En la ciudad de Savathi todos los niños conocían el nombre
del majestuoso buda, y cada casa
estaba preparada para llenar el plato de limosnas a los
discípulos de Gotama, que pedían en silencio. Cerca de la
ciudad se encontraba el lugar preferido de Gotama, el bosque
Jetavana, que había sido regalado para Gotama y los suyos
por el rico comerciante Anathapindika, un devoto admirador
del majestuoso.
Hacia aquella región también se habían encaminado, gracias a
los relatos y respuestas que recibieron, los dos jóvenes
ascetas en su búsqueda del Gotama.
Y cuando llegaron
a Savathi, ya en
la primera casa ante cuya puerta se detuvieron se les
ofreció comida, y ellos la aceptaron. Siddharta
preguntó a la mujer que les daba de comer:
-Buena mujer, nos gustaría mucho que nos dijeras dónde se
halla el buda, el más venerable, pues somos dos samanas del
bosque y hemos venido para ver al perfecto, y escuchar la
doctrina de sus labios.
La mujer contestó:
-Realmente os
habéis detenido aquí, en el lugar preciso, samanas del
bosque. Debéis saber que
el majestuoso se encuentra en Jetavana, en el jardín de
Anathapindika. Allí, peregrinos, podréis pasar la noche,
pues hay suficiente espacio, incluso para los incontables
que llegan a escuchar la doctrina de sus labios.
Esto alegró a Govinda, que lleno de gozo exclamó:
- ¡Bien, pues hemos llegado a nuestra meta, y nuestro camino
ha terminado! Pero dinos tú, madre de los peregrinos,
¿conoces al buda, le has visto con tus propios ojos?
La mujer repuso:
-Muchas veces he visto al majestuoso. Muchos días le he
observado cuando pasa por las callejuelas, en silencio, con
su ropaje amarillo, cuando presenta en silencio su plato de
limosnas en
la puerta de las casas, y cuando se lleva el plato lleno.
Govinda escuchaba encantado y quería preguntar y oír mucho
mas. Pero Siddharta acordó seguir
el camino. Dieron las gracias y se fueron. Ni siquiera
tuvieron que preguntar por el lugar, pues eran muchos los
peregrinos y monjes de la doctrina de Gotama que hacían el
camino hacia Jetavana. Y
cuando de noche arribaron allí, observaron que había un
continuo llegar, exclamar y hablar entre
aquellos que buscaban y recibían albergue. Los dos samanas,
acostumbrados a la vida del bosque, encontraron rápidamente
y en silencio un amparo, y descansaron allí hasta la manana
siguiente.
Al salir el sol, vieron con asombro el gran número de fieles
y curiosos que habían pernoctado en aquel lugar. Por todas
las sendas del maravilloso bosque caminaban monjes con su
vestidura amarilla; estaban sentados debajo de los árboles,
entregados a la contemplación o dedicados a la conversación
intelectual. Los umbrosos jardines parecían una ciudad llena
de personas, que pululaban como abejas. La mayoría de los
monjes salían con el plato de limosnas, a buscar en la
ciudad alimento para la hora de la comida del mediodía, la
única de la jornada. También el mismo buda, el inspirado,
solía pedir limosnas por la mañana.
Siddharta le vio y le conoció en seguida, como si un dios se
lo hubiera mostrado. Lo contempló:
un hombre modesto, con su hábito amarillo, con el plato de
las limosnas en la mano, caminando en silencio.
-¡Mira allí! -gritó Siddharta en voz baja a Govinda-. Ese es
el buda.
Govinda miró con atención al monje de vestiduras amarillas,
que no parecía diferenciarse en nada
de los centenares de otros monjes. No obstante, reconoció
también Govinda: Este es. Y le siguieron
y le observaron.
El buda continuó su camino modestamente, entregado a sus
pensamientos; su rostro sereno no
era ni alegre ni triste: parecía sonreír levemente en su
interior. Caminaba el buda con una sonrisa escondida,
sosegada, tranquila, parecida a la de un niño sano; llevaba
el hábito y hacía sus pasos igual que todos los monjes,
según unas reglas exactas. Pero su cara y su manera de
andar, su
mirada tranquila y discreta, su mano lacia y colgante, y aun
cada dedo de esa mano hablaban de paz, de perfección; no
buscaba, no imitaba; respiraba suavemente, con una
tranquilidad imperturbable, con una luz imperecedera, con
una paz intangible.
Así caminaba Gotama hacia la ciudad para pedir limosnas y
los dos samanas sólo le conocieron por la perfección de su
alma, por el sosiego de su figura, en la que no había
búsqueda, ni voluntad,
ni imitación, ni esfuerzo, sólo luz y paz.
-Hoy escucharemos la doctrina de sus labios -comentó Govinda.
Siddharta no contestó.
Sentía poca curiosidad por esa doctrina, no creyó que
llegara a enseñarle nada nuevo, ya que él,
al igual que Govinda, había escuchado una y otra vez el
contenido de esa doctrina del buda, aunque por informes que
habían pasado en general de boca en boca.
Pero ahora miró con atención la cabeza de Gotama, sus
hombros, sus pies, su mano tranquilamente relajada; y a
Siddharta le pareció que cualquier miembro de cualquier dedo
de esa mano era doctrina; respiraba y brillaba todo él
verdad. Ese hombre era un santo. Jamás Siddharta había
admirado y amado tanto a un hombre como a aquél.
Los dos siguieron al buda hasta la ciudad y volvieron en
silencio, pues ellos mismos pensaban renunciar a los
alimentos de aquel día. Contemplaron a Gotama de regreso; lo
observaron rodeado
de sus discípulos, tomando el almuerzo; lo que comía ni
siquiera bastaba a un pájaro, y vieron cómo
se retiraba luego a la sombra de los mangos.
Pero por la noche, cuando se apagó el calor y el campamento
se llenó de vida, escucharon la doctrina del buda. Oyeron su
voz, que también era perfecta, tranquila y llena de sosiego.
Gotama enseñó la doctrina del sufrimiento; habló sobre el
origen del dolor y sobre el camino para reducir ese dolor.
Su oración era sencilla y serena. La vida era dolor, el
mundo estaba lleno de sufrimiento, pero
se había hallado la liberación del dolor: tal liberación
estaba en manos del que seguía el camino del buda.
El majestuoso predicaba con voz suave, pero firme, enseñaba
las cuatro frases principales, mostraba el octavo sendero,
repetía con paciencia y constancia la enseñanza, los
ejemplos; su voz flotaba clara y sosegada sobre los oyentes,
como una luz, como un cielo de estrellas.
Ya era de noche cuando el buda terminó su oración. Muchos
peregrinos se le acercaron y rogaron que les aceptara en la
comunidad, pues querían refugiarse en la doctrina. Y Gotama
los aceptó diciendo:
-Se os ha enseñado la doctrina y vosotros la habéis
escuchado con atención. Acercaos, pues, y caminad hacia la
santidad, para preparar el fin de todos los dolores.
También se adelantó Govinda, el tímido, y declaró:
-Yo también me refugio en el majestuoso y su doctrina.
Y así Govinda pidió que le aceptaran entre los discípulos, y
fue admitido.
Inmediatamente después, cuando el buda ya se había retirado
para descansar durante la noche, Govinda se dirigió a
Siddharta y manifestó con solicitud:
-Siddharta, no tengo derecho a reprocharte nada. Los dos
hemos escuchado al majestuoso, los dos nos hemos enterado de
su doctrina. Govinda ha oído la predicación y se ha
refugiado en ella. Pero tú, a quien admiro, ¿acaso no
quieres caminar por el sendero de la liberación? ¿Prefieres
vacilar? ¿Deseas esperar aún?
Siddharta despertó como de un sueño, al escuchar semejantes
palabras de Govinda. Durante largo tiempo observó el rostro
del amigo. Luego habló en voz baja, sin ironía.
-Govinda, mi amigo -le dijo-, ahora has dado el paso, ahora
has elegido tu camino. Siempre, Govinda, has sido mi amigo,
siempre has andado un paso tras de mí. A menudo he pensado:
¿No dará Govinda nunca un paso solo, sin mí, por su propia
iniciativa? Y ahora te has hecho hombre y
eliges tú mismo el camino. ¡Que lo andes hasta el fin,
amigo! ¡Que encuentres la liberación!
Govinda, que aún no comprendía bien la situación, repitió su
pregunta con tono impaciente:
-¡Por favor, habla! ¡Te lo ruego, amigo! ¡Dime que no me
engaño, que tú también, mi sabio amigo, te refugiarás junto
al majestuoso buda!
Siddharta colocó una mano sobre el hombro de Govinda y
repuso:
-¿No has escuchado mi bendición, Govinda? Te la repito: ¡Que
recorras ese sendero hasta el fin! ¡Que encuentres la
liberación! En ese momento, Govinda se percató de que su
amigo le abandonaba, y empezó a llorar.
- ¡ Siddharta! - exclamó entre sollozos. Siddharta se
expresó con cariño:
-¡No olvides, Govinda, que ahora perteneces a los samanas
del buda! Has renunciado a tu casa y
a tus padres; has negado tu origen y tu propiedad, has
repudiado tu propia voluntad, has rechazado
la amistad. Así lo quiere la doctrina, así opina el
majestuoso. Así has elegido tu mismo. Mañana, Govinda, me
marcharé.
Todavía caminaron durante mucho tiempo los dos amigos por el
bosque; se tendieron por largo tiempo sin encontrar el
sueño. Govinda no dejaba de insistir una y otra vez a su
amigo para que le dijera por qué no se refugiaba en la
doctrina de Gotama, qué falta encontraba a esa doctrina.
Pero Siddharta cada vez le rechazaba alegando:
-¡Quédate contento, Govinda! Muy buena es la doctrina del
majestuoso, ¿cómo podría encontrarle una objeción?
De madrugada, un seguidor del buda, uno de sus más antiguos
monjes, pasó por el jardín y llamó
a todos aquellos que se habían refugiado en la doctrina,
como novicios, para ponerles las vestiduras amarillas e
instruirlos en las primeras enseñanzas y obligaciones de su
clase. Y Govinda se levantó,
abrazó una vez más al amigo de su juventud y siguió a los
restantes novicios.
Siddharta, sin embargo, se quedó meditando en el bosque.
Entonces se cruzó en su camino Gotama, el majestuoso; le
saludó con profundo respeto y al ver
la mirada del buda tan llena de paz y bondad, el joven tuvo
valor para solicitar al venerable que le permitiera
hablarle. En silencio, el majestuoso le concedió el permiso.
Siddharta balbuceó:
-Ayer, majestuoso, tuve el honor de escuchar tu singular
doctrina. Vine desde muy lejos con mi amigo para escucharte.
Y ahora mi amigo se quedará con los tuyos, se ha refugiado
en ti. Yo, sin embargo, empiezo de nuevo mi peregrinación.
-Como tú prefieras -dijo el venerable, con cortesía.
-Quizá mis palabras resulten demasiado atrevidas -continuó
Siddharta-, pero no quisiera abandonar al majestuoso sin
haberle comunicado mis pensamientos con sinceridad. ¿Quiere
aún prestarme el venerable un momento de atención?
En silencio el buda se lo concedió. Siddharta explicó:
-Venerable, he admirado sobre todo una cosa en tu doctrina.
Todo en ella está perfectamente claro y comprobado; muestras
el mundo como una cadena perfecta que nunca se interrumpe,
como una eterna cadena hecha de causas y efectos. Jamás se
había visto eso con tanta claridad, nunca
había sido demostrado tan indiscutiblemente; en verdad, el
corazón del brahmán palpita con más fuerza cuando ve el
mundo a través de tu doctrina, como perfecta relación,
ininterrumpida, lúcida como un cristal, independiente de la
casualidad, libre de los dioses. Queda en tela de juicio si
el
mundo es bueno o malo, si la vida en él es sufrimiento o
alegría; quizá sea porque ello no es esencial. Pero la
unidad del mundo, la relación entre todo lo que sucede, el
enlace de todo lo grande
y lo pequeño por la misma corriente, por la misma ley de las
causas del nacer y morir, todo eso brilla con luz propia en
tu majestuosa doctrina. No obstante, según tu propia teoría,
esa unidad y
consecuencia lógica de todas las cosas, a pesar de todo se
encuentra cortada en un punto, en un pequeño vacío donde
entra en este mundo de la unidad algo extraño, algo nuevo,
algo que antes no existía, y que no puede ser enseñado ni
demostrado: ésa es tu doctrina de la superación del mundo,
de la redención. Pero con este pequeño vacío, con esa
pequeña fisura, la eterna ley uniforme del mundo queda
destruida y anulada otra vez. Perdóname, si pongo tal
objeción.
Gotama le había escuchado con tranquilidad, sin moverse. Con
voz bondadosa, cortés y clara le contestó ahora:
-Tú has escuchado la doctrina, hijo de brahmán ¡Dichoso de
ti por haber pensado en ella! Tú has encontrado un vacío,
una falta. Sigue pensando en la doctrina. Pero deja que te
avise, tú que tienes tanto afán por saber acerca de la
dificultad de las opiniones y la desavenencia de las
palabras. No importan las opiniones, sean buenas o malas,
inteligentes o insensatas; cualquiera puede defen- derlas o
rechazarlas. Pero la doctrina que has oído de mis labios no
es mi opinión, ni su objetivo es explicar el mundo para los
que tienen afán de saber. Su fin es otro: es la redención de
los sufrimientos. Eso es lo que enseña Gotama, nada más.
-No me guardes rencor, majestuoso -exclamó el joven-. No te
he hablado así para buscar un desacuerdo o la desavenencia
con palabras. Desde luego, tienes razón, y poco importan las
opiniones. Pero déjame decir una cosa más: ni un momento he
dudado de ti. Ni un momento he dudado de que tú fueras el
buda, de que hubieras llegado a la meta, al máximo, hacia el
que tantos brahmanes e hijos de brahmanes se hallan en
camino. Has encontrado la redención de la muerte. La has
hallado con tu misma búsqueda, con tu propio camino, a
través de pensamientos, ensimismaciones, ciencia, reflexión,
inspiración. ¡Pero no la has encontrado a través de una
doctrina! Yo pienso, majestuoso, ¡que nadie encuentra la
redención a través de la doctrina! ¡A nadie, venerable, le
podrás comunicar con palabras y a través de la doctrina lo
que te ha sucedido a ti en
el momento de tu inspiración! Mucho es lo que contiene la
doctrina del inspirado buda, a muchos les enseña a vivir
honradamente, a evitar lo malo. Pero esta doctrina tan clara
y tan venerable no
contiene un elemento: el secreto de lo que el majestuoso
mismo ha vivido, él solo, entre centenares
de miles de personas. Esto es lo que he pensado y
comprendido cuando escuchaba tu doctrina. Y
por ello, continúo mi peregrinación. No para buscar otra
doctrina mejor, pues sé que no la hay, sino para dejar todas
las doctrinas y a todos los profesores, y para llegar solo a
mi meta, o morirme. Sin
embargo, a menudo me acordaré de este día, majestuoso, y de
esta hora en que mis ojos vieron a
un santo.
Los ojos del buda miraron sosegadamente hacia el suelo; en
su rostro impenetrable resplandecía
la tranquilidad del alma.
-¡Que tus creencias no sean erróneas! -invocó el venerable
lentamente-. ¡Que alcances tu fin! Pero antes dime: ¿Has
visto el conjunto de mis samanas, de mis muchos hermanos,
que se han refugiado en la doctrina? ¿Y crees tú, samana
forastero, que para todos ellos sería mejor abandonar
la doctrina y volver a la vida del mundo y de los placeres?
-Tal pensamiento se encuentra muy distante de mí -alegó
Siddharta-. ¡Que todos ellos se queden con la doctrina, que
alcancen su meta! ¡No tengo derecho a juzgar la vida de
otro! Tan sólo para mí, únicamente para mí he de juzgar,
elegir, rechazar. Nosotros, los samanas, buscamos la
redención del yo, majestuoso. Si ahora fuera uno de tus
discípulos, venerable, temo que me ocurriera que sólo
aparentemente mi yo consiguiera la tranquilidad y la
redención; pero me engañaría, pues viviría con
la verdad y me haría más importante, ya que entonces
escondería dentro de mi yo la doctrina, la imitación, mi
amor hacia ti y hacia la comunidad de los monjes.
Con media sonrisa y con una amabilidad clara e inalterable,
Gotama fijó sus ojos en la mirada del forastero y le
despidió con un gesto apenas perceptible.
-Eres inteligente, samana -declaró el venerable-; sabes
hablar muy bien, amigo. ¡Guárdate de una inteligencia
demasiado grande!
El buda continuó su camino. Su mirada y su media sonrisa se
grabaron para siempre en la memoria de Siddharta.
«Así todavía no he visto mirar ni sonreír, sentarse o
caminar a ninguna persona -pensó Siddharta-; de verdad, que
también me gustaría poder mirar y sonreír, sentarme y
caminar tan libremente, con tanta veneración, tan escondido,
abierto, infantil y misterioso a la vez. Es verdad que sólo
mira y camina así una persona que ha penetrado en lo más
interior de su propio ser. Bien, también yo intentaré
penetrar en lo más recóndito de mí mismo.
«He visto a una
persona -meditó Siddharta-, a una sola, ante la cual he
tenido que bajar la mirada. Ante nadie más quiero bajar mis
ojos, ante nadie más. Ninguna doctrina me tentará, ya que la
doctrina de este hombre no me ha tentado.
«EI buda me ha robado -reflexionó Siddharta-. Me ha robado,
pero más aún me ha regalado. Me
ha robado un amigo que creía en mí y que ahora cree en él,
que era mi sombra y que ahora es la sombra de Gotama. Pero
me ha regalado a Siddharta, a mí mismo.»