Pero
¿qué ocurre cuando la timidez sacrifica un amor adolescente? ¿Y qué
sucede cuando, al cabo de los años, el destino hace que una mujer
reencuentre a su amado? A ella, la vida le ha enseñado a ser fuerte
y a dominar sus sentimientos. A él, que posee el don de la curación,
la religión le ha servido como refugio de sus conflictos interiores.
Pero a ambos les une un solo deseo: el de cumplir sus sueños. El
camino que habrán de recorrer es escabroso, y el sentimiento de
culpa un obstáculo casi insalvable. Pero será a orillas del río
Piedra, en un pueblecito del Pirineo, donde ambos descubrirán su
propia verdad.
A
orillas del río Piedra me senté y lloré es una novela fascinante
y tierna que, con una prosa poética y transparente, nos sumerge de
lleno en los misterios últimos de la vida y el amor. Como dijo
Kenzaburo Oe (premio Nobel de Literatura 1994), Paulo Coelho conoce
los secretos de la alquimia literaria.
Un misionero español visitaba una isla, cuando se encontró con tres
sacerdotes aztecas.
—
¿Cómo rezáis vosotros? —preguntó el padre.
—
Sólo tenemos una oración —respondió uno de los aztecas—. Nosotros
decimos: «Dios, Tú eres tres, nosotros somos tres. Ten piedad de
nosotros.»
—
Bella oración —dijo el misionero—. Pero no es exactamente la
plegaria que Dios escucha. Os voy a enseñar una mucho mejor.
—
¡Padre! ¡Padre! —gritó uno de ellos, acercándose al navío—.
¡Enséñanos de nuevo la oración que Dios escucha, porque no
conseguimos recordarla!
—
No importa —dijo el misionero, viendo el milagro.
Y
pidió perdón a Dios por no haber entendido antes que Él hablaba
todas las lenguas.
Esta historia ejemplifica bien lo que quiero contar en A orillas
del río Piedra me senté y lloré. Rara vez nos damos cuenta de que
estamos rodeados por lo Extraordinario. Los milagros suceden a
nuestro alrededor, las señales de Dios nos muestran el camino, los
ángeles piden ser oídos…; sin embargo, como aprendemos que existen
fórmulas y reglas para llegar hasta Dios, no prestamos atención a
nada de esto. No entendemos que Él está donde le dejan entrar.
Las prácticas religiosas tradicionales son importantes; nos hacen
participar con los demás en una experiencia comunitaria de adoración
y de oración. Pero nunca debemos olvidar que una experiencia
espiritual es sobre todo una experiencia práctica del Amor. Y en el
amor no existen reglas. Podemos intentar guiarnos por un manual,
controlar el corazón, tener una estrategia de comportamiento… Pero
todo eso es una tontería. Quien decide es el corazón, y lo que él
decide es lo que vale.
Todos hemos experimentado eso en la vida. Todos, en algún momento,
hemos dicho entre lágrimas: «Estoy sufriendo por un amor que no vale
la pena.» Sufrimos porque descubrimos que damos más de lo que
recibimos. Sufrimos porque nuestro amor no es reconocido. Sufrimos
porque no conseguimos imponer nuestras reglas.
Sufrimos impensadamente, porque en el amor está la semilla de
nuestro crecimiento. Cuando más amamos, más cerca estamos de la
experiencia espiritual. Los verdaderos iluminados, con las almas
encendidas por el Amor, vencían todos los prejuicios de la época.
Cantaban, reían, rezaban en voz alta, compartían aquello que San
Pablo llamó la «santa locura». Eran alegres, porque quien ama ha
vencido el mundo, y no teme perder nada. El verdadero amor supone un
acto de entrega total.
A
orillas del río Piedra me senté y lloré es un libro sobre la
importancia de esta entrega. Pilar y su compañero son personajes
ficticios, pero símbolos de los numerosos conflictos que nos
acompañan en la búsqueda de la Otra Parte. Tarde o temprano tenemos
que vencer nuestros miedos, pues el camino espiritual se hace
mediante la experiencia diaria del amor.
El monje Thomas Merton decía: «La vida espiritual consiste en amar.
No se ama porque se quiera hacer el bien, o ayunar, o proteger a
alguien. Si obramos de ese modo, estamos viendo al prójimo como un
simple objeto, y nos estamos viendo a nosotros como personas
generosas y sabias. Esto nada tiene que ver con el amor. Amar es
comulgar con el otro, es descubrir en él una chispa divina.»
Que llanto de Pilar a orillas del río Piedra nos lleve por el camino
de esta comunión.
A
orillas del río Piedra me senté y lloré. Cuenta una leyenda que todo
lo que cae en las aguas de este río —las hojas, los insectos, las
plumas de las aves— se transforma en las piedras de su lecho. Ah, si
pudiera arrancarme el corazón del pecho y tirarlo a la corriente;
así no habría más dolor, ni nostalgia, ni recuerdos.
A
orillas del río Piedra me senté y lloré. El frío del invierno me
hacía sentir las lágrimas en el rostro, que se mezclaban con las
aguas heladas que pasaban por delante de mí. En algún lugar ese río
se junta con otro, después con otro, hasta que —lejos de mis ojos y
de mi corazón— todas esas aguas se confunden con el mar.
Que
mis lágrimas corran así bien lejos, para que mi amor nunca sepa que
un día lloré por él. Que mis lágrimas corran bien lejos, así
olvidaré el río Piedra, el monasterio, la iglesia en los Pirineos,
la bruma, los caminos que recorrimos juntos.
Olvidaré los caminos, las montañas y los campos de mis sueños,
sueños que eran míos y que yo no conocía.
Me
acuerdo de mi instante mágico, de aquel momento en el que un «sí» o
un «no» puede cambiar toda nuestra existencia. Parece que no sucedió
hace tanto tiempo y, sin embargo, hace apenas una semana que
reencontré a mi amado y lo perdí.
A
orillas del río Piedra escribí esta historia. Las manos se me
helaban, las piernas se me entumecían a causa del frío y de la
postura, y tenía que descansar continuamente.
—
Procura vivir. Deja los recuerdos para los viejos —decía él.
Quizá el amor nos hace envejecer antes de tiempo, y nos vuelve más
jóvenes cuando pasa la juventud. Pero ¿cómo no recordar aquellos
momentos? Por eso escribía, para transformar la tristeza en
nostalgia, la soledad en recuerdos.