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EL HOMBRE QUE SE CREÍA MUERTO

Recuentos para Demián

Jorge Bucay

 
 

EL HOMBRE QUE SE CREÍA MUERTO

Recuerdo que me había quedado pensando en el cuento de las dos manitas.

—Es como aquella poesía de Almafuerte –comenté—. No te des por vencido ni aun vencido.

—Puede ser –dijo el gordo— aunque más me parece que en este caso es: “No te des por vencido antes de ser vencido” o si quieres: “No te declares perdedor antes de llegar al tiempo de la evaluación final”. Porque...

Y ya que estaba, me contó otro cuento.

Había un señor muy aprensivo respecto de sus propias enfermedades y sobre todo, muy temeroso del día en que le llegara la muerte.

Un día, entre tantas ideas locas, se le ocurrió que quizás él ya estaba muerto. Entonces le preguntó a su mujer:

—Dime mujer, ¿no estaré muerto yo?

La mujer rió y le dijo que se tocara las manos y los pies.

—Ves, ¡están tibios! Bien, eso quiere decir que estás vivo.

Si estuvieras muerto, tus manos y tus pies estarían helados.

Al hombre le sonó muy razonable la respuesta y se tranquilizó.

Pocas semanas después, el hombre salió bajo la nieve a hachar algunos árboles. Cuando llegó al bosque se sacó los guantes y comenzó a hachar.

Sin pensarlo, se pasó la mano por la frente y notó que sus manos estaban frías. Acordándose de lo que le había dicho su esposa, se quitó los zapatos y las medias y confirmó con horror que sus pies también estaban helados.

En ese momento ya no le quedó ninguna duda, se “dio cuenta” de que estaba muerto.

—No es bueno que un muerto ande por ahí hachando árboles –se dijo. Así que dejó el hacha al lado de su mula y se tendió quieto en el piso helado, las manos en cruz sobre el pecho y los ojos cerrados.

A poco de estar tirado en el piso, una jauría comenzó a acercarse a las alforjas donde estaban las provisiones. Al ver que nada los paraba, destrozaron las alforjas y devoraron todo lo que había de comestible. El hombre pensó:

—Suerte que tienen que estoy muerto que si no, yo mismo los echaba a patadas.

La jauría siguió husmeando y descubrió el burro atado a un árbol. Fácil presa era de los filosos dientes de los perros. El burro chilló y coceó pero el hombre sólo pensó qué lindo sería defenderlo, si no fuera porque él estaba muerto.

En algunos minutos dieron cuenta del burro, sólo unos pocos perros seguían royendo algún hueso.

La jauría, insaciable, siguió rondando el lugar.

No pasó mucho tiempo hasta que uno de los perros olió el olor del hombre. Miró a su alrededor y vio al hachero tirado inmóvil en el piso. Se acercó lentamente (muy lentamente, porque el hombre era muy peligroso y engañador).

En pocos instantes, todos los perros babeando sus fauces rodearon al hombre.

—Ahora me van a comer –pensó—. Si no estuviera muerto, otra sería la historia.

Los perros se acercaron...

...y viendo su inacción se lo comieron.

 

 
 
 
 
 
 

 
 

 
         
         
       
       
       
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