Estuve algunos años sin
noticias. De vez en cuando, recibía alguna carta, pero eso era todo,
porque él nunca volvió a los bosques y a las calles de nuestra
infancia.
Cuando terminé los
estudios, me mudé a Zaragoza, y descubrí que él tenía razón. Soria
era una ciudad pequeña y su único poeta famoso había dicho que se
hace camino al andar. Entré en la facultad y encontré novio. Comencé
a estudiar para unas oposiciones que no se celebraron nunca. Trabajé
como dependienta, me pagué los estudios, me suspendieron en las
oposiciones, rompí con mi novio.
Sus cartas, mientras
tanto, empezaron a llegar con más frecuencia, y al ver los sellos de
diversos países sentía envidia. Él era mi más viejo amigo, que lo
sabía todo, recorría el mundo, se dejaba crecer las alas mientras yo
trataba de echar raíces.
De un día para otro, sus
cartas empezaron a hablar de Dios, y venían siempre de un mismo
lugar de Francia. En una de ellas, manifestaba su deseo de entrar en
un seminario y dedicar su vida a la oración. Yo le contesté,
pidiéndole que esperase un poco, que viviese un poco más su libertad
antes de comprometerse con algo tan serio.
Al releer mi carta,
decidí romperla: ¿quién era yo para hablar de libertad o de
compromiso? Él sabía de esas cosas, y yo no.
Un día supe que estaba
dando conferencias, me sorprendió, porque era demasiado joven para
ponerse a enseñar nada. Pero hace dos semanas me mandó una carta
diciendo que iría a Madrid, y que deseaba contar con mi presencia.