El astrónomo y divulgador científico
Carl Sagan, fallecido en diciembre de 1996, nos enseña y anima el
conocimiento con sus obras. Nos habla del ser humano, de los seres vivos, de
su entorno, de la Tierra, del espacio, las leyes físicas, de ciencia y de
metafísica, de la exploración del cosmos y de nuestra genética, de certezas
científicas y de creencias religiosas, de aspiraciones del ser humano, en
definitiva, de la vida de éste. Os puedo recomendar la lectura de los libros Los dragones del Edén, Cosmos, Sombras de
antepasados olvidados, El mundo y sus demonios y
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Puedo compartir
totalmente lo dicho por la Academia Nacional de Ciencias, cuando se le
entregó su premio más importante: <<Nadie ha conseguido nunca transmitir las
maravillas ni el carácter estimulante y jubiloso de la ciencia con tanta
amplitud como lo ha hecho Carl Sagan... Su habilidad para cautivar la
imaginación de millones de personas y para explicar conceptos complejos en
términos comprensibles constituye un magnífico logro>> (Portada de El
mundo y sus demonios, Ed. Planeta).
Aquí va una muestra de su prosa y su mente: algunas
reflexiones acerca de lo que somos, de la conciencia y del alma. Lástima que
no tenga espacio porque sino os pasaría todos sus textos.
Dionís T.C.
<<Las personas somos como bebés recién nacidos
abandonados en un portal, sin ninguna nota que explique quiénes son, de
dónde vienen, qué carga hereditaria de atributos y defectos pueden llevar, o
cuáles podrían ser sus antecedentes. Desearíamos ver las fichas de estos
huérfanos.
Hemos inventado repetidamente en muchas culturas
fantasías tranquilizadoras sobre nuestros padres, cómo nos querían y qué
heroicos e importantes eran. Tal como hacen los huérfanos, también a veces
nos echamos la culpa a nosotros mismos de que nos hayan abandonado. Debió de
ser por culpa nuestra. Quizá éramos demasiado pecadores, o moralmente
incorregibles. La inseguridad nos obligó a aferrarnos a esas historias e
impusimos severos castigos a quienes se atrevieran a ponerlas en duda. Eso
era mejor que nada, mejor que admitir nuestra ignorancia sobre nuestros
orígenes, mejor que reconocer que nos habían dejado desnudos y desamparados,
como a un niño abandonado en el quicio de una puerta.
Se dice que los niños se consideran el centro de su
Universo; del mismo modo también nosotros en otras épocas estuvimos seguros,
no sólo de nuestra posición central, sino de que el Universo estaba hecho
para nosotros. Esta antigua y cómoda presunción, esta perspectiva segura del
mundo se ha ido derrumbando a lo largo de cinco siglos. Cuanto más
comprendemos como se formó el mundo, menos necesitamos a un Dios o a dioses,
y más remota en el tiempo y en la causalidad tuvo que haber sido cualquier
intervención divina. El precio de la mayoría de edad es renunciar a la manta
protectora y segura. La adolescencia es un paseo por la montaña rusa.
Cuando hacia 1859 comenzó a vislumbrarse que podíamos
comprender nuestros propios orígenes mediante un proceso natural y no
místico, que no requería dioses, nuestra dolorosa sensación de aislamiento
fue casi completa. En palabras del antropólogo Robert Redfield, el Universo
comenzó a "perder su carácter moral" y se volvió "indiferente, un sistema
que abandonaba al hombre".
Además, sin un Dios o dioses, sin la correspondiente
amenaza del castigo divino, ¿no serían los hombres como bestias? Dostoyevsky
advirtió que quienes rechacen la religión, por muy buenas intenciones que
puedan tener, "acabarán bañando la tierra en sangre". Otros han observado
que ese baño de sangre ha estado produciéndose desde los inicios de la
civilización, y a menudo en nombre de la religión.
La desagradable perspectiva de un Universo indiferente, o
peor, de un Universo sin sentido, ha engendrado temor, rechazo,
displicencia, y la sensación de que la ciencia es un instrumento alienador.
Las frías verdades de nuestra era científica resultan desagradables para
muchos. Nos sentimos desamparados y solos. Anhelamos tener un objetivo que
dé sentido a nuestra existencia. No queremos oír que el mundo no se hizo
para nosotros. No nos impresionan los códigos morales inventados por los
simples mortales; queremos uno entregado directamente desde arriba. Nos
resistimos a reconocer a nuestros parientes. Aún nos resultan forasteros.
Nos sentimos avergonzados: después de haber imaginado a nuestro Antecesor
como el Rey del Universo, ahora nos piden que reconozcamos que procedemos de
lo más humilde de lo humilde: del barro y del cieno, y de seres sin
inteligencia tan pequeños que no pueden verse a simple vista.
¿Por qué concentrarnos en el pasado?¿Por qué disgustarnos
con dolorosas analogías entre hombres y bestias?¿Por qué no limitarnos a
mirar el futuro? Estas preguntas no tienen respuesta. Si no sabemos de qué
somos capaces y no sólo de qué son capaces unos cuantos santos célebres y
criminales de guerra famosos, no sabremos a qué atenernos, que inclinaciones
humanas debemos estimular y contra cuáles debemos protegernos. No podremos
decidir qué líneas de acción propuestas son realistas y cuáles son poco
prácticas y sentimentalmente peligrosas. La filósofa Mary Midsley escribe:
Saber que por naturaleza tengo mal genio no me hace
perder los estribos. Por el contrario, debería ayudarme obligándome a
distinguir el mal humor que me caracteriza de la indignación moral. Mi
libertad, por lo tanto, no parece especialmente amenazada por el
reconocimiento de mi mal genio, ni por cualquier esclarecimiento sobre el
significado de mi mal genio en comparación con los animales.
El estudio de la historia de la vida, el proceso
evolutivo, y la naturaleza de los demás seres que, junto a nosotros, pueblan
este planeta ha comenzado a esclarecer un poco estos eslabones pasados de la
cadena. No hemos encontrado a nuestros olvidados antepasados, pero
comenzamos a sentir su presencia en la oscuridad. Reconocemos sus sombras a
uno y otro lado. En su momento fueron tan reales como nosotros hoy. No
estaríamos aquí de no haber sido por ellos. Nuestras naturalezas y las suyas
están indisolublemente vinculadas a pesar de las eras de tiempo que puedan
separarnos. La respuesta a quiénes somos está en esas sombras, esperando.
Cuando comenzamos esta búsqueda de nuestros orígenes,
utilizando los métodos y descubrimientos de la ciencia, nos embargaba una
sensación parecida al terror. Nos daba miedo lo que podíamos encontrar. Pero
no sólo encontramos un lugar para la esperanza sino también motivo para
ella, tal como empezamos a explicar en la presente obra. La documentación
completa del huérfano es larga. Las personas hemos descubierto sólo
trocitos, en ocasiones varias páginas consecutivas, nunca nada tan complejo
como un capítulo entero. Muchas de las palabras están emborronadas, la
mayoría se han perdido.>> (Págs.20,21,22)
<<En los anales de la ética de los primates hay
algunas historias que suenan a parábola. Por ejemplo, el caso de los
macacos, llamados también monos "reshus", que viven en agrupaciones de
primos estrechamente unidas. Es estadísticamente muy probable que el macaco
que uno salva comparta muchos de nuestros genes (suponiendo que uno sea un
macaco), por lo tanto está justificado arriegarse para salvarlo y es
necesaria una fina discriminación de los matices de la consanguinidad. Un
experimento de laboratorio consistía en dar comida a unos macacos sólo si
tiraban de una cadena y mandaban una descarga eléctrica a otro macaco no
emparentado cuyo dolor podían ver perfectamente a través de un espejo
transparente en una sola dirección. De lo contrario el animal tenía que
pasar hambre. Después de aprender el truco, los monos se negaban con
frecuencia a tirar de la cadena; en un experimento, sólo el 13% lo hizo y el
87% prefirió pasar hambre. Un macaco estuvo sin comer durante casi dos
semanas antes de maltratar a su compañero. Los macacos que habían recibido
descargas en experimentos anteriores estaban aún menos dispuestos a tirar de
la cadena. La posición social o el sexo de los macacos tenía poco que ver
con su negativa a maltratar a los otros.
Si nos piden que elijamos entre los experimentadores
humanos que ofrecen a los macacos este pacto faustiano y los propios
macacos, dispuestos a sufrir auténtica hambre antes de causar dolor a otros,
nuestras simpatías moralmente inclinan hacia los científicos. Pero sus
experimentos permiten vislumbrar en seres que no son humanos una santa
disponibilidad a sacrificarse para salvar a los demás, incluso a animales
con quienes no están emparentados de cerca. De acuerdo con las normas
humanas convencionales, estos macacos, que nunca han asistido a la
catequesis, que nunca han oído hablar de los Diez Mandamientos, que nunca
han tenido que aguantar una clase de educación cívica en la escuela,
resultan ejemplares por sus sólidos fundamentos morales y su valiente
resistencia al mal. Si las circunstancias se invirtieran, y unos macacos
científicos obligaran a seres humanos cautivos a elegir entre las dos
opciones, ¿reaccionaríamos del mismo modo? En la historia humana son muy
pocas las personas cuyo recuerdo veneramos porque se sacrificaran
conscientemente por los demás. Por cada una de ellas, hay muchísimas que no
hicieron nada.>> (Pág.121)
<<La conciencia y la conciencia de sí, se consideran de
modo general en Occidente como la esencia del ser humano (si bien la falta
de conciencia se imagina como un misterio insondable o bien como la
consecuencia de algo no muy distinto: la introducción de un alma inmaterial
en cada ser humano, pero en ningún animal más, en el momento de la
concepción). Sin embargo quizá la conciencia no es un rasgo tan misterioso
que para explicarlo se precise una intervención sobrenatural. Si su esencia
es una percepción lúcida de la distinción entre el interior del organismo y
su exterior, entre uno mismo y todos los demás, hemos demostrado ya que la
mayoría de microorganismos tienen este grado de conciencia y conciencia de
sí; en tal caso el origen de la conciencia en nuestro planeta se remonta a
3.000 millones de años. En aquel entonces había un gran número de
microorganismos arrastrados por mareas oceánicas y corrientes marinas,
disfrutando de la luz solar, cada uno con su conciencia rudimentaria, quizá
sólo una microconciencia, o incluso una nano o picoconciencia47.
Toda célula de un cuerpo sano sabe establecer la
distinción entre ella misma y los demás, y las células que no pueden hacerlo
sufren enfermedades autoinmunes, se matan rápidamente a sí mismas o caen
víctimas de microorganismos patógenos. Pero quizá pensemos que el hecho de
que una célula se distinga de otra célula (en nuestro cuerpo o en el océano
primitivo) no es lo que se entiende generalmente por conciencia o conciencia
de sí; que hay algo más, incluso en personas con un nivel excepcionalmente
bajo de reflexión. Sí. Como hemos dicho, en la primitiva historia de la vida
en la Tierra sólo puede imaginarse una forma muy rudimentaria de conciencia.
Es evidente que desde entonces ha habido una evolución importante. ¿Sabemos
-puede ser muy difícil saberlo- si algún animal tiene nuestro tipo de
conciencia de sí? (...)
En 1977 el sicólogo Gordon Gallup publicó un artículo
titulado "Reconocimiento de sí de los primates". Cuando chimpancés nacidos
en la selva se enfrentaron con un espejo de cuerpo entero, al principio
pensaron, como los demás animales que la imagen era de alguien más. Pero al
cabo de unos días descubrieron el truco. Entonces se sirvieron del espejo
para pavonearse y examinar partes inaccesibles del cuerpo, mirándose por
ejemplo la espalda por encima del hombro. Gallup luego anestesió a los
chimpancés y los pintó de rojo en lugares del cuerpo que sólo podían ver con
el espejo. Después de despertarse y volver a los placeres de examinarse en
los espejos descubrieron rápidamente las señales rojas. ¿Alargaron la mano
hacia el simio que aparecía en el cristal? No, se tocaron los propios
cuerpos, tocaron repetidamente las partes pintadas y luego se olieron los
dedos. Triplicaron el tiempo que pasaban cada día examinando las imágenes
del espejo*.>>
* mirarse en el espejo con un sombrero puesto es también una
experiencia enormemente popular y al parecer absorvente (págs.
364-365).
47:
<<"¿Podían ya entonces unas almas dadas haber dado conciencia? Una deidad
responsable de inyectar almas con precisión, una por una, en este ejército
inmenso de diminutos seres a lo largo de todo el tiempo geológico sería un
creador muy meticuloso y además muy ineficiente. ¿por qué no diseñarla desde
el principio y dejar que la vida siga su curso?¿El dios responsable de las
leyes de la física, sutiles, elegantes y universalmente aplicables, haría
este trabajo rutinario de biología, chapucero y lleno de errores, que
precisa una atención y dedicación inmediata a cada patético y diminuto
microbio, cuando ellos ya saben perfectamente como reproducirse a sí mismos
y reproducir grandes almacenes de información? En cambio, el dios sólo tiene
que codificar directamente en el ADN de unos cuantos antepasados la
información que las almas precisan conocer. Las almas y la conciencia
podrían transmitirse por sus propios medios de generación en generación,
dejando las manos libres a dios para otros asuntos, algunos quizá de gran
urgencia. Pero si toda la información del ADN se ha formado mediante un
paciente proceso de evolución, ¿por qué se necesita la existencia previa de
un dios que explique la inyección de datos, genes o almas?>> (pág.
440)
<<Alcanzamos una cierta medida de madurez cuando
reconocemos a nuestros parientes por lo que realmente son, sin sentimentalizar ni mitificar, pero también sin echarles la culpa
injustamente por nuestras imperfecciones. La madurez supone estar dispuesto
a mirar cara a cara los lugares largos y oscuros, las sombras temibles, por
penoso y duro que esto pueda ser. En este acto de recuerdo y aceptación
ancestrales podremos encontrar una luz que permitirá llevar a salvo a casa a
nuestros hijos.>> (pág.398)
Textos extraídos de: Sombras de antepasados
olvidados; Carl Sagan; Ed.Planeta.
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