— Para un seminarista,
es una actitud valiente —prosiguió la mujer, esta vez mirándome a
mí, en busca de su apoyo.
Yo
no entendía nada, no abrí la boca y la mujer desistió. La joven
sentada a mi lado me guiñó un ojo, como si yo fuese su aliada.
Pero
yo estaba quieta por otra razón. Pensaba en lo que había dicho la
señora.
«Seminarista.»
No
podía ser. Él me habría avisado.
Comenzó a hablar, y yo no conseguía concentrarme del todo. «Tendría
que haberme vestido mejor», pensaba, sin entender la causa de tanta
preocupación. Él me había descubierto en la platea, y yo intentaba
descifrar sus pensamientos: ¿cómo estaría yo? ¿Qué diferencia hay
entre una muchacha de dieciocho y una mujer de veintinueve?
Su
voz era la de siempre. Pero sus palabras habían cambiado mucho.
Es necesario correr riesgos, decía. Sólo entendemos del todo
el milagro de la vida cuando dejamos que suceda lo inesperado.
Todos los días Dios nos da, junto con el sol, un momento en el que
es posible cambiar todo lo que nos hace infelices. Todos los días
tratamos de fingir que no percibimos ese momento, que ese momento no
existe, que hoy es igual que ayer y será igual que mañana. Pero
quien presta atención a su día, descubre un instante de silencio
después del almuerzo, en las mil y una cosas que nos parecen
iguales. Ese momento existe: un momento en el que toda la fuerza de
las estrellas pasa a través de nosotros y nos permite hacer
milagros.
La felicidad es a veces una bendición, pero por lo general es una
conquista. El instante mágico del día nos ayuda a cambiar, nos hace
ir en busca de nuestros sueños. Vamos a sufrir, vamos a tener
momentos difíciles, vamos a afrontar muchas desilusiones…, pero todo
es pasajero, y no deja marcas. Y en el futuro podemos mirar hacia
atrás con orgullo y fe.
Pobre del que tiene miedo de correr riesgos. Porque ése quizá no se
decepcione nunca, ni tenga desilusiones, ni sufra como los que
persiguen un sueño. Pero al mirar hacia atrás —porque siempre
miramos hacia atrás— oirá el corazón que le dice: «¿Qué hiciste con
los milagros que Dios sembró en tus días? ¿Qué hiciste con los
talentos que tu Maestro te confió? Los enterraste en el fondo de una
cueva, porque tenías miedo de perderlos. Entonces, ésta es tu
herencia: la certeza de que has desperdiciado tu vida.»
Pobre de quien escucha estas palabras. Porque entonces creerá en
milagros, pero los instantes mágicos de su vida ya habrán pasado.
Las
personas lo rodearon cuando terminó de hablar. Esperé, preocupada
por la impresión que tendría de mí después de tantos años. Me sentía
una niña: insegura, celosa porque no conocía a sus nuevos amigos,
tensa porque prestaba más atención a los otros que a mí.
Entonces se acercó. Se puso rojo, y ya no era aquel hombre que decía
cosas importantes; volvía a ser el niño que se escondía conmigo en
la ermita de San Saturio, hablando de sus sueños de recorrer el
mundo, mientras nuestros padres pedían ayuda a la policía pensando
que nos habíamos ahogado en el río.
—
Hola, Pilar —dijo.
Lo
besé en la mejilla. Podría haberle dicho algunas palabras de elogio.
Podría haber hecho algún comentario gracioso sobre la infancia, y
sobre el orgullo que sentía de verlo así, admirado por los demás.
Podría haberle explicado que necesitaba salir corriendo y coger el
último autobús nocturno para Zaragoza.
Podría. Jamás llegaremos a comprender el significado de esta
frase. Porque en todos los momentos de nuestra vida existen cosas
que podrían haber sucedido y terminaron no sucediendo. Existen
instantes mágicos que van pasando inadvertidos y, de repente, la
mano del destino cambia nuestro universo.
Fue
lo que sucedió en aquel momento. En vez de todas las cosas que yo
podía haber hecho, hice un comentario que —una semana después— me
trajo delante de este río y me hizo escribir estas líneas.
—
¿Podemos tomar un café? —fue lo que dije.
Y
él, volviéndose hacia mí, aceptó la mano que el destino me ofrecía:
—
Siento una gran necesidad de hablar contigo. Mañana tengo una
conferencia en Bilbao. Voy en coche.
—
Tengo que volver a Zaragoza —respondí, sin saber que allí estaba la
última salida.
Pero, en una fracción de segundo, quizá porque volvía a ser una
niña, quizá porque no somos nosotros los que escribimos los mejores
momentos de nuestras vidas, dije:
— Es
el puente de la Inmaculada. Puedo acompañarte hasta Bilbao, y
regresar desde allí.
Tenía el comentario sobre el «seminarista» en la punta de la lengua.
—
¿Quieres preguntarme algo? —dijo él, notando mi expresión.
— Sí
—traté de disimular—. Antes de la conferencia, una mujer dijo que le
estabas devolviendo lo que era de ella.
—
Nada importante.
—
Para mí es importante. No sé nada de tu vida, me sorprende ver a
tanta gente aquí.
Él
se rió, y se volvió para atender a otros presentes.
— Un
momento —dije, cogiéndolo del brazo—. No has contestado a mi
pregunta.
—
Nada que te interese mucho, Pilar.
— De
cualquier manera, quiero saberlo.
Él
respiró hondo y me llevó a un rincón de la sala.
—
Las tres grandes religiones monoteístas, el judaísmo, el catolicismo
y el islamismo, son masculinas. Los sacerdotes son hombres. Los
hombres gobiernan los dogmas y hacen las leyes.
— ¿Y
qué quiso decir la señora?
Él
vaciló un poco. Pero respondió:
—
Que tengo una visión diferente de las cosas. Que creo en el rostro
femenino de Dios.
Respiré aliviada; la mujer estaba engañada. Él no podía ser
seminarista, porque los seminaristas no tienen una visión diferente
de las cosas.
— Te
has explicado muy bien —respondí.
La
muchacha que me había guiñado el ojo me esperaba en la puerta.
— Sé
que pertenecemos a la misma tradición —dijo—. Me llamo Brida.
— No
sé de qué me hablas —respondí.
—
Claro que lo sabes —se rió.
Me
cogió del brazo y salimos juntas, antes de que yo tuviese tiempo de
explicarle nada. La noche no era muy fría, y yo no sabía qué hacer
hasta la mañana siguiente.
—
¿Adónde vamos? —pregunté.
—
Hasta la estatua de la Diosa —fue su respuesta.
—
Necesito un hotel barato para pasarla noche.
—
Después te digo dónde.
Prefería sentarme en un café, conversar un poco más, saber todo lo
posible sobre él. Pero no quería discutir con ella; dejé que me
guiase por el Paseo de la Castellana, pues hacía años que no veía
Madrid.
En
medio de la avenida se detuvo y señaló el cielo.
—
Allí está—dijo.
La
luna llena brillaba entre las ramas sin hojas.
—
Está bonita comenté.
Pero
ella no me escuchaba. Abrió los brazos en forma de cruz, hizo girar
las palmas de las manos hacia arriba y se quedó contemplando la
luna.
«Dónde me fui a meter —pensé—. Vine a asistir a una conferencia,
terminé en el Paseo de la Castellana y mañana viajo a Bilbao.»
— Oh
espejo de la Diosa Tierra—dijo la muchacha con los ojos cerrados—.
Enséñanos nuestro pode haz que los hombres nos comprendan. Naciendo,
brillando, muriendo y resucitando en el cielo, nos mostraste el
ciclo de la semilla y del fruto.
La
muchacha estiró los brazos hacia el cielo y se quedó un largo rato
en esa posición. Las personas que pasaban la miraban y se reían,
pero ella no s daba cuenta; quien se moría de vergüenza era yo, por
estar a su lado.
—
Necesitaba hacer esto —dijo, después de hacerle una larga reverencia
a la luna—. Para que la Diosa nos proteja.
—
¿De qué hablas?
— De
lo mismo que hablaba tu amigo, sólo que con palabras verdaderas.
Me
arrepentí de no haber prestado atención a la conferencia. No sabía
bien de qué había hablado él.
—
Nosotras conocemos el rostro femenino de Dios —dijo la muchacha
cuando nos pusimos a caminar de nuevo—. Nosotras, las mujeres, que
entendemos y amamos a la Gran Madre. Pagamos nuestra sabiduría con
las persecuciones y las hogueras, pero sobrevivimos. Y ahora
entendemos sus misterios.
Las
hogueras. Las brujas.
Miré
con más atención a la mujer que tenia lado. Era bonita, la melena
pelirroja le caía hasta m día espalda.
—
Mientras los hombres salían a cazar, nosotras nos quedábamos en las
cavernas, en el vientre de Madre, cuidando a nuestros hijos
—prosiguió ella—. Y fue allí donde la Gran Madre nos lo enseñó todo.
El hombre vivía en movimiento, mientras nosotras estábamos en el
vientre de la Madre. Eso nos hizo percibir que las semillas se
transformaban en plantas, y avisamos a nuestros hombres. Hicimos el
primer pan, y los alimentamos. Moldeamos el primer vaso para que
bebiesen. Y entendimos el ciclo de la creación, porque nuestro
cuerpo repetía el ritmo de la luna.
De
repente la muchacha se detuvo:
—
Allí está ella.
Miré. En el centro de una plaza rodeada por el tránsito, había una
fuente. En el medio de esa fuente, una escultura representaba a una
mujer en un carruaje tirado por leones.
— Es
la plaza de la Cibeles —dije, queriendo demostrarle que conocía
Madrid. Había visto esa escultura en decenas de postales.
Pero
ella no me escuchaba. Estaba en mitad de la calle, tratando de
esquivar el tránsito.
—
¡Vamos allí! —gritaba, llamándome por señas entre los coches.
Decidí alcanzarla, sólo para preguntarle el nombre de un hotel.
Aquella locura me estaba cansando, y necesitaba dormir.
Llegamos a la fuente casi al mismo tiempo; yo con el corazón agitado
y ella con una sonrisa en los labios.
—
¡El agua! —dijo—. ¡El agua es su manifestación!
—
Por favor, necesito el nombre de un hotel barato.
Metió las manos en la fuente.
—
Haz lo mismo —me dijo—. Toca el agua.
— De
ninguna manera. Me voy a buscar un hotel.
—
Sólo un momento más.
La
muchacha sacó una pequeña flauta del bolso y empezó a tocar. La
música parecía tener un efecto hipnótico: el ruido del tránsito
empezó a alejarse y mi corazón se tranquilizó. Me senté en el borde
de la fuente, escuchando el sonido del agua y el de la flauta, con
los ojos clavados en la luna llena encima de nosotras. Algo me decía
que —aunque no lo pudiese comprender del todo— allí estaba un poco
de mi naturaleza de mujer.
No
sé durante cuánto tiempo tocó ella. Al terminar, se volvió hacia la
fuente.
—
Cibeles —dijo—. Una de las manifestaciones de la Gran Madre. Que
gobierna las cosechas, sustenta las ciudades, devuelve a la mujer a
su papel de sacerdotisa.
—
¿Quién eres? —pregunté—. ¿Por qué me pediste que te acompañase?
Ella
se volvió hacia mí:
—
Soy lo que supones que soy. Formo parte de la religión de la Tierra.
— ¿Y
qué quieres de mí?
—
Puedo leerte los ojos. Puedo leerte el corazón. Te vas a apasionar.
Y vas a sufrir.
—
¿Yo?
—
Sabes de qué hablo. Vi cómo te miraba. Te ama.
Esa
mujer estaba loca.