Hermann Hesse: Biografía resumida Nací hacia finales de la Edad Moderna,
poco antes del incipiente retorno del Medioevo, bajo el signo de Sagitario
y amablemente influido por Júpiter. Mi nacimiento se produjo a primera
hora de la tarde un cálido día de julio, y la temperatura de aquella hora
es la que, inconscientemente, he amado y buscado durante toda mi vida, y
la he añorado dolorosamente cuando me faltó. Nunca pude vivir en países
fríos, y todos los viajes voluntarios de mi vida se dirigieron al sur. Fui
hijo de padres religiosos, a quienes amé con ternura y a los que habría
amado más tiernamente si no se me hubiera enseñado el cuarto mandamiento a
edad temprana. Pero, lamentablemente, los mandamientos siempre han
ejercido en mí un efecto fatal, por muy justos y bien intencionados que
fueran – yo, que por naturaleza soy un cordero y tan dócil como una
burbuja de jabón, siempre he sido reacio a los mandamientos de todo tipo,
sobre todo durante mi juventud. Bastaba con que oyese el “debes hacer”
para que en mí todo se revolviese y me volviera porfiado. Es fácil
imaginar que esta peculiaridad tuvo una gran influencia negativa en mis
años escolares. Cierto que nuestros maestros, en aquella divertida
asignatura que llamaban Historia Universal, nos enseñaban que el mundo
siempre había sido gobernado, dirigido y cambiado por ese tipo de personas
que imponían su propia ley y que rompían con las leyes tradicionales, y
nos decían que esas personas eran honorables. Pero eso era tan mentira
como todo el resto de la enseñanza, pues cuando uno de nosotros, con buena
o con mala intención, mostraba alguna vez valentía y protestaba contra
cualquier mandamiento, o siquiera contra una costumbre estúpida o una
moda, ni era honrado ni se nos recomendaba como modelo, sino que era
castigado, escarnecido y oprimido por la cobarde prepotencia de los
maestros. Por suerte, lo importante y más valioso para la vida ya lo había
aprendido antes de empezar los años de escuela: mis sentidos eran
despiertos, finos y aguzados, me podía fiar de ellos y obtener mucho
disfrute, y cuando más tarde caí irremisiblemente ante la seducción de la
metafísica, e incluso llegué a lacerar y despreciar mis sentidos, la
atmósfera de una sensibilidad delicadamente desarrollada, concretamente
por lo que se refiere a la vista y al oído, siempre me fue fiel, y en el
mundo de mi pensamiento, incluso donde parece ser abstracta, interviene de
forma viva. Por lo tanto disponía yo de unas ciertas defensas para la vida
que, como ya he dicho, adquirí mucho antes de que empezasen los años de
colegio. Conocía bien nuestra ciudad paterna, las granjas de gallinas y
los bosques, las huertas y los talleres de los artesanos, conocía los
árboles, los pájaros y las mariposas, sabía cantar canciones y silbarlas
entre dientes, y muchas otras cosas que tienen valor para la vida. A esto
se añadieron entonces las ciencias escolares, que me resultaban fáciles y
me divertían, encontrando un auténtico placer en el latín, y empecé casi
igual de pronto a hacer versos tanto en latín como en alemán. El arte de
la mentira y de la diplomacia se lo debo al segundo año de colegio, donde
un preceptor y un colaborador me dotaron de estas facultades después de
que previamente, con mi candor y confianza infantiles, hiciera caer sobre
mí una desgracia detrás de otra. Estos dos educadores me ilustraron con
éxito sobre el hecho de que la honestidad y el amor a la verdad eran
cualidades que ellos no buscaban en los alumnos. Me acusaron de una
fechoría, por cierto bastante intrascendente, que se había cometido en
clase y de la que yo era completamente inocente, pero como no pudieron
obligarme a confesar su autoría, convirtieron esa
pequeñez en un proceso de Estado y ambos, con torturas y palos, fueron
incapaces de sacarme la confesión que deseaban, pero sí extrajeron de mí
toda fe en la honestidad de la casta de maestros. Gracias a Dios, con el
tiempo, también llegué a conocer maestros rectos y dignos de respeto, pero
el daño ya estaba hecho y quedó falseada y amargada no sólo mi relación
con los maestros de escuela, sino también con todo tipo de autoridad. En
general, durante los siete u ocho primeros años de colegio fui un buen
alumno, al menos siempre estaba sentado entre los primeros de mi clase.
Pero al comenzar aquellas luchas de las que no escapa nadie que quiera ser
una personalidad, entré cada vez más en conflicto con la escuela. Esas
luchas sólo las comprendí dos décadas después, pero entonces estaban allí
y me rodeaban, en contra de mi voluntad, como una terrible desgracia. La
cuestión era la siguiente: desde que cumplí los trece años estaba claro
para mí que quería ser poeta o nada. Pero con la claridad de esta idea
llegó paulatinamente otra certeza, penosa. Uno podía llegar a ser maestro,
cura, médico, artesano, comerciante o empleado de correos, también músico,
incluso pintor o arquitecto, y para todas las profesiones del mundo había
un camino, había condiciones previas, había una escuela, una enseñanza
para el principiante. ¡Pero no existía para el poeta! Estaba permitido
serlo e incluso se consideraba un honor ser poeta: es decir, tener éxito y
fama como poeta, pero lamentablemente esto solía suceder cuando uno ya
estaba muerto. Sin embargo, convertirse en poeta era imposible, querer
serlo era una ridiculez y una vergüenza, como pude averiguar muy pronto.
Rápidamente había aprendido lo que se podía aprender de la situación:
poeta sólo se podía ser, pero no estaba permitido llegar a serlo. Además,
interesarse por la poesía y por un talento poético propio le hacía a uno
sospechoso ante los maestros, y por ello desconfiaban de uno o le
despreciaban, con frecuencia incluso le ofendían a uno mortalmente. Con
los poetas pasaba exactamente lo mismo que con los héroes y con todas las
figuras y los afanes intensos o hermosos, orgullosos y no cotidianos: en
el pasado fueron maravillosos, todos los libros de texto estaban llenos de
alabanzas hacia ellos, pero en el presente y en la realidad se los odiaba
y, probablemente, los maestros habían sido contratados y formados para
impedir en lo posible el surgimiento de personas famosas y libres y la
realización de gestas grandes y magníficas. Por lo tanto, entre mi persona
y mi lejana meta no veía más que abismos, todo se me volvía incierto,
devaluado, y sólo una cosa permanecía: la voluntad de querer ser poeta,
fuese fácil o difícil, ridículo u honorable. Los éxitos externos de esta
decisión – más bien de esta fatalidad – fueron los siguientes: Cuando yo
tenía trece años y acaba de comenzar ese conflicto, mi comportamiento dejó
mucho que desear tanto en la casa paterna como en la escuela, hasta el
punto de que se me exilió a la escuela de latín de otra ciudad. Un año
después me convertí en pupilo de un seminario teológico, aprendí a
escribir el alfabeto hebreo y estaba a punto de comprender lo que es una
dagesh forte implicitum cuando, de pronto, me inundaron tormentas
interiores que desembocaron en mi huida de la escuela monacal, en un
castigo con arresto grave y en mi expulsión del seminario. Durante un
tiempo me esforcé en una escuela media por avanzar en mis estudios, pero
allí el final también fue la sanción y la expulsión. Después fui aprendiz
de comerciante durante tres días, volví a marcharme y durante algunos días
y noches desaparecí para gran preocupación de mis padres. Durante medio
año fui ayudante
de mi padre, durante año y medio estuve de aprendiz en un taller mecánico
que además fabricaba relojes de torre. En resumen, durante más de cuatro
años todo lo que se quería hacer conmigo fue irremisiblemente mal, ninguna
escuela quería quedarse conmigo, como aprendiz no duraba mucho en ningún
sitio. Todo intento de hacer de mí una persona útil terminaba en fracaso,
muchas veces con escarnio y escándalo, con la huida o con la expulsión, y
sin embargo en todas partes me reconocían buenas dotes e incluso una
cierta dosis de buena voluntad. Siempre era pasablemente aplicado, pues la
elevada virtud de la holgazanería siempre la he admirado con veneración,
pero nunca llegué a ser un maestro de ella. De forma consciente y enérgica
comencé mi propia formación a los quince años, cuando había fracasado en
la escuela, y tuve la suerte y el placer de que en casa de mi padre estaba
la impresionante biblioteca del abuelo, una sala entera llena de viejos
libros que, entre otras cosas, contenía toda la poesía y la filosofía
alemanas del siglo XVIII. Entre los 16 y los 20 años no sólo llené una
gran cantidad de papel con mis primeros intentos poéticos, sino que en
aquellos años también leí la mitad de la literatura universal y me ocupé
de la historia el arte, los idiomas y la filosofía con un ahínco que
habría bastado de sobra para un estudio normal. Después me hice librero
para poder finalmente ganarme yo mismo el pan. Al fin y al cabo, con los
libros tenía más y mejores relaciones que con el tornillo de banco y las
ruedas dentadas de fundición de acero con las que había sufrido como
mecánico. Durante los primeros tiempos, nadar entre lo nuevo y lo más
reciente de la literatura, ser incluso anegado por ello, fue un placer
casi embriagador. Pero al cabo de un tiempo me di cuenta de que, en lo
intelectual, una vida en el mero presente, en lo nuevo y en lo más
reciente era insoportable y carecía de sentido, que la relación existente
con lo que había sucedido, con la historia, con lo antiguo y con lo
ancestral era lo único que permitía una vida intelectual. Por eso, una vez
agotado el primer placer, fue una necesidad volver a lo antiguo después de
la inundación de novedades, y lo hice pasándome de la librería a la tienda
de antigüedades. Pero sólo permanecí fiel a la profesión mientras la
necesité para ganarme la vida. A la edad de veintiséis años, con motivo de
un primer éxito literario, también abandoné esta profesión. Por lo tanto
ahora, después de tantas tormentas y sacrificios, había alcanzado mi meta:
por imposible que hubiera parecido, ahora me había convertido en un poeta
y, al parecer, había ganado la larga y dura batalla contra el mundo. La
amargura de los años de colegio y de formación, donde tantas veces estuve
al borde del hundimiento, quedó entonces olvidada y ridiculizada, e
incluso los familiares y los amigos, que hasta entonces estaban
desesperados conmigo, me sonreían ahora con amabilidad. Yo había vencido,
y aunque hiciese lo más tonto y lo más baladí, todos lo consideraban
encantador, igual que yo mismo también estaba encantado conmigo. Ahora me
daba cuenta de la escalofriante soledad, el ascetismo y el peligro en los
que había vivido año tras año; el tibio aire del reconocimiento me sentaba
bien y empecé a convertirme en un hombre satisfecho. Durante un largo
tiempo mi vida exterior transcurrió de forma tranquila y agradable. Tenía
mujer, niños, casa y jardín. Escribía mis libros, estaba considerado un
poeta amable y vivía en paz con el mundo. En el año 1905 ayudé a crear una
revista
dirigida sobre todo contra el régimen personal de Guillermo II, pero, en
el fondo, sin tomar en serio estos objetivos políticos. Hice hermosos
viajes a Suiza, a Alemania, a Austria, a Italia y a India. Parecía que
todo estaba en su sitio. Entonces llegó aquel verano de 1914 y, de pronto,
todo cambió en el interior y en el exterior. Se demostró que el bienestar
del que gozábamos hasta entonces se había construido sobre un terreno
inseguro, y entonces empezó a ir todo mal, empezó la gran educación. Había
comenzado la llamada gran época y no puedo decir que me sorprendiera mejor
equipado, más digno y mejor que cualquier otra. Lo que entonces me
diferenciaba de los demás era tan sólo que yo echaba de menos aquel gran
consuelo que muchos otros tenían: el entusiasmo. Por eso volví de nuevo a
mí mismo y al conflicto con el entorno, volví otra vez a la escuela, otra
vez tuve que esforzarme por olvidar la insatisfacción conmigo mismo y con
el mundo y sólo con esta vivencia pude superar el umbral de la iniciación
a la vida. Nunca olvidé una pequeña vivencia de los primeros años de la
guerra. Estaba de visita en un gran hospital de campaña y buscaba una
posibilidad razonable de adaptarme, como voluntario, de algún modo al
mundo cambiado, cosa que entonces aún me parecía posible. En aquel
hospital lleno de heridos conocí a una anciana señorita que antes vivía de
sus buenas rentas y ahora servía de ayudante en ese hospital de campaña.
Con un conmovedor entusiasmo me contó lo contenta y orgullosa que estaba
de poder vivir esa gran época. Me pareció comprensible, pues esa señora
había necesitado la guerra para convertir su pesada vida de solterona,
puramente egoísta, en una vida activa y valiosa. Pero cuando me comunicó
su felicidad en un pasillo lleno de soldados heridos y asaeteados por las
balas, entre salas llenas de amputados y moribundos, el corazón me dio un
vuelco. Por mucho que comprendiera el entusiasmo de esta señora, yo no lo
podía compartir, no podía aprobarlo. Si por cada diez heridos llegaba una
asistente entusiasmada como ésta, la felicidad de estas señoras se pagaba
un poco demasiado caro. No, yo no podía compartir la alegría por la gran
época, y por eso sufrí lamentablemente bajo la guerra desde el principio,
y durante años me revolví contra una desgracia que al parecer se había
abatido desde fuera y porque sí, mientras que a mi alrededor todo el mundo
hacía como si estuviese entusiasmado precisamente por esta desgracia. Y
cuando leía los artículos de periódico de los poetas, donde descubrían la
bendición de la guerra, y las exhortaciones de los profesores y toda las
poesías de guerra de los despachos de poetas famosos, yo me sentía todavía
peor. Un buen día, en el año 1915, se me escapó públicamente el
reconocimiento de esta miseria y una palabra de lamento por el hecho de
que las llamadas personas intelectuales no sabían hacer otra cosa más que
predicar el odio, difundir mentiras y ensalzar la gran desgracia. La
consecuencia de esta queja, expresada con bastante timidez, fue que en la
prensa de mi patria fui declarado traidor, lo cual fue para mí una
vivencia nueva, pues pese a los muchos contactos con la prensa no había
conocido nunca la situación de ser escarnecido por la mayoría.
Habría que pensar que yo debería haberme reído mucho de ese malentendido.
Pero no lo conseguí. Esa vivencia, en sí misma tan poco importante, fue el
germen del segundo gran cambio en mi vida. Recordemos: el primer cambio se
produjo en el instante en el que fui consciente de la decisión de
convertirme en poeta. El modélico escolar Hesse que había habido antes se
convirtió a partir de ese momento en un mal alumno, fue castigado, fue
expulsado, no hacía nada bien, se producía quebraderos de cabeza a sí
mismo y a sus padres – todo porque no veía ninguna posibilidad de
reconciliación entre el mundo tal y como es, o como parece ser, y la voz
de su propio corazón. Esto se repetía ahora, durante los años de la
guerra. De nuevo me vi en un conflicto con un mundo en el que hasta
entonces había vivido en paz. Otra vez fracasé en todo, de nuevo estaba
solo y sufría, de nuevo todo lo que yo decía y pensaba era malentendido
por los demás con hostilidad. Otra vez veía un abismo desesperanzador
entre la realidad y lo que me parecía deseable, razonable y bueno. Pero
esta vez no pude eludir el examen de conciencia. Al cabo de poco tiempo me
vi en la necesidad de buscar la culpa de mi sufrimiento no sólo fuera de
mí, sino en mí mismo. Porque de una cosa me di cuenta: echarle en cara al
mundo entero la locura y la rudeza era algo a lo que ningún hombre y
ningún dios tenía derecho, y yo menos que nadie. Por lo tanto en mí mismo
debía haber todo tipo de desórdenes si entraba así en conflicto con toda
la marcha del mundo. De hecho, sí había un gran desorden. No era nada
divertido abordar ese desorden en mí mismo y tratar de ordenarlo. Sobre
todo se demostraba una cosa: la plácida paz en la que yo había vivido con
el mundo no sólo la había pagado demasiado cara yo mismo, sino que también
había estado tan podrida como la paz exterior en el mundo. Creía que con
la largas y difíciles luchas de mi juventud me había merecido mi puesto en
el mundo y ser un poeta, pero a todo esto el éxito y el bienestar habían
ejercido en mí la influencia habitual, me había vuelto satisfecho y cómodo
y, si lo consideraba a fondo, el poeta apenas se podía diferenciar de un
escritor de encargo. Me había ido demasiado bien. Sin embargo ahora me iba
abundantemente mal, lo que siempre es una escuela buena y enérgica, y
aprendí cada vez más a dejar que los asuntos del mundo llevasen su curso y
pude ocuparme de mi propia participación en la confusión y la culpa del
conjunto. Debo dejar al lector la tarea de descubrir esta ocupación a
través de la lectura de mis escritos. Pero sigo teniendo la secreta
esperanza de que, con el paso del tiempo, también mi pueblo realizará una
comprobación similar, no como un todo, pero sí a través de muchos
individuos despiertos y responsables, y en lugar de quejarse y maldecir
por lo mala que es la guerra y lo malos que son los enemigos y lo mala que
es la revolución, se plantará en muchos miles de corazones la pregunta:
¿fui yo también culpable? y ¿cómo puedo recuperar la inocencia? En
cualquier momento se puede volver a ser inocente si se reconoce el propio
sufrimiento y la propia culpa y se termina de sufrir en lugar de buscar en
otro la culpa del sufrimiento. Cuando empezó a manifestarse el nuevo
cambio en mis escritos y en mi vida, muchos de mis amigos sacudieron la
cabeza. Muchos también me dejaron. Esto formaba parte de la imagen
cambiada de mi vida, igual que la pérdida de mi casa, de mi familia y de
otros bienes y comodidades. Fue una época en la que cada día me despedía,
y cada día me asombraba de poder soportar también lo que me seguía pasando
y seguir viviendo, y de seguir amando siempre algo de esta extraña vida
que sólo parecía traerme dolor, decepciones y pérdidas.
Por cierto, para que no se olvide: también durante los años de la guerra
tuve algo así como una buena estrella o un ángel protector. Mientras me
sentía muy solo con mi sufrimiento, y hasta que empezó el cambio, sentía
que mi destino era desgraciado y renegaba de él; precisamente mi
sufrimiento y mi obsesión por el sufrimiento me sirvieron de protección y
escudo contra el mundo exterior. De hecho, pasé los años de la guerra en
un entorno tan deleznable de política, espionaje, técnica de soborno y
artes de aprovechamiento de la coyuntura, como por aquel entonces sólo se
podían encontrar juntos y tan concentrados en pocos lugares de la Tierra,
concretamente en Berna, en medio de la diplomacia alemana, la neutral y la
enemiga, en una ciudad que se superpobló de la noche a la mañana y se
llenó de diplomáticos, agentes políticos, espías, periodistas, compradores
y traficantes. Yo vivía entre diplomáticos y militares, pero además
trataba con personas de muchas naciones, incluso enemigas, y el aire a mi
alrededor era toda una red de espionaje y contraespionaje, de traiciones,
intrigas, negocios políticos y personales, ¡y de todo ello no me di cuenta
en absoluto durante aquellos años! Se me escuchaba a hurtadillas, se me
espiaba y vigilaba, de pronto era sospechoso ante los enemigos, o ante los
neutrales, o ante mis propios compatriotas, y no me daba cuenta de nada;
sólo mucho después me enteré de esto y de aquello, y no comprendí cómo
pude vivir sano y salvo en medio de esta atmósfera. Pero así fue. Con el
final de la guerra también se produjo la terminación de mi cambio y
acabaron los sufrimientos de la prueba. Esos sufrimientos ya no tenían
nada que ver con la guerra ni con el destino del mundo, ni la derrota de
Alemania, que nosotros en el extranjero esperábamos con seguridad desde
hacía dos años, tuvo en ese momento nada de terrible. Yo estaba
completamente sumergido en mí mismo y en mi propio destino, pero a veces
con la sensación de que se trataba de todo lo inhumano. Reencontraba en mí
mismo todas las guerras y toda el ansia de asesinar del mundo, toda su
inconsciencia, todo su crudo afán por los placeres, toda su cobardía; tuve
que perder primero la estima de mí mismo y después el desprecio de mí
mismo; no tenía otra cosa que hacer más que lanzar un vistazo al caos de
la Tierra con la esperanza a veces brillante, a veces redentora, de
encontrar más allá del caos de nuevo la naturaleza, de nuevo la inocencia.
Toda persona que se ha despertado y que realmente ha alcanzado la
consciencia pasa alguna vez, o varias veces, por este estrecho camino a
través del desierto; querer hablar a otros de ello sería un esfuerzo vano.
Cuando los amigos me traicionaban, a veces sentía desconsuelo, pero no
desasosiego, pues lo consideraba más bien una confirmación en mi camino.
Esos que fueron amigos tenían mucha razón cuando decían que yo había sido
antes un hombre y un poeta simpático, mientras que mi problemática actual
era simplemente insufrible. Por aquel entonces hacía mucho que yo había
superado las cuestiones de gusto o de carácter, y no había nadie que
hubiese podido comprender mi lenguaje. Quizá esos amigos tenían razón
cuando me reprochaban que mis escritos habían perdido belleza y armonía.
Esas palabras sólo me provocaban risa, pues ¿qué es la belleza o la
armonía para quien están condenado a muerte, para quien corre por salvar
su vida entre muros que se desploman? Quizá, en contra de la creencia que
había tenido toda la vida, yo no era un poeta, y quizá todo el esfuerzo
estético había
sido un mero horror. Podía ser, pero tampoco eso era ya importante. La
mayor parte de lo que había visto durante mi viaje por los infiernos había
sido un engaño y careció de valor, por eso quizá también pasara lo mismo
con la ilusión de mi vocación o mis dotes. ¡Qué poca importancia tenía!
Tampoco existía ya lo que, lleno de orgullo y alegría infantil, había
considerado en tiempos mi misión. Hacía mucho que ya no veía mi misión,
más bien mi camino hacia la salvación, en el campo de la lírica, de la
filosofía o de cualquier historia así de especialistas, sino sólo en que
unos pocos vivos y fuertes pudiesen vivir en mí su vida, ya sólo en la
fidelidad incondicional a lo que en mí todavía sentía con vida. Cuando por
fin acabó la guerra también para mí, en la primavera de 1919, me retiré a
un apartado rincón de Suiza y me convertí en un ermitaño. Dado que toda mi
vida (y ésta fue una herencia de padres y abuelos) me ocupé mucho de la
sabiduría india y china, y mis nuevas vivencias también las expresé en
parte en el lenguaje gráfico oriental, con frecuencia se me llamaba
“budista”, sobre lo cual no podía por menos que reírme, pues en el fondo
sabía que era la creencia de la que más alejado estaba. Sin embargo ahí
había algo correcto, un grano de verdad, como descubrí poco después. Si de
algún modo fuera pensable que un hombre pudiera escoger personalmente una
religión, desde luego por mi anhelo más íntimo me habría adherido a una
religión conservadora: a la de Confucio, al brahmanismo o a la iglesia
romana. Pero lo habría hecho por añoranza del polo opuesto, no por
afinidad innata, pues yo no nací por casualidad como hijo de devotos
protestantes, sino que soy protestante también por mi ánimo y mi esencia
(lo cual no supone ninguna contradicción con mi antipatía hacia las
confesiones protestantes que existen en la actualidad). El auténtico
protestante se rebela contra la propia iglesia igual que contra cualquier
otra, porque su esencia afirma que llegar a ser es más importante que el
ser. En este sentido Buda también fue un protestante. La fe en mi
capacidad poética y en el valor de mi trabajo literario estaba por tanto
enraizada en mí desde el cambio. Escribir ya no me satisfacía del todo.
Pero el ser humano debe tener alguna alegría, y yo también la pretendía en
medio de mi situación de necesidad. Podía renunciar a la justicia, a la
razón y al sentido en la vida y en el mundo, había visto que el mundo
funciona perfectamente sin ninguna de estas abstracciones, pero no podía
renunciar a un poco de alegría, y la exigencia de esa pizca de alegría era
una de aquellas pequeñas llamas en mí en las que todavía creía y a partir
de las cuales pensaba crear de nuevo el mundo. Con frecuencia buscaba mi
alegría, mi sueño y mi olvido en una botella de vino, y muchas veces me
ayudó, ¡loada sea! Pero no bastaba. Mira por dónde, un día descubrí una
alegría completamente nueva. Ya con cuarenta años, de pronto empecé a
pintar. No es que yo me considerase un pintor o quisiera llega a serlo.
Pero pintar es algo maravilloso, le vuelve a uno más alegre y tolerante.
Después no se tienen los dedos negros, como sucede al escribir, sino rojos
y azules. Por esta actividad pictórica también se enfadaron muchos de mis
amigos. Ahí tengo poca suerte, pues siempre que abordo algo realmente
necesario, satisfactorio y hermoso, la gente se vuelve desagradable.
Quieren que uno siga siendo lo que era, que no cambie la cara. Pero mi
cara se rebela, quiere cambiar con frecuencia, para ella es una necesidad.
Otro reproche que se me hacía me pareció muy justificado. Se me negaba que
tuviera sentido de la realidad. Tanto los poemas que escribo como los
cuadritos que pinto no se corresponden con la realidad. Cuando hago
poesía, con frecuencia olvido todos los requisitos que los lectores
ilustrados plantean a un auténtico libro, y
sobre todo me falta de hecho el respeto a la realidad. Creo que la
realidad es aquello por lo que menos falta hace preocuparse, pues es
suficientemente molesta, incluso existe siempre, mientras que las cosas
más hermosas y necesarias requieren nuestra atención y nuestro cuidado. La
realidad es aquello con lo que no se puede estar satisfecho bajo ninguna
circunstancia, lo que no se puede adorar ni honrar bajo ninguna
circunstancia, pues es la casualidad, el desecho de la vida. Además esa
realidad sórdida, con frecuencia decepcionante e insípida, no se puede
modificar de ningún otro modo más que negándola, demostrando que somos más
fuertes que ella. En mis poemas muchas veces se echa de menos el habitual
respeto a la realidad, y cuando pinto los árboles tienen caras y las casas
ríen o bailan, o lloran, pero en general no se puede reconocer si el árbol
es un peral o un castaño. Debo aceptar este reproche. Confieso que mi
propia vida también me parece muchas veces un cuento; con frecuencia veo y
siento el mundo exterior en mi interior en un contexto y un acoplamiento
que debo llamar mágicos. Algunas veces también me pasaron tonterías; por
ejemplo, una vez hice una declaración inocente sobre el famoso poeta
Schiller, por la cual pronto todos las boleras del sur de Alemania me
declararon un difamador de los santuarios patrios. Pero ahora ya he
conseguido desde hace años no hacer ninguna declaración que pueda difamar
los santuarios ni hacer que las personas se pongan rojas de cólera. Creo
que eso ha sido un progreso. Dado que para mí la llamada realidad no
desempeña un papel muy importante, porque lo pasado me llena con
frecuencia igual que el presente y lo actual me parece infinitamente
lejano, por eso tampoco puedo separar el futuro del pasado tan nítidamente
como normalmente se hace. Yo vivo mucho en el futuro, y por eso no
necesito terminar mi biografía en el día de hoy, sino que puedo dejar
tranquilamente que continúe. Brevemente voy a relatar cómo mi vida
describe su arco completo. En los años hasta 1930 escribí algunos libros
más, pero después le volví la espalda a ese oficio para siempre. La
pregunta de si en realidad se me debe incluir entre los poetas o no fue
investigada en dos conferencias por unos jóvenes muy aplicados, pero no se
contestó. En resultado de una consideración cuidadosa de la nueva
literatura condujo a decir que el fluido que convierte a una persona en
poeta sólo aparece en los últimos tiempos tan extraordinariamente rebajado
que ya no se puede establecer la diferencia entre el poeta y el literato.
Sin embargo, a partir de este hallazgo objetivo los dos doctorandos
sacaron conclusiones opuestas. Uno de ellos, el más simpático, opinaba que
una poesía tan ridículamente diluida ya no era tal en absoluto, y dado que
la mera literatura no es digna de vivir, lo que hoy todavía se llama
poesía se debía dejar morir tranquilamente. Pero el otro era un adorador
incondicional de la poesía, incluso en su forma más diluida, y por eso
creía que sería mejor, por precaución, valorar a cien no poetas que ser
injusto con uno solo que quizá tuviera una gota de auténtica sangre
parnasiana. Yo me ocupaba fundamentalmente de la pintura y de los métodos
de la magia china, pero en los años siguientes también fui profundizando
cada vez más en la música.
La ambición de mi vida posterior consistió en escribir una especie de
ópera en la que la vida humana se tomase poco en serio en su llamada
realidad, incluso se ridiculizase, pero que destacara el brillo de su
imagen como valor eterno, como etéreo ropaje de la divinidad. La
concepción mágica de la vida siempre me fue muy querida; yo nunca fui un
“hombre moderno” y siempre consideré que el “Goldener Topf” (“El puchero
de oro”) de Hoffmann, o incluso el de Heinrich von Ofterdingen, eran
libros didácticos más valiosos que todas las historias universales y
naturales (más aún, en éstas, cuando las leía, siempre había visto fábulas
deliciosas). Pero entonces había comenzado para mí aquel periodo de la
vida donde ya no tiene ningún sentido seguir desarrollando una
personalidad acabada y más que suficientemente diferenciada, y seguir
diferenciándola, cuando en lugar de ello pugna la tarea de volver a
embutir el yo en el mundo y, en vista de lo efímero que es todo,
recubrirse de los órdenes eternos e intemporales. Me parecía que expresar
estas ideas o posturas ante la vida sólo se podía hacer a través del
cuento, y como forma más elevada del cuento veía la ópera, probablemente
porque no podía creer ya del todo en la magia de la palabra en nuestro
profanado y moribundo lenguaje, mientras que la música me seguía
pareciendo un árbol vivo en cuyas ramas todavía pueden crecer hoy las
manzanas del paraíso. En mi ópera quise hacer lo que en mis poesías nunca
había logrado del todo: darle un sentido alto y maravilloso a la vida
humana. Yo quería ensalzar la inocencia y la inagotabilidad de la
naturaleza, y representar su evolución hasta el momento en el que, por el
inevitable sufrimiento, se ve obligada a acudir al espíritu, al lejano
polo opuesto, y la oscilación de la vida entre los dos polos que son la
naturaleza y el espíritu se debía representar de forma alegre, lúdica y
completa como la tensión de un arco iris. Pero lamentablemente nunca
conseguí acabar esa ópera. Me pasó con ella lo que me había sucedido con
la poesía. Había tenido que abandonar la poesía cuando vi que todo lo que
me parecía importante decir ya se había dicho mil veces en el “Goldener
Topf” y en Heinrich von Ofterdingen de modo más puro que el que yo habría
sido capaz de conseguir. Por eso me fue así también con mi ópera.
Precisamente cuando había terminado los largos años de estudios previos
musicales y varios borradores de textos, y trataba de imaginarme otra vez
con el mayor ahínco posible el verdadero sentido y el contenido de mi
obra, de pronto percibí que con mi ópera no pretendía otra cosa que lo que
ya estaba resuelto desde hacía mucho, de modo maravilloso, en la
“Zauberflöte” (“La flauta mágica”). Por eso abandoné este trabajo y me
dediqué en cuerpo y alma a la magia práctica. Mi sueño de artista había
sido una ilusión, pero si yo no era capaz de escribir un “Goldener Topf”
ni una “Zauberflöte”, entonces es que había nacido para ser mago. Hacía
mucho que había avanzado lo suficiente por el camino oriental de Lao Tse y
del I Ching como para conocer con precisión la casualidad y la mutabilidad
de la llamada realidad. Ahora forzaba mediante la magia esta realidad en
el sentido que yo quería, y debo decir que me causaba gran placer. Sin
embargo también debo reconocer que no siempre me limité a aquel amable
jardín que se llama magia blanca, sino que de vez en cuando la pequeña
llama viva también me hacía pasar al lado oscuro.
A la edad de más de setenta años, justo cuando dos universidades me habían
distinguido con la concesión del título de doctor honorífico, fui llevado
ante los tribunales por seducir a una joven muchacha por medio de la
magia. En la cárcel pedí permiso para dedicarme a la pintura. Se me
concedió. Los amigos me trajeron pinturas y útiles, y pinté un pequeño
paisaje en la pared de mi celda. Es decir, una vez más había vuelto al
arte y todos los naufragios que ya había vivido como artista no me
pudieron impedir en lo más mínimo vaciar de nuevo esa dulce copa,
construir otra vez, como un niño en un juego, un pequeño y querido mundo
de juguete ante mí y saciar mi corazón en él, desprendiéndome otra vez de
toda sabiduría y abstracción y sintiendo de nuevo la primitiva alegría de
engendrar. Por lo tanto volví a pintar, mezclaba colores y mojaba el
pincel, bebiendo otra vez con embeleso todos esos embrujos infinitos: el
claro y alegre sonido del bermejo, el sonido puro y lleno del amarillo, el
conmovedor y profundo del azul, y la música de sus mezclas hasta el gris
más pálido y lejano. Feliz, como un niño, iba realizando mi juego de
creación y pintaba un paisaje en la pared de mi celda. Ese paisaje
contenía casi todo lo que me había producido alegría en la vida, ríos y
montañas, mar y nubes, campesinos en la cosecha y un montón de cosas
bonitas que me causaban placer. Pero por el centro del cuadro avanzaba un
tren muy pequeño. Se dirigía hacia una montaña y ya penetraba con su
cabeza en ella como un gusano en la manzana; la locomotora ya estaba en
parte dentro de un pequeño túnel de cuya redonda boca salía un penacho de
humo. Jamás me había encantado mi juego tanto como esa vez. A través de
este retorno al arte no sólo olvidé que era un prisionero y un acusado, y
que tenía pocas perspectivas de terminar mi vida en un lugar que no fuese
una prisión, sino que con frecuencia olvidaba incluso mis ejercicios de
magia y me parecía ser magia suficiente el que yo, con un fino pincel,
crease un árbol diminuto o una pequeña nube clara. A todo esto la llamada
realidad, ante la que yo de hecho había sucumbido por completo, hacía
todos los esfuerzos por burlarse de mi sueño y por destruirlo una y otra
vez. Casi cada día venían a por mí, bajo vigilancia me llevaban a recintos
extremadamente antipáticos, donde en medio de muchos papeles estaban
sentadas personas antipáticas que me interrogaban, que no me querían
creer, que me gritaban en la cara, que me trataban a veces como a un niño
de tres años y a veces como a un taimado delincuente. No hace falta ser el
acusado para conocer este extraño y en verdad diabólico mundo de los
despachos, del papel y de los expedientes. De todos los infiernos que
asombrosamente el hombre ha tenido que crear, éste siempre me ha parecido
el más infernal. Basta con que quieras trasladarte de casa o casarte,
obtener un pasaporte o un certificado de nacimiento, para estar ya en
medio de este infierno, para que tengas que pasar ácidas horas en la
habitación sin aire de este mundo de papeles, para que seas interrogado
por personas aburridas y, pese a ello, precipitadas y amargadas, que te
gritan en la cara, y las declaraciones más sencillas y ciertas no
encuentran más que incredulidad, y de pronto eres tratado como un niño de
escuela y de pronto como un criminal. En fin, todos lo conocen. Me habría
ahogado y podrido mucho antes en el infierno de papeles si mis pinturas no
me hubieran consolado y alegrado una y otra vez, si mi cuadro, mi hermoso
y pequeño paisaje, no me hubiese dado otra vez aire y vida.
Estaba yo ante ese cuadro en mi cárcel, cuando los guardias vinieron
corriendo con sus aburridas citaciones y quisieron arrancarme de mi feliz
trabajo. Entonces sentí un cansancio y algo así como asco hacia todo aquel
jaleo y toda esa realidad brutal e insensible. Me pareció que había
llegado el momento de poner fin al martirio. Si no me estaba permitido
jugar sin interrupciones a mis inocentes juegos de artista, tenía que
utilizar una de esas artes más serias a las que me había dedicado durante
algunos años de mi vida. Ese mundo no se podía soportar sin magia. Recordé
la norma china, estuve durante un minuto reteniendo la respiración y me
desprendí de la ilusión de la realidad. Entonces pedí amablemente a los
guardias que tuviesen un instante de paciencia, porque iba a subirme al
tren de mi cuadro y allí tenía que revisar algo. Se rieron como hacían
siempre, pues creían que yo estaba mentalmente perturbado. Entonces me
hice pequeño y entré en mi cuadro, subí al pequeño tren y avancé con el
pequeño tren por el pequeño túnel negro. Durante un rato se siguió viendo
el penacho de humo salir del agujero redondo, después se disipó el humo y
con él se disipó todo el cuadro y yo con él. Los guardias quedaron atrás,
llenos de perplejidad.
* Hermann Hesse,
Biografía Resumida, en Gesammelte Werke en 12 tomos, tomo 6º, págs. 391 y
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