PREFACIO
Tenía yo dieciocho años de edad cuando el amor me abrió los
ojos con sus mágicos rayos y tocó mi espíritu por vez
primera con sus dedos de hada, y Selma Karamy fue la primera
mujer que despertó mi espíritu con su belleza y me llevó al
jardín de su hondo afecto, donde los días pasan como sueños
y las noches como bodas.
Selma Karamy fue la que me enseñó a rendir culto a la
belleza con el ejemplo de su propia hermosura y la que, con
su cariño, me reveló el secreto del amor; fue ella la que
cantó por vez primera, para mí, la poesía de la vida
verdadera.
Todo joven recuerda su primer amor y trata de volver a
poseer esa extraña hora, cuyo recuerdo transforma sus más
hondos sentimientos y le da tan inefable felicidad, a pesar
de toda la amargura de su misterio.
En la vida de todo joven hay una "Selma", que súbitamente se
le aparece en la primavera de la vida, que transforma su
soledad en momentos felices, y que llena el silencio de sus
noches con música.
Por aquella época estaba yo absorto en profundos
pensamientos y contemplaciones, y trataba de entender el
significado de la naturaleza y la revelación de los libros y
de las Escrituras, cuando oí al Amor susurrando en mis oídos
a través de los labios de Selma. Mi vida era un estado de
coma, vacía como la de Adán en el Paraíso, cuando vi a Selma
en pie, ante mí, como una columna. de luz. Era la Eva de mi
corazón, que lo llenó de secretos y maravillas, y que me
hizo comprender el significado de la vida.
La primera Eva, por su propia voluntad, hizo que Adán
saliera del Paraíso, mientras que Selma, involuntariamente,
me hizo entrar en el Paraíso del amor puro y de la virtud,
con su dulzura y su amor; pero lo que ocurrió al primer
hombre también me sucedió a mí, y. la espada de fuego que
expulsó a Adán del Paraíso fue la misma que atemorizó con su
filo resplandeciente y me obligó a apartarme del paraíso
de mi amor, sin haber desobedecido ningún mandato, y sin
haber probado el fruto del árbol prohibido.
Hoy,
después de haber
transcurrido muchos años, no me queda de aquel hermoso sueño
sino un cúmulo de dolorosos recuerdos que aletean con alas
invisibles en torno
mío, que llenan de tristeza las profundidades de mi corazón,
y que llevan lágrimas a mis ojos; y mi bien amada, la
hermosa Selma, ha muerto, y nada queda de ella para
preservar su memoria, sino mi roto corazón, y una tumba
rodeada de cipreses. Esa tumba y este corazón son todo lo
que ha quedado para dar testimonio de Selma.
El silencio que custodia la tumba no revela el secreto de
Dios, oculto en la oscuridad del ataúd, y el crujido de las
ramas cuyas raíces absorben los elementos del cuerpo no des
cifran los misterios de la tumba, pero los suspiros de dolor
de mi
corazón anuncian a los
vivientes el drama que han representado el amor, la belleza
y la muerte.
¡Oh amigos de mi juventud, que estáis dispersos en la ciudad
de Beirut!: cuando paséis por ese cementerio, junto al
bosque de pinos, entrad en él silenciosamente, y caminad
despacio, para que el ruido de vuestros pasos no, turbe el
tranquilo sueño de los muertos, y deteneos humildemente ante
la tumba de Selma; reverenciad la tierra que cubre su cuerpo
y decid mi nombre en un hondo suspiro, al tiempo que decís
internamente estas palabras:
"Aquí, todas las esperanzas de Gibrán, que vive como
prisionero del amor más allá de los mares; todas sus
esperanzas, fueron enterradas. En este sitio perdió Gibrán
su felicidad, vertió todas sus lágrimas, y olvidó su
sonrisa.
"Junto a esa tumba crece la tristeza de Gibrán, al mismo
tiempo que los cipreses, y sobre la tumba su espíritu arde
todas las noches como una lámpara votiva consagrada a Selma,
y entona a coro con las ramas de los árboles un triste
lamento, en lastimero duelo por la partida de Selma, que
ayer, apenas ayer, era un hermoso canto en los labios de la
Vida, y que hoy es un silente secreto en el seno de la
tierra."
¡Oh camaradas de mi juventud! Os conjuro, en nombre de
aquellas vírgenes que vuestros corazones han amado, a que
coloquéis una guirnalda de flores en la desamparada
Tumba de mi bien amada, pues las flores que coloquéis sobre
la tumba de Selma serán como gotas de rocío desprendidas de
los ojos de la aurora, para refrescarlos pétalos de una rosa
que se marchita.
I
CALLADA TRISTEZA
Vecinos míos, vosotros recordáis. con placer la aurora de
vuestra juventud, y lamentáis que haya pasado; pero yo
recuerdo la mía como un prisionero recuerda los barrotes y
los grilletes de su cárcel. Vosotros habláis de aquellos
años entre la infancia y la juventud como de una época de
oro, libre de confinamientos y de cuidados, pero aquellos
años. yo los considero una época de callada tristeza que
caía como una semilla en mi corazón, y crecía en él; y que
no encontraba salida hacia el mundo del conocimiento y la
sabiduría, hasta que llegó el amor y abrió las puertas de mi
corazón, e iluminó sus recintos.
El amor me dio lengua y lágrimas. Seguramente recordáis los
jardines y los huertos, las plazas públicas y las esquinas
que presenciaron vuestros juegos y oyeron vuestros inocentes
cuchicheos; yo también recuerdo hermosos parajes del norte
del Líbano. Cada vez que cierro los ojos veo aquellos
valles, llenos de magia y dignidad, cuyas montañas,
cubiertas de gloria y grandeza, trataban de alcanzar el
cielo. Cada vez que cierro mis oídos al clamor de
la
ciudad, oigo el murmullo
de aquellos riachuelos y el crujido de aquellas ramas. Todas
esas bellezas a las que me refiero ahora, y que ansío volver
a ver como niño que ansía los pechos de su madre, hirieron
mi espíritu, prisionero en la oscuridad de la juventud como
el halcón que sufre en su jaula al ver una bandada de
pájaros que vuela libremente por el anchuroso cielo.
Aquellos valles y aquellas montañas pusieron el fuego en mi
imaginación, pero amargos pensamientos tejieron
en torno de mi
corazón una red de negra desesperanza.
Cada vez que iba yo a pasear por aquellos campos volvía
decepcionado, sin saber la causa de mi decepción. Cada vez
que miraba yo el cielo gris sentía que el corazón se me
encogía. Cada vez que oía yo el canto de los pájaros y los
balbuceos de la primavera, sufría, sin comprender la razón
de mi sufrimiento. Dicen que la simplicidad hace que un
hombre sea vacío, y que ese vacío lo hace despreocupado.
Acaso sea esto cierto entre quienes nacieron muertos y viven
como cadáveres helados; pero el muchacho sensible que siente
mucho y lo ignora todo es la más desventurada criatura que
alienta bajo el sol, porque se debate entre dos fuerzas. La
primera fuerza lo impulsa hacia arriba, y le muestra lo
hermoso de la existencia a través de una nube de sueños; la
segunda, lo arrastra hacia la tierra, llena sus ojos de
polvo y lo anonada de temores y hostilidad.
La soledad tiene suaves, sedosas manos, pero sus fuertes
dedos oprimen el corazón y lo hacen gemir de tristeza. La
soledad es el aliado de la tristeza y el compañero de la
exaltación espiritual.
El
alma del muchacho que siente que el beso de la tristeza es
como un blanco lirio que empieza a desplegar sus pétalos.
Tiembla con la brisa, abre su corazón en la aurora, y vuelve
a cerrar sus pétalos al llegar las sombras de la noche. Si
ese muchacho no tiene diversiones, ni amigos, ni compañeros
de juegos, su vida será como una reducida prisión
en la que no ve nada, sino telarañas, y no oye nada, sino el
reptar de los insectos.
Tal tristeza que me obsesionaba en mi juventud no era por
falta de diversiones, porque si hubiera querido las habría
tenido; tampoco era por falta de amigos, porque habría
podido tenerlos. Tal tristeza obedecía a un dolor interno
que me impulsaba a amar la soledad. Mataba en mí la
inclinación a los juegos y a las diversiones, quitaba de mis
hombros las alas de la juventud, y hacía que fuera
yo
como un estanque entre dos
montañas, que refleja en su quieta superficie las sombras de
los fantasmas y los colores de las nubes y de los árboles,
pero que no puede encontrar una salida, para ir cantando
hacia el mar.
Tal era mi vida antes de que cumpliera yo dieciocho años. El
año que los cumplí es como la cima de una montaña en mi
vida, porque despertó en mí el conocimiento, y me hizo
comprender las vicisitudes de la humanidad. En ese año volví
a nacer, y a menos que una persona vuelva a nacer, su vida
seguirá siendo una hoja en blanco en el libro de la
existencia. En ese año
vi
a los ángeles del cielo
mirarme a través de los ojos de una hermosa mujer. También
vi a los demonios
del infierno rabiando en el corazón de un hombre malo. Aquel
que no ve a los ángeles y a los demonios en toda la belleza
y en toda la malicia, de la vida estará muy lejos del
conocimiento, y su
espíritu estará
ayuno de afecto.
II
LA MANO DEL DESTINO
En la primavera de aquel maravilloso año, estaba yo en
Beirut. Los jardines estaban llenos de flores de Nisán, y la
tierra tenía una alfombra de verde césped; y era como un
secreto de la tierra revelado al Cielo. Los naranjos y los
manzanos, que parecían huríes, o novias enviadas por la
Naturaleza para inspirar a los poetas y excitar la
imaginación, llevaban blancas vestes de perfumados capullos.
La primavera es hermosa en todas partes, pero es más hermosa
en el Líbano. Es un espíritu que vaga por toda la Tierra,
pero que hace su morada en el Líbano, conversando con reyes
y profetas, cantando con los ríos los Cantares de Salomón, y
repitiendo con los sagrados cedros del Líbano los recuerdos
de las antiguas glorias. Beirut, libre de los lodos del
invierno y del polvo del verano, en la primavera es como una
novia, o como una sirena que se sienta a orillas de un
arroyo, y que se seca la suave piel a los rayos del sol.
Un día, en el mes de Nisán, fui a visitar a un amigo cuya
casa estaba algo apartada de la brillante y hermosa ciudad.
Mientras charlábamos, un hombre de aspecto digno, como de
unos sesenta años de edad, entró en la casa. Al levantarme
para saludarlo, mi amigo me lo presentó como Farris Efendi
Karamy, y luego mi amigo pronunció mi nombre, con palabras
elogiosas. El anciano me miró un momento, y se tocó la
frente con las puntas de los dedos, como si estuviera
tratando de recordar algo. Luego, se acercó a mí sonriente,
y me dijo:
-Es usted hijo de un amigo mío muy querido y me da mucho
gusto ver a ese amigo en la persona de usted.
Muy
conmovido por las palabras
del anciano, me sentí atraído hacia él como un pájaro cuyo
instinto lo lleva a su nido antes de la inminente tormenta.
Al sentarnos, me contó su amistad con mi padre, y recordó el
tiempo que habían pasado juntos. Los ancianos gustan de
remontar sus recuerdos a los días de su juventud, tal como
los extranjeros que ansían volver a su propio país. Se
complacen en referir anécdotas del pasado, así como el poeta
se complace en recitar su mejor poema. El anciano vive
espiritualmente en el pasado, porque el presente pasa para
él velozmente, y el futuro le parece una aproximación al
olvido de la tumba. Así transcurrió una hora llena de viejos
recuerdos, como las sombras de los árboles sobre el césped.
Cuando Farris Efendi se levantó para marcharse, me puso la
mano izquierda en el hombro y estrechó mi mano derecha,
diciendo:
-No he visto a tu padre desde hace veinte años. Espero que
lo sustituyas, con frecuentes visitas
a
mi casa.
Agradecido, le 'prometí cumplir ese deber de amistad hacia
un querido amigo de mi padre.
Al salir el anciano, le pedí a mi amigo que me contara algo
más acerca de él.
-No conozco a ningún hombre en Beirut cuya riqueza lo haya
hecho amable, y cuya bondad lo haya hecho rico -me dijo-. Es
uno de esos raros hombres que vienen a este mundo y se van
de él sin hacer daño a nadie, pero las personas de esa clase
generalmente sufren mucho, y son víctimas de la opresión,
porque no son lo suficientemente hábiles para salvarse de la
maldad de los demás. Farris Efendi tiene una hija, de
carácter muy parecido al suyo, cuya belleza y gentileza
están más allá de toda descripción; y también ella sufrirá
mucho, porque la riqueza de su padre ya la está colocando al
borde un horrible precipicio. -Al pronunciar mi amigo estas
palabras, noté que su rostro se ensombrecía. Luego, mi amigo
continuó: -Farris Efendi es un buen anciano, de noble
corazón, pero le falta fuerza de voluntad. La gente lo
maneja como a un ciego. Su hija le obedece, a pesar de ser
orgullosa e inteligente, y tal es el secreto que gravita en
la vida de padre e hija. Este secreto lo descubrió un mal
hombre, que también es obispo, y cuya maldad se cobija a la
sombra del Evangelio. Este prelado tiene apariencia de ser
amable y noble. Es la cabeza religiosa de esta tierra de
gente piadosa. La gente le rinde obediencia y lo venera.
Y
conduce a esta gente como un rebaño de ovejas hacia el matadero. Este
obispo tiene un sobrino, lleno de odio y de corrupción. Más
tarde o más temprano, día llegará en que colocará a su
sobrino a su derecha, y a la hija de Farris
Efendi a su izquierda, y, al alzar su impura mano y al
pronunciar los votos del matrimonio sobre las cabezas de
estos dos jóvenes, unirá una virgen pura a un sucio
degenerado, colocando el corazón del día en las entrañas de
la noche.
"Es todo lo que puedo decirte acerca de Farris Efendi y de
su hija, así que te ruego que no me hagas más preguntas al
respecto.
Al decir esto, mi amigo volvió la cabeza hacia la ventana,
como si estuviera tratando de resolver los problemas de la
existencia humana y de concentrarse en la belleza del
universo.
Al salir de esa casa, le dije que pensaba visitar a Farris
Efendi unos días después, con el propósito de cumplir mi
promesa, y por la amistad, que había unido a él y a mi
padre. Se quedó mirándome un momento y noté un cambio en la
expresión de su rostro, como si mis escasas y simples
palabras le hubieran dado una nueva idea. Luego, me miró a
los os de extraña manera, con una mirada en que se mezclaban
amor, la piedad y el temor; con la mirada de un profeta que
prevé lo que nadie más puede anticipar. Luego, sus labios
temblaron levemente, pero mi amigo no dijo nada al
dirigirme yo
a la puerta. Esa extraña mirada se grabó en mí, y no pude
comprender su significado hasta que maduré en el mundo de la
experiencia, donde los corazones se comprenden uno a otro
intuitivamente, y donde los espíritus maduran con el
conocimiento.
III
LA ENTRADA
AL SANTUARIO
Unos cuantos
días después, la soledad hizo presa de mí, y me cansé de los
estultos rostros de los libros; alquilé un carruaje y me
dirigí a la casa de Farris Efendi. Cuando llegamos al pinar
en que la gente solía realizar meriendas campestres, el
conductor del carruaje tomó un camino privado, bajo la
sombra de los sauces, que lo bordeaban a cada lado. Al
atravesar el pinar, pudimos ver la belleza de los verdes
prados, los viñedos, y muchas flores de Nisán, de colores
vivos, que empezaban a abrirse.
Unos cuantos
minutos después, el carruaje se detuvo ante una casa
solitaria, en medio de un hermoso jardín. Saturaban el aire
los aromas de las rosas, de las gardenias y del jazmín.
Al bajar del
carruaje y entrar en el espacioso jardín, vi a Farris
Efendi, que salía a mi encuentro. Me invitó a entrar en la
casa cordialmente y se sentó a mi lado, como un padre feliz
que vuelve a ver a su hijo, y me abrumó con preguntas acerca
de mi vida, de mi futuro y de mi educación. Le contesté, y
mi voz estaba llena de ambición y celo; porque en mis oídos
repicaba con campanas el himno de la gloria, y sentía que me
lanzaba en mi velero por el calmado mar de los sueños
esperanzados. En eso estábamos, cuando una hermosa joven,
vestida con bellísimo vestido de seda blanca, apareció tras
las cortinas de terciopelo de la puerta, y caminó hacia mí.
Farris Efendi y yo nos levantamos de nuestros asientos.
-Mi hija
Selma -dijo el anciano. Luego, me presentó, diciendo: - El
destino me ha devuelto a un querido viejo amigo, en la
persona de su hijo.
Selma se
quedó mirándome un momento, como si dudara que un visitante
pudiera entrar en su casa. Sentí la mano de la muchacha como
un blanco lirio, y un extraño sobresalto agitó mi corazón.
Volvimos a
tomar asiento en silencio, como si Selma hubiese llevado a
aquel aposento un espíritu celestial digno de mudó respeto.
Al darse cuenta de aquel súbito silencio, la joven me
sonrió, y dijo
-Mi padre me
ha, contado muchas veces las anécdotas de su juventud y de
los viejos tiempos en que él y el padre de usted llevaban
estrecha amistad. Si el padre de usted le" ha contado lo
mismo, este encuentro no
es el primero entre nosotros.
El anciano
estaba complacido de oír a su hija expresarse así.
-Selma es muy
sentimental. Todo lo ve con los ojos del espíritu -dijo.
Luego,
reanudó su conversación, con mucho tacto, como si hubiera
encontrado en mí un hechizo mágico que lo hubiera llevado,
en alas del recuerdo, a los días pasados.
Mientras lo
miraba, pensando en cómo sería yo en mis años posteriores,
él se quedó mirándome, como un sereno y viejo árbol que ha
soportado muchas tormentas, y al que la luz solar le
proyectara la sombra sobre un renuevo que se estremeciera
ante la brisa de la aurora.
Pero Selma
permanecía silenciosa. De vez en cuando, me miraba a mí,
luego a su padre, como si estuviera leyendo al mismo tiempo
el primero y el último capítulo del drama de la vida. El día
transcurrió rápidamente en aquel jardín, y podía yo ver a
través de la ventana el fantasmal beso amarillo del ocaso
sobre las montañas del Líbano. Farris Efendi siguió
relatando sus experiencias, y yo le escuchaba absorto, y
había tanto entusiasmo en mí, que su tristeza se convirtió
en alegría.
Selma estaba
sentada cerca de la ventana, mirándonos con sus tristes ojos
y sin hablar, aunque la belleza tiene su propio lenguaje
celestial, más misterioso que las voces de las lenguas y de
los labios. Es un lenguaje misterioso, intemporal, común
a toda la humanidad; un
calmado lago que atrae a los riachuelos cantarines hacia su
fondo, y los hace silenciosos.
Sólo nuestros espíritus pueden comprender la belleza, o
vivir y crecer con ella. Intriga a nuestras mentes; no
podemos describirla con palabras; es una sensación que
nuestros
ojos
no pueden ver, y que se deriva, tanto del que observa, como
de quien es observado. La' verdadera belleza es un rayo que
emana de lo más santo del espíritu, e ilumina el cuerpo, así
como la vida surge desde la profundidad de la tierra, para
dar color y aroma a una flor.
La verdadera belleza reside en la concordancia espiritual
que llamamos amor, y que puede existir entre un hombre y una
mujer.
¿Acaso mi espíritu y el de Selma se tocaron aquel día en que
nos conocimos, y aquel anhelo de llegar hasta ella hizo que
la considerara la más hermosa mujer bajo el sol? ¿O acaso
¿Estaba yo intoxicado con el vino de la juventud, que me
hacía imaginar lo que nunca existió?
¿Acaso mi juventud cegó mis
ojos
naturales y me hizo imaginar el brillo de sus
ojos,
la dulzura de su boca y la gracia de todo su cuerpo? ¿O
acaso fueron ese brillo, esa gracia y esa dulzura, los que
abrieron mis ojos y me mostraron la felicidad y la tristeza
del amor?
Difícil es dar respuesta a estas preguntas, pero puedo decir
sinceramente que en aquella hora sentí una emoción que nunca
había tenido; un nuevo cariño que se posaba calmadamente en
mi corazón, como el espíritu que vagaba sobre las aguas en
el momento de la creación del mundo, y también puedo decir
que de ese cariño nacieron mi felicidad y mi tristeza. Así
terminó la hora de mi primer encuentro con Selma, y así
quiso el cielo libertarme de las cadenas de mi solitaria
juventud, para permitirme caminar en la procesión del amor.
El amor es la única libertad que existe en el mundo porque
eleva tanto al espíritu, que las leyes de la humanidad y los
fenómenos naturales no alteran su curso.
Al levantarme de mi asiento para marcharme, Farris Efendi se
acercó a mí y me dijo serenamente:
-Ahora, hijo mío, ya conoces el camino a esta casa.
Considérame tu padre y a Selma, como tu hermana. La miré
como pidiéndole a ella que confirmara aquella declaración.
La joven movió la cabeza en señal de asentimiento, y me miró
como quien vuelve a ver a una persona que se conoce desde
hace mucho.
Aquellas palabras que pronunció Farris Efendi Karamy me
colocaron al lado de su hija, en el altar del amor. Fueron
palabras de un canto celestial que terminó tristemente,
aunque había empezado en la más viva exaltación; elevaron
nuestros espíritus al reino de la luz y de la trémula llama;
fueron la copa de la que al mismo tiempo bebimos la
felicidad y la amargura.
Salí de aquella casa. El anciano me acompañó hasta el borde
del jardín, mientras mi corazón se agitaba como los labios
temerosos de un hombre sediento.
IV
LA ANTORCHA BLANCA
Acaba de terminar el mes de Nisán, y yo seguía visitando la
casa de Farris Efendi, y seguía viendo a Selma en aquel
hermoso jardín, contemplando su belleza, maravillándome de
su inteligencia y oyendo los silentes pasos de la tristeza.
Sentía que una mano invisible me llevaba hacia ella.
En cada visita percibía un nuevo significado de su belleza,
y una nueva intuición de su dulce espíritu, hasta que la
joven llegó a ser como un libro cuyas páginas pude entender,
y cuyos elogios podía yo cantar, pero que nunca podría
terminar de leer. Una mujer a la que la Providencia ha
dotado de belleza espiritual y corporal es una verdad, a la
vez manifiesta y secreta, que sólo podemos comprender
mediante el amor, y a la que sólo podemos tocar con la
virtud; y cuando hacemos el intento de describir a tal
mujer, su imagen se desvanece como la niebla.
Selma Karamy poseía la belleza corporal y espiritual, pero,
¿cómo describirla a quien no la haya conocido? ¿Puede un
hombre muerto recordar el canto de un ruiseñor, y la
fragancia de una rosa, y el susurro de un arroyo? ¿Puede un
prisionero cargado de pesadas cadenas seguir a la brisa de
la aurora? ¿Acaso el orgullo me impide hacer la descripción
de Selma sólo con palabras ya que no puedo pintarla con
luminosos colores? El hombre hambriento en el desierto no se
negará a comer pan duro, si el cielo no hace llover sobre él
el maná y las codornices.
En su blanco vestido de seda, Selma estaba esbelta como un
rayo de luz de luna que pasara a través del cristal de la
ventana. Caminaba graciosa y rítmicamente. Hablaba en voz
baja y con dulces entonaciones; las palabras salían de
sus labios como gotas de rocío que cayeran de los
pétalos de las flores, al agitarlas el viento.
Pero, ¡qué decir del rostro de Selma! Ninguna palabra podría
describir su expresión, que reflejaba, ora gran sufrimiento
interno, ora exaltación celestial.
La belleza del rostro de Selma no era clásica; era como un
sueño de revelación que no se puede medir ni circundar, ni
copiar con el pincel de un pintor, ni con el cincel de un
escultor. La belleza de Selma no residía propiamente en sus
cabellos de oro, sino en la virtud y en la pureza que los
rodeaban; no en sus labios, sino en la dulzura de sus
palabras; no en su cuello de marfil, sino en el suave arco
de su frente. Tampoco residía su belleza en la línea
perfecta de su cuerpo, sino en la nobleza de su espíritu,
que ardía como una blanca antorcha entre la tierra y el
cielo. Su belleza era como el don de la poesía. Pero los
poetas
son
personas desventuradas, pues, por más alto que se eleven sus
espíritus, siempre estarán envueltos en una atmósfera de
lágrimas.
Selma era muy pensativa, más que parlanchina, y su silencio
era como una música que lo llevaba a uno a un mundo de
sueños y que lo hacía escucharlos latidos del propio
corazón, y ver los fantasmas de los propios pensamientos y
sentimientos al lado de uno, como si nos miraran a los ojos.
Selma tenía un aura de profunda tristeza que la acompañó
toda su vida y que acentuaba su extraña belleza y su
dignidad, como un árbol en flor que nos parece más bello
cuando lo vemos envuelto en la niebla del alba.
La tristeza fue un lazo de unión para su espíritu y para el
mío, como si viéramos en el rostro del otro lo que el
corazón sentía, y como si oyéramos al mismo tiempo el eco de
una voz oculta. Dios había creado dos cuerpos en uno, y la
separación no podría ser sino una cruel agonía.
Los espíritus melancólicos reposan al reunirse con otros
espíritus afines. Se unen afectuosamente, como un extranjero
al ver a un compatriota suyo en tierras lejanas. Los
corazones que se unen por la tristeza no serán separados por
la gloria de la felicidad. El amor que se purifica con
lágrimas seguirá siendo eternamente puro y hermoso.
V
LA TEMPESTAD
Un día, Farris Efendi me invitó a cenar en
su
casa. Acepté, y mi espíritu, hambriento del divino pan que
el Cielo había puesto en las manos de Selma, estaba
hambriento, sobre todo, de ese pan espiritual que da más
hambre a nuestros corazones mientras más comemos de él. Era
ese pan que Kais, el poeta árabe, Dante y Safo probaron, y
que incendió sus corazones; el pan que la Diosa prepara con
la dulzura de los besos y la amargura de las lágrimas.
Al llegar a la casa de Farris Efendi vi a Selma sentada en
un banco del jardín, descansando la cabeza en el tronco de
un árbol, y con el aspecto de una novia ataviada con
su
blanco vestido de seda, o como un centinela que custodiara
aquellos parajes.
Silenciosa y reverentemente me acerqué a ella, y me senté a
su lado. No podía yo hablar, así que recurrí al silencio,
único lenguaje del corazón, pero sentí que Selma estaba
escuchando mi mensaje sin palabras, y que observaba el
fantasma de mi alma en mis ojos.
Al cabo de unos minutos, el anciano salió de la casa y me
saludó, con la cordialidad de siempre. Al extender la mano
hacia mí, sentí como si estuviera bendiciendo los secretos
que nos unían a mí y a su hija.
-La cena está servida, hijos míos -dijo el anciano-;
entremos a comer.
Nos levantamos de nuestros asientos y lo seguimos; había
ojos de Selma brillaban, pues un nuevo sentimiento se había
añadido a su amor, al oír que su padre nos decía "hijos
míos".
Nos sentamos a la mesa y disfrutamos de la buena comida y
del vino añejo, pero nuestras almas estaban viviendo en un
mundo muy lejano; éramos tres personas inocentes, que
sentían mucho y sabían poco; se estaba desarrollando un
drama entre un anciano que amaba a su hija y quería su
felicidad, una joven de veinte años que miraba hacia el
futuro con ansiedad, y un joven que soñaba y se preocupaba,
y que aún no probaba el vino de la vida, ni su vinagre, y
que trataba de llegar hasta la altura del amor y del
conocimiento, pero que era incapaz de alzarse a sí mismo.
Allí estábamos los tres, sentados a la luz del crepúsculo,
comiendo y bebiendo en aquella casa solitaria, custodiada
por los ojos de Dios, pero en los fondos de nuestras copas
se ocultaban la amargura y la angustia.
Al término de la cena, una de las criadas anunció la
presencia de un hombre en la puerta que deseaba ver a Farris
Efendi.
-¿Quién es? -preguntó el anciano.
-El mensajero del obispo -dijo la criada. Hubo un momento de
silencio, durante el cual Farris Efendi miró a su hija, como
un profeta que consultara el firmamento para adivinar su
secreto. Luego, dijo:
-Que entre.
Poco después, un hombre, en uniforme oriental, y que llevaba
un gran bigote retorcido en las puntas, entró al aposento, y
saludó al anciano con estas palabras:
-Su Ilustrísima, el obispo, le ha enviado a usted su
carruaje particular; desea tratar asuntos importantes con
usted.
El rostro del anciano se ensombreció, y su sonrisa se borró.
Tras un momento de honda reflexión, se acercó a mí, y me
dijo en tono amistoso:
-Espero encontrarte aquí cuando vuelva, pues Selma
disfrutará de tu compañía en este lugar solitario.
Y diciendo esto, se volvió hacia Selma, y al tiempo que
sonreía le preguntó a la muchacha si estaba de acuerdo. La
joven asintió con la cabeza, pero sus mejillas se tornaron
rojas, y, con voz más dulce que la música de la lira, dijo:
-Padre,
haré lo posible para que nuestro huésped esté contento.
Selma observó el carruaje que llevaba a su padre a casa del
obispo, hasta que desapareció de nuestra vista. Luego, se
sentó frente a mí en un diván forrado de seda verde. Parecía
un lirio doblado hacia la alfombra de verde césped por la
brisa de la aurora. Fue voluntad del Cielo que aquella noche
estuviera yo a solas con Selma, en su hermosa casa rodeada
de árboles, donde el silencio, el amor, la belleza y la
virtud, moraban juntos.
Ambos guardábamos silencio, esperando que el otro hablara,
pero no es el lenguaje hablado el único medio de comprensión
entre dos almas. No son las sílabas que salen de los labios
y de las lenguas las que unen a los corazones.
Hay algo más alto y puro de cuanto la boca puede pronunciar.
El silencio ilumina nuestras almas, susurra en nuestros
corazones, y los une. El silencio que separa de nosotros
mismos, nos hace viajar como en un velero
por
el firmamento del espíritu, y nos acerca al Cielo; nos hace
sentir que los cuerpos no son más que prisiones, y que este
mundo es sólo un lugar de exilio transitorio.
Selma me miró, y sus ojos reflejaban el secreto de su
corazón. Luego, me dijo, en voz alta:
-Vayamos al jardín, sentémonos bajo los árboles y
contemplemos la luna saliendo de las montañas. Obedecí, y me
levanté de mi asiento, pero vacilé.
-¿No crees que es mejor permanecer aquí, y esperar a que la
luna esté alta e ilumine el jardín? -le dije, y añadí-: La
oscuridad oculta los árboles y las flores. No podremos ver
nada.
-Si la oscuridad oculta los árboles y las flores a nuestros
ojos, no podrá ocultar el amor
a
nuestros corazones
-contestó ella.
Y al pronunciar estas palabras en un extraño tono de voz,
Selma volvió la mirada hacia la ventana. Guardé silencio,
pesando cada palabra de mi amada y saboreando el significado
de cada sílaba. Luego, me miró como si lamentara lo que
acababa de confesarme, y trató de alejar esas palabras de mi
oído con la magia de sus ojos. Pero aquellos ojos, en vez de
hacerme olvidar lo que la joven acababa de expresar,
repitieron en la profundidad de mi ser, más clara y
eficazmente, las dulces palabras que ya se habían grabado en
mi memoria, para toda la eternidad.
Cada belleza y cada grandeza de este mundo es creada por una
sola emoción, y por un solo pensamiento en
el
interior del hombre. Cada
cosa que vemos hoy, realizada por pasadas generaciones, fue,
antes de adquirir su apariencia, antes de aparecer, un solo
pensamiento en la mente de un hombre, o un solo impulso en
el corazón de una mujer. Las revoluciones que han,
derramado tanta sangre, y que han transformado las mentes
humanas para orientarlas hacia la libertad, fueron una idea
de un hombre, que vivió entre miles de hombres. Las
devastadoras guerras que han destruido imperios fueron un
pensamiento que existió en la mente de- un
individuo. Las supremas enseñanzas que han cambiado
el destino de la humanidad
fueron inicialmente las ideas de un hombre, cuyo genio lo
distinguió de su medio. Un solo pensamiento hizo que se
construyeran las Pirámides, un solo pensamiento fundó la
gloria del Islam, y un solo pensamiento causó el incendio de
la biblioteca de Alejandría.
Un solo pensamiento acudirá en la noche a la mente del
hombre, y ese pensamiento puede elevarlo hasta la gloria, o
reducirlo al asilo para locos. Una sola mirada de mujer
puede hacer del hombre el más feliz del mundo. Una sola
palabra de un hombre puede hacernos ricos o pobres.
La palabra que pronunció Selma aquella noche me suspendió
entre mi pasado y mi futuro, como un barco anclado en medio
del océano,. Aquella palabra despertó a mi ser del letargo
de la juventud, del sueño de la soledad y me lanzó al
escenario de la vida, en que la vida y la muerte representan
sus respectivos papeles.
El aroma de
las
flores se mezclaba con la
brisa cuando salimos al jardín y nos sentamos
silenciosamente en un banco, cerca de un arbusto de jazmín a
escuchar la respiración de la Naturaleza durmiente, mientras
en el azul del cielo los ojos de lo inefable presenciaban
nuestro drama.
La luna salió desde el monte Sunín y alumbró las costas, las
colinas y las montañas.
Y
podíamos ver las aldeas desparramadas por el valle como
apariciones que de pronto surgieran ante algún conjuro de la
nada. Podíamos contemplar la belleza de todo el Líbano bajo
los plateados rayos de la luna. Los poetas occidentales
piensan en el Líbano cono en un sitio legendario, olvidado,
puesto que por allí pasaron David, Salomón, y los profetas;.como
el jardín del Edén, perdido tras la caída de Adán y Eva.
Para estos poetas occidentales,
la
palabra
Líbano
es una poética expresión,
que asocian a la montaña cuyas laderas están perfumadas por
el
incienso de
los Cedros Sagrados. Les
recuerdan los templos de cobre y mármol, erectos, firmes e
impenetrables, y los rebaños de ciervos pastando en los
verdes valles. Aquella noche, yo mismo vi al Líbano de
ensueño, con los ojos de un poeta.
Así cambia la apariencia de las cosas según las emociones, y
así vemos la magia y la belleza en las cosas, pero lo que
sucede es que la belleza y la magia están realmente en
nosotros mismos.
Mientras los rayos de la luna brillaban en el rostro, en el
cuello y en los brazos de Selma, parecía una estatua de
marfil, esculpida por los dedos de algún adorador de Ishtar,
la diosa de la belleza y del amor. Y, mirándome, mi amada me
dijo
-¿Por qué callas? ¿Por qué no me cuentas algo de tu pasado?
Al mirarla, mi mutismo desapareció, y mis labios se
abrieron.
-¿No oíste lo que te dije al encaminarnos a este huerto? El
espíritu que oye el susurro de las flores y el canto del
silencio, también puede oír el estremecimiento de mi alma, y
el clamor de mi corazón.
Selma ocultó el rostro en las manos, y me dijo, con voz
vacilante:
-Si, te oí: oí una voz que venía del seno de la noche, y un
clamor surgiendo del corazón del día.
Y olvidando mi pasado, mi existencia misma, todo lo que no
fuera Selma, le repliqué:
-Y yo también te oí, Selma. Oí una música regocijante que
vibraba en el aire, y que hizo que todo el universo se
estremeciera.
Al oír estas palabras, mi amada cerró los ojos, y en sus
labios vi una sonrisa de placer, mezclada con tristeza.
-Ahora sé que hay algo más alto que el cielo, y más hondo
que el océano, y más extraño que la vida, la muerte y el
tiempo. Ahora sé lo que no sabía antes de conocerte... -me
susurró suavemente.
En aquel momento, Selma llegó a ser para mí una persona más
querida que una amiga, más íntima que una hermana y más
adorable que una novia. Llegó a ser un pensamiento supremo;
una emoción incontrolable; un hermoso sueño que vivía en mi
espíritu.
Nos equivocamos al pensar que el amor nace de una larga
camaradería y de perseverante enamoramiento. El amor es el
renuevo y el vástago de la afinidad espiritual, y a menos
que se cree esa afinidad en un momento dado, no se creará en
años, ni en generaciones.
Luego, Selma alzó la cabeza y miró al horizonte, en el que
el monte Sunín se encuentra con el cielo.
-Ayer eras como un hermano para mí -dijo- con el que me
sentaba calmadamente a charlar, bajo los cuidados de mi
padre. Ahora siento la presencia de algo más misterioso y
dulce que el cariño a un hermano: un sentimiento de naciente
amor que no había conocido, y un temor que al mismo tiempo
embarga a mi corazón de tristeza y felicidad.
-Esta emoción que nos llena de temor y que nos estremece
cuando traspasa nuestros corazones es la ley de la
Naturaleza -respondí- que guía a la Luna alrededor de la
Tierra, y al Sol alrededor de Dios.
Enseguida mi amada me puso una mano en la cabeza y me
acarició el pelo. Su rostro brillaba, y caían lágrimas de
sus ojos, como gotas de roció en los pétalos de un lirio.
-¿Quién creerá nuestra historia? -me dijo-. ¿Quién creerá
que en estas horas hemos franqueado los obstáculos de la
duda? ¿Quién creerá que el mes de Nisán, que nos unió, es el
mes que nos detuvo en el recinto más santo de la Vida? Su
mano estaba todavía en mi cabeza mientras decía esto, y no
habría cambiado esa mano por una corona real, ni por una
guirnalda de gloria; nada me parecía más valioso y amable
que aquella hermosa y suave mano, cuyos dedos jugueteaban
con mi pelo.
-La gente no creerá nuestra historia -le dije-, porque no
sabe que el amor es la única flor que crece y florece sin el
concurso de las estaciones; pero ¿fue realmente el mes de
Nisán, que nos reunió, y es esta hora la que nos ha
suspendido en el recinto más santo de la Vida? ¿No es la
mano de Dios la que nos acercó, y la que hizo que seamos
prisioneros uno del otro, hasta que terminen nuestros días y
todas nuestras noches? La vida del hombre no empieza en el
seno materno, y nunca termina con la muerte, en la tumba; y
este firmamento, lleno de luz de luna y de estrellas, no
está ayuno de almas que se aman, ni de espíritus intuitivos.
Al retirar Selma la mano de mi pelo, sentí una vibración
eléctrica en las raíces de los cabellos, y la sensación se
mezcló a la suave caricia de la brisa nocturna. Y como un
devoto que recibe la bendición divina al besar el altar, en
su santuario, tomé la mano de Selma, y mis ardientes labios
depositaron un largo beso en ella, y aún ahora el recuerdo
de aquel beso funde mi corazón y su dulzura me extasía.
Transcurrió así una hora, y cada minuto de ella fue un año
de amor. El silencio de la noche,
la
luz de la luna, las flores
y los árboles nos hicieron olvidar toda la realidad que no
fuera el amor, cuando, de pronto, oímos el galope de unos
caballos y el chirrido de las ruedas de un carruaje.
Despertados de nuestro placentero arrobamiento, y vueltos
bruscamente del mundo de los sueños al mundo de la
perplejidad y de las penas, nos dimos cuenta que el anciano
había regresado de su visita. Nos levantamos de nuestros
asientos, y caminamos por el huerto, para salir a su
encuentro.
Al llegar al
carruaje a la entrada del jardín, Farris Efendi bajó de él,
y caminó lentamente hacia nosotros, con la cabeza inclinada
hacia adelante, como si estuviera llevando una pesada carga.
Se acercó a Selma, le colocó las manos en los hombros, y la
miró profundamente. Las lágrimas corrían por
el arrugado rostro
del anciano, y sus labios temblaban con forzada sonrisa
triste. Con voz quebrada por la emoción, le dijo
-Amada Selma,
hija mía, muy pronto, te alejarán de los brazos de tu padre,
para que vayas a los brazos de otro hombre. Muy pronto el
Destino te arrancará de esta solitaria casa, y te llevará al
espacioso mundo, y este jardín perderá la presión de tus
pasos, y tu padre será un extraño para ti. Ya está decidido.
¡Que Dios te bendiga!
Al oír estas
palabras, el rostro de Selma se ensombreció, y sus ojos se
helaron, como si hubiera sentido una premonición de la
muerte. Luego, lanzó un grito, como un ave a la que se abate
un tiro, y con visible dolor, temblando, dijo, con voz
quebrada:
-¿Qué dices?
¿Qué quieres decir? ¿Adónde me vas a enviar? -Luego, miró a
su padre como tratando de descifrar su secreto. Un momento
después, dijo: - Comprendo. Lo comprendo todo. El obispo te
ha pedido mi mano, y ha preparado una jaula para este
pajarillo de alas rotas. ¿Es ese tu deseo, padre?
La respuesta
del anciano fue un profundo suspiro. Condujo a Selma al
interior de la casa, con ternura, y mientras, yo permanecía
de pie en el jardín, sintiendo que la perplejidad me invadía
en oleadas, como una tempestad sobre las hojas de otoño.
Luego, los seguí hasta la sala, y para evitar una escena
molesta, estreché la mano del anciano, dirigí una larga
mirada a Selma, mi hermosa estrella, y salí de la casa.
Cuando iba yo
llegando al extremo del jardín, oí la voz del anciano que me
llamaba y me volví para ir a su encuentro. Me tomó de la
mano y se disculpó.
-Perdóname,
hijo mío. Te he echado
a
perder la noche con mis lágrimas, pero por favor ven a verme
cuando mi casa esté vacía, y me encuentre
yo solo y
desesperado. La juventud, mi querido hijo, no armoniza con
la noche; pero tú tendrás la bondad de venir a verme y de
recordarme aquellos días de mi juventud compartidos con tu
padre, y me darás las noticias que haya en la vida la cual
ya no me contará entre sus hijos. ¿Vendrás a visitarme
cuando Selma se vaya y me quede aquí completamente solo?
Mientras el
anciano pronunciaba estas tristes palabras, estreché su mano
silenciosamente y sentí que unas lágrimas tibias caían de
sus ojos hasta mi
mano. Temblando- de tristeza y de afecto filial, salí de
aquella casa con el corazón inundado de pena. Pero antes de
salir alcé el
rostro, y él vio
lágrimas en mis ojos; se inclinó hacia mí, me dio
un beso en la
frente.
- ¡Adiós,
hijo mío! ¡Adiós! -me dijo.
Las lágrimas
de un anciano son
más potentes que las de un joven, porque constituyen el
residuo de la vida en un
cuerpo que se va debilitando. Las lágrimas de un
joven son como una gota de rocío en
el pétalo de una rosa-, mientras que las de un anciano son como una
hoja amarillenta que cae
al embate del viento cuando se aproxima el invierno.
Cuando salí
de la casi de Farris Efendi Karamy,
la voz de Selma aún
vibraba en mis oídos; su
belleza me seguía como un espectro y las lágrimas de
su padre se iban secando en mi mano.
Mi vida fue
como la salida de Adán del Paraíso, pero la Eva de mi
corazón no estaba conmigo para hacer del mundo entero un
Edén. Aquella noche, en que había yo nacido por segunda vez,
sentí también que había visto el rostro de la muerte por vez
primera.
Así, el sol
puede dar la vida y matar poco después, con su calor, los
sembrados campos.
VI
EL LAGO DE FUEGO
Todo lo que hace el hombre secretamente en la oscuridad de
la noche será revelado claramente a la luz del día. Las
palabras que se pronuncian en privado se convertirán
inesperada mente en conversación común. Los actos que hoy
escondemos en los rincones de nuestra casa mañana serán
pregonados en cada calle.
Así los fantasmas de la oscuridad revelaron el propósito de
la entrevista del obispo Bulos Galib con Farris Efendi
Karamy, y la conversación que sostuvieron fue repitiéndose
por todo el vecindario, hasta que llegó a mis oídos.
La discusión que tuvo lugar aquella noche entre el obispo
Bulos Galib y Farris Efendi no fue acerca de los problemas
de los pobres, de las viudas y de los huérfanos. El
propósito principal de mandar llamar a Farris Efendi y de
llevarlo en el coche del obispo fue pedir la mano de Selma
para el sobrino del obispo, Mansour Bey Galib.
Selma era la única hija del acaudalado Farris Efendi, y la
elección del obispo recayó en Selma, no por su belleza y su
noble espíritu, sino por el dinero de su padre, que
garantizaba a Mansour Bey una gran fortuna y haría de él un
hombre importante.
Los jefes religiosos del cercano Oriente no se conformaban
con su propia opulencia, sino que tratan de que todos los
miembros de sus familias tengan posiciones de dominio y
formen parte de la clase opresora. La gloria de un príncipe
se transmite por herencia a su primogénito, pero la
exaltación de un jefe religioso debe ser como un contagio
entre sus hermanos y sobrinos. Así, los obispos cristianos,
los imanes mahometanos y los sacerdotes brahmanes se
convierten en pulpos que atrapan a sus presas con muchos
tentáculos, y succionan su sangre con muchas bocas.
Cuando el obispo pidió la mano de Selma para su sobrino, la
única respuesta que recibió del anciano fue un profundo
silencio, y amargas lágrimas, pues le dolía perder a su hija
única. El alma de cualquier hombre tiembla cuando se
lo
separa de su hija única, a la que ha criado amorosamente y que ya se ha
convertido en joven hermosa.
La tristeza de los padres cuando se casa una hija es igual a
su felicidad cuando se casa un hijo, porque un hijo aporta a
la familia un nuevo miembro, mientras que una hija, al
casarse se aleja de la familia.
Farris Efendi tuvo que plegarse a la petición del obispo,
aunque con renuncia, porque Farris Efendi sabía muy bien que
el sobrino del obispo era un hombre peligroso, lleno de
odio, malvado y corrompido.
En el Líbano, ningún cristiano puede oponerse a la voluntad
de su obispo sin perder su buena fama. Ningún hombre puede
desobedecer a su jefe religioso sin perder su buena
reputación. El ojo no podría resistirse a la amenaza de una
lanza sin recibir cruel herida, y la mano que empuñara la
espada contra el jefe espiritual sería arrancada del brazo.
Supongamos que Farris Efendi se hubiera opuesto a la
voluntad del obispo y que no hubiera obedecido a su deseo;
la reputación de Selma se habría enlodado y su nombre habría
corrido de boca en boca, irreparablemente sucio. Porque,
para la zorra, los racimos de uvas que están demasiado altos
están verdes y no son apetecibles.
De esta manera, el destino hizo presa de Selma y la condujo,
como a una humillada esclava, a la numerosa procesión de las
sufridas mujeres orientales, y así cayó ese noble espíritu
en la trampa, después de haber volado libremente con las
blancas alas del amor, bajo un cielo nimbado de luz de luna
y aromatizado con la esencia de las flores.
En algunos países, la riqueza de los padres es una fuente de
sufrimientos para los hijos. El fuerte y pesado cofre que el
padre y la madre han utilizado como garantía de seguridad y
de riqueza llega a ser una estrecha y oscura prisión para
las almas de sus herederos. El todopoderoso Dinar, la moneda
a la que la gente rinde culto, llega a ser un demonio que
castiga el espíritu y aniquila a los corazones. Selma Karamy
fue una de esas víctimas de la riqueza de sus padres y de la
voracidad de su prometido. Si no hubiera sido por la riqueza
de su
padre, Selma viviría aún, sana y feliz.
Transcurrió
una semana. El amor de Selma era mi único pensamiento, que
por la noche me cantaba canciones, y que me despertaba al
alba para revelarme el misterio de la vida y los secretos de
la Naturaleza. Un amor como el que yo le tenía a Selma es un
amor celestial, desprovisto de celos, rico, y que nunca hace
daño al espíritu. Es una profunda afinidad que sumerge al
alma en una fuente de alegría; es un gran hambre de afecto y
ternura que, cuando se satisface, llena el alma de bondad y
riqueza; es una ternura que crea esperanza sin agitar el
alma, transformando la tierra en paraíso y la vida en un
dulce y hermoso sueño. Por las mañanas, cuando caminaba yo
por los campos, veía un signo de la Eternidad en el
despertar de la Naturaleza, y al sentarme en la playa
escuchaba yo las olas, entonando el cántico de la Eternidad.
Y al caminar por las calles veía la belleza de la vida y el
esplendor de la humanidad, en la apariencia de los
transeúntes y en los movimientos de los trabajadores.
Aquellos días
pasaron como fantasmas y desaparecieron como nubes, y pronto
no dejarían en mí sino tristes recuerdos. Los ojos con los
que solía yo mirar la belleza de la primavera y el despertar
de la Naturaleza ya no podían ver sino la furia de la
tempestad y la miseria del invierno. Mis oídos, que antes
oían con agrado el canto de las olas, ya sólo oían el ulular
del viento y el embate del mar contra los acantilados. El
alma que antes observaba feliz el vigor incansable de la
humanidad y la gloria del Universo, sentía la tortura del
conocimiento de su decepción y frustración. Nada había sido
más hermoso que aquellos días de amor, y nada era más amargo
que aquellas horribles noches de tristeza.
Un fin de
semana, no pudiendo ya contenerme, me dirigí una vez más a
la casa de Selma, al santuario que la Belleza había erigido
y que el Amor había colmado de bendiciones, en la que el
espíritu podía rendir culto y el corazón podía arrodillarse
humildemente, y orar. Al entrar nuevamente en el jardín,
sentí que un poder ignoto me sacaba de este mundo y me
colocaba en una esfera sobrenatural, liberada de la lucha y
de las penalidades. Como un místico que recibiera una
revelación celestial, me vi a mí mismo entre los-
árboles y las flores, y al aproximarme a la casa vi a Selma
sentada en un banco a la sombra del jazmín, donde habíamos
estado juntos hacía una semana, aquella noche que la
Providencia había elegido para que nacieran al unísono mi
felicidad y mi tristeza.
Mi amada no
hizo ningún movimiento, ni habló, al acercarme a ella.
Parecía saber intuitivamente que iba yo a llegar y al
sentarme a su lado, me miró un momento y exhaló un profundo
suspiro; luego, volvió la cabeza y miró hacia el cielo. Y,
al cabo de un momento lleno de mágico silencio, se volvió
hacia mí y, temblando, tomó mi mano en las suyas, y me dijo
con desmayada voz:
-Mírame,
amigo mío: examina mi rostro y lee en él lo que quieres
saber y lo que no puedo decirte. Mírame, amado mío: mírame,
hermano mío.
La miré
atentamente y vi que aquellos ojos que días antes habían
sonreído como labios felices, y que habían aleteado comes un
ruiseñor, estaban hundidos y helados con la tristeza y el
dolor. Su rostro, que había sido como un lirio que abriera
sus pétalos bajo la caricia del sol, se había marchitado y
no mostraba ningún color. Sus dulces labios eran como dos
rosas anémicas que el otoño ha dejado en sus tallos. Su
cuello, que había sido una columna de marfil, se inclinaba
hacia adelante, como si ya no pudiese soportar la carga del
dolor que albergaba su cabeza.
Observé todos
estos cambios en el rostro de Selma, pero para mí eran como
una nube pasajera que cubre el rostro de la luna y la hace
más bella. Una mirada que revela un dolor interno añade más
belleza al rostro, por más tragedia y dolor que refleje; en
cambio, el rostro que silencioso no exterioriza ocultos
misterios, no es hermoso, por más simétricas que sean sus
facciones. La copa no atrae a nuestros labios, a menos que
veamos el color del vino a través del cristal transparente.
Aquella
tarde, Selma era como una copa rebosante de vino celestial,
especiado con lo amargo y lo dulce de la vida. Sin saberlo,
mi amada simbolizaba a todas las mujeres orientales, que no
abandonan el hogar de sus padres hasta que les echan al
cuello el pesado yugo del esposo, y que no salen
de los amantes brazos de
sus madres hasta que van a vivir en calidad de esclavas a
otro hogar, donde tienen que soportar los malos tratos de la
suegra.
Seguí mirando a Selma, y escuchando los gritos de su
espíritu deprimido, y sufriendo junto con ella, hasta que
sentí que el tiempo se había detenido, y que el universo
había vuelto a la nada. Lo único que podía yo ver eran sus
grandes ojos que me miraban fijamente, y lo único que podía
sentir era su fría, temblorosa mano, que apretaba la mía.
Salí de mi letargo al oír que Selma decía con voz queda:
-Ven, amado mío; hablemos del horrible futuro antes de que
llegue. Mi padre acaba de salir para ver al hombre que va a
ser mi compañero hasta la muerte. Mi padre, al que Dios
escogió como autor de mis días, se entrevistará con el
hombre que el mundo ha elegido para que sea mi amo por el
resto de mis días. En el corazón de esta ciudad, el anciano
que me acompañó en mi juventud verá al hombre joven que será
mi compañero en los años futuros. Esta noche, ambas familias
fijarán la fecha del matrimonio. ¡Qué extraña e
impresionante hora! La semana pasada, a esta misma hora,
bajo este mismo jazmín, el Amor besó mi alma por vez
primera, mientras el Destino estaba escribiendo la palabra
decisiva de mi vida en la mansión del obispo. Y ahora,
mientras mi padre y mi pretendiente están fijando el día de
matrimonio, veo que tu espíritu vaga en torno a mí como un
pájaro sediento, que aletea desesperado sobre un manantial,
vigilado por una hambrienta serpiente. ¡Ah!, ¡cuán grande es
esta noche, y cuán hondo es su misterio!
Al oír esas palabras, sentí que el oscuro fantasma de la
desesperanza se apoderaba de nuestro amor, para aniquilarlo
en su infancia.
-Este pájaro seguirá aleteando sobre ese manantial -le dije-
hasta que la sed lo aniquile, o hasta que caiga en las
fauces de una serpiente, y sea presa del reptil.
-No, amado mío -me replicó Selma-; ese ruiseñor debe seguir
viviendo y cantando, hasta que llegue la oscuridad; hasta
que pase la primavera; hasta el fin del mundo, y debe seguir
cantando eternamente. Su voz no debe sofocarse, porque da
vida a mi corazón, y sus alas no deben quebrarse porque su
movimiento ahuyenta las nubes de mi corazón. -Selma, amada
mía, la sed matará a ese ruiseñor, y si no la sed, el miedo
-susurré.
Y
ella me respondió
inmediatamente, con labios temblorosos:
-La sed del alma es más dulce que el vino de las cosas
materiales, y el temor del espíritu es más valioso que la
seguridad del cuerpo. Pero escucha, amado mío: escúchame con
atención: este día estoy en el umbral de una nueva vida, de
la que nada sé. Soy como un ciego que camina a tientas y que
procura no caer. La riqueza de mi padre me ha llevado al
mercado de las esclavas, y ese hombre codicioso me ha
comprado. No lo conozco ni lo amo, pero aprenderé a amarlo,
lo obedeceré, le serviré, y lo haré feliz. Le daré todo lo
que una débil mujer puede darle a un hombre fuerte.
"Pero tú, amado mío, aún estás en lo mejor de la vida.
Puedes caminar libremente por la senda espaciosa de la vida
alfombrada de flores. Eres libre para atravesar el ancho
mundo, haciendo de tu corazón una antorcha que ilumine tu
camino. Puedes pensar, hablar, y actuar libremente; puedes
escribir tu nombre en el rostro de la vida, pues eres
hombre; puedes vivir como un amo, porque la riqueza de tu
padre no te llevará al mercado de esclavos, y no te
comprarán ni te venderán; puedes casarte con la mujer que
elijas, y antes de que viva en tu hogar puedas albergarla en
tu corazón, y puedes intercambiar confidencias con ella, sin
ningún obstáculo.
Reinó un momento el silencio, y luego Selma continuó:
-Pero, ¿es hora de que la Vida nos aparte para que tú puedas
alcanzar la gloria del hombre, y para que yo me vaya a
cumplir con los deberes de la mujer? ¿Para esto el valle se
traga en sus profundidades la canción del ruiseñor, y para
esto el viento esparce los pétalos de la rosa, y para esto
los pies han apisonado el vino? ¿Fueron en vano todas esas
noches que pasamos a la luz de la luna bajo el jazmín, donde
nuestras almas se unieron? ¿Hemos volado velozmente hacia
las estrellas hasta que se cansaron nuestras alas, y estamos
descendiendo ahora al abismo? ¿O acaso el Amor estaba
dormido cuando vino a nosotros, y al despertar montó en ira,
y decidió castigarnos? ¿O quizá nuestros espíritus
transformaron la brisa de la noche en un viento huracanado
que nos hizo pedazos y nos barrió, como si fuéramos polvo, a
la profundidad del valle? Nosotros no hemos desobedecido a
ningún mandamiento, ni hemos probado el fruto prohibido, así
que, dime, ¿qué nos obliga a abandonar este paraíso?
Nosotros nunca hemos conspirado ni nos hemos rebelado;
entonces, ¿por qué estamos bajando al infierno? No, no; los
momentos que nos unieron son más grandes que los siglos, y
la luz que iluminó nuestros espíritus es más fuerte que la
oscuridad; y si la tempestad nos separa en este océano
borrascoso, las olas nos unirán nuevamente en la playa
tranquila; y si esta vida nos mata, la muerte nos unirá. El
corazón de una mujer no cambia con el tiempo ni con las
estaciones; e incluso si muere cada día, en la eternidad,
nunca perece. El corazón de una mujer es como un campo,
convertido en campo de batalla: después que los árboles se
han desarraigado y que el césped se ha quemado, y que las
rocas se han teñido de roja sangre, y después de que la
tierra se ha sembrado de huesos y de cráneos, ese campo
permanece quieto y silencioso, como si nada hubiera pasado;
porque la primavera y el otoño vuelven a su, debido tiempo,
y reanudan su labor.
"Y ahora, amado mío, ¿qué haremos? ¿Cómo nos separaremos, y
cuándo volveremos a encontrarnos? ¿Hemos de considerar que
el amor fue un visitante extranjero, que llegó en la noche y
nos abandonó por la mañana? ¿O supondremos que este cariño
fue un sueño que llegó a nosotros mientras dormíamos, y que
se marchó cuando despertamos?
"¿Consideraremos que esta semana fue una hora de ebriedad, a
la que seguirá la serenidad? Alza el rostro y mírame, bien
amado; abre la boca y déjame oír tu voz. ¡Háblame! ¿Te
acordarás de mí después de que esta tempestad haya hundido
el barco de nuestro amor? ¿Oirás el susurro de mis alas en
el silencio de la noche? ¿Oirás mi espíritu vagando y
aleteando en torno a ti? ¿Escucharás mis suspiros? ¿Verás mi
sombra aproximarse a ti con las sombras del anochecer, y
verás que luego se desvanece con
el
resplandor de la aurora?
Dime, amado mío, ¿qué serás después de haber sido un mágico
rayo de luz para mis ojos, una dulce canción para mis oídos,
y unas alas para mi alma? ¿Qué serás después?
Al oír estas palabras, sentí que mi corazón se deshacía.
-Seré lo que tú quieras que sea, amada mía -le contesté.
-Quiero que me sigas amando como ama un poeta sus
melancólicos pensamientos -me dijo ella a continuación.
Quiero que me recuerdes como un viajero recuerda el quieto
estanque en que se reflejó su imagen, al saciar la sed en
cristalinas aguas. Quiero que me recuerdes como recuerda una
madre a su hijo muerto antes de nacer, y quiero que me
recuerdes como un rey misericordioso recuerda a un
prisionero, muerto antes de que llegara el perdón real.
Quiero que seas
mi
compañero y que visites a
mi padre, y lo consueles en su soledad, porque pronto lo
abandonaré, y seré una extraña para él.
-Haré todo lo que me has dicho -le contesté-, y haré de mi
alma un abrigo para tu alma, y de mi corazón una residencia
para tu belleza, y de mi pecho una tumba para tus penas.
Te amaré, Selma, como las praderas aman a la primavera, y
viviré en ti la vida de una flor bajo los rayos del sol.
Cantaré tu nombre como el valle canta el eco de las campanas
de las iglesias aldeanas; escucharé el lenguaje de tu alma
como la playa escucha su amado país, y como un hambriento
recuerda un banquete, y como un rey destronado recuerda los
días de su gloria, y como un prisionero recuerda las horas
de su libertad. Te recordaré como un labrador recuerda las
gavillas de trigo en su era, y como un pastor recuerda los
verdes prados y los alegres arroyos.
Selma escuchaba mis palabras con el corazón palpitante.
-Mañana, la verdad será fantasmal, y el despertar será como
un sueño -agregó.-. ¿Acaso un amante estará satisfecho con
abrazar a un fantasma, o acaso un hombre sediento saciará la
sed con el manantial de un sueño?
-Mañana -contesté-, el destino te colocará entre una familia
pacífica, pero-
a
mí me enviará al mundo
lleno de luchas y guerras. Tú estarás en el hogar de una
persona cuya buena suerte lo ha hecho el más afortunado de
los hombres, al gozar de tu belleza y de tu virtud, mientras
que yo llevaré una vida de sufrimientos y temores. Tú
entrarás por la puerta de la vida, mientras que yo entraré
por la puerta de la muerte. A ti te recibirán con
hospitalidad, mientras que yo llevaré una existencia
solitaria, pero erigiré una estatua de amor y le rendiré
culto en el valle de la muerte. El amor será mi único
remedio para mis penas, y beberé el amor como un vino, y lo
llevaré como un traje. En las auroras, el amor me despertará
de mi sueño y me llevará a un campo lejano, y al mediodía me
llevará a la sombra de los árboles, donde me guareceré,
junto con los pájaros, del calor del sol. Por la tarde, el
amor me hará hacer una pausa antes del ocaso, para oír el
adiós de la Naturaleza, que se despide cantando de la luz
del día, y el amor me mostrará fantasmales nubes que
surcarán el cielo. Por las noches, el amor me abrazará y
dormiré, soñando con el mundo celestial donde moran felices
los espíritus de los amantes y de los poetas. En la
primavera, caminaré al lado del amor entre violetas y
jazmines y beberé las últimas gotas del invierno en los
cálices de los lirios. En el verano, haremos almohadas con
heno, y el césped será nuestro lecho, y el cielo azul nos
cobijará mientras contemplamos las estrellas y la luna.
"En el otoño, el amor y yo iremos a los viñedos y nos
sentaremos cerca del lugar, y observaremos cómo se desnudan
las uvas de sus adornos de oro, y las aves migratorias
pasarán en bandadas sobre nosotros. En el invierno, el amor
y yo nos sentaremos cerca del fogón, a contarnos historias
de hace mucho tiempo, y crónicas de lejanos países. Mientras
dure mi juventud, el amor será mi maestro; en mi edad
madura, será mi auxiliar, y en mi vejez será mi delicia.
Amada Selma mía, el amor estará conmigo hasta el fin de mi
vida, y después de la muerte, la mano de Dios nos volverá a
unir.
Todas estas palabras salieron de lo profundo de mi corazón,
como llamas que salen, ávidas, de una fogata para luego
desaparecer, convertidas en cenizas. Selma lloraba, como si
sus ojos fueran labios que me contestaran con lágrimas.
Aquellos a quienes el amor no ha dado alas no pueden volar
detrás de la nube de las apariencias, para ver el mágico
mundo en que el espíritu de Selma y el mío existían unidos
en aquella hora, al mismo tiempo triste y feliz. Aquellos a
quienes el amor no ha elegido no oyen cuando el amor llama.
Esta historia no es para ellos. Porque, aunque comprendieran
estas páginas, no serían capaces de captar los significados
ocultos que no se visten de palabras, y que no pueden
imprimirse en el papel; pero, ¿qué clase de ser humano es
aquel que nunca ha bebido el vino con la copa del amor, y
qué espíritu es el que nunca ha acudido reverentemente al
iluminado altar del templo, cuyo piso está constituido por
los corazones de los hombres y de las mujeres, y cuyo techo
es el secreto palio de los sueños? ¿Qué flor es esa en cuyos
pétalos la aurora nunca ha dejado caer una gota de rocío?
¿Qué arroyuelo es ése que perdió su curso sin llegar hasta
el mar?
Selma alzó el rostro hacia el cielo, y se quedó contemplando
las estrellas que tachonaban el firmamento. Extendió las
manos; sus ojos parecieron agrandarse, y sus labios
temblaron. En su pálido rostro podía yo ver los signos de la
tristeza, de la opresión, de la desesperanza y del dolor.
- ¡Oh, Señor! -exclamó-, ¿qué ha hecho esta pobre mujer para
ofenderte? ¿Qué pecado ha cometido para merecer tal castigo?
¿Por qué crimen se le ha infligido este castigo eterno?
Señor, tú eres fuerte, y yo soy débil. ¿Por qué me has hecho
sufrir este dolor? Tú eres grande y todopoderoso, mientras
que yo no soy más que una insignificante criatura que se
arrastra ante tu trono. ¿Por qué me has aplastado con tu
pie? Tú eres la estruendosa tempestad, y yo soy como el
polvo; ¿por qué, mi Señor, me has arrojado a esa fría
tierra? Tú eres poderoso, y yo soy desvalida; ¿por qué me
combates? Tú eres misericordioso, y yo soy prudente; ¿por
qué me estás destruyendo? Tú has creado a la mujer con amor;
entonces, ¿por qué, con amor, la aniquilas? ¿Por qué con tu
mano izquierda me precipitas al abismo? Esta pobre mujer lo
ignora. En su boca Tú soplaste el aliento de la vida, y en
su corazón sembraste las semillas de la muerte. Le mostraste
el camino de la felicidad, pero la has conducido al camino
de la miseria; en su boca pusiste un canto de felicidad,
pero luego cerraste sus labios con la tristeza, y
paralizaste su lengua con el dolor de la agonía. Con tus
misteriosos dedos curas sus heridas, pero con tus manos
también das dolor
a
sus placeres. En su lecho
pusiste el placer y la paz, pero a su lado eriges obstáculos
y temor. Hiciste que en ella surgiera el afecto, por tu
voluntad, y de su afecto surge la vergüenza. Tu voluntad le
mostró la belleza de la Creación, pero su amor por la
belleza se ha convertido en un hambre terrible. Le hiciste
beber 1a vida en la copa de la muerte, y la muerte, en la
copa de la vida.
"Tú purificaste a esta mujer con lágrimas, y con lágrimas su
vida transcurre. ¿Oh, Señor! Tú me has abierto los ojos con
amor, y con amor me has cegado. Tú me has besado con tus
divinos labios y me has golpeado con tu divina mano
poderosa. Tú has plantado en mi corazón una rosa blanca,
pero alrededor de la rosa has puesto una barrera de espinas.
Tú has unido mi presente con el espíritu de un joven al que
amo, pero has unido mi vida al cuerpo de un hombre
desconocido. Así pues, Señor, ayúdame a ser fuerte en esta
lucha mortal, y asísteme para que pueda ser veraz y virtuosa
hasta la muerte. ¡Hágase tu voluntad, oh Dios!
Hubo un gran silencio. Selma miró hacia abajo, pálida y
cansada; sus brazos cayeron, y su cabeza se inclinó, y me
pareció como si una tempestad hubiera roto la rama de un
árbol, y la hubiera arrojado al suelo, seca y muerta.
Le tomé la fría mano y se la besé, pero cuando traté de
consolarla, era yo el que necesitaba más consuelo. Guardé
silencio, pensando en nuestro dolor y escuchando los latidos
de mi corazón. Ni ella ni yo dijimos nada más.
El dolor extremo es mudo, por
lo
que nos sentamos en
silencio, petrificados, como columnas de mármol enterradas
bajo la arena después de un terremoto. Ninguno quería
escuchar al otro, porque las fibras de nuestros corazones se
habían debilitado, y sentíamos que hasta un suspiro podría
romperlas.
Era la media noche, y podíamos ver la luna creciente
alzándose detrás del monte Sunín, y parecía la luna, en
medio de las estrellas, como el rostro de un cadáver en un
ataúd rodeado de las vacilantes luces de unos cirios. Y el
Líbano parecía un anciano cuya espalda estuviera doblada por
la edad, y cuyos ojos fueran un golfo de insomnio,
observando la oscuridad y esperando a la aurora; como un rey
que estuviera sentado sobre las cenizas de su trono, en las
ruinas de su palacio.
Las montañas, los árboles, los ríos, cambian de apariencia
con las vicisitudes de los tiempos, y con las estaciones,
así como el hombre cambia con sus experiencias y sus
emociones. El solitario chopo que a la luz del día, parece
una novia vestida, parecerá una columna de humo en la noche;
la gigantesca roca que se yergue desafiante en el día,
parecerá un miserable mendigo en la noche, con la tierra
como lecho y el cielo como frazada; y el riachuelo que vemos
saltando en la mañana y al que oímos cantar el himno de la
eternidad, por las noches nos parecerá un río de lágrimas,
llorando como una madre que ha perdido a su. hijo, y, el
monte Líbano, que una semana antes nos parecía majestuoso,
cuando la luna era llena y nuestro espíritu estaba gozoso,
nos parecía triste y solitario aquella noche.
Nos pusimos
en
pie y nos dijimos adiós,
pero el amor y la desesperación estaban entre nosotros como
dos fantasmas, uno de ellos extendiendo sus alas, y con los
dedos en nuestras gargantas, el otro; llorando, uno, y el
otro riendo sarcásticamente.
Al tomar la mano de Selma y llevarla a mis labios, mi amada
se me acercó y me dio un beso en la frente, para luego
dejarse caer en la banca de madera. Cerró los ojos
suspirando quedamente
- ¡Oh Dios, ten piedad de mí, y cura mis alas rotas! -dijo.
Al dejar a Selma en el jardín, sentí que todos mis sentidos
se cubrían con espeso velo, como un lago cuya superficie
está oculta por la niebla.
La belleza de los árboles, la luz de la luna, el profundo
silencio que reinaba, todo en torno de mí me pareció feo y
espantoso. La verdadera luz que me había mostrado la belleza
y la maravilla del universo se había convertido en una gran
llama que consumía mi corazón y la música eterna que antes
escucharon mis oídos, se volvió un estruendoso grito, más
aterrorizante que el rugido de un león.
Llegué a mi habitación, y como un pájaro herido derribado
por el cazador, me dejé caer en el lecho, repitiendo las
palabras de Selma:
-¡Oh Dios, ten piedad de mí, y cura mis alas rotas!
VII
ANTE EL TRONO DE LA MUERTE
El matrimonio, en estos días, es una farsa en manos de los
jóvenes casaderos y de los padres. En la mayoría de los
países, los hombres casaderos ganan, y los padres pierden el
juego. La mujer se considera como un bien de consumo, se
persigue y pasa de una casa a otra, como algo que se compra.
Con el tiempo, la belleza de la mujer se marchita, y llega a
ser una especie de mueble viejo al que se abandona en un
rincón oscuro.
La civilización moderna ha hecho a la mujer un poco más
lúcida, pero ha incrementado sus sufrimientos, por la
codicia del hombre. La mujer de épocas pasadas solía ser una
esposa feliz, pero la mujer de hoy suele ser una miserable y
desventurada amante. En el pasado, caminaba ciegamente en la
luz, pero ahora camina en la oscuridad con los ojos
abiertos. Antes era hermosa en su ignorancia, virtuosa en su
simplicidad y fuerte en su debilidad. Hoy, se ha vuelto fea
en su ingenuidad, y superficial e insensible en su
conocimiento. ¿Llegará el día en que la belleza y el
conocimiento, la ingenuidad y la virtud, y la debilidad del
cuerpo, aunada a la fuerza espiritual, se conjuguen en una
mujer?
Soy de los que creen que el progreso espiritual es la norma
de la vida humana, pero el avance hacia la perfección es
lento y doloroso. Si la mujer se eleva en un aspecto y se
retrasa en otro, es porque el áspero sendero que conduce a
la cima de la montaña no está libre de las emboscadas que le
tienden los ladrones, los mentirosos y los lobos.
La extraña generación actual existe entre el sueño y la
vigilia activa. Tiene en sus manos el suelo del pasado y las
semillas del futuro. Sin embargo, en cada ciudad encontramos
a una mujer que simboliza el futuro.
En la ciudad de Beirut, Selma Karamy era el símbolo de la
futura mujer oriental, pero, como muchos que viven
adelantándose a su tiempo, fue víctima del presente; y como
una flor arrancada de su tallo y barrida por la corriente de
un río, tuvo que caminar en la doliente procesión de las
derrotadas.
Mansour Bey Galib y Selma se casaron, y se fueron a vivir en
una hermosa casa en Ras Beirut, donde residían los
acaudalados dignatarios. Farris Efendi Karamy se quedó en su
casa solitaria, en medio de su jardín y de sus huertos, como
un pastor solitario entre su rebaño.
Pasaron los días y las noches festivas de las bodas, pero la
luna de miel dejó recuerdos de amarga tristeza, así como la
guerra deja calaveras y huesos muertos en el campo de
batalla. La dignidad de la ceremonia del matrimonio, en
Oriente, inspira nobles ideas en los corazones de los
desposados, pero al terminar las fiestas, tales nobles ideas
suelen caer en el olvido como grandes rocas al fondo del
mar. El entusiasmo primero se convierte en huellas sobre la
arena, que sólo durarán hasta que las barran las olas.
Se fue la primavera, y pasaron también el verano y el otoño,
pero mi amor por Selma crecía cada vez más, hasta que se
convirtió en una especie de culto mudo, como lo que siente
un huérfano por el alma de su madre que se ha ido al Cielo.
Y mi sufrimiento se convirtió en una ciega tristeza que sólo
podía verse a sí misma, y la pasión que había arrancado
lágrimas a mis ojos fue substituida por una depresión que
succionaba
la
sangre de mi corazón, y mis suspiros de cariño se
convirtieron en una constante oración por la felicidad de
Selma y la de su esposo, y por que su padre tuviera paz.
Mis esperanzas y mis oraciones fueron vanas, porque el dolor
de Selma era una enfermedad interna que sólo la muerte podía
curar.
Mansour Bey
era un hombre al que todos los lujos de la vida le habían
llegado fácilmente; pero a pesar de ello, era insaciable y
rapaz. Después de casarse con Selma este hombre no se
condolió de la soledad del anciano padre de su esposa, y
deseaba secretamente su muerte, para poder heredar lo que
quedaba de la fortuna del anciano.
El carácter
de Mansour Bey era muy parecido al de su tío; la única
diferencia entre ambos era que el obispo lo obtenía todo
secretamente, al amparo de sus ropas talares y de la cruz de
oro que llevaba colgada al cuello, mientras que su sobrino
cometía sus fechorías sin recato alguno. El obispo iba a la
iglesia por las mañanas, y pasaba el resto del día robando a
las viudas, a los huérfanos y a los ignorantes. En cambio
Mansour Bey ocupaba sus días en la búsqueda continua de
placeres sexuales. Los domingos, el obispo Bulos Galib
predicaba el Evangelio; pero durante el resto de la semana
nunca practicaba lo que predicaba, y sólo se ocupaba de las
intrigas políticas de la región. Y por medio del prestigio y
de la influencia de su tío, Mansour Bey hacía un gran
negocio, consiguiendo puestos políticos a quienes pudieran
proporcionarle, a cambio, considerables sumas de dinero.
El obispo
Bulos era un ladrón que se ocultaba en la noche, mientras
que su sobrino Mansour Bey era un timador que caminaba
orgullosamente y hacía todos sus tortuosos negocios a la luz
del día. Sin embargo, los pueblos de las naciones orientales
confían en hombres como éstos: lobos y carniceros que
arruinan a sus países con sus codiciosas intrigas, y que
aplastan a sus vecinos con mano de hierro.
¿Por qué
lleno estas páginas con palabras acerca de los traidores que
arruinan a las naciones pobres, en vez de reservar todo el
espacio para la historia de una desventurada mujer de
corazón roto? ¿Por qué derramo lágrimas por los pueblos
oprimidos en vez de reservar todas mis lágrimas para el
recuerdo de una débil mujer cuya vida fue aniquilada por los
dientes de la muerte?
Pero, mis
queridos lectores, ¿no creen ustedes que tal mujer es como
una nación oprimida por los sacerdotes y por los malos
gobernantes? ¿No creen ustedes que un amor frustrado que
lleva a una mujer a la tumba es como la desesperación que
aniquila a los pueblos de la Tierra? Una mujer es; respecto
a una nación, como la luz a la lámpara. ¿No será débil la
luz si el aceite de la lámpara escasea?
Pasó el
otoño, y el viento hizo caer de los árboles las hojas
amarillentas, dando paso al invierno, que llegó con aullidos
de fiera. Aún vivía yo en la ciudad de Beirut, sin más
compañía que mis sueños, que antes habían elevado mi
espíritu hacia el cielo, y que luego lo enterraron
profundamente en el seno de la tierra.
El espíritu
triste encuentra consuelo en la soledad. Aborrece a la
gente, como un ciervo herido se aparta del rebaño y vive en
una cueva, hasta que sana o muere.
Un día, supe
que Farris Efendi estaba enfermo. Salí de mi solitaria
morada y caminé hasta la casa del anciano, tomando una nueva
ruta; un sendero solitario entre olivos, pues quería evitar
el camino principal, muy transitado por carruajes.
Al llegar a
la, casa del anciano, entré y encontré a Farris Efendi
acostado en el lecho, débil y pálido.
Sus ojos estaban
hundidos, y parecían dos profundos, oscuros valles, poblados
por fantasmas de dolor. La sonrisa que siempre había dado
vida a aquel rostro estaba distorsionada por el dolor y la
agonía; y los huesos de sus nobles manos parecían ramas
desnudas temblando ante la tempestad. Al acercarme y pedirle
noticias de su salud, volvió el pálido rostro hacia mí, y en
sus temblorosos labios se esbozó una sonrisa, y me dijo, con
débil voz:
-Ve, hijo
mío, al otro cuarto, a consolar a Selma, y dile que venga a
sentarse a mi lado.
Entré en la
habitación contigua a la del anciano, y encontré a Selma
recostada en un diván, con la cabeza entre los brazos, y con
el rostro pegado a una almohada, para que su padre no oyera
sus sollozos. Acercándome sigilosamente, pronuncié su nombre
con voz que más parecía un suspiro que un susurro. Se volvió
atemorizada, como si despertara de una pesadilla, y se sentó
mirándome a los ojos,
dudando si era yo un fantasma o un ser viviente. Tras
un profundo silencio, que
nos llevó en alas del recuerdo a la hora en que estábamos
embriagados con el vino del amor, Selma se secó las
lágrimas.
- ¡Ve cómo el tiempo nos ha cambiado! -dijo-. ¡Ve cómo el
tiempo ha cambiado el curso de nuestras vidas, dejándonos
con este aspecto ruinoso! En este mismo sitio, la primavera
nos unió con lazos de amor, y en este sitio nos ha conducido
ante el trono de la muerte. ¡Qué hermosa era la primavera, y
qué terrible es el invierno!
Y
al decir esto, Selma
volvió a cubrirse el rostro con las manos, como si quisiera
ocultar sus ojos del espectro del pasado que estaba ante
ella. Le puse una mano en la cabeza, y le dije
-Ven, Selma; ven, y seamos dos fuertes torres ante la
tempestad. Enfrentémonos al enemigo como valerosos soldados,
y opongámosle nuestras almas. Si resultamos muertos en la
batalla moriremos como mártires; si vencemos, viviremos como
héroes. Retar a los obstáculos y a las dificultades es más
noble que retirarse a la tranquilidad. Las palomillas que
revolotean alrededor de la lámpara hasta morir son más
admirables que el topo, habitante de oscuro túnel. Ven,
Selma, y caminaremos por este áspero sendero con firmeza,
con los ojos hacia el sol, para que no veamos las calaveras
ni las serpientes entre las rocas y entre las espinas. Si el
miedo nos detiene en medio del camino, sólo oiremos burlas
de las voces de la noche, pero si llegamos valerosamente a
la cima de la montaña nos reuniremos con los espíritus
celestiales, cantando en triunfo y alegría. Ten valor,
Selma; enjuga esas lágrimas y borra la tristeza de tu
rostro. Levántate, y sentémonos cerca del lecho de tu padre,
porque su vida depende de tu vida, y tu sonrisa es su único
remedio.
Me miró bondadosa y cariñosamente.
-¿Me estás pidiendo que tenga paciencia, cuando eres tú
quien más lo necesita? -dijo-. ¿Dará un hombre hambriento su
pan a otro hombre hambriento? ¿O un hombre enfermo dará su
medicina a otro hombre, cuando él mismo la necesita
desesperadamente?
Se levantó; inclinó ligeramente la cabeza, y caminamos hasta
la habitación del anciano, y nos sentamos a cada lado del
lecho. Selma sonrió forzadamente y simuló paciencia, y su
padre trató de hacerle creer que se sentía mejor y que ya se
estaba poniendo bueno; pero padre e hija tenían conciencia
de la tristeza del otro, y oían suspiros no exhalados. Eran
como dos fuerzas iguales, tirando una de otra
silenciosamente, y anulándose. El padre tenía el corazón
transido por el dolor de la hija. Eran dos almas puras, una
que partía, y la otra que agonizaba de dolor, y que se
abrazaban con amor ante la muerte. Y yo estaba en medio de
esas dos almas, con mi propio corazón turbado. Éramos tres
personas unidas y aniquiladas por la mano del Destino: un
anciano que parecía una morada en ruinas tras la inundación,
una joven mujer cuyo símbolo era un lirio segado por el
afilado borde de una segadora, y un joven que apenas era un
débil retoño, marchitado por una nevada, y los tres éramos
juguetes en manos del Destino.
Farris Efendi hizo un débil movimiento y extendió la
temblorosa mano hacia Selma, y con la voz vibrante de
ternura y amor, le dijo:
-Toma mi mano, hija mía.-Selma hizo lo que su padre le
pedía, y el anciano dijo:-He vivido lo suficiente, y he
disfrutado de los frutos de las estaciones. He experimentado
todas las fases de la vida con ecuanimidad. Perdí a tu madre
cuando tenías tres años, y te dejó como un preciado tesoro
en mis manos. Te vi crecer, y tu rostro reprodujo las
facciones de tu madre, como las estrellas se reflejan en un
estanque de aguas tranquilas. Tu carácter, tu inteligencia y
tu belleza son los de tu madre, hasta tu manera de hablar y
tus gestos y ademanes. Has sido mi único consuelo en esta
vida, porque fuiste la imagen de tu madre en palabras y
actos. Ahora, estoy viejo, y el único reposo para mí está en
las suaves alas de la muerte. Consuélate, hija mía, porque
he podido vivir hasta verte convertida en mujer. Sé feliz,
porque viviré en ti después de mi muerte. Mi partida de hoy
no será diferente de mi partida de mañana u otro día
cualquiera, porque nuestros días son caducos, cual las hojas
de otoño. La hora de mi muerte se aproxima a grandes pasos,
y mi alma ansía unirse al alma de tu madre.
Al pronunciar estas palabras dulce y amorosamente, la faz
del anciano estaba radiante de gozo. Luego, el anciano sacó
de abajo de la almohada un pequeño retrato enmarcado en oro.
Con los ojos en el retrato, el agonizante dijo a su hija:
-Mira tu madre, hija mía, en este retrato.
Selma se enjugó las lágrimas y después de contemplar largo
rato la foto, la besó varias veces, y volvió a llorar.
- ¡Madre mía, amada madre mía! -exclamó, y luego volvió a
posar los labios en el retrato, como si quisiera imprimir el
alma en esa imagen.
La más bella palabra en labios de los seres humanos es la
palabra
madre,
y el llamado más dulce es
madre mía.
Es una palabra llena de esperanza y de amor; una dulce y
amable palabra que surge de las profundidades del corazón.
La madre lo es todo; es nuestro consuelo en la tristeza,
nuestra esperanza en el dolor, y nuestra fuerza en la
debilidad. Es la fuente del amor, de la misericordia, de la
conmiseración y del perdón. Quien pierde a su madre pierde a
un alma pura que bendice y custodia constantemente al hijo.
Todo en la Naturaleza habla de la madre. El Sol es la madre
de la Tierra, y le da su alimento de calor; nunca deja al
universo por las noches sin antes arrullar a la Tierra con
el canto del mar y con el himno que entonan las aves y los
arroyos. Y la tierra es la madre de los árboles y de las
flores. Les da vida, los cuida y los amamanta. Los árboles y
las flores se vuelven madres de sus grandes frutos y de sus
semillas. Y la madre, el prototipo de toda existencia, es el
espíritu eterno, lleno de belleza y amor.
Selma Karamy no conoció a su madre, pero lloró al ver la
fotografía de su progenitora, y exclamó:
¡Madre mía!
La palabra
madre
está oculta en nuestros corazones, y acude a nuestros labios
en horas de tristeza y en horas de felicidad, como el
perfume que emana del corazón de la rosa y se mezcla con el
aire diáfano, así como con el aire nebuloso.
Selma contempló la imagen de su madre, y la besó muchas
veces, hasta que, exhausta se dejó caer en el lecho de su
padre.
El anciano le puso ambas manos en la cabeza.
-Hijita mía -le dijo-,
te
he mostrado un retrato de
tu madre, en el papel; pero escucha bien, y haré que oigas
sus propias palabras.
Selma alzó la cabeza, como un pajarillo en el nido que oye
el aletear de su madre, y miró atentamente a su padre.
Farris Efendi abrió la boca, y dijo:
-Tu madre te estaba criando cuando perdió a su propio padre;
gritó y lloró, pero era una mujer sensata y paciente. Se
sentó a mi lado, en esta misma habitación, en cuanto terminó
el funeral, me tomó la mano y me dijo: "Farris, mi padre ha
muerto, y tú eres mi único consuelo en este mundo. Los
afectos del corazón están divididos como las ramas del
cedro; si el cedro pierde una rama vigorosa, sufre, pero no
muere. Dará toda su savia a la rama contigua, para que
crezca y llene el espacio vacío. Esto fue lo que tu madre me
dijo cuando murió su padre, y tú deberás decir lo mismo
cuando la muerte se lleve mi cuerpo al lugar del descanso, y
mi alma, a Dios.
Selma le respondió, con lágrimas y pesadumbre:
-Cuando mi madre perdió a su padre, tú ocupaste el lugar de
mi abuelo; pero, ¿quién tomará tu lugar cuando te hayas ido?
Ella se quedó al cuidado de un amante y verdadero esposo;
ella encontró consuelo en su hijita, pero, ¿quién será mi
consuelo cuando mueras? Tú has sido mi padre y mi madre, y
el compañero de mi juventud.
Y diciendo estas palabras, Selma volvió el rostro y me miró.
Y tomando una orilla de mi traje, dijo:
-Este es el único amigo que tendré después de que te hayas
ido; pero, ¿cómo puede consolarme, si él mismo sufre? ¿Cómo
puede un corazón roto encontrar consuelo en un alma
atormentada y decepcionada? Una mujer triste no puede hallar
consuelo en la tristeza de su prójimo, ni un ave puede volar
con las alas rotas. El es el amigo de mi alma, pero ya he
colocado una pesada carga de tristeza sobre él, y he
oscurecido su vista con mis lágrimas, al punto de que no
puedo ver sino la oscuridad. Es un hermano a quien quiero
tiernamente, pero es como todos los hermanos; comparte mi
tristeza y mis lágrimas, con lo que aumenta mi
amargura y quema mi corazón.
Las palabras de Selma apuñalaron mi corazón, y sentí que no
podía soportar más dolor. El anciano la escuchaba con
expresión dolida, temblando como la luz de una lámpara al
viento. Luego extendió la mano, y dijo:
Déjame irme en paz, hija mía. He roto los barrotes de esta
jaula vieja; déjame volar y no me detengas, porque tu madre
me está llamando. El cielo está claro y el mar está en
calma, y mi velero está a punto de zarpar; no demores su
viaje. Deja que mi cuerpo repose con los que ya están
gozando el reposo eterno; deja que mi sueño termine, y que
mi alma despierte con la aurora; que tu alma bese a la mía
con el beso de la esperanza; que no caigan gotas de tristeza
o amargura en mi cuerpo, pues las flores y el césped
rechazarían su alimento. No derrames lágrimas de dolor en mi
mano, pues crecerían espinas en mi tumba. No ahondes arrugas
de agonía en mi frente, pues el viento, al pasar, podría
leer el dolor de mi frente, y se negaría a llevar el polvo
de mis huesos a las verdes praderas... Te amé mucho, hija
mía, mientras viví, y te amaré cuando esté muerto, y mi alma
velará por ti y te protegerá siempre.
Luego, Farris Efendi me miró con los ojos entornados. Hijo
mío -me dijo-, sé un verdadero hermano para Selma, como tu
padre lo fue para mí. Sé un amparo y su amigo en la
necesidad, y no dejes que lleve luto por mí, porque llevar
luto por los muertos es una equivocación. Relátale cuentos
agradables y cántale los cantos de la vida, para que pueda
olvidar sus penas. Recuérdame, y dale más recuerdos a tu
padre; pídele que te cuente de nuestra juventud, y dile que
lo quise en la persona de su hijo, en la última hora de mi
vida.
Reinó el silencio, y podía yo ver la palidez de la muerte en
el rostro del anciano. Luego, nos miró a uno y otro, y
susurró:
-No llaméis al médico pues podría prolongar mi sentencia en
esta cárcel, con su medicina. Han terminado los días de la
esclavitud, y mi alma busca la libertad de los cielos. Y
tampoco llaméis al sacerdote, porque sus conjuros no podrían
salvarme, si soy un pecador, ni podría apresurar mi llegada
al Cielo, si soy inocente. La voluntad de la humanidad no
puede cambiar la voluntad de Dios, así como un astrólogo no
puede cambiar el curso de los astros. Pero después de mi
muerte, que los médicos y los sacerdotes hagan
lo
que les plazca, pues mi barco seguirá con las velas desplegadas hasta el
lugar de mi destino final.
A la media noche, Farris Efendi abrió los cansados ojos por
última vez, los enfocó en Selma, que estaba arrodillada a un
lado de la cama. Trató de hablar el agonizante, pero no pudo
hacerlo, pues la muerte ya estaba ahogando su voz. Sin
embargo, hizo un último esfuerzo.
-La noche ha pasado... -susurró- ¡Oh Selma! ...
Luego, inclinó la cabeza, su rostro se volvió blanco, y pude
ver una última sonrisa en sus labios, al exhalar el último
suspiro.
Selma tocó la mano de su padre. Estaba fría. Luego, la joven
alzó la cabeza y miró el rostro de quien le había dado la
vida. Estaba cubierto por el velo de la muerte. Selma estaba
tan anonadada por el dolor, que no podía derramar más
lágrimas, ni suspirar, ni hacer movimiento alguno. Por un
momento se quedó mirándolo como una estatua, con los ojos
fijos; luego, se inclinó hacia adelante hasta tocar el piso
con la frente, y dijo:
- ¡Oh Señor, ten misericordia de nosotros, y cura nuestras
alas rotas!
Farris Efendi Karamy murió; su alma fue abrazada por la
eternidad, y su cuerpo volvió a la tierra. Mansour Bey Galib
se posesionó de su fortuna, y Selma se convirtió en una
prisionera de por vida; una vida de dolor y sufrimientos.
Yo me sentí perdido entre la tristeza y la ensoñación. Los
días y las noches se cernían sobre mí como el águila sobre
su presa. Muchas veces traté de olvidar mi desventura
ocupándome en la lectura de libros y escrituras de
generaciones pasadas, pero era como tratar de extinguir el
fuego con el aceite, pues no podía yo ver en la procesión
del pasado sino tragedias, y no oía yo sino llantos y
gemidos de dolor. El libro de
Job me atraía
más que los Salmos, y prefería las elegías de jeremías al
Cantar de Salomón,
Hamlet estaba más cerca de mi corazón que todos
los demás dramas de los escritores occidentales. Así, la
desesperación debilita nuestra vida y cierra nuestros oídos.
En tal estado de ánimo, no vemos más que los espectros de la
tristeza, y no oímos más que el latir de nuestros agitados
corazones.
VIII
ENTRE CRISTO
E
ISHTAR
En medio de
los jardines y colinas que unen la ciudad de Beirut con el
Líbano hay un pequeño templo, muy antiguo, cavado en la
roca, rodeado de olivos, almendros y sauces.
Aunque este
templo está como a un kilómetro de la carretera principal,
en la época de mi relato muy pocas personas aficionadas a
las reliquias y a las ruinas antiguas habían visitado ese
santuario. Era uno de los muchos sitios interesantes
escondidos y olvidados que hay en el Líbano. Por estar tan
apartado, se había convertido en un refugio para las
personas religiosas, y en un santuario para amantes
solitarios.
Al entrar en
este templo, el visitante ve en el muro oriental, un antiguo
cuadro fenicio esculpido en la roca, que representa a
Ishtar, diosa del amor y de la belleza, sentada en su trono,
rodeada de siete vírgenes desnudas, en diversas actitudes.
La primera de ellas lleva una antorcha; la segunda, una
guitarra; la tercera, un incensario; la cuarta, una jarra de
vino; la quinta, un ramo de rosas; la sexta, una guirnalda
de laurel; la séptima, un arco y una flecha; y las siete
miran a Ishtar reverentemente.
En el segundo
muro hay otro cuadro, más moderno que el primero, que
representa a Cristo clavado en la cruz, y a su lado están su
doliente Madre, María Magdalena, y otras dos mujeres,
llorando. Este cuadro bizantino tiene una inscripción que
demuestra que se esculpió en el siglo XV o en el
XVI. En el muro
occidental hay dos tragaluces redondos, a través de los
cuales los rayos del sol entran en el recinto e iluminan las
imágenes y dan la impresión de estar pintadas con agua
dorada. En medio del templo hay un altar rectangular, de
mármol, con viejas pinturas a los lados, algunas de las
cuales apenas pueden distinguirse bajo las petrificadas
manchas de sangre, que demuestran que el pueblo antiguo
ofrecía sacrificios en esa roca y vertían perfume, vino y
aceite sobre ella.
No hay nada
más en ese pequeño templo, excepto un profundo silencio, que
revela a los vivientes los secretos de la diosa y que haba
sin palabras de pasadas generaciones y de la evolución de
las religiones. Tal espectáculo lleva al poeta a un mundo
muy lejano, y convence al filósofo de que los hombres
nacieron con tendencia hacia la religiosidad; sintieron los
hombres la necesidad de lo invisible, y crearon símbolos,
cuyo significado divulgó los secretos, los deseos de su vida
y de su muerte.
En este
templo casi desconocido, me reunía yo con Selma una vez al
mes, y pasaba varias horas: en su compañía, contemplando
esas extrañas imágenes, pensando en el Cristo crucificado, y
meditando en los jóvenes y en las ,jóvenes
fenicios que vivieron, amaron y rindieron culto a la belleza
en la persona de Ishtar, quemando incienso ante su estatua y
derramando perfume en su santuario, es un pueblo del que no
ha quedado más rastro que su nombre, repetido por la marca
del tiempo ante el rostro de la eternidad.
Resulta
difícil describir con palabras los recuerdos de aquellas
horas de mis encuentros con Selma; aquellas celestiales
horas, llenas de dolor, felicidad, tristeza, esperanza y
miseria espiritual.
Nos reuníamos
secretamente en el viejo templo a recordar los viejos días,
a hablar de nuestro presente, a atisbar con recelo el
futuro, y a sacar gradualmente a la superficie los ocultos
secretos de las profundidades de nuestros corazones, ex
uniéndonos las quejas de nuestra frustración y nuestro
sufrimiento, tratando de consolarnos con esperanzas
imaginarias y sueños melancólicos. De vez en cuando nos
calmaban, enjugábamos nuestras lágrimas y empezábamos a
sonreír, olvidándonos de
todo, excepto del amor; nos abrazábamos hasta que nuestros
corazones se enternecían; luego, Selma me daba un casto beso
en la frente, y llenaba mi corazón de éxtasis; yo le
devolvía el beso al inclinar ella su cuello de marfil,
mientras sus mejillas se coloreaban ligeramente de rojo,
como el primer rayo de la aurora en la frente de la montaña.
Contemplábamos silenciosamente el lejano horizonte, donde
las nubes se teñían con el color anaranjado del ocaso.
Nuestra conversación no se limitaba al amor; de vez en
cuando hablábamos de diferentes temas, y hacíamos
comentarios. Durante el curso de la conversación Selma
hablaba del lugar de la mujer en la sociedad, de la huella
que la generación pasada había dejado en su carácter, de las
relaciones entre marido y mujer, porque la miran detrás del
velo sexual, y no ven en ella sino lo externo; la miran a
través de un lente de aumento de odio, y no encuentran en
ella sino debilidad y sumisión.
En otra ocasión, me dijo, señalando los cuadros esculpidos
en el templo:
-En el corazón de esta roca están dos símbolos que reflejan
la esencia de los deseos de la mujer, y que revelan los
secretos de su alma, que oscila entre el amor y la tristeza,
entre el cariño y el sacrificio, entre Ishtar sentada en
su-trono y María al pie de la cruz. El hombre adquiere
gloria y fama, pero la mujer paga el precio.
Sólo Dios supo el secreto de nuestros encuentros, además de
las bandadas de pájaros que volaban sobre el templo. Selma
solía ir en su coche a un sitio llamado Parque del Pachá, y
desde allí caminaba hasta el templo, donde me encontraba,
esperándola ansiosamente.
No temíamos que nos observaran, ni nuestras conciencias nos
reprochaban nada, el espíritu purificado por el fuego y
lavado por las lágrimas está por encima de lo que la gente
llama vergüenza y oprobio; está libre de las leyes de la
esclavitud y de las viejas costumbres que ponen trabas a los
afectos del corazón humano.
Ese espíritu puede comparecer orgullosamente y sin vergüenza
alguna ante el trono de Dios.
La sociedad humana se ha plegado durante setenta siglos a
leyes corrompidas, hasta el punto de no poder entender el
significado de las leyes superiores y eternas.
Los ojos del hombre se han acostumbrado a la pálida luz de
las velas, y no pueden contemplar la luz del sol. La
enfermedad espiritual se hereda de generación en generación,
hasta llegar a ser parte de la gente, que la considera no
una enfermedad, sino un don natural, que Dios impuso a Adán.
Si estas personas encuentran a alguien liberado de los
gérmenes de tal enfermedad, piensan que ese individuo vive
en la vergüenza y en el oprobio.
Los que piensan mal de Selma Karamy porque salía del hogar
de su esposo para entrevistarse conmigo en el templo están
enfermos, y forman parte de esos débiles mentales que
consideran a los sanos unos rebeldes. Son como insectos que
se arrastran en la oscuridad por miedo a que los pisen los
transeúntes.
El
prisionero oprimido que
puede escapar de su cárcel y no lo hace, es un cobarde.
Selma, prisionera inocente y oprimida, no pudo libertarse de
sus cadenas. ¿Se la puede censurar porque mirara a través de
la ventana de su prisión los verdes campos y el espacioso
cielo? ¿Dirá la gente que Selma fue infiel por salir de su
casa para ir a sentarse á mi lado ante Cristo e Ishtar? Que
la gente diga lo que quiera: Selma había pasado por los
pantanos que sumergen a otros espíritus, y había llegado a
un mundo que no podían alcanzar los aullidos de los lobos,
ni el cascabeleo de las serpientes.
Que la gente diga lo que quiera de mí, porque el espíritu
que ha visto el espectro de la muerte no puede atemorizarse
con los rostros de los ladrones; el soldado que ha visto
brillar sobre su cabeza las espadas, y correr arroyos de
sangre bajo sus pies, camina imperturbable, a pesar de las
piedras que le arrojan los niños callejeros.
IX
EL SACRIFICIO
Un día, a fines de junio, cuando la gente salía de la ciudad
para ir a la montaña huyendo del calor del verano, fui, como
siempre, al templo a reunirme con Selma, llevando conmigo un
librito de poemas andaluces. Al llegar al templo, me senté a
esperarla, leyendo a intervalos mi libro, recitando aquellos
versos que llenaban mi corazón de éxtasis, y que traían a mi
memoria el recuerdo de los reyes, de los poetas y caballeros
que se despidieron de Granada, y
que
tuvieron que dejarla, con lágrimas en los ojos y tristeza en
los corazones; que tuvieron que dejar sus palacios, sus
instituciones y sus esperanzas. Al cabo de una hora, vi a
Selma que caminaba por los jardines y se acercaba
al
templo; se iba apoyando en su paraguas, como si estuviera
soportando todas las preocupaciones del mundo sobre sus
hombros. Al entrar en
el
templo, y sentarse a mi
lado, noté un cambio en sus ojos,
y me
apresuré a preguntarle qué
le ocurría.
Selma intuyó mi pensamiento, me puso una mano en la cabeza y
me dijo:
-Acércate a mí; ven, amado mío, y deja que sacie
mi
sed, porque la hora de la separación ha llegado.
-¿Se enteró tu esposo de nuestras citas aquí? -le pregunté.
-A mi esposo no le importa nada de mi persona -me
respondió-, ni se molesta en averiguar lo que haga, pues
está muy ocupado con esas pobres muchachas a las que la
pobreza ha llevado a las casas de mala fama; esas muchachas
que venden sus cuerpos por pan, amasado con sangre y
lágrimas.
-¿Qué te impide, que vuelvas a este templo a sentarte a mi
lado, reverentemente, ante
Dios?
-le pregunté-. ¿Te exige tu conciencia que nos separemos?
Y
Selma me contestó, con lágrimas en los ojos:
-No, amado mío, mi espíritu no exige que nos separemos,
porque tú eres parte de mí. Mis ojos nunca se cansan de
mirarte, porque tú eres la luz de mis ojos; pero si el
Destino dispuso que yo tuviera que caminar por el áspero
sendero de la vida cargada con cadenas, no
es
justo que tu suerte sea como la mía. No puedo decirte todo,
porque mi lengua está muda de dolor; mis labios están
sellados por la pena, y no pueden moverse; sólo puedo
decirte que temo que caigas en la misma trampa en que yo
caía
-¿Qué quieres decir, Selma, y de quién tienes miedo? Mi
amada se llevó las manos al rostro.
-El obispo ya ha descubierto que cada mes he estado saliendo
de la tumba en que me enterró -dijo.
-¿El obispo descubrió que nos vemos aquí?
-Si lo hubiera descubierto, no me estarías viendo sentada
aquí a tu lado; pero algo sospecha, y ha ordenado a sus
sirvientes y espías que me vigilen bien. He llegado a sentir
que la casa en que vivo y el sendero por el que camino están
llenos de ojos que me vigilan, y de dedos que me señalan, y
de oídos al acecho de mis pensamientos.-Guardó silencio un
momento, y luego añadió, con lágrimas que mojaban sus
mejillas: -No temo al obispo, pues el agua no asusta a
los
ahogados, pero temo. que tú caigas en una trampa
y seas su víctima; tú aún eres joven y libre como la luz del
sol.
No temo al oscuro destino qué ha disparado todas sus flechas
a mi pecho, pero temo que la serpiente muerda
tu pie
y detenga tu ascensión hacia la cima de la montaña en que el
futuro te espera con sus placeres y sus glorias.
-Quien no ha sido víctima de las mordeduras de las
serpientes del día, y quien no ha sentido
las
tarascadas de los lobos de la noche, puede decepcionarse
ante los días y las noches. Pero escúchame, Selma; escucha
bien: ¿Es la separación el único medio de evitar la maldad
de las personas? ¿Acaso se ha cerrado la senda del amor y de
la libertad, y no queda más salida que la sumisión a la
voluntad de los esclavos de la muerte?
-No queda más remedio que separarnos, y decirnos adiós. Con
espíritu rebelde, le tomé la mano.
-Nos hemos sometido a la voluntad de la gente durante mucho
tiempo -dije, nervioso-, desde que nos conocimos hasta este
momento nos han dirigido los ciegos, y junto con
ellos, hemos
rendido culto a sus ídolos. Desde que te conocí hemos estado
en manos del obispo como dos pelotas con las que ha jugado a
su antojo. ¿Nos hemos de someter a su voluntad hasta que la
muerte nos lleve? ¿Acaso Dios nos dio el soplo de la vida
para colocarlo bajo los pies de la muerte? ¿Nos dio El la
libertad para hacer de ella una sombra de la esclavitud?
Quien extingue el fuego de su propio espíritu con sus
propias manos, es un infiel a los ojos del Cielo, pues el
Cielo encendió el fuego que arde en nuestros espíritus.
Quien no se rebela contra la opresión, es injusto consigo
mismo. Te amo, Selma, y tú me amas también; y el amor es un
tesoro precioso; es el don de Dios a los espíritus sensibles
y de altas miras. ¿Desperdiciaremos tal tesoro, para que los
cerdos lo dispersen y lo pisoteen? Este mundo está lleno de
maravillas y de bellezas. ¿Por qué hemos de vivir en el
estrecho túnel que el obispo y sus secuaces han cavado para
nosotros? La vida está llena de felicidad y de libertad;
¿por qué no quitamos este pesado yugo de tus hombros, y por
qué no rompemos las cadenas de tus pies, para caminar
libremente hacia la paz? Levántate, y dejemos este pequeño
templo, para ir al templo mayor de Dios. Salgamos de este
país y de toda esta esclavitud e ignorancia, y vayamos a
otro país muy lejano, donde no nos alcancen las manos de los
ladrones. Vayamos a la costa al amparo de la noche, y
tomemos un barco que nos lleve al otro lado del océano,
donde podamos llevar una nueva vida de felicidad y
comprensión. No vaciles, Selma, porque estos minutos son más
preciosos para nosotros que las coronas de los reyes, y más
sublimes que los tronos de los ángeles. Sigamos la columna
de luz que nos conduzca, desde este árido desierto, hasta
los verdes campos donde crecen las flores y las plantas
aromáticas.
Selma movió
la cabeza negativamente, y se quedó mirando el techo del
templo; una triste sonrisa apareció en sus labios.
-No; no,
amado mío -dijo-. El Cielo ha puesto en mi mano una copa
llena de vinagre; me he obligado a beberla hasta las heces;
hasta que sólo queden unas cuantas gotas, que beberé
pacientemente. No soy digna de una nueva vida de amor y paz;
no soy suficientemente fuerte para gustar de los placeres y
de las dulzuras de la vida, porque un pájaro con las alas
rotas no puede volar por el espacioso cielo. Los ojos
acostumbrados a la débil luz de una vela no son lo bastante
fuertes para contemplar el sol. No me hables de felicidad;
su recuerdo me hace sufrir. No menciones en mi presencia la
paz; su sombra me aterroriza; mírame, y te mostraré la santa
antorcha que el Cielo ha encendido en las cenizas de mi
corazón. Tú bien sabes que te amo como una madre a su único
hijo, y que el amor me ha enseñado a protegerte hasta de mí
misma. Es el amor purificado con fuego, el que me impide
seguirte a tierras lejanas. El amor mata mis deseos, para
que puedas vivir libre y virtuosamente. El amor limitado
exige la posesión del amado, pero el amor ilimitado sólo
pide para sí mismo. El amor que aparece en la ingenuidad y
el despertar de la juventud se satisface con la posesión y
se reafirma con los abrazos. Pero el amor nacido en el
firmamento y que ha bajado a la tierra con los secretos de
la noche no se satisface sino con la eternidad y la
inmortalidad; no hace reverencias sino a la deidad.
"Cuando supe
que el obispo quería impedirme salir de la casa de su
sobrino y despojarme de mi único placer, me paré ante la
ventana de mi habitación y miré hacia el mar, pensando en
los vastos países que hay más allá, y en la libertad real y
en la personal independencia que se puede encontrar allá. Me
vi
a mí misma
viviendo a tu lado, protegida por la sombra de tu espíritu,
y sumergida en el océano de tu cariño. Pero todos estos
pensamientos que iluminan el corazón de una mujer y que la
hacen rebelarse contra las viejas costumbres, y desean vivir
a la sombra de la libertad y de la justicia, me hicieron
reflexionar que así nuestro amor será limitado y débil,
indigno de alzarse ante el rostro del sol. Grité como un rey
despojado de su reino y de sus tesoros, pero inmediatamente
vi tu rostro a través de mis lágrimas, y tus ojos que me
miraban, y recordé lo que un día me dijiste:
"Ven, Selma, ven y seamos fuertes torres ante la tempestad.
Enfrentémonos como valerosos soldados al enemigo y
opongámonos a sus armas. Si nos matan, moriremos como
mártires; y si vencemos, viviremos como héroes. Retar a los
obstáculos y a
las penalidades es más noble que retirarse a la
tranquilidad.
Estas palabras, amado mío, las pronunciaste cuando las alas
de la muerte se cernían sobre el lecho de muerte de mi
padre; las recordé ayer, mientras las alas de la
desesperación se cernían sobre mi cabeza. Me sentí más
fuerte, y sentí incluso en la oscuridad de mi prisión, una
especie de preciosa libertad que paliaba nuestras
dificultades y disminuía nuestras tristezas. Descubrí que
nuestro amor era tan profundo como el océano, tan alto como
las estrellas, y tan espacioso como el Cielo. Vine a verte,
y en mi débil espíritu hay una nueva fuerza, esta fuerza es
la capacidad de sacrificar algo muy grande, para obtener
algo todavía más grande; es el sacrificio de mi felicidad,
para que puedas seguir siendo virtuoso y honorable a los
ojos de la gente, y para que estés lejos de sus traiciones y
de su persecución...
"En otras ocasiones, al venir a este sitio, sentía yo que
pesadas cadenas me impedían caminar; pero hoy, vine con una
nueva determinación que se ríe de las cadenas y acorta el
camino. Venía yo a este templo como un fantasma asustado,
hoy vine como una mujer valerosa que siente lo imperioso del
sacrificio, y que conoce el valor del sufrimiento; como una
mujer que quiere proteger a su amado de la gente ignorante y
de su propio espíritu hambriento. Me sentaba yo a tu lado
como una sombra temblorosa, hoy vine a mostrarte mi ser
verdadero, ante Ishtar y ante Cristo.
"Soy un árbol que ha crecido en la sombra, y hoy extendí mis
ramas para temblar un poco a la luz del día. Vine a decirte
adiós, amado mío, y espero que nuestra despedida sea tan
bella y tan terrible como nuestro amor. Que nuestra
despedida sea como el fuego, que funde el oro y lo hace más
resplandeciente.
Selma no me permitió hablar ni protestar, sino que me miró,
con.
los ojos brillantes, con una gran dignidad en el rostro, y
parecía un ángel que impusiera silencio y respeto.
Luego me abrazó fuertemente, lo que nunca había hecho antes
y puso sus suaves brazos alrededor de mi cuello, y estampó
un profundo, largo, dulcísimo beso en mi boca.
Al irse ocultando el sol, retirando sus rayos de aquellos
jardines y de aquellos huertos, Selma caminó hacia la parte
central del templo, y contempló largamente sus muros y sus
ángulos, como si quisiera verter la luz de sus
ojos
en las imágenes y en los símbolos. Luego, dio otros pasos al
frente, y se arrodilló con reverencia ante la imagen de
Cristo, besó sus pies, y susurró:
- ¡Oh, Cristo!, he escogido tu cruz y he abandonado el mundo
de los placeres y felicidad de Ishtar; he llevado la corona
de espinas y he rechazado la corona de laurel; me he bañado
con sangre y lágrimas, y he rechazado el perfume y el
incienso; he bebido vinagre de la copa que tendría que dar
vino y néctar; acéptame, Señor, entre tus fieles, y
condúceme a Galilea, junto con los que han elegido tu
camino, contentos en sus sufrimientos, y gozosos en sus
tristezas.
Luego, Selma se levantó y me miró.
-Ahora, volveré feliz a mi oscura cueva, donde reside el
horrible fantasma. No me tengas lástima, amado mío, y no te
entristezcas por mí, porque el alma que ve una vez la sombra
de Dios no volverá a tener miedo, desde entonces, a los
fantasmas de los demonios. Y el
ojo
que ha visto el cielo no será cerrado por los dolores del
mundo.
Y
al acabar de decir estas
palabras, Selma salió del santuario; permanecí allí, perdido
en un hondo mar de pensamientos, absorto en el mundo de la
revelación, donde Dios se sienta en su trono y donde los
ángeles registran los actos de los seres humanos, donde las
almas recitan la tragedia de la vida, y donde las novias del
Cielo cantan los himnos del amor, de la tristeza y de la
inmortalidad.
La noche ya había llegado cuando salí de mi meditación, y me
encontré estupefacto, en los jardines, repitiendo el eco de
cada palabra que había pronunciado Selma, recordando su
silencio, sus actos, sus movimientos, sus expresiones y el
toque de sus manos, hasta que me di cuenta cabal del
significado de la despedida y del dolor de la soledad. Me
sentí. deprimido y con el corazón roto. Fue
entonces cuando descubrí que los hombres, aunque nazcan
libres, seguirán siendo esclavos de las estrictas leyes que
sus mayores promulgaron,
y que el firmamento, que imaginamos inmutable, es la
sumisión del día de hoy a la voluntad del día de mañana, y
la sumisión del ayer a la voluntad del presente.
Muchas veces, desde aquella noche, he pensado en la ley
espiritual .que hizo que Selma prefiriera la muerte a la
vida, y muchas veces he comparado la nobleza del sacrificio
con la felicidad de la rebelión para saber cuál de las dos
actitudes es más noble y más hermosa; pero hasta ahora he
obtenido sólo una verdad de todo ello, y esta verdad es la
sinceridad, que es la que puede hacer que todas nuestras
acciones sean hermosas y honorables. Y esta sinceridad
estaba en Selma Karamy.
X
LA LIBERTADORA
Cinco años del matrimonio de Selma transcurrieron, sin que
hubiera hijos que reforzaran los lazos espirituales entre
ella y su esposo, lazos que hubieran podido acercar a sus
almas contrastantes.
La mujer estéril es vista con desdén en todas partes, porque
la mayoría de los hombres desean perpetuarse en su
posteridad.
El hombre común considera a su esposa, cuando no puede tener
hijos, como a un enemigo; la detesta, la abandona y desea su
muerte. Mansour Bey Galib era de esa clase de hombres; en lo
material, era como la tierra, duro como el acero y codicioso
como un sepulcro. Su. deseo de tener un hijo que llevara su
nombre y prolongara su reputación hizo que odiara a Selma, a
pesar de su belleza y de su dulzura.
Un árbol que crece en una cueva no da fruto; y Selma, que
vivía en la parte oscura de la vida, no concebía...
El ruiseñor
no hace su nido en la jaula, a menos que la esclavitud sea
el sino de su raza... Selma era una prisionera del dolor, y
era voluntad del Cielo que no hubiese otro prisionero que le
hiciera compañía. Las flores del campo son hijas del afecto
del sol y del amor de la Naturaleza; y los hijos de los
hombres son las flores del amor y de la compasión.
El espíritu del amor y de la compasión nunca reinó en su
hermosa casa de Ras Beirut. Sin embargo, se arrodillaba
Selma todas las noches y pedía a Dios un hijo en quien
encontrar compañía y consuelo... Oró hasta que el Cielo oyó
sus plegarias.
El árbol de la cueva floreció y, al fin dio fruto. El
ruiseñor enjaulado empezó a hacer su nido con las plumas de
sus alas.
Selma extendió los encadenados brazos hacia el Cielo, y
recibió el precioso don, y nada en el mundo pudo hacerla más
feliz que saber que iba a ser madre...
Esperó ansiosamente, contando los días, y ansiando el tiempo
en que el canto más dulce del Cielo, la voz de su hijo,
sonara como campanitas de cristal en sus oídos.
Empezó Selma a ver la aurora de un futuro menos negro, a
través de sus lágrimas..
Era el mes de Nisán cuando Selma estaba en el lecho del
dolor y del trabajo de parto, donde luchaban la vida y la
muerte. El médico y la comadrona se preparaban a entregar al
mundo a un nuevo huésped. Pero a altas horas de la noche,
Selma empezó a gritar, con gritos que eran una separación de
la. vida... Un grito que se prolongó en el firmamento de la
nada... Un grito de fuerza debilitada ante la quietud de
fuerzas superiores... El grito de mi pobre Selma, que se
debatía entre los pies de la vida y los pies de la muerte...
Al alba, Selma dio a luz un varón. Al abrir los ojos la
madre, vio rostros sonrientes en toda la habitación, y luego
vio que la vida y la muerte aún luchaban en su lecho. Cerró
los ojos, y exclamó, por primera vez:
- ¡Oh, hijo mío!
La comadrona envolvió al recién nacido en pañales de seda, y
lo puso junto a su madre, pero el médico se quedó mirando a
Selma, moviendo tristemente la cabeza.
Gritos de gozo despertaron a
los
vecinos, que se precipitaron a felicitar al padre por el
nacimiento de su heredero, pero el médico miró a Selma y al
hijo, y movió tristemente
la cabeza.
Los
sirvientes corrieron a dar la buena nueva a Mansour Bey sin
saber que el médico seguía considerando a Selma y al niño
con honda preocupación.
Al salir el
sol, Selma se llevó el niño al pecho, y el niño abrió los
ojos y miró a su madre. El médico tomó al niño de los brazos
de Selma y con lágrimas en los ojos, dijo:
-Es un
huésped que se va...
El niño
falleció mientras los vecinos celebraban con el padre en la
gran sala de la casa, y mientras bebían vino a la salud del
heredero. Selma miró
al
médico, y le
rogó:
-Deme a
mi hijo, y deje
que le de un beso...
Y aunque el
niño estaba muerto, los sonidos de las copas entrechocando
por los brindis de alegría, resonaban en la gran sala.
El niño nació
al alba, y murió al llegar los primeros rayos del sol...
No vivió para
consolar y acompañar a su madre.
Su vida había
empezado al terminar la noche y cesó al principiar el día,
como una gota de rocío vertida por los ojos de la oscuridad
y secada al contacto de la
luz.
Fue una perla
que la marea arrojó a la costa y que la misma marea devolvió
a las profundidades del mar...
Un lirio que
acababa de abrirse del capullo de la vida y que aplastó el
pie de la muerte.
Fue un
huésped querido que iluminó un instante el corazón de Selma,
y cuya partida mató su alma.
Tal es la
vida de los hombres, la vida de las naciones, la vida de
soles, lunas y estrellas.
Y Selma miró
intensamente al médico.
- ¡Deme a mi
hijo y déjeme abrazarlo -gritó-; deme a mi hijo, y déjeme
darle el pecho!
Pero el
doctor inclinó la cabeza y su voz se quebró al decir:
-Señora, su
hijo está muerto; tenga paciencia.
Al oír estas
palabras del médico, Selma dio un terrible grito. Luego,
permaneció inmóvil un momento, y sonrió, como con alegría.
Su rostro se iluminó como si hubiera descubierto algo, y
dijo dulcemente:
-Denle a mi
hijo; quiero tenerlo cerca de mí, aunque esté muerto.
El médico le
llevó el niño muerto a Selma y se lo puso en los brazos.
Selma lo abrazó, luego volvió el rostro a la pared, y le
habló a su hijo, en estos términos:
-Hijo mío,
has venido por mí; has venido a mostrarme el camino que
conduce a la playa. Aquí estoy, hijo mío; llévame, y
salgamos de esta oscura cueva.
Y un minuto
después, un rayo de sol penetró entre las cortinas de las
ventanas e iluminó dos cuerpos inmóviles, que yacían en la
cama, custodiados por la profunda dignidad del silencio y
protegidos por las alas de la muerte. El médico salió de la
habitación con lagrimas en los ojos, y cuando llegó a la
gran sala, la celebración se convirtió en un funeral; pero
Mansour Bey Galib nunca pronunció una palabra de lamento, ni
derramó una sola lágrima. Se quedó de pie, inmóvil como una
estatua, con una copa de vino en la mano derecha.
Al día
siguiente, Selma fue amortajada con su blanco vestido de
novia y puesta en un ataúd; la mortaja del niño fueron sus
pañales de seda; sus ataúd, los brazos de su madre; su tumba
el calmado pecho que no lo alimentó. Eran dos cuerpos en un
solo ataúd. Seguí reverentemente el cortejo que acompañó a
Selma y a su hijo hasta su último reposo.
Al llegar al
cementerio, el obispo Galib empezó a cantar los salmos
funerarios, mientras los demás sacerdotes oraban, y en los
indiferentes rostros de todos ellos vi un velo de ignorancia
y vacuidad.
Al bajar el
féretro, uno de los asistentes dijo en voz baja: -Es la
primera vez que veo a dos cuerpos en un ataúd. -Parece que
el niño hubiera venido a rescatar a su madre de un esposo
inmisericorde -dijo otra persona.
Y otra
persona exclamó:
-Miren a
Mansour Bey: dirige la vista al cielo, como si sus ojos
fueran de hielo. No parece que haya perdido a su esposa y a
su hijo en un solo día.
Y otra
persona más, comentó:
-Su tío, el
obispo, volverá a casarlo mañana con una
mujer más rica y más
fuerte.
El obispo y los sacerdotes siguieron cantando y murmurando
plegarias hasta que el sepulturero terminó de llenar la
fosa. Luego, todos se fueron acercando uno a uno, a ofrecer
sus respetos y sus condolencias al obispo y a su sobrino,
con tiernas palabras, pero yo me quedé aparte, solitario,
sin un alma que me consolara, como si Selma y su hijo no
hubieran significado nada para mí.
El cortejo salió del cementerio; el sepulturero se quedó
cerca de la nueva tumba, sosteniendo una pala en la mano. Me
acerqué al sepulturero y le pregunté:
-¿Recuerda usted dónde enterró a Farris Efendi Karamy? Me
miró un momento, y luego señaló la tumba de Selma. -Allí
mismo; puse a su hija sobre él, y en el pecho de su hija
reposa su nieto, y encima de ellos llené la fosa con tierra,
con esta pala.
-En esta fosa -le dije- también ha enterrado usted mi
corazón.
Y mientras el sepulturero desaparecía detrás de los álamos,
no pude más; me dejé caer sobre la tumba de Selma, y lloré.
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