A cada paso del camino aprendía Siddharta cosas nuevas, pues el
mundo se encontraba
cambiado, y su corazón se solazaba. Veía salir el sol por encima de
los montes verdes y lo veía ponerse sobre la lejana playa de
palmeras. Por la noche contemplaba las estrellas, ordenadas en el
cielo, y la luna creciente flotando en el azul, como una barca.
Observaba los árboles,
los astros, los animales, las nubes, las lejanas y altas montañas,
azules y suaves; los pájaros y las abejas que zumbaban, el viento
que soplaba sobre los campos de arroz. Todo ello siempre había
existido de mil maneras diferentes y en multitud de colores, siempre
había brilIado el sol y la luna; siempre los ríos habían murmurado y
las abejas habían zumbado.
Sin embargo,
en otros tiempos, todo ello no fue más que un velo pasajero
y engañoso para el ojo
de Siddharta, que observaba con desconfianza; como penetraba
en todo con el pensamiento, y no queriendo destruir lo que
no era sustancia, resultó que la sustancia se le colocó más
allá de lo visible. Pero ahora, su ojo libre veía más cerca,
observaba y comprendía lo que se hallaba ante su vista;
buscaba su patria en este mundo, y no en la sustancia; su
fin ya no estaba en el más allá.
El mundo era bello, si
se lo contemplaba con la sencillez de un niño. Hermosas eran la luna
y las
estrellas, el riachuelo y la orilla, el bosque y la roca, la oveja y
el cárabo dorado, la flor y la mariposa. Bello y gozoso era el
caminar por este mundo, de manera tan infantil, tan despierta, tan
abierta a lo cercano, tan confiada.
El calor del sol sobre la cabeza era diferente, igual que el frescor
de la sombra del bosque, el sabor del riachuelo y de la cisterna, de
la calabaza y del plátano. Los días eran cortos, y también las
noches; cada hora huía con rapidez, como una vela sobre el mar, la
de un barco repleto de riquezas,
de alegrías. Siddharta veía una familia de monos saltando por las
copas de los árboles y escuchaba
un canto ávido y salvaje. Siddharta miraba cómo un carnero perseguía
a una oveja y cómo luego se juntaron. En el lago cubierto de cañas
observó al lucio hambriento cazando de noche; delante de él saltaban
en el agua los peces jóvenes, llenos de miedo, y los remolinos que
originaba el impetuoso cazador llevaban el hálito imperioso de la
fuerza y la pasión.
Todo eso siempre había existido, y él no se había percatado, no
había participado del mundo. Ahora sí. Por su ojo pasaba la luz y la
sombra, por su corazón circulaban las estrellas y la luna.
Por el camino, Siddharta también recordó todo lo que había vivido en
el jardín de Jetavana, la doctrina que había escuchado allí, de
labios del divino buda, la despedida de Govinda, la conversación con
el majestuoso. Acordóse de nuevo de las propias palabras que había
dirigido al majestuoso, de cada frase, comprendió con asombro que
había dicho cosas que hasta entonces realmente no sabía. Lo que
dijera a Gotama: que el tesoro y el secreto del buda no eran la
doctrina, sino lo inexplicable, lo que no podía enseñarse, lo que él
había vivido en la hora de su inspiración, esto era precisamente lo
que él pensaba vivir ahora, lo que en aquel momento comenzaba a
vivir. Ahora tenía que existir consigo mismo. Incluso antes supo que
su propio yo era atman, hecho de la misma sustancia eterna del
Brahma. Pero nunca había encontrado ese yo, realmente, porque quería
pescarlo con la red del pensamiento.
No obstante, lo más seguro es que el cuerpo no fuera el yo, ni en el
juego del sentido tampoco lo era el pensar, ni la inteligencia ni la
sabiduría aprendida, ni la enseñanza en el arte de sacar
conclusiones y de construir nuevos pensamientos por entre las
teorías ya enunciadas. No, también
el mundo de los pensamientos se encontraba aún de este lado, y no
conducía a ningún fin; se mataba al fugaz yo de los sentidos, y, sin
embargo, se alimentaba al fugaz yo de las reflexiones y la
sabiduría.
Ambos, los pensamientos como los sentidos, eran cosas hermosas;
detrás de ambas se escondía
el último sentido; debía escucharse a los dos, se tenía que jugar
con ambos, no se debía menospreciar ni atribuir demasiado valor a
ninguno de ellos; era necesario escuchar las voces
interiores y secretas de ambos.
Tan sólo deseo que la voz no me mande detenerme en otra parte que no
sea la que desee la voz, pensaba. ¿Porqué Gotama en la hora de las
horas se había sentado bajo aquel árbol donde tuvo la inspiración?
Había oído una voz, un grito en su propio corazón que le ordenaba
descansar debajo de aquel árbol; y Gotama no había preferido la
mortificación, ni el sacrificio, ni el baño, ni la oración, ni
la comida ni la bebida, ni el sueño, sino que había obedecido a la
voz. Obedecer así, no era doblegarse a una orden exterior, sino sólo
a la voz interior; estar tan dispuesto era lo mejor, lo
necesario, lo más conveniente.
Durante la noche, cuando dormía en la choza de paja de un barquero,
junto al río, Siddharta tuvo
un sueño: Govinda estaba delante de él con su vestidura amarilla de
asceta. Govinda tenía un aspecto triste y con melancolía le
preguntaba: «¿Por qué me has abandonado?» Entonces Siddharta abrazó
a Govinda, lo tomó entre sus brazos, lo estrechó contra su pecho y
lo besó... ya no era Govinda, sino una mujer, y del vestido le salía
un seno turgente. Tendiase Siddharta, y bebía. La leche de ese pecho
sabía dulce y fuerte. Su sabor era de mujer y de hombre, de sol y de
bosque, de flor y de animal, de todas las frutas y todos los
placeres; embriagaba y hacía perder el sentido.
Cuando Siddharta despertó, el río pálido brillaba a través de la
puerta de la choza, y en el bosque
se oía grave y sonoro el grito sombrío de un búho.
Al amanecer, Siddharta rogó a su anfitrión, el barquero, que le
llevara al otro lado del río. El barquero le trasladó en su balsa de
bambú. El agua ancha resplandecía con el color cobrizo del
crepúsculo matutino.
-Este es, en verdad, un hermoso río -dijo a su acompañante.
-Sí -respondió el barquero-; es un río espléndido. Es lo que más
quiero. A menudo le he escuchado, me he mirado en sus ojos, y
siempre he aprendido algo nuevo de él. Se puede aprender mucho de un
río.
-Te doy las gracias, mi bienhechor -exclamó Siddharta, cuando saltó
a la otra orilla-. No tengo ningún regalo para darte, amigo, ni
puedo pagarte. Soy un vagabundo, un hijo de un brahmán y un samana.
-Ya me di cuenta de ello -contestó el barquero-. Y no esperaba de ti
sueldo ni regalo. Me harás el obsequio en otra ocasión. ¿Así lo
crees? -preguntó alegre Siddharta.
-Desde luego. También eso lo he aprendido del río: ¡todo vuelve! Tú
también volverás, samana. Ahora, ¡adiós! Que tu amistad sea mi paga.
¡ Que pienses en mí, cuando sacrifiques ante los dioses!
Sonrientes se despidieron. Siddharta sintióse contento por la
amistad y la amabilidad del barquero.
«Es como Govinda -pensó Siddharta, jocoso-: todos los que encuentro
en mi camino son como Govinda. Todos son agradecidos, a pesar de que
ellos mismos podrían pedir agradecimiento. Todos son sumisos, a
todos les gusta ser amigos, les agrada obedecer, pensar poco. Los
hombres son como niños.»
Al mediodía pasó por un pueblo. Delante de las cabañas de barro, los
pequeños se revolcaban en
la calle, jugaban con pipas de calabazas y con caracolas, se
gritaban y se peleaban, pero todos huían tímidos ante el samana
forastero. Al final del pueblo, en el camino por el que cruzaba un
riachuelo, una joven estaba arrodillada, lavando vestidos a la
orilla del torrente. Cuando Siddharta la saludó, la muchacha alzó la
cabeza y le miró con una sonrisa que hizo brillar la blancura de sus
dientes.
Siddharta pronunció la bendición de los peregrinos y preguntó cuánto
faltaba para llegar a la gran ciudad. Entonces la joven levantóse y
se le acercó; el brillo de su boca húmeda resplandecía en el rostro
juvenil. Echó a andar junto a Siddharta y entre bromas le preguntó
si ya había comido, y si era verdad que los samanas dormían solos
por la noche en el bosque, y que no podían tener una mujer. En esto,
la muchacha colocó su pie izquierdo sobre el derecho de Siddharta, e
hizo un ademán, el que hace la mujer cuando invita al hombre al
placer sensual que los libros llaman «la subida al árbol». Siddharta
sintió cómo se le caldeaba la sangre, y en aquel instante recordó su
sueño. Inclinóse un poco hacia la mujer y besó con los labios el
botón oscuro de su pecho. Luego levantó la mirada y vio que la joven
le sonreía con vivo anhelo, y que con los ojos le suplicaba.
También Siddharta sintió el deseo y notó cómo en su interior brotaba
la fuente del sexo: nunca había tocado a una mujer. Vaciló un
momento, a pesar de que sus manos ya estaban dispuestas a tomarla. Y
en aquel mismo instante, escuchó estremecido la voz de su interior;
y la voz dijo no. Entonces desapareció el encanto del rostro de la
joven; Siddharta tan sólo veía la húmeda mirada de una hembra animal
en celo. Afectuosamente pasó la mano por su mejilla y se separó de
la muchacha. Con pasos ligeros desapareció por el bosque de bambú,
dejando atrás a la joven desengañada.
El mismo día, antes de hacerse de noche, llegó a una gran ciudad y
se alegró, pues tenía ganas
de hallarse entre personas. Había vivido mucho tiempo en el bosque,
y la choza de paja del barquero, donde durmiera la noche pasada,
había sido su primer lecho después de mucho tiempo.
Delante de la ciudad, junto a un hermoso bosque rodeado por una
valía, el caminante se encontró con un grupo de criados y siervos
cargados de cestos. En medio del grupo iba el ama, una mujer
reclinada en una litera adornada y que llevaban cuatro esclavos; iba
encima de rojos almohadones,
y bajo una sombrilla de colores. Siddharta se detuvo a la entrada
del bosque y observó el espectáculo: vio a los criados, las siervas,
los cestos, la litera; observó a la dama dentro de su silla
de mano. Debajo de sus cabellos negros, recogidos en un alto
peinado, pudo ver un rostro muy blanco, muy delicado, muy
inteligente; y una boca de un rojo pálido, como un higo recién
abierto; también vio unas cejas cuidadas y pintadas en forma de alto
arco, unos ojos inteligentes y
despiertos; un cuello esbelto que salía de un vestido verde y oro;
unas manos largas y delgadas, con anchos aros de oro en las muñecas.
Siddharta se dio cuenta de lo hermosa que era aquella dama, y su
corazón sonrió. Cuando se acercó la litera, inclinóse y,
seguidamente, al enderezarse, vio el rostro bello y sereno; por un
momento leyó en sus ojos inteligentes, bajo las altas cejas, y
aspiró un perfume que desconocía.
La hermosa dama sonrió un instante y luego desapareció en el parque,
y con ella los criados. Siddharta entró en la ciudad bajo un signo
mágico. Tuvo deseos de entrar inmediatamente en el
parque, pero reflexionó y recordó cómo le habían observado los
criados y criadas; con qué
desprecio, desconfianza, repulsión.
Pensó que era un samana, un asceta, un mendigo. «No puedo seguir
así, no -se dijo-. Me sería imposible entrar en el parque.» Y se
echó a reír.
A la primera persona que se cruzó en su camino le preguntó por el
parque y por el nombre de aquella mujer; así se enteró de que aquél
era el parque de Kamala, la famosa cortesana, y que, además del
parque, ella poseía una casa en la ciudad.
Seguidamente entró en la población. Ahora tenía un objetivo.
Siguiendo su meta se dejó absorber por la ciudad; siguió por las
callejuelas, se detuvo en las plazas, descansó en las escaleras de
piedra, a la orilla del río. Por la noche hizo amistad con un
barbero al que había visto trabajar a la sombra, en una bodega, y
que volvió a encontrar rezando en
un templo de Vishnú; le narró entonces la historia de Vishnú y de
los Laksmios. Durante la noche durmió junto a las barcas del río, y
por la mañana, de madrugada, antes de que llegaran los primeros
clientes a su tienda, el barbero le cortó el cabello, le afeitó la
barba, le peinó y le dio fricciones con aceites perfumados. Luego
Siddharta se fue a bañar al río.
Cuando por la tarde la bella Kamala se acercó al parque, en su
litera, a la entrada se encontraba Siddharta, el cual hizo una
reverencia y recibió el saludo de la cortesana. Siddharta hizo una
señal al último criado del séquito y le rogó que comunicara a su ama
que un joven brahmán deseaba hablar con ella. Después de un tiempo
regresó el criado y le rogó que le siguiera. En silencio le condujo
a
un pabellón donde Kamala descansaba sobre un diván, y le dejó a
solas con ella.
-¿No estabas ya ayer ahí fuera, y me saludaste? -preguntó Kamala.
-Sí, te vi ayer y te saludé.
-¿Pero ayer no llevabas barba, y el cabello largo y lleno de polvo?
-Observaste bien, no perdiste ningún detalle. Viste a Siddharta, al
hijo del brahmán, que abandonó su casa para convertirse en samana, y
que durante tres años ha sido un samana. Pero ahora he abandonado
aquel camino y he venido a esta ciudad. La primera persona que se
cruzó en
mi senda, aun antes de entrar en la población, fuiste tú. ¡He venido
a decirte todo esto, Kamala! Eres la primera mujer a la que
Siddharta habla sin bajar la vista. Nunca jamás quiero bajar mi
vista
cuando me encuentre con una mujer hermosa.
Kamala sonreía y jugaba con su abanico de plumas de pavo real. Le
preguntó:
-¿Y para decirme eso has venido hasta mí, Siddharta?
-Para decirte eso, y para darte las gracias por ser tan bella. Y si
no te disgustara, Kamala, te rogaría que fueras mi amiga y maestra,
pues todavía no sé nada del arte que tú dominas.
Entonces Kamala se echó a reír.
-¡Jamás me había ocurrido, amigo, que un samana del bosque viniera a
aprender de mí! ¡Jamás me había sucedido que un samana de cabellos
largos, vestido con un taparrabos viejo y raído se me acercara!
Muchos jóvenes vienen a verme, y entre ellos también los hay que son
hijos de brahmanes; pero vienen con atavíos elegantes, con finos
zapatos, cabellos perfumados y dinero en
el bolsillo. Así son, samana, los jóvenes que me visitan.
Siddharta contesto:
-Ya empiezo a aprender de ti. También ayer me enseñaste algo. Ya me
he afeitado la barba, me
he peinado, y llevo aceite en el cabello. Es poco lo que me falta:
vestidos elegantes, finos zapatos, dinero en el bolsillo. Quiero que
sepas que Siddharta se ha propuesto cosas más difíciles que esas
pequeñeces, y lo ha logrado. ¿Por qué no voy a conseguir lo que me
propuse ayer, ser tu amigo y
aprender de ti los placeres del amor? Me verás dócil, Kamala; he
aprendido cosas más difíciles que
lo que tú me puedas enseñar. Y ahora, dime: ¿No te basta con
Siddharta tal como está, con aceite en el cabello, pero sin
vestidos, ni zapatos, ni dinero?
Kamala exclamó riendo:
-No, querido, no me basta. Tienes que ir vestido con ropas
elegantes, y debes llevar finos zapatos
y mucho dinero encima, y traer también regalos para Kamala. ¿Vas
aprendiendo? ¿Te fijas, samana del bosque?
-Naturalmente, me fijo -repuso Siddharta-. ¿Cómo podría desatender
las palabras de esa boca? Tus labios son como un higo recién
abierto, Kamala. También mi boca es roja y fresca y hará juego con
la tuya, lo verás. Pero dime, bella Kamala, ¿no temes ni siquiera un
poco al samana del bosque, que ha venido a aprender el amor?
-¿Cómo podría tener miedo de un samana? ¿De un necio samana del
bosque, que habita con los chacales y que todavía desconoce lo que
es una mujer?
-¡Ah! Pero el samana es fuerte y no se arredra ante nada. Podría
forzarte, bella muchacha. Robarte, hacerte daño.
-No, samana, no temo nada de eso. ¿Alguna vez un samana o un brahmán
ha temido que alguien
le pudiera robar su sabiduría, su devoción o su profundidad de
pensamiento? No, pues es suyo, y sólo da lo que quiere dar y a quien
quiere. Lo mismo, exactamente, pasa con Kamala y las alegrías del
amor. La boca de Kamala es bonita y encarnada, pero intenta besarla
contra la voluntad de Kamala, y no disfrutarás ni una sola gota de
la dulzura que sabe dar. Tú tienes facilidad para aprender,
Siddharta, pues aprende también esto: el amor se puede suplicar,
comprar, recibir como obsequio, encontrar en la calle, ¡pero no se
puede robar! El camino que te has imaginado es erróneo. Sería una
lástima que un joven tan agraciado como tú, empezara tan mal.
Siddharta se inclinó sonriendo y contestó:
-¡Sería una lástima! ¡Ti enes razón! Sería una verdadera lástima.
¡No, de tu boca no se debe perder ni una sola gota de dulzura, ni tú
de la mía! Quedamos, pues, así, en que Siddharta volverá cuando
tenga lo que le falta: vestidos, zapatos, dinero. Pero antes, bella
Kamala, ¿no podrías darme
un pequeño consejo, todavía?
-¿Un consejo? ¿Por qué no? ¿Quién se negaría a dar un consejo a un
pobre e ignorante samana que viene de los chacales del bosque?
-Dime, pues, querida Kamala: ¿Dónde debo ir para encontrar
rápidamente esas cosas?
-Amigo, eso es lo que muchos quisieran saber. Debes hacer lo que has
aprendido, y exigir por elIo dinero, vestidos y zapatos. De otra
forma, un pobre no logra tener dinero. ¿Qué sabes hacer?
-Sé pensar. Esperar. Ayunar.
¿Nada más?
-Nada más... Pues sí, también sé hacer poesías. ¿Quieres darme un
beso por una poesía?
-Si me gusta la poesía, sí. ¿Cómo se llama?
Siddharta, después de pensar un instante, empezó a recitar estos
versos:
En un umbrío parque entró la bella Kamala,
a la entrada de la fronda hallábase el moreno samana. Al ver la flor
de loto se inclinó profundamente,
y, sonriendo, se lo agradeció Kamala.
A ella prefiero, en vez de sacrificar ante los dioses, pensó el
joven.
Sí, prefiero ofrecer los sacrificios a la bella Kamala.
Kamala aplaudió tan fuerte que sus pulseras de oro resonaron
argentinas.
-Me gustan tus versos, moreno samana. Y, en verdad, no pierdo nada,
si te doy un beso.
Con los ojos le atrajo; Siddharta inclinó el rostro sobre el de
Kamala y depositó su boca sobre la del higo recién abierto. El beso
de Kamala fue largo; con profundo asombro, Siddharta se dio cuenta
de que le enseñaba, pues era sabia; le dominaba, le rechazaba, le
atraía, y tras el primer beso le
esperaba una larga sucesión de besos bien ordenados, bien probados,
cada uno distinto del siguien-
te. Respiró profundamente y en ese momento sintióse sorprendido como
un niño, ante la abundancia de cosas nuevas y dignas de aprender que
se descubrían ante sus ojos.
-Tus versos son muy bellos -exclamó Kamala-; si yo fuera rica te los
pagaría a precio de oro. Pero
te será difícil ganar con versos tanto dinero como el que tú
necesitas. Pues necesitarás mucho, si quieres ser amigo de Kamala.
-¡Cómo sabes besar, Kamala! -balbució Siddharta.
-Sí, eso lo sé hacer; por ello tampoco no me faltan vestidos, ni
zapatos ni pulseras, ni otras cosas bonitas. ¿Pero qué será de ti?
¿No sabes otra cosa que pensar, ayunar y hacer poesías?
-También sé las canciones de los sacrificios -comentó Siddharta-,
pero ya no las quiero cantar. También conozco las fórmulas mágicas,
pero ya no las quiero pronunciar. He leído las escrituras...
-¡Alto! -le interrumpió Kamala-. ¿Sabes leer? ¿Sabes escribir?
-Sí, naturalmente. Hay muchos que saben.
-La mayoría no. Tampoco yo lo sé. Es muy interesante que sepas leer
y escribir, muy interesante. También te servirán las fórmulas
mágicas.
En ese instante entró corriendo una sirvienta y dijo unas palabras
al oído de su ama.
-Tengo visita -exclamó Kamala-. ¡Date prisa! ¡Vete, Siddharta, nadie
debe encontrarte por aquí, no lo olvides! Mañana te veré de nuevo.
Y ordenó a la sierva que entregara al devoto brahmán una túnica
blanca. Sin saber lo que ocurría, Siddharta se vio conducido por la
criada a otro pabellón, a través de un camino desconocido; luego fue
obsequiado con una túnica, y ya en la espesura, le dijeron que se
alejara del parque tan pronto como pudiera, y sin ser visto.
Contento hizo lo que se le había mandado. Acostumbrado al bosque,
salió del parque por encima
del seto, sin hacer ruido. Alegre regresó a la ciudad, con la túnica
bajo el brazo. En un albergue frecuentado por viajeros, se colocó a
un lado de la puerta y pidió comida con un gesto; recibió un trozo
de pastel de arroz. «Quizá mañana ya no tenga que pedir más comida»,
se dijo.
De repente, se le encendió el orgullo. Ya no era un samana, ya no
debía pedir limosnas. Arrojó el pastel de arroz a un perro y se
quedó sin comer.
«La vida que se vive en este mundo es simple -reflexionó Siddharta-.
Cuando todavía era un samana, todo era difícil, y al final
desesperado. Ahora todo es fácil, tan sencillo como las enseñanzas
en el arte de besar, que me ofrece Kamala. Necesito vestidos y
dinero, nada más; son dos metas pequeñas y cercanas, que no quitan
el sueño.»
Hace tiempo que se había enterado del lugar en que estaba la casa de
Kamala, en la ciudad, y allí
se presentó al día siguiente.
-Todo va bien -le dijo Kamala-. Te espera Kamaswami, el más rico
comerciante de la ciudad. Si le gustas, te empleará. Sé inteligente,
moreno samana. He hecho que otros le hablaran de ti. Sé amable con
él, es muy influyente. ¡Pero no seas demasiado modesto! No quiero
que te conviertas en
su criado; has de ser su igual, si no, no estaré contenta de ti.
Kamaswami empieza a envejecer y a volverse comodón. Si le gustas, te
confiará muchos asuntos.
Siddharta le dio las gracias y sonrió. Cuando Kamala se enteró que
en dos días no había comido, mandó traer pan y fruta y se las
ofreció.
-Has tenido suerte -comentó Kamala, al despedirse-; se te abre una
puerta tras otra. ¿Por qué será? ¿Eres un mago?
Siddharta replicó:
-Ayer te conté que sé pensar, esperar y ayunar, y tú encontraste que
todo ello no servía para nada. Sin embargo, sirve para mucho. Te
darás cuenta de que los ignorantes samanas aprenden en
el bosque y saben muchas cosas hermosas, que vosotros no sabéis.
Anteayer todavía era un
mendigo sucio; ayer besé a Kamala; y pronto seré un comerciante y
tendré dinero y todas las cosas que a ti te gusten.
-Eso es cierto -reconoció Kamala-. Pero, ¿qué sería de ti, si no
fuera por Kamala? ¿Qué serías tú sin mi ayuda?
-Querida Kamala -manifestó Siddharta, al tiempo que se incorporaba-,
cuando entré en tu parque, di el primer paso. Me había propuesto
aprender el amor de la más bella de las mujeres. Y desde el momento
en que me lo propuse, también sabía que lo lograría. Sabía que tú me
ibas a ayudar; lo supe desde tu primera mirada, a la entrada del
bosque.
-¿Y si yo no hubiese querido?
-Pero has querido. Mira, Kamala: si echas una piedra al agua, ésta
se precipita hasta el fondo por
el camino más rápido. Lo mismo ocurre cuando Siddharta tiene un fin,
cuando se propone algo. Siddharta no hace nada, sólo espera, piensa,
ayuna, sin hacer nada, sin moverse: se deja llevar, se
deja caer. Su meta le atrae, pues él no permite que entre en su alma
nada que pueda contrariar su
objetivo. Eso es lo que Siddharta ha aprendido de los samanas. Es lo
que los necios llaman magia y creen que es obra de demonios. Nada es
obra de los malos espíritus, éstos no existen. Cualquiera
puede ejercer la magia si sabe pensar, esperar, ayunar.
Kamala le
escuchó. Amaba su voz, le gustaba la mirada de sus ojos.
-Quizá sea así como dices, amigo -musitó en voz baja-. Pero
quizá también es porque Siddharta es hermoso, porque su
mirada gusta a las mujeres, y por ello tiene suerte.
Siddharta se despidió con un beso.
-Así sea, profesora mía. ¡Que mi mirada te agrade siempre!
¡Que a tu lado siempre tenga suerte!