Ya lejos de la ciudad, Siddharta caminó por el bosque. Sólo
sabía una cosa con certeza: que no
podía volver, que la vida que había llevado durante años
había pasado, concluido, y que la había gozado hasta
hastiarse.
Había muerto el
pájaro cantor con el que soñara. El ave de su corazón había
dejado de existir. Fue un profundo cautivo del sansara, se
embebió de asco y muerte por todas partes, como una esponja
absorbe agua hasta empaparse. Siddharta estaba lleno de
fastidio, de miseria y muerte; ya
no existía nada en el mundo que pudiese alegrarle o
consolarle.
Con ansiedad
deseaba no saber nada de sí mismo, permanecer tranquilo,
muerto. «¡Que caiga un rayo y me mate! -pensaba-. ¡Que venga
un tigre y me coma! ¡Que tome un vino, un veneno que me
adormezca, que haga olvidar y dé un sueño sin final! ¿Queda
alguna suciedad con la que todavía no me haya manchado? ¿Un
pecado o una necedad que no haya cometido? ¿Un vacío del
alma sin sentir? ¿Era posible respirar y aspirar una y otra
vez, sentir hambre, volver a comer, dormir, permanecer junto
a una mujer? ¿No se había agotado ya ese círculo para
Siddharta?»
Llegó junto a la
orilla del gran río del bosque, el mismo que le hizo cruzar
un barquero cuando todavía era joven y venía de la ciudad de
Gotama. Se detuvo vacilante a la orilla del río. El
cansancio y el hambre le habían debilitado. ¿Para qué seguir
adelante? ¿Hacia dónde ir? ¿A qué destino? No, ya no
existían objetivos; lo único que palpitaba era una ansiedad
profunda y dolorosa
de arrojar ese sueño confuso, de escupir ese vino soso, de
zanjar esa vida miserable y vergonzosa.
Un árbol se inclinaba sobre la ribera del río: era un
cocotero, en cuyo tronco apoyó Siddharta el hombro;
Siddharta abrazó luego el tronco y observó el agua verde que
se deslizaba a sus pies; miró hacia abajo y sintió deseos de
soltarse y de desaparecer bajo el agua. Un vacío
estremecedor se reflejaba entre las ondas, al que replicaba
el terrible hueco de su alma. Sí, estaba acabado. Sí, para
Siddharta, con la vida destrozada y sin meta, con su
formación malograda, ya no quedaba otra solución que lanzar
su existencia a los pies de los dioses con una sonrisa
irónica.
Ese era su deseo: ¡La muerte, la destrucción de la forma
odiada! ¡Que los peces devoren ese perro de Siddharta, ese
demente, ese cuerpo desmantelado y podrido, esa alma
decadente! ¡Que los cocodrilos se lo coman! ¡Que los
demonios lo descuarticen!
Con el rostro desencajado clavó su vista en el agua: al ver
el reflejo de su cara escupió en el agua. Lleno de
abatimiento separó el brazo que apoyaba en el tronco y se
volvió un poco para deslizarse y hundirse de una vez para
siempre. Se hundía hacia la muerte con los ojos cerrados.
En ese instante sintió una voz llegar desde remotos lugares
de su alma, del pasado de su agotada existencia. Era una
palabra, una sílaba que repetía maquinalmente una voz
balbuciente; se trataba
de la vieja palabra, principio y fin de todas las oraciones
de los brahmanes: el sagrado Om, que significa «lo perfecto»
o «la perfección». Y en el momento en que la palabra Om
alcanzó el oído de Siddharta, de repente despertóse su
espíritu adormecido y reconoció la necedad de su intención.
Siddharta se asustó profundamente, y pensó cómo había podido
llegar a aquel punto; se encontraba perdido, confuso,
abandonado de toda sabiduría. Había intentado buscar la
muerte. Un deseo tan pueril había podido crecer en su
interior: ¡Encontrar la tranquilidad apagando su vida! Lo
que no habían logrado en todo ese tiempo la tortura, el
despecho y la desesperación, lo consiguió el Om al penetrar
en su conciencia. Siddharta reconoció su miseria y su error.
-Om -repetía-. ¡Om!
Y de nuevo volvió a tener conciencia del Brahma, del
carácter indestructible de la vida... que había llegado a
olvidar.
Pero ese momento tan sólo duró un segundo, como un rayo.
Siddharta se desvaneció al pie del cocotero, quedó su cabeza
junto a la raíz y durmió profundamente.
Su sueño era hondo y libre de pesadillas; hacia mucho tiempo
que no conseguía dormir así. Cuando despertó, después de
varias horas, le pareció que habían pasado diez años:
escuchó el ruido del agua; no recordaba dónde se encontraba
ni cómo había llegado hasta allí. Abrió los ojos y con
asombro observó sobre su cabeza los árboles y el firmamento;
lo pasado parecía estar cubierto por
un velo inmensamente lejano e indiferente.
Sólo sabía que la vida abandonada había sido una encarnación
pasada, anterior a su actual yo;
comprendía que había conseguido apartarse de su anterior
existencia, y se hallaba tan lleno de asco
y de miseria que hasta había pretendido quitarse la vida;
allí, junto a un río, bajo un cocotero, volvió
en sí. Se había quedado dormido con la palabra sagrada Om,
en los labios, y ahora se despertaba y contemplaba el mundo
como un ser nuevo.
Con voz baja pronunció el vocablo, con el que se había
quedado adormecido; le pareció que en todo su largo sueño no
hizo otra cosa que hablar del Om, pensar en el Om, hundirse
y penetrar en
el Om, en lo indecible, en lo perfecto.
¡Qué sueño tan maravilloso! ¡Jamás le había refrescado tanto
un sueño, y renovado y rejuvenecido! ¿Acaso estaba muerto
realmente, o se había hundido y había vuelto a nacer con una
nueva encarnación? Pero no, Siddharta se reconocía: sus
manos y sus pies, el lugar donde se encontraba, el yo en su
interior, el Siddharta caprichoso, raro; no obstante,
Siddharta había cambiado, se había renovado, se encontraba
descansado, despierto, alegre y curioso.
Siddharta se incorporó y vio frente a él a una persona: un
forastero, un monje vestido con la túnica amarilla y la
cabeza afeitada, en postura de meditación. Contempló al
hombre, que no tenía cabello ni barba, y no tardó mucho en
advertir que el monje era Govinda, el amigo de su juventud.
Govinda, el que se había refugiado con el majestuoso.
También había envejecido Govinda, como él, pero su rostro
aún mantenía los mismos rasgos, expresaba diligencia,
lealtad, búsqueda y temor. Y cuando Govinda levantó la
mirada al sentirse observado, Siddharta se dio cuenta
inmediatamente de que su amigo no le reconocía. Govinda se
alegró al verle despierto; evidentemente, hacía mucho tiempo
que esperaba que despertase, aunque
no le conocía.
-Me he dormido -manifestó Siddharta-. ¿Cómo has llegado
hasta aquí?
-Sí, ya te he visto dormir -contestó Govinda-. Y no es muy
recomendable hacerlo en estos sitios, pues a menudo hay
serpientes, y además éste es el camino de los animales del
bosque. Yo, señor, soy un discípulo del majestuoso buda, del
Sakia Muni, pasaba por aquí, con otros de mis compañeros,
cuando te vi dormir en lugar tan peligroso. Por ello intenté
despertarte, señor, y al comprobar que tu sueño era muy
profundo, me rezagué y me senté a un lado. Y mientras
deseaba vigilar tu sueño, creo que yo también me he dormido.
Mal cumplí mi servicio, pues el cansancio me venció. Pero ya
que ahora estás despierto, dame licencia para reunirme con
mis compañeros.
-Te agradezco mucho, samana, que vigilaras mi sueño
-continuó Siddharta-. Los discípulos del majestuoso sois muy
amables. Ahora ya puedes irte.
-Me marcho, con tu permiso. Que el Señor proteja tu salud.
-Gracias, samana.
Govinda hizo la señal del saludo y declaró:
-Adiós.
-Adiós, Govinda -contestó Siddharta. El monje se detuvo.
-Permíteme, señor. ¿De dónde conoces mi nombre?
Siddharta sonrió.
-Govinda, te conozco de la casa de tu padre y de la escuela
de los brahmanes, de los sacrificios,
de nuestro viaje con los samanas, y de aquella hora cuando
tú, en el bosque de Jetavana, te refugiaste en el
majestuoso.
-¡Eres Siddharta! -exclamó Govinda-. Ahora te reconozco, y
no comprendo cómo antes no me he dado cuenta inmediatamente.
Bien venido, Siddharta. Siento un gran gozo al volver a
verte.
-También yo me alegro de verte otra vez. Has sido el
vigilante de mi sueño: una vez más te doy las gracias,
aunque no hubiera necesitado una custodia. ¿Adónde vas,
amigo?
-No me dirijo a ninguna parte, en concreto. Los monjes
siempre caminamos, mientras no es la estación de las
lluvias; vamos siempre de un sitio a otro, vivimos según la
regla, pregonamos la doctrina, recibimos limosnas y
continuamos nuestro viaje. Siempre así. ¿Pero tú, Siddharta,
adónde vas?
Contestó Siddharta
-Yo hago lo mismo que tú, amigo. No voy a ninguna parte.
Sólo estoy en camino. Soy un peregrino.
Govinda replicó:
-Dices que eres un peregrino, y te creo. Pero, perdóname,
Siddharta, no tienes aspecto de peregrino. Llevas el atuendo
de un hombre rico, calzas zapatos de aristócrata, y tu
cabello perfumado no es el de un samana.
-Muy bien, amigo, has observado con agudeza, no has perdido
detalle. Pero yo no he dicho que sea un samana. Tan sólo
dije: soy un peregrino. Y así es.
-Es posible -respondió Govinda-. Pero pocos peregrinan con
esas ropas, con esos zapatos, con
esos cabellos. Jamás he encontrado un peregrino así, en
todos los años que camino. -Te creo, Govinda. Pero hoy has
encontrado un peregrino con estos zapatos y así vestido.
Acuérdate,
amigo, que el mundo de las formas es pasajero, temporal,
sobre todo con nuestros vestidos,
nuestro cabello y todo nuestro cuerpo. Llevo el ropaje de un
rico, te has fijado bien. Lo llevo porque
he sido rico. Y llevo el pelo como la gente mundana y los
libertinos, porque he sido también uno de ellos.
-¿Y ahora, Siddharta? ¿Qué eres ahora?
-No lo sé. Lo ignoro tanto como tú. Estoy en camino. He sido
un potentado, y ya no lo soy. Y no
sé lo que seré mañana.
-Te has arruinado?
-He perdido las riquezas o ellas me arruinaron a mi. Digamos
que se me han extraviado. Govinda, la rueda de lo ingrato
gira con extremada rapidez. ¿Dónde se halla el brahma
Siddharta?
¿Dónde se encuentra el samana Siddharta? ¿Dónde quedó el
rico Siddharta? Lo temporal cambia muy aprisa, Govinda. Tú
bien lo sabes.
Govinda contempló durante largo tiempo al amigo de su
juventud, y en sus ojos apareció una duda. Entonces le
saludó como se saluda a los aristócratas, y se puso en
marcha.
Siddharta, con el rostro sonriente, le siguió con la mirada.
¡Todavía amaba a ese hombre fiel y temeroso! ¡Cómo habría
sido posible no amar a nadie o a nada, después de un sueño
tan maravilloso, tan lleno del Om! Precisamente el
encantamiento estaba allí: en el sueño se le había preparado
para amarlo todo; se encontraba lleno de amor hacia todo lo
que contemplaba. Y justamente ésa fue su enfermedad
anterior, según le parecía ahora: el no saber amar a nada ni
a nadie.
Sonriente, continuaba observando Siddharta al monje que se
alejaba. El sueño le había devuelto
las fuerzas, pero le seguía molestando el hambre, ya que
ahora hacía dos días que no comía y el tiempo en que solía
ayunar se encontraba muy lejano. Con preocupación, pero
feliz, recordó aquel pasado.
Fue entonces cuando recordó cómo había glorificado ante
Kamala tres artes que antes había dominado perfectamente:
ayunar, esperar, pensar. Esta había sido su fortuna, su
poder y su fuerza. Había aprendido esas artes en los años
penosos y difíciles de su juventud, nada más. Y ahora le
habían abandonado, ninguna de las tres artes le pertenecía
ya: ni el ayunar, ni el esperar, ni el pensar. ¡Las había
trocado por lo más miserable y más pasajero, por los
deleites de los sentidos, el bienestar físico, las riquezas!
Realmente le había sucedido algo extraño. Y ahora parecía
que de nuevo se había convertido en un ser humano.
Siddharta reflexionó acerca de su situación. Le costó
meditar; en el fondo no le apetecía, pero se obligó a sí
mismo.
Pensó:
«Ahora que por fin han sucumbido todas las cosas pasajeras,
ahora que vuelvo a estar bajo el sol, como cuando fui un
chiquillo, me doy cuenta de que no sé nada, de que no soy
capaz de nada,
de que no he aprendido nada. ¡Qué raro es todo esto! ¡Ahora
voy a empezar de nuevo, como un niño, a pesar de que ya no
soy joven y que mis cabellos empiezan a encanecer -sonrió
otra vez-. Sí,
tu destino será muy singular.»
Siddharta se perdía, pero ahora volvía a encontrarse en este
mundo y se veía vacío, desnudo e ignorante. Y sin embargo,
no podía sentir pena por lo sucedido. No. Al contrario,
tenía deseos de reír, de burlarse de sí mismo, de chancearse
de todo ese mundo tan necio y tan absurdo.
«¡Estás en decadencia!», se acusó a sí mismo., y
seguidamente echóse a reír.
Al pronunciar estas palabras, miró al río, que también se
deslizaba por una pendiente, siempre hacia abajo, sin dejar
de estar alegre y de canturrear. Eso gustó a Siddharta que
sonrió amable- mente al río. ¿No era el mismo río en el que
había querido ahogarse, hacía ya tiempo, quizás unos cien
años? ¿O tal vez lo soñó?
Siddharta continuó meditando: «Realmente mi vida ha seguido
un curso muy espécial, dando muchos rodeos. De chiquillo
sólo oía hablar de dioses y sacrificios. De mozo sólo me
entretenía con ascetas, pensamientos, meditaciones, buscando
a Brahma, venerando al eterno atman. Ya de joven seguía los
ascetas, viví en el bosque, sufrí calor y frío, aprendí a
pasar hambre, aprendí a apagar mi cuerpo. Entonces la
doctrina del gran buda me pareció una maravilla; sentí
circular en mi interior todo el sabor de la unidad del
mundo, corno si se tratara de mi propia sangre. No obstante,
tuve que alejarme del mismo buda y del gran saber. Me fui y
aprendí el arte del amor con Kamala, el comercio con
Kamaswami; amontoné dinero, malgasté, aprendí a contentar a
mi estómago, a lisonjear a mis sentidos. He necesitado
muchos años para perder mi espíritu, para olvidarme del
pensar y la unidad.
«¿No parece que he precisado dar grandes rodeos para
convertirme paulatinamente en un hombre, para dejar de ser
filósofo y vivir como una persona vulgar?» Y, a pesar de
todo, ha sido un buen camino, no ha muerto completamente el
pájaro que se alberga en mi interior. Pero, ¡qué camino es
ése! He tenido que sobrevivir a tanta ignorancia, vicio,
error, asco y desengaño, tan sólo para volver a ser un
hombre que no piensa, como los niños, y así, poder empezar
de nuevo. No obstante, todo ha ido bien, mi corazón se
alegra, mis ojos ríen. He tenido que sufrir con
desesperación, me he visto obligado a rebajarme hasta la
idea más necia, la del suicidio, para poder recibir la
gracia de sentir el Om, para volver a dormir bien y a
despertarme mejor. Tuve que convertirme en un ignorante para
poder encontrar al atman en mi interior. He tenido que pecar
para volver a resucitar.
«¿Hacia dónde me seguirá llevando este camino? Mi sendero
sigue un itinerario absurdo, da rodeos, y quizá también
vueltas. ¡Que siga por donde quiera! ¡YO lo seguiré!»
Sintió en su pecho una alegría maravillosa.
«¿De dónde sale esa alegría tan grande? -preguntó a su
corazón-. ¿Acaso te viene de ese largo sueño, que tanto bien
te hizo?
¿O proviene de la palabra Om, que pronuncié? ¿O acaso es
porque he conseguido escapar, he logrado la fuga y por fin
me encuentro otra vez libre, como un chiquillo bajo el
cielo?
«¡Qué maravilla es poder huir, ser libre! ¡Qué aire más
limpio y puro se respira aquí! ¡ Qué delicia aspirarlo!
Allí, de donde escapé, todo olía a cremas, especias, vino,
saciedad, ocio. ¡Cómo odiaba ese mundo de ricos, vividores y
jugadores! ¡Cómo me aborrecía, me robaba, envenenaba,
torturaba, envejecía y maldecía! ¡No, jamás creeré en mí,
como antes, cuando me gustaba pensar que Siddharta era un
sabio! Sin embargo, ahora sí que he obrado bien; ¡me gusta,
puedo elogiar mi obra! ¡Ahora termina el odio contra mí
mismo, contra esa vida necia y monótona! Te felicito,
Siddharta, ya que después de tantos años de ocio has vuelto
a tener una nueva idea, has obrado, has oído cantar al
pájaro en tu pecho, ¡y le has seguido!»
De esta forma se elogió y se sintió satisfecho de sí mismo,
a la vez que oía los rugidos del hambre en su estómago. Un
retazo de pena, un mendrugo de miseria: eso era lo que ahora
percibía; en los últimos días había apurado hasta el máximo
y luego lo escupió todo; se sació hasta
la desesperación y la muerte.
Así era mejor. Hubiera podido quedarse mucho más tiempo con
Kamaswami, ganar dinero, malgastarlo, hinchar su barriga y
dejar que su alma muriese de sed; habría podido vivir
todavía mucho tiempo en aquel infierno suave y bien
acolchado, si no le hubiera llegado el momento del
desconsuelo total, de la desesperación. Fue aquel instante,
cuando se balanceaba por encima de la corriente del agua,
dispuesto a destruirse. Había sentido esa desesperación, esa
profunda repugnancia, pero no se dejó vencer; el pájaro, la
fuente y la voz de su interior continuaban con vida. Esa era
su alegría, su risa; por eso brillaba su rostro bajo las
canas.
«Es bueno -pensó- probar personalmente todo lo que hace
falta aprender. Desde niño, desde mucho tiempo, sabía que
los placeres mundanos y las riquezas no acarrean ningún
bien; pero ahora
lo he vivido. Y ahora lo sé, no sólo porque me lo enseñaron,
sino porque lo han visto mis ojos, mi corazón, mi estómago.
¡Qué bello es saberlo!»
Mucho tiempo permaneció meditando acerca del cambio que se
había producido en su ser. Escuchó al pájaro que trinaba
alegre. ¿No había muerto el pájaro en su interior, no había
sufrido su muerte? No; en Siddharta había muerto algo muy
distinto, que desde hacía tiempo deseaba sucumbir. ¿No era
lo mismo que en sus ardientes años de asceta había querido
apagar? ¿No era su yo, el yo pequeño, temeroso, orgulloso,
con que había luchado durante tantos días, el que siempre
le vencía, el que después de cada penitencia, volvía a
surgir, y le quitaba la alegría, y le daba temor? ¿Acaso no
era eso lo que por fin hoy había encontrado la muerte, allí
en el bosque, junto a ese río idílico? ¿No era esa muerte
por lo que Siddharta había vuelto a ser un niño, y sintió
confianza, alegría y temeridad?
Ahora también comprendió por qué había luchado inútilmente
contra ese yo, mientras era brahmán o asceta. ¡Se lo había
impedido el exceso de sabiduría, de versos sagrados, de
reglas para sacrificios, de mortificaciones, la excesiva
ambición! Con arrogancia, siempre había sido el primero,
el más inteligente, el más sabio, el más diligente; siempre
se encontraba un paso más adelante de
los demás compañeros, sabios, sacerdotes o eruditos. Su yo
se había escondido en ese sacerdocio,
en aquella erudición e intelectualidad; estaba allí y
crecía, mientras Siddharta creía apagarlo con ayunos y
penitencias. Ahora se daba cuenta y observaba que la voz
secreta tenía razón: ningún
profesor se lo hubiera podido reprimir jamas.
Por ello tuvo que lanzarse al mundo, perderse entre los
placeres y el poder, la mujer y el dinero;
se había tenido que convertir en comerciante, jugador,
bebedor, glotón, hasta que el brahmán y el samana de su
interior se murieran. Por tal causa había tenido que
soportar esos años monstruosos,
ese hastío, vacío y absurdo de una vida monótona y perdida,
hasta que por fin, como una
desesperacion, el vividor y el Siddharta ávido habían
llegado a sucumbir. Muerto, un nuevo
Siddharta había resucitado. También este se volvería viejo,
también tendría que morir algún día; Siddharta era
transitorio, como pasajera es toda formación. Pero hoy se
hallaba en plena forma,
joven como un chiquillo, un nuevo Siddharta. Estaba lleno de
alegría.
Meditaba todas
estas ideas, escuchaba sonriente su estómago y agradecía el
zumbido de una abeja. Miraba con alegría la corriente del
río: jamás un agua le había gustado tanto, jamás había
percibido la voz y el ejemplo de la corriente con tanta
fuerza. Le parecía que ese río poseía algo especial, algo
que aún desconocía, pero que le esperaba. En ese río se
había querido ahogar Siddharta, y en él había sucumbido el
Siddharta viejo, cansado, desesperado. Sin embargo, el nuevo
Siddharta sentía por esa corriente un profundo amor que le
obligaba a no abandonarla con prisas.