con ese hombre para arreglar el
asunto..Sin embargo, al día siguiente un emisario del juez llegó con
una citación para Zumi y para Ling por el robo de diecisiete monedas
de una bolsa.
¡Diecisiete!
Ante el juez, el hijo del anciano declaró bajo juramento que le
había desaparecido de su escritorio una bolsa de cuero.
—Fue el mismo día que Ling estuvo a pedir trabajo – declaró Cheng—
... y al día siguiente, apareció este ladronzuelo diciendo que había
“encontrado” esa bolsa y preguntando “si alguien la había perdido”.
¡Qué descaro!
—Continúe señor Cheng –dijo el juez.
—Por supuesto que le dije que la bolsa era mía y cuando me la
devolvió de inmediato revisé el contenido y confirmé lo que
sospechaba: faltaban monedas. ¡Diecisiete monedas de plata!
El juez escuchó atentamente el relato y luego dirigió su mirada al
muchacho que, avergonzado por la situación, no se animaba a hablar.
—¿Qué tienes para decir, Ling? La acusación que aquí se te hace es
muy seria –preguntó el juez.
—Señor juez, yo no robé nada. Encontré esa bolsa en la calle. Yo no
sabía que el dueño era el señor Cheng. Es cierto que abrí la bolsa y
es cierto también que gasté parte de ellas en comida y juguetes para
mis hermanos, pero fueron sólo dos las monedas y no diecisiete –el
joven sollozaba—. ¿Cómo podría haber tomado diecisiete monedas de la
bolsa si no tenía más que quince cuando la encontré? Yo tomé sólo
dos monedas, señor juez, sólo dos.
—Veamos –dijo el juez— ¿Cuántas monedas tenía la bolsa cuando el
joven la devolvió?
—Trece –contestó el demandante.
—Trece —asintió Ling.
—¿Y cuántas monedas tenía la bolsa cuando te faltó? –preguntó el
juez.
—Treinta, Su Señoría –contestó el hombre.
—No. No –interrumpió Ling—. Sólo tenía quince
monedas. Lo juro. Lo juro..—¿Jurarías tú –interrogó al dueño del
arrozal— que la bolsa tenía treinta monedas de plata cuando estaba
en tu escritorio?
—Claro, señor juez –confirmó—, ¡lo juro!
Zumi levantó su mano tímidamente y el juez le hizo señas para que
hablara.
—Señor Juez –dijo Zumi—. Mi hijo es un niño aún y reconozco que ha
cometido más de un error en esta situación.
Sin embargo, hay algo que puedo asegurar, Ling no miente. Si él dice
que gastó sólo dos monedas, esto es verdad. Y si dice que la bolsa
tenía sólo quince monedas cuando él la encontró, esa debe ser la
verdad. Quizás, señor, alguien encontró la bolsa antes de que...
—Alto, señora –interrumpió el juez—. Es mi tarea y no la tuya
decidir qué pasó y administrar justicia. Querías hablar y se te
permitió, ahora siéntate y aguarda mi fallo.
—Eso Señoría, el fallo, queremos justicia –dijo el demandante.
El juez hizo una seña a su ayudante para que hiciera sonar el gong.
Esto quería decir que el juez iba a dar su veredicto.
—Demandante y demandado, pese a que al principio la situación era
confusa, ahora se ha tornado clara –empezó el juez—. No tengo razón
para dudar de la palabra del señor Cheng cuando jura que le faltó
una bolsa con treinta monedas de plata...
El hombre sonrió malvadamente mirando a Ling y a Zumi.
—Sin embargo, el joven Ling asegura haber encontrado una bolsa con
quince monedas –siguió el juez— y tampoco tengo razón para dudar de
su palabra...
Un silencio se produjo en la sala, y el juez siguió.
—Por lo tanto, es evidente para este tribunal que la bolsa
encontrada y devuelta, NO ES la que perdió el señor Cheng y por lo
tanto, no corresponde ningún reclamo a la familia de Lien—tzu. No
obstante, se dejará archivado el reclamo del demandante a quien
deberá entregársele cualquier bolsa que sea encontrada y devuelta en
los próximos días y cuyo contenido de origen fuera de treinta
monedas de plata..El juez sonrió y se encontró con los ojos
agradecidos de Ling.
—Y en cuanto a esta otra bolsa, jovencito...
—Sí, Señoría –balbuceó el joven—. Me doy cuenta de mi
responsabilidad y estoy dispuesto a pagar mi error.
—¡Cállate!... En cuanto a la bolsa de las quince monedas, decía,
debo admitir que nadie ha reclamado todavía y que dadas las
circunstancias –dijo, mirando de reojo al señor Cheng— creo que es
poco probable que alguien la reclame... Por lo tanto, entiendo que
la bolsa podría ser declarada propiedad de quien la encontrara. ¡Y
ya que tú la encontraste... Es tuya!
—Pero, Señoría... –empezó a decir Cheng.
—Señoría... –intentó empezar Ling.
—Señor juez... –quiso decir Zumi.
—¡Silencio! –ordenó el juez— ¡Cosa juzgada! Fuera todos...
El juez se levantó y salió con rapidez del recinto, mientras el
ayudante volvía a hacer sonar el gong...