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A ORILLAS DEL RÍO PIEDRA ME SENTÉ Y LLORE

Epilogo

Paulo Coelho 

 

Epílogo

Escribí durante un día, y otro, y otro más. Todas las mañanas iba a la orilla del río Piedra. Siempre, al atardecer, la mujer se acercaba, me cogía del brazo y me llevaba a su habitación del antiguo convento.

Lavaba mis ropas, preparaba la cena, charlaba de cosas sin importancia y me metía en la cama.

 
   

 

Cierta mañana, cuando ya estaba llegando al final del manuscrito, oí el ruido de un coche. El corazón me saltó en el pecho, pero no quería creer lo que me decía. Ya me sentía libre de todo, y estaba preparada para volver al mundo y formar parte de él.

Lo más difícil ya había pasado, aunque quedase la nostalgia.

Pero mi corazón no se equivocaba. Sin levantar los ojos del manuscrito, sentí su presencia y el sonido de sus pasos.

— Pilar —dijo, sentándose a mi lado.

Yo no respondí. Seguí escribiendo, pero ya no podía coordinar los pensamientos. Mi corazón daba brincos, tratando de liberarse de mi pecho y correr al encuentro de él. Pero yo no le dejaba.

Él se quedó allí sentado, mirando el río, mientras yo escribía sin parar. Pasamos así toda la mañana —sin decir una palabra, y me acordé del silencio de una noche, junto a una fuente, donde de repente entendí que lo amaba.

Cuando mi mano no aguantó más del cansancio, me detuve un poco. Entonces él habló.

— Estaba oscuro cuando salí de la caverna, y no logré encontrarte. Entonces fui hasta Zaragoza —dijo—. Y fui hasta Soria. Y recorrería el mundo entero siguiéndote. Decidí volver al monasterio de Piedra para ver si encontraba alguna pista, y encontré a una mujer.

»Ella me indicó dónde estabas. Y me dijo que me habías esperado todos estos días.

Los ojos se me llenaron de lágrimas.

— Me quedaré sentado a tu lado mientras estés aquí junto al río. Y si te vas a dormir, dormiré delante de tu casa. Y si viajas lejos, te seguiré los pasos.

»Hasta que me digas: vete. Entonces me iré. Pero te amaré por el resto de mi vida.

Yo ya no podía ocultar el llanto. Vi que él también lloraba.

— Quiero que sepas una cosa… —dijo.

— No digas nada. Lee —respondí, dándole los papeles que tenía en el regazo.

Durante toda la tarde estuve mirando las aguas del río Piedra. La mujer nos trajo bocadillos y vino, dijo algo sobre el tiempo y volvió a dejarnos solos. Más de una vez él interrumpió la lectura, y se quedó con la mirada perdida en el horizonte, absorto en sus pensamientos.

En cierto momento, resolví ir a dar una vuelta por el bosque, por las pequeñas cascadas, por las laderas llenas de historias y significados. Cuando empezaba a ponerse el sol, regresé al sitio donde le había dejado.

— Gracias —fue su primera palabra cuando me devolvió los papeles—. Y perdón.

A orillas del río Piedra me senté y sonreí.

— Tu amor me salva, y me devuelve los sueños — continuó.

Me quedé callada, sin moverme.

— ¿Conoces bien el salmo 137? —preguntó.

Dije que no con la cabeza. Tenía miedo de hablar.

 

— A orillas de los ríos de Babilonia…

— Sí, sí, lo conozco —dije, sintiendo que volvía poco a poco a la vida—. Habla del exilio. Habla de las personas que cuelgan sus cítaras porque no pueden cantar la música que les pide el corazón.

— Pero después de llorar de nostalgia por la tierra de sus sueños, el salmista se promete a sí mismo:

¡Jerusalén, si yo de ti me olvido,

que se seque mi diestra!

¡Mi lengua se me pegue al paladar

si de ti no me acuerdo…!

Sonreí una vez más.

— Me estaba olvidando. Y tú me haces recordar.

— ¿Crees que recuperarás tu don? —pregunté.

— No lo sé. Pero Dios siempre me dio una segunda oportunidad en la vida. Me la está dando contigo. Y me ayudará a encontrar mi camino.

— El nuestro lo interrumpí de nuevo.

— Sí, el nuestro.

Me cogió de las manos y me levantó.

— Vete a buscar tus cosas —dijo—. Los sueños dan trabajo.

Enero de 1994

 

 
 
 
 

 
 

 
         
         
       
       
       
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