El niño había presenciado el funeral de su madre con timidez
y lloriqueos; asustado y sombrío
había escuchado a Siddharta, que le saludaba como hijo y le
daba la bienvenida a la choza de
Vasudeva.
Durante varios
días quiso permanecer en la colina de su madre muerta; se
hallaba demacrado, sin apetito. Cerraba los ojos y el
corazón; se rebelaba obstinadamente contra su destino.
Siddharta le trató con tacto y le dejó hacer: respetó su
duelo. Comprendió Siddharta que su hijo
no le conocía, y por lo tanto, no podía amarle como a un
padre. Paulatinamente, también se dio cuenta de que ese
niño, que ya tenía once años, era una personilla mimada,
pues fue criado entre
algodones, educado en las costumbres de los adinerados:
comidas exquisitas, cama blanda, órdenes
a los criados. Siddharta comprendió que entre sus hábitos y
la pena, no podía contentarse de repente, con buena
voluntad, ante la pobreza.
No le obligó
a hacer nada, le sirvió paciente y le guardó siempre la
mejor ración. Esperaba ganarle poco a poco, con amable
paciencia.
Cuando llegó el niño, Siddharta se creyó rico y feliz. Sin
embargo, al observar que el tiempo pasaba y el chico
continuaba siendo extraño y sombrío, al ver que mostraba un
corazón orgulloso y terco, que no quería trabajar ni
respetar a los viejos, pero sí robar de los árboles frutas
de Vasudeva, entonces Siddharta empezó a entender que con su
hijo no le había llegado la paz y la felicidad, sino la pena
y la preocupación.
No obstante, Siddharta amaba al muchacho, y prefería los
disgustos del amor, a su anterior paz y felicidad sin el
pequeño.
Desde que el
joven Siddharta vivía en la cabaña, los viejos se habían
tenido que repartir la tarea. Vasudeva cumplía el deber de
barquero, otra vez solo, y Siddharta hacía el trabajo de la
vivienda y del campo, para mantenerse cerca de su hijo.
Durante mucho tiempo, incluso largos meses, Siddharta esperó
inútilmente que su hijo le comprendiera, que aceptara su
amor, que quizá le correspondiera. Vasudeva esperó durante
muchos meses; confiaba y callaba. Un día el joven Siddharta
vejó una vez más a su padre con su testarudez y sus
caprichos, y le rompió dos fuentes de arroz; aquella noche,
Vasudeva llamó a su amigo y habló con él.
-Perdóname -empezó-. Te hablo con el corazón de un amigo.
Veo que tienes preocupaciones, problemas. Tu hijo amado te
preocupa, y también me inquieta a mí. El joven pájaro está
acostumbrado a otra vida, a otro nido. No se ha escapado,
como tú, de la riqueza y de la ciudad por hastío o
aburrimiento, sino que lo ha abandonado en contra de su
voluntad. Pregunté al río, amigo; muchas veces le he
interrogado. Pero la corriente se ríe de mí y de ti, y se
burla de nuestra necedad. El agua quiere estar junto al
agua, la juventud con la juventud. Tu hijo no se encuentra
en
el lugar apropiado para poder desarrollarse bien. ¡Pregunta
también al río, y sigue su consejo!
Siddharta observó el amable semblante, en cuyos innumerables
surcos se albergaba una continua serenidad.
-Pero, ¿puedo yo separarme de él? -preguntó Siddharta en voz
baja, avergonzado-. ¡Deja que pase un tiempo, amigo! Mira,
yo lucho por ganar el corazón de mi hijo, me esfuerzo con
paciencia y amor, quiero conseguirlo. También el río llegará
a hablarle a él.; también tiene vocación.
La sonrisa de Vasudeva se hizo más afectuosa.
-Pues claro, también el pequeño tiene vocación y sirve para
la vida eterna. No obstante,
¿sabemos nosotros, tú y yo, qué vocación tiene, qué vida le
espera, qué obras y qué sufrimientos? Sus dolores no serán
pocos, ya que su corazón es orgulloso y duro, y esas
personas tienen que sufrir mucho, equivocarse infinidad de
veces, cometer innumerables injusticias, pecar una y otra
vez. Dime, amigo, ¿no educas a tu hijo? ¿No le obligas? ¿No
le pegas? ¿No le castigas?
-No, Vasudeva, no hago nada de eso.
-Me lo imaginaba. No le obligas, ni le pegas, ni le mandas,
y es que sabes que lo blando es más fuerte que lo duro, que
el agua es más potente que la roca, que el amor es más
vigoroso que la violencia. Conforme, y te elogio. Sin
embargo, ¿no te equivocas pensando que no le obligas ni
castigas? ¿No te atas con tu amor? ¿ No le avergüenzas día a
día y le dificultas sus obras con tu bondad y paciencia? ¿No
obligas al muchacho arrogante y mimado a vivir en una choza
con dos viejos que se alimentan de plátanos y para los que
un plato de arroz es un bocado exquisito? Nuestros
pensamientos nunca podrán ser los suyos, igual que nuestro
corazón viejo y quieto lleva otra marcha, que no es la suya.
¿No crees que ya ha sido bastante castigado con todo ello?
Siddharta bajó la cabeza, consternado. En voz baja preguntó:
-¿Qué me aconsejas que debo hacer? Vasudeva continuo:
-Llévale a la ciudad, a casa de su madre. Allá todavía
estarán los criados; déjale con ellos. Y si no
los hay, condúcelo a casa de un profesor, no por lo que le
pueda enseñar, sino para que se halle junto a otros chicos y
chicas de su edad, en ese mundo que es el suyo. ¿Nunca lo
pensaste?
-Tú lees en mi corazón -repuso Siddharta-. A menudo lo
pensé. Pero oye, ¿cómo puedo trasladarlo a ese mundo, si
tiene débil el corazón? ¿No se volverá disoluto, no se
perderá entre los placeres y el poder? ¿No repetirá los
errores de su padre? ¿No se hundirá para siempre en el
sansara?
La sonrisa del barquero se iluminó. Suavemente oprimió el
brazo de Siddharta y declaró:
- ¡Pregunta al río, amigo! ¡Escucha su risa! ¿Realmente
crees que has cometido tú esas necedades para ahorrárselas a
tu hijo? ¿Acaso puedes protegerlo contra el sansara? ¿Y
cómo? ¿Con
la doctrina, con oraciones, advertencias? Amigo, ¿has
olvidado totalmente aquella historia, la del
hijo de un brahmán, llamado Siddharta, que me contaste aquí
mismo? ¿Quién ha protegido del sansara al samana Siddharta?
¿Quién del pecado, de la codicia, de la necedad? ¿Le pudo
custodiar la piedad de su padre, las advertencias de los
profesores, sus propios conocimientos, su propia búsqueda?
¿Qué padre o qué profesor han conseguido evitar que él mismo
viva la vida, se ensucie con la existencia, se cargue de
culpabilidad, beba el brebaje amargo, encuentre su camino?
Amigo,
¿ acaso crees que ese camino se lo podías ahorrar a alguien?
¿Quizás a tu hijo, porque le amas y desearías ahorrarle
penas, dolor y desilusiones? Aunque te murieras diez veces
por él, no
conseguirías apartarle lo más mínimo de su destino.
Jamás Vasudeva había gastado tantas palabras. Siddharta se
lo agradeció amablemente;
preocupado, regresó a la cabaña y durante mucho tiempo no
logró conciliar el sueño. Vasudeva no
le había dicho nada que antes no hubiera advertido y
reflexionado. Pero era una idea que no podía poner en
práctica; el amor hacia el muchacho era más fuerte que el
conocimiento de la realidad, su
cariño era más fuerte que el temor a perderlo. ¿Se había
preocupado antes su corazón tan
profundamente por algo? Jamás había amado a una persona tan
ciegamente, nunca sufrió tanto por nadie, encontrándose
feliz y desdichado a la vez.
Siddharta no era capaz de seguir el consejo de su amigo: no
podía abandonar a su hijo. Se dejó mandar y despreciar por
el muchacho. Callaba y esperaba; diariamente empezaba la
lucha silenciosa
de la amabilidad, de la paciencia. También Vasudeva se
callaba y esperaba, amable, sabio,
indulgente. Ambos eran maestros en la paciencia.
En una ocasión, como las facciones del muchacho le
recordaran mucho a Kamala, Siddharta se vio obligado a
pensar en una frase que le dijo Kamala una vez.
«Tú no sabes amar», le había manifestado.
Y Siddharta le había dado la razón. Y entonces se comparó
con una estrella, y a los humanos con
las hojas secas que se desprenden de los árboles; mas a
pesar de todo, Siddharta advirtió en aquella frase un
reproche. Realmente, nunca había podido perderse ni
entregarse totalmente a una
persona; olvidarse de sí mismo y cometer necedades por amor
a otro; no, jamás supo hacerlo y ésta -así se lo parecía-
había sido la gran diferencia que le separaba de los
pueriles humanos.
No obstante, ahora, desde que tenía a su hijo, también
Siddharta se había convertido en un ser humano: sufría por
una persona ajena, la amaba, y perdido por su amor se había
convertido en un necio. También Siddharta sentía ahora, por
primera vez en su vida, aunque tarde, aquella pasión, la más
fuerte y especial pasión; sufría por ella, penaba
extraordinariamente, y sin embargo, a la vez experimentaba
una felicidad, una renovación, una nueva riqueza.
Se daba perfecta cuenta de que ese amor ciego hacia su hijo
era una verdadera pasión; algo muy humano, un sansara, una
fuente turbia, un agua oscura. A pesar de ello, a la vez
sentía que le era valioso, necesario, como su propio ser.
También se tenía que satisfacer aquel placer, también se
tenían que probar esos dolores, también se debían cometer
esas necedades.
Mientras tanto, el hijo le dejaba cometer esas necedades, y
consentía que se humillara diariamente ante sus caprichos.
Ese padre no poseía nada que pudiera admirar el muchacho,
nada que le hiciera temer. Era un buen hombre, bondadoso,
amable, quizá piadoso, o un santo..., pero estas cualidades
no podían convencer al joven. Le aburría ese padre que le
encerraba en aquella miserable choza; se cansaba que a cada
grosería suya le contestara con una sonrisa, a cada insulto
con un gesto de amabilidad, a cada malicia con bondad. Eso
era precisamente lo que más odiaba del viejo. El muchacho
habría preferido que le amenazara, que le maltratase.
Y llegó el día en que estallaron los sentimientos del joven
Siddharta, y se dirigieron directamente contra su padre. Le
había dado éste una orden que recogiera leña. Pero el chico
no salía de la choza; permaneció allí testarudo y furioso;
pataleó, apretó los puños, y en pleno acceso arrojó todo
su odio y desprecio a la cara del padre.
-¡Busca tú mismo la leña! -le gritó excitado-. Yo no soy tu
criado. Ya sé que no me pegas, que no
te atreves; ya sé que con tu piedad y paciencia
continuamente me quieres castigar y seducir.
¡Deseas que sea como tú: piadoso, amable, sabio! Sin
embargo, escúchame: ¡Prefiero ser un ladrón
o un asesino e irme al infierno, antes que ser como tú! ¡Te
odio! ¡No eres mi padre, aunque hayas sido diez veces el
amante de mi madre!
La ira y el disgusto le desbordaron, cien palabras funestas
se lanzaron contra el padre. Seguidamente el muchacho
desapareció corriendo y no regresó hasta la última hora del
crepúsculo.
Sin embargo, a la mañana siguiente, había desaparecido;
Tampoco hallaron el pequeño cesto de mimbre de dos colores
en el que los barqueros guardaban las monedas de plata y
cobre que recibían, como paga de su trabajo. Igualmente se
había perdido la barca. Siddharta la vio en la otra orilla
del río. Su hijo se había escapado.
-Debo seguirle -se dijo Siddharta, que todavía temblaba por
los insultos del muchacho, el día anterior-. Un niño no
puede cruzar solo el bosque. Se perderá. Tendremos que
construir un bote, Vasudeva, para llegar a la otra orilla.
-Haremos una lancha -contestó Vasudeva- para ir a buscar la
barca que el joven se ha llevado. Pero a él deberías dejarle
correr, amigo. Ya no es un niño, sabrá arreglárselas. El
muchacho busca el camino de la ciudad, y tiene razón, no lo
olvides. Hace lo que tú mismo has olvidado hacer. Se
preocupa por sí mismo, sigue su camino. Siddharta, veo que
sufres, pero son tormentos de los que uno puede reírse, y tú
te burlarás de ellos muy pronto.
Siddharta no contestó.
Ya tenía el hacha entre las manos y empezó a construir un
bote de bambú. Vasudeva le ayudaba para atar las cañas con
cuerdas de hierbas. Entonces abandonaron la orilla, la
corriente los llevó río abajo; en la otra ribera arrastraron
al bote corriente arriba.
-¿Para qué te has traído el hacha? -inquirió Siddharta.
Vasudeva contesto:
-Podría ocurrir que el remo de nuestra embarcación se
hubiera perdido.
Sin embargo, Siddharta sabía lo que su amigo pensaba. Creía
que el muchacho habría roto o arrojado el remo para
vengarse, y a la vez impedir que le siguieran. Y, realmente,
en la barca no había remo.
Vasudeva señaló el suelo de la barca y fijó la mirada en su
amigo con una sonrisa, como si quisiera decir:
«¿No ves lo que tu hijo desea decirte? ¿No te das cuenta de
que no quiere que le sigas?» Pero no lo expuso con palabras.
Tomó el hacha y empezó a cortar un nuevo remo. No obstante,
Siddharta se despidió para ir a buscar al fugitivo. Vasudeva
no se lo impidió.
Cuando Siddharta llevaba ya mucho tiempo en el bosque, se
dio cuenta de la inutilidad de la búsqueda. Pensó que el
zagal ya se le habría adelantado mucho, llegando entonces a
la ciudad, o bien, si todavía estaba en camino, se escondía
de él. Al seguir reflexionando comprendió que realmente no
se preocupaba de su hijo; en su interior tenía la certeza de
que no le había sucedido nada y que en el bosque no le
amenazaba ningún peligro. A pesar de ello, corría sin
descanso, no ya para salvarle, sino sólo por el fuerte deseo
de verle una vez más. Y así llegó hasta la ciudad.
En la carretera ancha, cerca de la población, se detuvo ante
la entrada del hermoso parque que antes fuera propiedad de
Kamala, allí donde la vio por primera vez, sentada en su
litera. Su alma despertó. De nuevo se vio allí de joven, un
samana barbudo y desnudo, con el cabello polvoriento.
Siddharta se quedó durante mucho tiempo ante la puerta y
observó el interior del jardín. Pudo ver allí monjes de
hábito amarillo paseándose bajo los frondosos árboles.
Permaneció en el mismo lugar un buen rato; pensó, recordó la
imagen, escuchó la historia de su vida. Mucho tiempo
contempló a los monjes, pero viendo a los jóvenes Siddharta
y Kamala bajo los altos árboles. Con claridad observó cómo
Kamala le entregaba el primer beso; vio a Siddharta que
sentía desprecio y orgullo por su antigua vida de brahmán, y
buscaba afanosamente y con vanidad la vida mundana.
También pudo percibir a Kamaswami, a los criados, vio las
fiestas, los jugadores de dados, los músicos; sintió que el
pájaro de Kamala vivía otra vez, respiró el sansara,
volvióse a encontrar viejo
y cansado, hastiado, deseoso de suicidarse. Y por segunda
vez le salvó el Om.
Después de permanecer junto a la puerta del parque,
Siddharta comprendió que era necio el deseo que le había
conducido hasta aquel lugar: no podía ayudar a su hijo, no
debía atarse a su hijo.
Dentro de su corazón sentía el profundo amor hacia el
muchacho, como si se tratara de una herida; pero, a la vez,
esa herida no era dolorosa, sino que se convertiría en una
brillante flor.
Se puso triste porque hasta entonces aún no había brotado la
flor, ni siquiera brillaba. Ahora tan sólo existía el vacío
en aquel mismo lugar en el que había ido a buscar a su hijo.
Se sentó tristemente, experimentó como si algo muriese en su
corazón; un vacío, una desilusión, una falta de objetivo. Se
encontraba allí ensimismado, esperando. Lo había aprendido
del río: aguardar, tener paciencia, escuchar.
Y se hallaba allí, contemplando el polvo del camino,
atendiendo a su corazón triste y cansado: esperaba la voz.
Durante muchas horas permaneció aguardando; ya no podía ver
ninguna imagen, estaba hundido en el vacío, se hundía sin
ver el camino.
Y cuando sentía el dolor de la herida, hablaba en silencio
con el Om se llenaba del Om. Los monjes del jardín le
vieron; al notar que se quedaba allí durante horas y horas y
que en su cabello gris se depositaba el polvo, uno de ellos
se le acercó y le colocó a su lado dos frutos del bananero.
El anciano no los vio.
Una mano que tocó su hombro le despertó del sueño.
Inmediatamente reconoció aquel contacto cariñoso;
avergonzado volvió en sí. Se levantó y saludó a Vasudeva,
que le había seguido a distancia. Al ver la cara cordial de
Vasudeva, con sus ojos serenos, arrugados por la sonrisa,
también sonrió Siddharta.
Ahora advirtió
los frutos del bananero; los levantó, dio uno al barquero y
se comió el otro. En silencio regresó con Vasudeva al
bosque, a la barca. Ninguno de los dos habló sobre lo
sucedido, nunca más nombraron al muchacho; jamás se mencionó
la fuga, en ningún momento se renovó la herida.
Al llegar a la cabaña, Siddharta se tendió encima del lecho.
Poco después, Vasudeva se le acercó para ofrecerle una copa
de leche de coco, pero Siddharta ya dormía.