Durante largo tiempo Siddharta había vivido la vida del
mundo y de los placeres, pero sin formar
parte de esa existencia. Se le habían despertado los
sentidos que adormeció en los ardientes años
de samana; había probado la riqueza, la voluptuosidad, el
poder; no obstante, durante mucho tiempo permaneció siendo
un samana dentro del corazón. Se dio cuenta de ello la misma
Kamala, la
inteligente. La vida de Siddharta seguía estando presidida
por tres cosas: pensar, esperar y ayunar;
todavía la gente del mundo, los seres humanos le eran
extraños, igual que él lo era para los demás.
Los años pasaban, y Siddharta, rodeado de bienestar, apenas
se daba cuenta.
Se había hecho
rico; ya poseía su propia casa con los correspondientes
criados, y un jardín en las afueras de la ciudad, junto al
río. La gente le quería; le iban a ver cuando necesitaban
dinero o consejos. Pero, a excepción de Kamala, nadie
consiguió ser su amigo íntimo.
Poco a poco
se había convertido en recuerdo aquel estado alto y sereno
de renacido -el que sintió
en su juventud, días después del sermón de Gotama y de la
separación de Govinda-, aquella esperanza expectante, aquel
orgullo de soledad sin profesores ni doctrinas, aquella
disposición dócil a oír la voz divina en su propio interior;
todo fue pasajero; la fuente sagrada murmuraba en la lejanía
y con voz muy débil -la que antes estuvo muy cerca-, en su
propio interior
Sin
embargo, le había quedado todavía mucho de lo que aprendió
de los samanas, de Gotama, de su padre, el
brahmán: la vida moderada, el placer de pensar, las horas de
meditación, el conocer secretamente
el yo, el eterno yo, que no es cuerpo ni conciencia.
Sí, le había quedado algo de todo aquel pasado, pero ello se
encontraba en el olvido, cubierto de polvo. Era como la
rueda del alfarero que, una vez en marcha, no se detiene
bruscamente, sino que con lentitud y cansancio aminora la
marcha hasta pararse del todo. En el alma de Siddharta, la
rueda del ascetismo, de la reflexión, había girado durante
mucho tiempo; y ahora todavía daba vueltas, pero muy
despacio, vacilando: se hallaba a punto de detenerse.
Paulatinamente, como la humedad penetra en la corteza del
árbol y la invade y la pudre, así el mundo y la pereza
habían penetrado en el alma de Siddharta; con insidia le
llenaban el alma, daban pesadez a su cuerpo, le cansaban, le
adormecían. Por el contrario, sus sentidos se habían
despertado, habían aprendido mucho, poseían gran
experiencia.
Siddharta había aprendido a comerciar, a ejercitar su poder
sobre las personas, a divertirse con una mujer; se había
aficionado a vestir ropas elegantes, a ordenar a los
servidores, a bañarse en aguas perfumadas. Le gustaba comer
sabrosos platos preparados con cuidado; platos de pescado,
carne, aves, especias y dulces, y bebía el vino que da
pereza y ayuda a olvidar. Había progresado en
el juego de los dados, en el tablero de ajedrez, en el saber
mirar a las bailarinas; sabía dejarse llevar en una litera,
y dormir en una cama blanda.
Pero aún no se sentía diferente o superior a los demás;
siempre los observaba con un poco de ironía y desprecio,
precisamente con ese desdén que siente un samana por la
gente de mundo. Cuando Kamaswami se encontraba enfermo,
cuando le perseguían las preocupaciones de los negocios,
Siddharta siempre le lanzaba una mirada burlona. Sólo que,
lentamente, sin que se notara
en el continuo ritmo de las cosechas y estaciones de lluvia,
su ironía se había cansado, su superioridad había conseguido
calmarse. Y despacio, en medio de su riqueza creciente,
Siddharta se había adaptado un poco a las maneras de los
pueriles seres humanos, a su candidez, a sus temores.
Y sin embargo, los envidiaba. Sentía cada vez más celos, a
medida que se iba pareciendo más a ellos. Codiciaba lo único
que a él le faltaba y que los hombres tenían: la importancia
que lograban dar a su existencia, la pasión de sus alegrías
y temores, la dulzura inquietante y la felicidad de sus
amoríos. Los envidiaba a ellos, a sus mujeres, a sus hijos,
a su honor o su dinero; esos seres siempre se hallaban
llenos de planes y esperanzas.
Pero precisamente era eso lo que no conseguía disimular: esa
alegría y necedad infantiles.
Aprendía de ellos
tan sólo lo desagradable, lo que despreciaba. Cada vez con
más frecuencia le
ocurría que tras pasar una noche en sociedad, a la mañana
siguiente se quedaba mucho tiempo en
la cama, se sentía estúpido, y cansado. Cada vez más a
menudo se enfadaba y perdía la paciencia cuando Kamaswami le
aburría con sus preocupaciones.
Primero, cuando perdía en el juego de los dados reía
demasiado fuerte. Su rostro aún parecía más inteligente y
sereno que el de los otros. Pero luego empezó a reír poco y
adoptó uno tras otro aquellos gestos que se veían con
frecuencia en los rostros de los potentados, los gestos de
descontento, de dolor, del mal humor, de desidia, de dureza
del corazón. Paulatinamente le atacó la enfermedad de los
hombres ricos.
Lentamente el cansancio cubría a Siddharta como un velo, con
una niebla fina; cada día un poco más turbia, cada año algo
más pesada. Como un vestido nuevo que con el tiempo se
vuelve viejo, pierde su color brillante, se mancha, se
arruga, se gasta en los dobladillos y muestra algunos
deshilachados, así fue la vida que Siddharta empezó tras la
separación de Govinda; había envejecido, y al compás de los
años perdía su brillo, se manchaba y se arrugaba,
escondiendo en el fondo el desengaño y el asco. Siddharta no
lo advertía. Sólo notaba que aquella voz clara y segura
de su interior, la que le acompañó en los tiempos de
brillantez desde que se despertara, habíase silenciado
ahora.
Le habían capturado el mundo, el placer, las exigencias, la
pereza y, por último, también, aquel vicio que por ser el
más insensato, siempre había despreciado más: la codicia.
Por fin, las ansias de posesión y de riqueza se habían
apoderado de Siddharta; ya no era un juego, sino una carga y
una cadena.
Siddharta había llegado a esta triste servidumbre por un
camino raro y lleno de sinsabores: el juego de los dados.
Desde el momento en que su corazón dejó de ser el de un
samana, empezó a jugar por dinero y por objetos valiosos,
con pasión, con furia creciente; era el mismo juego que
antes había considerado, entre sonrisas e ironías, como una
costumbre más de los seres humanos.
Como jugador le temían; pocos se atrevían con él; a tanta
altura habían llegado sus atrevidas apuestas. Jugador,
inducido por la miseria de su corazón, al malgastar el
dichoso dinero experimentaba una salvaje alegría; de ninguna
otra forma podía demostrar con más claridad y sarcasmo su
desdén por la riqueza, la diosa de los comerciantes.
Así, pues, jugaba mucho y sin miramientos; se odiaba a sí
mismo, se burlaba del dinero; ganaba
a miles, perdía por millares; disipaba el dinero, las joyas,
una casa de campo; y volvía a resarcirse,
y volvía a perder.
Le gustaba aquel miedo, aquella angustia terrible que sentía
en el juego de los dados, tras haber apostado mucho; buscaba
poder renovarlo siempre, aumentarlo cada vez más, pues sólo
esa sensa- ción le producía algo parecido a una felicidad, a
un entusiasmo, a una vida elevada en medio de la
mediocridad, de la existencia gris e indiferente. Y después
de una gran pérdida buscaba nuevas riquezas, hacía los
negocios con más diligencia, obligaba a saldar las deudas
con más severidad, pues quería seguir jugando, malgastando,
demostrando su desprecio por el dinero. Mas cuando le iba
mal en el juego, perdía la tranquilidad, agotaba su
paciencia contra los mendigos, ya no poseía
el placer de regalar ni de prestar cómo antes.
¡Siddharta, el que en una sola jugada perdía diez mil, y
además se reía, ahora en los negocios cada vez se volvía más
severo y pedante! ¡Y por la noche soñaba con dinero! Y
Siddharta huía cada vez que se despertaba de ese espantoso
letargo, cuando veía su cara envejecida y fea reflejada en
el espejo de la pared de su dormitorio, y le atacaban la
vergüenza y la repugnancia; huía hacia nuevos juegos de
fortuna, hacia el embeleso de la lujuria y del vino; y de
ahí regresaba otra vez al principio del círculo vicioso,
para ganar y amontonar riquezas. En esa noria sin sentido se
agotaba, envejecía y enfermaba.
Un día tuvo un sueño fatídico. Había pasado las horas de la
tarde con Kamala, en el hermoso parque. Se habían sentado
bajo los árboles, a conversar; Kamala pronunció palabras
melancólicas, detrás de las que se escondía la tristeza y el
cansancio. Le había rogado que le hablara de Gotama,
y no se cansó de escuchar sobre la pureza de su mirada, la
bella tranquilidad de sus labios, la bondad de su sonrisa,
la paz de su andar. Durante mucho tiempo le había tenido que
contar los hechos del majestuoso buda; Kamala suspiró y
manifestó:
-Algún día, quizá pronto, también yo seguiré a ese buda. Le
regalaré mi parque y me refugiaré en
su doctrina.
Sin embargo, volvió después a seducir a Siddharta en el
juego del amor. Le cautivó con vehemencia dolorosa, entre
mordiscos y lágrimas, como si quisiera exprimir, una vez
más, la última
y dulce gota de ese placer vano y pasajero.
Nunca, como entonces, Siddharta se había dado cuenta con
tanta claridad del cercano parentesco que hay entre la
voluptuosidad y la muerte. Entonces sentóse junto a Kamala,
su cara junto a la de ella; bajo sus ojos y cerca de los
labios había notado un trazo inquietante, más diáfano que
nunca, como una escritura de finas líneas, de leves arrugas,
un alfabeto que recordaba el otoño y la vejez..., igual que
había notado Siddharta alguna cana en sus cabellos negros, a
pesar de que sólo tenía cuarenta años. El cansancio escribía
ya en el rostro de Kamala; era la fatiga de un largo camino
sin objetivo concreto; el agotamiento que llevaba consigo el
principio de la decadencia y un temor escondido, todavía no
muy pronunciado, quizá ni siquiera conocido: el temor a la
vejez, al otoño, a la muerte.
Siddharta se había despedido de Kamala sollozando, con el
alma repleta de hastío y de recóndito temor.
Después Siddharta había pasado la noche en su casa, bebiendo
vino con las bailarinas; le gustaba representar el papel de
personaje superior a sus semejantes, aunque en realidad no
lo era; bebió demasiado vino, y pasada la medianoche,
cansado y excitado a la vez, buscó el lecho con ansias de
llorar, queriendo desesperarse. Durante largo tiempo procuró
en vano conciliar el sueño, pero su corazón se encontraba
repleto de una pena insoportable, de un asco profundo por el
vino demasiado fuerte, por la música demasiado suave y
monótona, por la sonrisa frágil de las bailarinas, el
perfume dulzón de sus cabellos y sus senos. No obstante, lo
que más le repelía era su propia persona, su pelo perfumado,
su boca con olor a alcohol, su piel cansada, marchita,
deshidratada.
Como cuando uno come y bebe excesivamente y con facilidad
vomita sintiéndose después contento y aliviado, así también
Siddharta, sin conseguir conciliar el sueño, deseaba en
medio de multitud de hastíos, deshacerse de esos placeres,
esas costumbres, de toda su vida inútil, e incluso
de sí mismo. Por fin, al amanecer, cuando la vida empezaba a
desperezarse en la calle, en su ciudad, consiguió dormirse.
Poco después tuvo un sueño. Era así:
Kamala poseía en una jaula de oro un exótico pajarillo
cantor. Soñó con ese pájaro. De madrugada, ~ pájaro se
encontraba en silencio; le llamó la atención, pues siempre
cantaba a esa hora; se acercó y vio el pequeño pájaro muerto
en el suelo de la jaula. Lo sacó, lo acarició un momento
entre sus manos y seguidamente lo arrojó a la calle; en ese
mismo instante se asustó terriblemente y sintió que el
corazón le dolía tanto como si con el pájaro muerto hubiera
arrojado todo lo bueno y valioso de su vida.
Al despertarse del sueño le invadió una profunda tristeza.
Le parecía sin valor y sin sentido toda
su vida pasada. No le había quedado nada viviente, nada que
poseyera exquisitez, nada que mereciese la pena de guardar.
Se encontraba solo y vacío, como un náufrago en una desierta
orilla.
Tristemente, Siddharta se marchó a un parque que le
pertenecía, cerró la puerta y se sentó bajo
un árbol; se hallaba sentado allí y sentía que en su
interior habitaba la muerte, existía lo marchito,
el fin. Paulatinamente concentró sus pensamientos; recorrió
con su mente todo el camino de su vida, desde los primeros
días que aún podía recordar. ¿Cuándo había disfrutado de
felicidad, de una auténtica alegría? Sí, varias veces. En
sus años de adolescente la había probado cuando ganaba el
elogio de los brahmanes, al adelantarse a todos los chicos
de su misma edad para recitar los versos sagrados; o en las
discusiones con los sabios, o como ayudante en los
sacrificios. Entonces oía decir
a su corazón:
«Hay un camino ante ti, y es tu vocación; los dioses te
esperan.» Y también sintió ese gozo con más fuerza, cuando
sus meditaciones, cada vez más elevadas, le habían destacado
de la mayoría de
los que como él buscaban la felicidad, cuando luchaba con
ansia por sentir a Brahma, cuando a cada nuevo conocimiento
se le despertaba una sed mayor en su interior. Entonces, en
medio de aquella
sed, en medio del dolor, había escuchado las mismas
palabras:
«¡Adelante! ¡Adelante! ¡Es tu vocación!»
Esta voz la había oído al abandonar a sus padres para elegir
la vida de samana y, otra vez, al ir
de los samanas hacia aquel ser perfecto, y nuevamente al ir
del majestuoso hasta lo inseguro. Contento con los pequeños
placeres, pero nunca satisfecho, había pasado mucho tiempo
sin oír la voz, sin llegar a ninguna cumbre; durante largos
años el camino había sido monótono y llano, sin
elevado objetivo, sin sed, sin elevación. Sin saberlo
siquiera el propio Siddharta se había esforzado por parecer
un ser humano como todos los que le rodeaban, como esos
ninos; pero la vida de ellos era mucho más mísera y pobre
que la suya; sus fines no eran los de él, ni tampoco sus
preocupaciones. Todo aquel mundo de Kamaswami, para
Siddharta tan sólo había sido un juego, un baile, una
comedia. Unicamente había apreciado y amado a Kamala. Pero,
¿aún la necesitaba, o Kamala le necesitaba a él? ¿No jugaban
un juego sin fin? ¿Era necesario vivir para eso?
¡No, no lo era! Ese juego se llamaba sansara, un juego de
niños, quizá grato de jugar una vez, dos, diez veces...
¿Pero una y otra vez para siempre?
Siddharta se daba cuenta de que el juego ya había terminado,
y que ya no podía jugar. Estremecióse y sintió en su
interior que algo había muerto.
Todo aquel día lo pasó sentado bajo el árbol, pensando en su
padre, en Govinda, en Gotama.
¿Había tenido que abandonar a aquéllos para convertirse en
un Kamaswami? Aún estaba allí cuando
se hizo de noche. Al levantar la mirada y observar las
estrellas, pensó:
«Aquí estoy sentado bajo el árbol, bajo el mango, en mi
parque.» Sonrióse un poco.
«¿Pero es necesario? ¿No es un juego necio el poseer un
mango un jardín?»
También murieron estas palabras en su interior. Se levantó y
despidióse del mango y del parque. Como se había pasado el
día sin comer, sentía un hambre feroz; pensó en su casa de
la ciudad, en
su habitación, en su cama, en su mesa llena de viandas.
Cansado sonrió, se agitó un poco y despidióse de todo ello.
No hacía una hora que Siddharta abandonara el jardín, cuando
también abandonó la ciudad, y nunca más volvió a ella.
Durante mucho tiempo Kamaswami ordenó buscarle, pues creía
que había caído en manos de los bandoleros.
Kamala no le buscó. Cuando supo que Siddharta había
desaparecido, ni siquiera se sorprendió.
¿No esperó eso siempre? ¿No se trataba de un samana, de un
hombre sin patria, de un peregrino?
Se dio cuenta perfectamente de ello en el último encuentro;
y en medio del dolor por aquella pérdida, se alegraba de que
todavía la última vez la hubiera estrechado con ardor contra
su pecho, y
de haber sentido una vez más cómo Siddharta la poseía y cómo
Kamala se fundía con él.
Cuando recibió la
noticia de la desaparición de Siddharta, se acercó a la
ventana en que tenía la jaula de oro con el exótico pájaro
cantor. Abrió la portezuela, sacó el pájaro y lo dejó volar
libremente. Durante mucho tiempo siguió con la mirada el
vuelo del ave.
A partir de ese día, Kamala ya no recibió más visitas, y
cerró la casa. Después de un tiempo se dio cuenta de que
había quedado encinta después del último encuentro con
Siddharta.