«Junto a este río deseo quedarme -pensó Siddharta-. Es el
mismo por el que un amable barquero
me condujo al camino de los humanos, de los niños. Me
dirigiré a su vivienda. Desde su choza me encaminó entonces
hacia una nueva vida, que ahora ya está vieja y muerta. ¡Que
mi nuevo camino
también empiece desde allí.»
Observaba la
corriente con cariño, su verde transparencia, sus ondas
cristalinas, con dibujos llenos de misterio. Contempló las
perlas claras que subían desde el fondo, las burbujas que
flotaban
en la superficie, el espejo del azul del cielo. El río
también le miraba con sus mil ojos, verdes,
blancos, ambarinos, celestes. ¡Cuánto amaba aquella
corriente! ¡Cuántas cosas le agradecía! Desde
el interior de su corazón escuchaba la voz que despertaba de
nuevo y le decía:
«Ama a este río! ¡Quédate con él! ¡Aprende de él!»
¡ Oh, sí!
Siddharta quería aprender del río, deseaba escucharlo. Le
parecía que el que comprendiera a esta corriente y sus
secretos, también entendería muchas otras cosas, muchos
secretos, todos los misterios.
Hoy únicamente podía conocer un secreto del río: el que se
apoderó de su alma. Se daba cuenta de que el agua corría y
corría, siempre se deslizaba y, sin embargo, siempre se
encontraba allí, en todo momento. ¡Y no obstante, siempre
era agua nueva! ¿Quién podía comprenderlo? Siddharta, no;
tan sólo tenía una vislumbre, escuchaba un recuerdo lejano,
unas voces divinas.
Siddharta se
levantó. El rugido del hambre en el estómago se hacía
insoportable. Mientras sufría, continuó su camino a lo largo
de la ribera, contra la corriente, escuchando el rumor y los
alaridos de
su estómago.
Cuando llegó a la lancha de cruce, la halló dispuesta para
la salida.
A su lado estaba el mismo barquero que había conducido al
joven samana. Siddharta le reconoció
al momento; también el barquero había envejecido mucho.
-¿Quieres pasarme? -preguntó.
El barquero se sorprendió al ver a un hombre tan distinguido
viajar solo y a pie. Le acogió en su barca y abandonó la
orilla.
-Has elegido una vida muy bella -declaró el viajero-. Debe
de ser muy hermoso vivir junto a estas aguas y deslizarse
por su superficie.
El remero se balanceó sonriente y repuso:
-Es hermoso, señor, como tú dices, ¿pero acaso no es bella
la vida toda y todos los trabajos?
-Quizá. Pero yo envidio el tuyo.
-¡Oh! Pronto te cansarías. Esto no es para gentes elegantes.
Siddharta sonrió.
-Ya me miraste una vez por mis ropajes y además, con
desconfianza. ¿No te gustaría aceptarlos, barquero, puesto
que a mí me molestan? Debes saber que no tengo con qué
pagarte.
-El señor bromea -dijo el barquero, festivo.
-No bromeo, amigo. Mira, ya una vez crucé en tu barca por el
río, gracias a tu bondad. Hazlo también hoy y acepta mis
vestidos como pago.
-¿Y el señor piensa seguir su viaje sin vestidos?
-Lo que me gustaría es no proseguir el viaje. Lo que más me
apetecería, barquero, es que me dieras un delantal, y así
podría quedarme como ayudante tuyo, o mejor, como tu
aprendiz, pues primero debo aprender a llevar la barca.
Durante largo tiempo el barquero observó al forastero, como
si buscara algo.
-Ahora te reconozco -manifestó por fin-. En otra ocasión
dormiste en mi choza, hace mucho tiempo, quizá más de veinte
años. Yo te llevé al otro lado del río y nos despedimos como
buenos amigos. ¿No fuiste un samana? De tu nombre no me
acuerdo.
-Me llamo Siddharta, y era un samana cuando me viste por
última vez.
-Bien venido seas, Siddharta. Yo me llamo Vasudeva. Espero
que también hoy seas mi invitado, que duermas en mi choza y
me cuentes de dónde vienes y por qué te molestan tus
elegantes ropas.
Habían alcanzado el centro del río y Vasudeva tuvo que remar
con más fuerza para ir contra la corriente. Su trabajo era
tranquilo, y él bogaba con su mirada fija en la proa de la
barca, con sus brazos curtidos.
Siddharta se hallaba sentado y le observaba; recordó
entonces que ya en aquel su último día de samana, habíase
despertado en su corazón el amor hacia aquel hombre.
Agradecido aceptó la invi- tación de Vasudeva. Cuando
llegaron a la orilla le ayudó a atar la barca en los postes;
después el barquero le invitó a entrar en la cabaña y le
ofreció pan y agua. Siddharta lo comió con gusto, como
también los frutos del mango, que le ofreció el barquero.
Ya cerca del atardecer se sentaron los dos en un tronco de
la orilla y Siddharta contó al barquero
su origen y su vida, tal y como la había visto hoy en
aquella hora de desesperación. El relato duró hasta altas
horas de la noche.
Vasudeva escuchó con suma atención. Lo comprendió todo, el
origen, la niñez, todo el aprendizaje, la búsqueda, la
alegría y la miseria. Entre las muchas virtudes del
barquero, destacaba
la de saber escuchar como pocas personas. Sin decir
palabras, Siddharta notó que Vasudeva asimilaba todas sus
explicaciones, sosegado, abierto, esperando sin perder una
sola palabra, sin
impaciencias, sin críticas ni elogios: únicamente escuchaba.
Siddharta sintió la felicidad de confesarse a tal oyente, de
hundir en su corazón su propia vida, la propia búsqueda, el
propio sufrimiento.
Al finalizar el relato, sin embargo, cuando habló del árbol
junto al río y de su profundo desfallecimiento, del sagrado
Om y de cómo después del sueño se había sentido mucho mejor,
el barquero escuchó con doble atención, totalmente
entregado, con los ojos cerrados.
No obstante, Siddharta enmudeció, transcurrió un largo
silencio hasta que Vasudeva empezó a decir:
-Es lo que yo me imaginaba. El río te ha hablado. También es
amigo tuyo, también él te habla. Esa es una buena señal, muy
buena. Quédate conmigo, Siddharta, amigo. Tenía una esposa,
su cama está junto a la mía; pero ha muerto ya hace mucho
tiempo, y vivo solo. Convive conmigo: hay sitio y comida
para ambos.
-Te lo agradezco -declaró Siddharta-. Te lo agradezco y
acepto. Y también te doy las gracias por haberme escuchado
tan bien. Hay pocas personas que sepan escuchar, y no
encontré a nadie que lo hiciera como tú. También quiero
aprender esto de ti.
-Lo aprenderás -contestó Vasudeva-, pero no de mí. Yo lo
aprendí del río, a ti también te lo enseñará. El río lo sabe
todo y todo se puede aprender de él. Mira, ya te has
enterado por el agua
de que es necesario dirigirse hacia abajo, descender, buscar
la profundidad. El rico y distinguido
Siddharta se convierte en remero; el sabio brahmán Siddharta
se convierte en barquero; también eso te lo ha enseñado el
río. Progresarás asimismo con el resto.
Después de una larga pausa, preguntó Siddharta:
-¿Qué resto, Vasudeva?
-Se ha hecho tarde -contestó-. Vayamos a dormir. No te puedo
decir yo el «resto», amigo. Ya lo sabrás, quizá ya los has
estudiado. Mira, yo no soy un sabio, y no sé hablar y
tampoco pensar. Sólo
sé escuchar y ser piadoso: no he aprendido otra cosa. Si lo
supiera decir y enseñar, quizá fuera un
sabio; así, sin embargo, sólo soy un barquero y mi deber es
cruzar a la gente por este río. He cruzado a muchos, a
miles, y para todos ellos mi río sólo ha sido un obstáculo
en sus itinerarios. Viajaban por dinero y negocios, iban a
bodas y romerías; el río se interponía en su camino y el
barquero estaba allí para pasarlos rápidamente sobre ese
obstáculo. Pero para algunos entre miles, para muy pocos, el
río dejaba de ser un obstáculo; ellos han oído su voz, la
han escuchado, y el río se ha convertido para ellos en algo
sagrado, igual que para mí. Y ahora vámonos a descansar,
Siddharta.
Siddharta se quedó con el barquero y aprendió a manejar la
barca; y si no tenía trabajo con la barca, ayudaba a
Vasudeva en el campo de arroz, recogía la madera, cosechaba
los frutos del bananero. Aprendió a construir un remo, y a
reparar la embarcación, y a trenzar cestos. Estaba alegre
por todo lo que aprendía y los días y los meses pasaban con
rapidez.
Pero, más de lo que podía enseñarle Vasudeva, le instruía el
río. De él aprendía continuamente. Sobre todo le enseñó a
escuchar, a atender con el corazón tranquilo, con el alma
serena y abierta, sin pasión, sin deseo, sin juicio ni
opinión.
Le gustaba vivir al lado de Vasudeva, y a veces cambiaba
unas palabras, pocas, pero bien pensadas. Vasudeva no era
amigo de palabras: pocas veces lograba hacerle hablar.
-¿También has aprendido tú -le preguntó una vez-, has
aprendido del río el secreto de que no existe el tiempo?
El rostro de Vasudeva se iluminó con una radiante sonrisa.
-Sí, Siddharta -contestó-. ¿Quieres decir esto: que el río
está en todas partes a la vez? ¿ En su fuente y en la
desembocadura, en la cascada, en la balsa, en la catarata,
en el mar, en la montaña,
en todas partes a la vez? ¿Y que para él sólo existe el
presente y desconoce la sombra del futuro?
-Eso es -repuso Siddharta-. Y cuando lo conocí, descubrí mi
vida, que también era un niño, y el niño Siddharta, el
hombre Siddharta, el viejo Siddharta sólo estaban separados
por sombras, por nada real. Y tampoco los nacimientos
anteriores de Siddharta eran pasado, ni su muerte y su
renacimiento al Brahma han sido futuro. Nada fue, ni será;
todo es, todo tiene esencia y presente.
Siddharta hablaba encantado: la inspiración le había
producido una profunda felicidad. Mas, ¿no era tiempo todo
el sufrimiento? ¿No era todo él temor y tortura, el tiempo?
¿No se superaba y alejaba todo lo difícil y hostil en el
mundo, si se superaba el tiempo, si se lo anulaba? Había
hablado gozoso. Pero Vasudeva le sonrió con el rostro
iluminado e hizo un gesto de afirmación. En silencio pasó su
mano por el hombro de Siddharta y regresó a su trabajo.
Y otra vez, cuando en la estación de las lluvias el río
crecía y el rugido aumentaba poderoso, manifestó Siddharta:
-¿Verdad, amigo, que el río tiene muchas, muchísimas, voces?
¿No posee la voz de un rey y de
un guerrero, la de un toro y la de un pájaro nocturno, la de
una pantera y la de un hombre que suspira, y otras voces
más?
-Así es -declaró Vasudeva-. Todas las voces de la creación
están en el río.
~Y puedes descifrar lo que dicen -continuó Siddharta- cuando
oyes sus diez mil tonos a la vez?
El rostro de Vasudeva sonreía feliz, se inclinó hacia
Siddharta y le dijo al oído lo que el sagrado
Om le había comunicado: lo mismo que antes había dicho a
Siddharta.
La sonrisa de Siddharta se parecía cada vez más a la del
barquero; era casi igual de brillante, expresaba casi la
misma felicidad, brillaba igual en sus mil pequeñas arrugas;
era equivalente en inocencia y en madurez.
Muchos de los viajeros, al ver a los dos barqueros, los
tenían por hermanos. A menudo se sentaban por la noche en el
tronco, junto a la orilla; en silencio escuchaban el susurro
del agua, que para ellos ya no era la corriente, sino la voz
de la vida, de la existencia, de lo que siempre será. Y a
veces ocurría que al escuchar ambos al río, pensaban en las
mismas cosas, en una conversación de anteayer, en un viajero
cuya cara y destino les interesaba, en la muerte, en su
niñez; y los dos, en
el mismo instante que habían escuchado del río algo bueno,
se miraban mutuamente, pensando ambos exactamente igual, se
sentían felices ante la misma contestación por idéntica
pregunta.
Algunos de los viajeros percibían que de la barca y de los
barqueros emanaba algo especial. A veces ocurría que un
viajero, después de haber observado la cara de los
barqueros, empezaba a narrar su vida, sus pesares, confesaba
sus pecados y terminaba pidiendo consuelo y consejo. En
otras ocasiones, les pedían permiso para quedarse una noche
con ellos y así poder escuchar la voz del río. También
sucedía que llegaban curiosos a los que les habían contado
que en ese lugar vivían dos sabios, o magos, o santos. Los
curiosos preguntaban entonces, pero no recibían ninguna
contestación; y tampoco encontraban que fueran magos ni
sabios, y sólo hallaban a dos ancianos amables, que parecían
mudos, extraños y seniles. Los curiosos se reían y
comentaban entre sí la buena fe y la necedad de la plebe,
que propagaba rumores sin fundamento.
Los años pasaban y nadie se entretenía en contarlos. Un día
llegaron unos monjes, discípulos de Gotama, del buda, y
pidieron que les cruzaran a la otra orilla del río; los
barqueros se enteraron por ellos que les había llegado la
noticia de que el majestuoso estaba enfermo de gravedad y
pronto moriría su última muerte humana, para entrar en la
redención.
No pasó mucho tiempo, y llegó un nuevo grupo de monjes hasta
la barca, y otro, y monjes y viajeros no hablaban de otra
cosa sino de Gotama y su próxima muerte. De todas partes
llegaba la gente atraída como por arte de magia, para
presenciar la muerte del gran buda, como si se tratara
de ir a una campaña o a la coronación de un rey; todos
dirigían sus pasos hacia el lugar en donde debería suceder
algo prodigioso, donde el más perfecto de ese tiempo debía
entrar en la gloria.
Durante esos días, Siddharta pensaba frecuentemente en el
moribundo, en el gran profesor cuya voz había avisado a los
pueblos, había despertado a millares de gentes; en ese tono
que también escuchó Siddharta, igual que contempló su
sagrado rostro. Pensaba en él como en un viejo amigo, veía
el camino de perfección ante sus ojos, y sonriendo recordaba
las palabras que de joven había dirigido al majestuoso.
Ahora le parecían términos orgullosos e impertinentes: los
recordaba sonriente. Hacía ya mucho que no se sentía
separado de Gotama, cuya doctrina no había querido aceptar.
No, el que realmente quiere encontrar, y por ello busca, no
puede aceptar ninguna doctrina. Pero el que ha encontrado,
ya puede aceptar cualquier doctrina, cualquier camino u
objetivo; a éste ya no le separa nada de los miles restantes
que viven en lo eterno, que respiran lo divino.
Uno de esos días, cuando tantos peregrinaban hacia el buda
moribundo, también lo hizo Kamala, que en otros tiempos fue
la más bella cortesana. Hacía ya tiempo que se había
retirado de su vida anterior; había regalado su jardín a los
monjes de Gotania, se había refugiado en su doctrina y
pertenecía al número de las amigas y bienhechoras de los
peregrinos. Junto con el pequeño Siddharta, su hijo, se
había puesto en camino al recibir la noticia de la próxima
muerte de Gotama. Iba a pie y vestida con sencillez. Con su
chiquillo andaba por la orilla del río; pero el niño se
cansó pronto, quería regresar, descansar, comer. Estaba
impaciente y lloriqueaba. Kamala tuvo que detenerse varias
veces, el pequeño se hallaba acostumbrado a imponer su
voluntad, y Kamala debía darle comida y consuelo. El niño no
comprendía por qué tenía que hacer aquella penosa y triste
peregrinación con su madre, hacia un lugar desconocido,
hacia un hombre extraño, pero que era un santo y se estaba
muriendo. ¿Qué le importaba al chiquillo que se muriera?
Los peregrinos no se hallaban lejos de la barca de Vasudeva
cuando el pequeño Siddharta obligó
a descansar otra vez a su madre. También Kamala se
encontraba fatigada, y mientras el muchacho
se comía un plátano, sentóse ella en el suelo, cerró un poco
los ojos y se dispuso a descansar.
Pero de improviso, Kamala lanzó un grito de dolor; el
muchacho la miró asustado y vio cómo las mejillas de su
madre estaban pálidas de horror. Debajo de su vestido asomó
una pequeña serpiente negra, que acababa de morder a Kamala.
Los dos juntos echaron a correr en busca de otros seres
humanos, y pronto llegaron cerca de la barca. Allí se
desplomó Kamala, pues no pudo continuar en pie. El niño
abrazó y besó a su madre mientras no cesaba de gritar;
también Kamala pidió socorro hasta que sus gritos llegaron a
oídos de Vasudeva, que se encontraba junto a la barca. Se
les acercó rápidamente, cogió a la mujer entre sus brazos y
la llevó a la barca, mientras el pequeño corría a su lado.
Pronto llegaron a la choza donde se encontraba Siddharta
encendiendo el fuego de la cocina.
Levantó la vista y lo primero que vio fue al niño, que le
recordaba de una manera extraña cosas pasadas. Seguidamente
contempló a Kamala, a la que reconoció inmediatamente, a
pesar de encontrarse desmayada en brazos del barquero. Ahora
comprendió también que el rostro del pequeño le llamó la
atención porque era su propio hijo, y el corazón le saltó
dentro del pecho.
Lavaron la herida de Kamala, pero ya estaba negra, el
vientre de la mujer se había hinchado. Le dieron a beber una
tisana. Poco a poco Kamala volvió en sí; yacía en el lecho
de Siddharta, en la choza. Inclinado a su lado se encontraba
Siddharta, el que en otros tiempos la había amado tanto.
Le parecía un sueño. Sonriente miró el rostro de su amigo;
únicamente percatóse de su situación
poco después. Recordó la mordedura... y llamó temerosa al
pequeño.
-No te preocupes, está aquí -declaró Siddharta.
Kamala le miró a los ojos. Empezó a hablar con lengua
pesada, debido a la paralización del veneno.
-Te has vuelto viejo, querido -dijo-. Tus cabellos ya son
grises. Pero aún pareces el joven samana que se acercó a mi
jardín sin vestido y con los pies polvorientos. Te asemejas
más a él ahora que cuando nos abandonaste a Kamaswami y a
mí. Sobre todo en los ojos, Siddharta. Sí, yo también me
he vuelto vieja... ¿Me has reconocido?
Siddharta sonrío.
-Al momento, Kamala querida. Kamala señaló a su hijo y
continuó:
-¿Y a él? Es tu hijo.
Siddharta desvió la mirada y cerró los ojos.
El pequeño echóse a llorar. Siddharta lo sentó en sus
rodillas y le dejó que llorase. Acarició sus cabellos y al
contemplar el rostro infantil, se acordó de una oración de
los brahmanes que había aprendido siendo niño. Empezó a
pronunciarla lentamente, como un cántico; el pasado y la
niñez le dictaban los versos. Y con ese canto monótono el
niño se tranquilizó. De vez en cuando todavía lloriqueaba,
pero por fin se durmió.
Siddharta lo depositó en la cama de Vasudeva. El barquero se
hallaba en la cocina y preparaba un poco de arroz. Siddharta
le miró y Vasudeva contestó con una leve sonrisa.
-Morirá -balbuceó Siddharta, en voz baja.
Vasudeva afirmó con la cabeza. Su amable rostro se hallaba
iluminado por el fuego de la cocina. Kamala volvió en sí
otra vez. El dolor le contraía el semblante, los ojos de
Siddharta notaban el
sufrimiento en su boca y en sus pálidas mejillas. Lo leía en
silencio, con atención, esperando,
entregado al sufrimiento. Kamala se percató y buscó su
mirada. Luego manifestó:
-Ahora me doy cuenta de que tus ojos también han cambiado.
¿En qué conozco que tú eres
Siddharta? Lo eres y no lo eres.
Siddharta no habló. En silencio fijó sus ojos en los de
Kamala.
-¿Lo has conseguido? -preguntó Kamala-. ¿Has encontrado la
paz? Siddharta sonrió y colocó su mano sobre la de Kamala.
-Ya me doy cuenta -continuó Kamala-. Ya lo veo. Yo también
encontraré la paz.
-La has hallado -repuso Siddharta, en un susurro.
Kamala continuaba con la mirada fija en los ojos de
Siddharta. Pensó que había querido peregrinar hacia Gotama
para ver el rostro de una persona perfecta, para respirar la
paz, y en vez
de Gotama se había encontrado con Siddharta. Pero todo había
salido bien, como si hubiera visto al perfecto e iluminado.
Quiso decírselo a Siddharta, pero la lengua ya no le
obedecía.
Continuó Siddharta mirándola en silencio, y notó cómo la
vida se apagaba en sus ojos. Cuando el último dolor
estremeció sus ojos y los veló al contraerse sus miembros
por última vez, Siddharta le cerró los párpados con los
dedos.
Durante mucho tiempo permaneció sentado mirando la cara de
Kamala. Contempló su boca, cansada y vieja, con sus labios
delgados, y se acordó de que en la primavera de su vida la
había comparado con un higo recién abierto. Durante mucho
tiempo leyó en el rostro pálido las arrugas del cansancio,
se llenó de esa imagen y vio entonces su propia cara, igual
de blanca y de marchita;
a la vez pudo observar los dos rostros jóvenes, de labios
rojos, de ojos ardientes..., y la sensación de presente y
simultaneidad le llenó totalmente, con un sentimiento de
eternidad.
En ese momento sentía más profundamente que nunca el
carácter indestructible de toda la vida, de la eternidad de
cada instante.
Cuando se levantó, Vasudeva había preparado un poco de
arroz. Pero Siddharta no comió.
Prepararon un lecho en el establo, donde se hallaba la
cabra, y Vasudeva se marchó a dormir. Siddharta, en cambio,
salió y pasó toda la noche delante de la cabaña, escuchando
al río que bañaba el pasado, rodeado a la vez de todos los
tiempos de su vida. De vez en cuando, se acercaba
a la puerta de la cabaña para saber si dormía el niño.
Muy pronto, de madrugada, aun antes de salir el sol, salió
Vasudeva de la cuadra y se acercó a su amigo.
-No has dormido -le dijo.
-No, Vasudeva. He permanecido aquí y he escuchado la voz del
río. Me ha dicho muchas cosas, me ha llenado profundamente
con la idea de la unidad.
-Has sufrido, Siddharta, pero veo que la tristeza no ha
entrado en tu corazón.
-No, amigo. ¿Cómo
podría estar triste? Yo, que he sido rico y feliz, ahora lo
soy todavía más. Me han regalado a mi hijo.
-Bien venido sea tu hijo. Pero ahora, Siddharta, empecemos a
trabajar, pues hay mucho por hacer. Kamala ha muerto en el
lecho en que murió mi esposa. También haremos fuego en la
misma colina en que encendí la hoguera para mi mujer.
Y mientras el niño seguía dormido, levantaron la pira.