Bajo este epígrafe queremos referirnos a ciertos trastornos
frecuentes que habitualmente se califican de «psíquicos». De todos
modos, deseamos hacer constar que, desde nuestro punto de vista, tal
denominación tiene poco sentido.
En
realidad, no es posible trazar una línea divisoria clara entre los
síntomas somáticos y psíquicos. Todo síntoma tiene un contenido
psíquico y se manifiesta a través del cuerpo. También la ansiedad y
las depresiones utilizan el cuerpo para manifestarse. Estas
correlaciones somáticas, sin embargo, proporcionan también a la
psiquiatría académica la base para sus tratamientos farmacológicos.
Las lágrimas de un paciente depresivo no son «más psíquicas» que el
pus o la diarrea. La diferencia, en el mejor de los casos, está
justificada en los puntos finales del continuo, en los que compara
una degeneración orgánica con una alteración psicótica de la
personalidad.
Pero cuanto más nos
alejamos de los extremos hacia el centro, más difícil es
encontrar la divisoria, aunque tampoco el examen de los
extremos justifica la diferenciación entre lo «somático»
y lo «psíquico» ya que la diferencia sólo reside en
la forma de manifestación del símbolo. El cuadro del asma se
diferencia de la amputación de una pierna tanto como de la
esquizofrenia. La distinción entre «somático» y
«psíquico» provoca más confusión que claridad.
Nosotros no vemos necesidad para esta diferenciación, ya que nuestra
teoría es aplicable a todos los síntomas sin excepción. Los síntomas
pueden servirse, de las más diversas formas de expresión, desde
luego, pero todos necesitan del cuerpo, a través del cual el factor
psíquico se hace visible y experimentable. De todos modos, el
síntoma, ya sea pena o el dolor de una herida, se experimenta en la
mente. En la Primera Parte, hemos señalado ya que todo lo individual
es síntoma y que el término enfermo o sano responde a una valoración
subjetiva. El llamado aspecto psíquico no es excepción.
También aquí tenemos que librarnos de la idea de que existe el
comportamiento normal y el anormal. La normalidad es expresión de
una frecuencia estadística, por lo que no puede entenderse ni como
concepto clasificador ni como medida de valor. La normalidad, desde
luego, hace disminuir la ansiedad pero es contraria a la
individualización. La defensa de una normalidad es una pesada
hipoteca de la psiquiatría tradicional. Una alucinación no es ni más
real ni más irreal que cualquier otra percepción. Sólo le falta ser
reconocida por la colectividad. El «enfermo psíquico»
funciona según las mismas leyes psicológicas que todas las personas.
El enfermo que se siente perseguido o amenazado por asesinos
proyecta su propia sombra agresiva al entorno lo mismo que el
ciudadano que reclama penas más severas para los delincuentes o que
tiene miedo de los terroristas. Toda proyección es ilusión, por lo
que huelga preguntar hasta dónde es normal una ilusión y a partir de
dónde es enfermiza.
El enfermo psíquico y el sano psíquico son puntos terminales
teóricos de un continuo que resulta de la interrelación entre el
conocimiento y la sombra. En el llamado psicótico tenemos la forma
extrema de una represión bien lograda. Cuando todas las vías y
campos posibles para vivir la sombra están totalmente cerrados, en
un momento dado, cambia el predominio y la sombra pasa a gobernar
por completo la personalidad. Para ello anula la parte de la
conciencia que ha dominado hasta ahora, y se resarce con gran
energía de la represión sufrida, viviendo intensamente todo lo que
la otra parte del individuo no se había atrevido a asumir. Así, los
moralistas rigurosos se convierten en exhibicionistas obscenos, los
pusilánimes dulces, en bestias furiosas y los perdedores resignados,
en megalómanos exaltados.
También la psicosis da sinceridad, ya que recupera todo lo perdido
hasta el momento de una forma tan intensa y absoluta que infunde
temor en el entorno. Es el desesperado intento por devolver el
equilibrio a la unilateralidad; intento, desde luego, que se expone
a reducirse a una alternancia pendular entre uno y otro extremo.
Esta dificultad por encontrar el punto medio, el equilibrio, se
aprecia claramente en el síndrome maníaco–depresivo. En la psicosis,
el ser humano vive su propia sombra. El loco nos abre una puerta al
infierno de la mente que está en todos nosotros. Las frenéticas
tentativas por combatir y ahogar este síntoma, provocadas por el
miedo, son comprensibles pero poco aptas para resolver el problema.
El principio de represión de la sombra provoca precisamente la
violenta explosión de la sombra; tratar de reprimirla aplaza el
problema, pero no lo resuelve.
El primer paso en la dirección correcta será también aquí el
reconocimiento de que el síntoma tiene su sentido y su
justificación. Partiendo de esta base, uno puede plantearse la
manera de atender con eficacia la sana indicación que nos hace el
síntoma.
Por lo que respecta al tema de los síntomas psicóticos, deben
bastarnos estas observaciones. Las interpretaciones profundas son
escasamente provechosas, ya que el psicótico no aporta ninguna base
para una interpretación. Su miedo a la sombra es tan grande que casi
siempre la proyecta enteramente hacia fuera. El observador
interesado no tendrá dificultad para hallar la explicación si no
pierde de vista las dos reglas que se comentan repetidamente en este
libro:
Todo lo que el paciente
experimenta en el mundo exterior son proyecciones de su sombra
(voces, ataques, persecuciones, hipnosis, ansias asesinas,
etc.).
El comportamiento
psíquico en sí es la realización de una de las sombras no
asumida.
Los síntomas psíquicos, a fin de cuentas, no se prestan a una
interpretación, ya que expresan directamente el problema y no
necesitan otro plano en el que plasmarse. Por ello, todo lo que uno
pueda decir sobre la problemática de los síntomas psíquicos
enseguida suena trivial, ya que falta el paso de la traducción. De
todos modos, en este capítulo nos referiremos, por vía de ejemplo, a
tres síntomas muy difundidos y relacionados con el campo psíquico:
la depresión, el insomnio y la adicción.
La depresión
La depresión es un concepto compuesto por un cuadro de síntomas que
abarcan desde el abatimiento y la inhibición hasta la llamada
depresión endógena con apatía total. La depresión va acompañada de
la total paralización de la actividad, la melancolía y de una serie
de síntomas corporales como cansancio, trastornos del sueño,
inapetencia, estreñimiento, dolor de cabeza, taquicardia, dolor de
espalda, trastornos menstruales en la mujer y baja del tono
corporal. El depresivo sufre sentimiento de culpabilidad y
continuamente se hace reproches, trata de hacerse perdonar. Cabe
preguntar qué es lo que en realidad deprime al depresivo. En
respuesta hallamos tres temas:
1.
Agresividad.
Antes hemos dicho que la agresividad que no es conducida hacia el
exterior se convierte en dolor corporal. Esta afirmación puede
completarse diciendo que la agresividad reprimida en el aspecto
psíquico conduce a la depresión. La agresividad bloqueada y no
exteriorizada se dirige hacia dentro y convierte al emisor en
receptor. En la cuenta de la agresividad reprimida se cargan no sólo
los sentimientos de culpabilidad sino también los numerosos síntomas
somáticos que la acompañan, con sus dolores difusos. En otro lugar
decimos que la agresividad sólo es una forma especial de energía
vital y actividad. Por lo tanto, el que reprime con miedo su
agresividad, reprime también su energía y su actividad. La
psiquiatría trata de inducir al depresivo a alguna actividad, pero
esto el depresivo lo vive como una amenaza. El depresivo evita todo
lo que no tiene el reconocimiento público y trata de disimular los
impulsos agresivos y destructivos con una vida irreprochable. La
agresividad dirigida contra uno mismo encuentra su expresión más
clara en el suicidio. En el deseo de suicidio siempre hay que
preguntar a quién se dirige en realidad el propósito.
2.
Responsabilidad.
La depresión es —dejando aparte el suicidio—la forma extrema de
rehuir la responsabilidad. El depresivo no actúa sino que vegeta,
más muerto que vivo. Pero a pesar de su negativa a encarar
activamente la vida, el depresivo, a través de la puerta trasera de
los sentimientos de culpabilidad, sigue teniendo que afrontar el
tema de la «responsabilidad». El miedo a asumir responsabilidad está
en primer término en todas las depresiones que se producen
precisamente cuando el paciente tiene que entrar en otra fase de la
vida, por ejemplo, claramente en la depresión postparto.
3.Renuncia,
soledad, vejez, muerte.
Estos cuatro conceptos íntimamente relacionados entre sí abarcan el
último y, a nuestro entender, más importante conjunto de temas. El
paciente que sufre depresión es obligado violentamente a afrontar el
polo de la muerte. Todo lo vivo, como movimiento, cambio, relación
social y comunicación es arrebatado al depresivo y se le ofrece el
polo opuesto a lo vivo: apatía, inmovilidad, soledad, pensamientos
sobre la muerte. El polo de la muerte que con tanta fuerza se
manifiesta en la depresión, es la sombra de este paciente.
El conflicto radica en que se teme tanto a la vida como a la muerte.
La vida activa trae consigo culpabilidad y responsabilidad y esto es
lo que uno quiere evitar. Asumir responsabilidad significa también
renunciar a la proyección y aceptar la propia soledad. La
personalidad depresiva tiene miedo de esto y, por lo tanto, necesita
personas a las que aferrarse. La separación o la muerte de una de
estas personas suele ser desencadenante de una depresión. Uno se ha
quedado solo, y uno no quiere vivir solo ni asumir responsabilidad.
Uno tiene miedo a la muerte y, por lo tanto, no reconoce las
condiciones de la vida. La depresión nos da sinceridad: hace visible
la incapacidad de vivir y de morir.
Insomnio
El
número de personas que, durante un período más o menos largo, padece
trastornos del sueño, es muy grande. No menos grande es el consumo
de somníferos. Al igual que la comida y el sexo, el sueño es una
necesidad instintiva del ser humano. Pasamos en este estado una
tercera parte de la vida. Un lugar seguro, abrigado y cómodo donde
dormir es de capital importancia para el hombre y para el animal.
Por cansado que esté un animal o una persona, recorrerá un buen
trecho con tal de encontrar una buena cama. Las perturbaciones del
sueño las combatimos con gran inquietud y la falta de sueño la
siente el individuo como una de las mayores amenazas. Un buen
descanso suele estar asociado a muchas costumbres: una cama
determinada, una postura determinada, una hora determinada, etc. La
ruptura de esa costumbre puede perturbarnos el sueño.
El sueño es un fenómeno curioso. Todos podemos dormir sin haber
aprendido, pero no sabemos cómo. Pasamos una tercera parte de
nuestra vida en este estado pero no sabemos nada de él. Deseamos
dormir y, sin embargo, con frecuencia, percibimos una amenaza que
nos llega del mundo del sueño. Tratamos de desechar estos temores
restando importancia al tema, por ejemplo: «Sólo ha sido un
sueño», o: «Vano como un sueño», pero, si hemos de ser sinceros,
reconocemos que en el sueño experimentamos y vivimos con la misma
sensación de realidad que en la vigilia. Quien medite sobre este
tema, tal vez saque la conclusión de que el mundo de la vigilia es
también ilusión, sueño como el sueño nocturno y que ambos mundos
sólo existen en nuestra mente.
¿De dónde sale la idea de que nuestra vida, la que hacemos durante
el día, es más real o más auténtica que la de los sueños? ¿Quién nos
autoriza a poner un sólo delante de la palabra sueño? Cada
experiencia de la mente es igual de verdadera, no importa que la
llamemos realidad, sueño o fantasía. Puede ser un buen ejercicio
mental invertir la óptica habitual de la vida y el sueño e imaginar
que el sueño es nuestra verdadera vida, interrumpida a intervalos
regulares por períodos de vigilia.
«Wang soñó que era una mariposa. Estaba entre hierbas y flores.
Revoloteaba de un lado a otro. Luego despertó y no sabía si era Wang
que soñaba que era una mariposa o era una mariposa que soñaba que
era Wang.»
Esta
inversión es un buen ejercicio para descubrir que, desde luego,
conciencia de día y conciencia de noche, son polos que se compensan
mutuamente. Por analogía, corresponde al día y a la luz la vigilia,
la vida, la actividad y a la noche, la oscuridad, el reposo, el
inconsciente y la muerte.
Analogías
Yang
Yin
elemento masculino
elemento femenino
lóbulo izquierdo
del cerebro
lóbulo derecho del
cerebro
fuego
agua
día
noche
vigilia
sueño
vida
muerte
bien
mal
conciencia
inconsciente
intelecto
sentimiento
racional
irracional
De acuerdo con estas analogías de arquetipos, la voz popular llama
al sueño el hermano menor de la muerte. Cada vez que nos dormimos,
ensayamos la muerte. El sueño nos exige soltar todos los controles,
toda meditación, toda actividad. El sueño nos exige entrega y
confianza, abandonarnos a lo desconocido. No se puede conciliar el
sueño a la fuerza, con un acto de voluntad. No hay como querer
dormir a toda costa para no poder pegar ojo. Nosotros no podemos
sino crear las condiciones favorables, pero a partir de ahí tenemos
que aguardar con paciencia y confianza que el sueño venga. Apenas
nos está permitido observar el proceso: la observación nos impediría
dormir.
Todo lo que el sueño (y la muerte) exigen de nosotros no pertenece
precisamente a los puntos fuertes del ser humano. Todos estamos muy
anclados en el polo de la actividad, estamos muy orgullosos de
nuestras obras, dependemos mucho de nuestro intelecto y de nuestro
rígido control como para que el abandono, la confianza y la
pasividad sean formas de comportamiento familiares. Por lo tanto, a
nadie debe asombrar que el insomnio (¡junto al dolor de cabeza!) sea
uno de los trastornos más frecuentes de nuestra civilización.
Nuestra cultura, a causa de su unilateralidad, tiene dificultades
con todos los campos antipolares, como puede apreciarse rápidamente
por la lista de analogías que exponemos. Tenemos miedo del
sentimiento, de lo irracional, de la sombra, del inconsciente, del
mal, de la oscuridad y de la muerte. Nos aferramos a nuestro
intelecto y a nuestra conciencia de día con la que creemos poder
entenderlo todo. Cuando llega la invitación a «abandonarse» se
produce el miedo, porque la pérdida nos parece excesiva. Y, no
obstante, todos ansiamos dormir y experimentamos la necesidad. Como
la noche pertenece al día, así la sombra nos pertenece a nosotros y
la muerte, a la vida. El sueño nos lleva todos los días a ese umbral
entre el Aquí y Allá, nos acompaña a la zona oscura de nuestra alma,
nos hace vivir en el sueño lo no vivido y nos sitúa otra vez en
equilibrio.
El que sufre de insomnio —mejor dicho: de dificultad para conciliar
el sueño— tiene dificultades y miedo de soltar el control consciente
y abandonarse a su inconsciente. El individuo actual apenas hace una
pausa entre el día y la noche, sino que lleva consigo a la zona del
sueño todos sus pensamientos y actividades. Prolongamos el día
durante la noche y pretendemos analizar el lado nocturno de nuestra
alma con los métodos de la conciencia diurna. Falta la pausa de la
conmutación consciente.
El insomne debe aprender ante todo a terminar el día conscientemente
para poder entregarse por completo a la noche y a sus leyes. También
debe aprender a preocuparse de las zonas de su inconsciente, para
averiguar de dónde procede la ansiedad. La mortalidad es un tema
importante para él. El insomne carece de confianza y de capacidad de
entrega. Él se considera «activo» y no puede abandonarse. Los temas
son casi idénticos a los que consideramos al tratar del orgasmo. El
sueño y el orgasmo son pequeñas muertes que las personas con un Yo
muy desarrollado experimentan como peligro. Por lo tanto, la
conciliación con el lado nocturno de la vida es un somnífero
infalible.
Los viejos sistemas, tales como contar, dan resultado sólo en la
medida en que permiten distraer el intelecto. La monotonía aburre la
mitad izquierda del cerebro y la induce a cejar en su afán de
predominio. Todas las técnicas de meditación utilizan este recurso:
concentración en un punto, o en la respiración, en la repetición de
una mantra o un koan inducen a pasar del hemisferio
izquierdo al derecho, del lado del día al lado de la noche, de la
actividad a la pasividad. Quien experimente dificultades en esta
rítmica alternancia natural debe dedicar atención al polo que rehuye.
Esto es lo que pretende el síntoma. Proporciona al individuo tiempo
para dilucidar sus conflictos con las alarmas y los temores de la
noche. También en este caso el síntoma da sinceridad: todos los que
padecen de insomnio tienen miedo a la noche. Cierto.
La excesiva somnolencia denota el problema contrario. El que, a
pesar de haber dormido lo necesario, tiene problemas para despertar
y levantarse, debe analizar su temor a las exigencias del día, a la
actividad y el esfuerzo. Despertar y empezar el día significa actuar
y asumir responsabilidades. La persona que tiene dificultad para
pasar a la conciencia del día pretende huir al mundo de los sueños y
a la inconsciencia de la niñez y evitar los desafíos y
responsabilidades de la vida. En este caso, el tema se llama: huida
a la inconsciencia. Si el dormirse guarda relación con la muerte, el
despertar es un pequeño nacimiento. El nacimiento y el despertar a
la conciencia pueden resultar tan angustiosos como la noche y la
muerte. El problema está en la unilateralidad; la solución está en
el medio, en el equilibrio, en la conjunción. Sólo aquí se descubre
que nacimiento y muerte son uno.
TRASTORNOS DEL SUEÑO
El insomnio debe hacer que nos planteemos las siguientes
preguntas:
¿En qué medida dependo
del poder, el control, el intelecto y la observación?
¿Soy capaz de
desasirme?
¿Están desarrolladas en
mí la capacidad de entrega y la confianza?
¿Me preocupo del lado
nocturno de mi alma?
¿Cuánto temo a la
muerte? ¿He meditado sobre ella lo suficiente?
La excesiva somnolencia sugiere estas preguntas:
¿Rehuyo la actividad,
la responsabilidad y la toma de conciencia?
¿Vivo en un mundo de
sueños y tengo miedo de despertar a la realidad?
La adicción
El tema de la somnolencia nos lleva directamente a los
estupefacientes y la adicción, en general, problema cuyo tema
central es también la huida. Huida y búsqueda a la vez. Todos los
drogadictos buscaban algo pero dejaron la búsqueda muy pronto
conformándose con un sucedáneo. La búsqueda no debe acabar sino con
el hallazgo. Jesús dijo: «El que busca no debe dejar de buscar hasta
que encuentre; y cuando encuentre estará conmovido; y cuando esté
conmovido se admirará y reinará sobre el Todo.» (Tomás. Evangelios
Apócrifos, 2.)
Todos los grandes héroes de la mitología y la literatura buscan algo
—Ulises, Don Quijote, Parsifal, Fausto— pero no dejan de buscar
hasta que lo encuentran. La búsqueda lleva al héroe por peligros,
perplejidad, desesperación y oscuridad. Pero cuando encuentra, lo
encontrado hace que todos los esfuerzos parezcan insignificantes. El
ser humano va a la deriva y en su deambular es arrojado a las más
extrañas playas del alma, pero en ninguna debe demorarse ni
encallar, no debe dejar de buscar hasta haber encontrado.
«Buscad y encontraréis...», dice el Evangelio. Pero el que se
asusta de las pruebas y peligros, de las penalidades y extravíos del
camino, se queda en la adicción. Proyecta su afán de búsqueda en
algo que ya ha encontrado en el camino y ahí termina la búsqueda.
Asimila el sucedáneo a su objetivo y no se ve harto. Trata de saciar
el hambre con más y más del «mismo» sucedáneo y no advierte que
cuanto más come más hambre tiene. Se intoxica y no advierte que se
ha equivocado de objetivo y que debería seguir buscando. El miedo,
la comodidad y la ofuscación le aprisionan. Todo alto en el camino
puede intoxicar. En todas partes acechan las sirenas que tratan de
retener al caminante y hacerlo prisionero.
Cualquier cosa puede provocar adicción cuando no la limitamos:
dinero, poder, fama, influencia, saber, diversión, comida, bebida,
ascetismo, ideas religiosas, drogas. Sea lo que fuere, todo tiene
justificación en tanto que experiencia y todo puede convertirse en
manía cuando no sabemos decir basta. Cae en la adicción el que se
acobarda ante nuevas experiencias. El que considera su vida como un
viaje y siempre va de camino es un buscador, no un adicto. Para
sentirse buscar hay que reconocer la propia calidad de apátrida. El
que cree en ataduras ya es adicto. Todos tenemos nuestras
adicciones, con las que nuestra alma se embriaga una y otra vez. El
problema no es lo que nos provoca la adicción sino nuestra pereza
para seguir buscando. El examen de las adicciones nos indica, en el
mejor de los casos, el objeto de las ansias de cada cual. Y nuestra
perspectiva queda sesgada si absolvemos las adicciones aceptadas por
la sociedad (riqueza, trabajo, éxito, saber, etc.). De todos modos
aquí mencionaremos brevemente sólo las adicciones que en general son
consideradas patológicas.
Bulimia
Vivir es aprender. Aprender es asimilar principios que hasta el
momento sentíamos ajenos al Yo. La constante asimilación de lo nuevo
ensancha el conocimiento. Se puede sustituir el «alimento
espiritual» por «alimento material», el cual sólo provoca el
«ensanchamiento del cuerpo». Si el hambre de vida no se sacia
con experiencias, pasa al cuerpo y se manifiesta como hambre de
comida. Y es un hambre que no puede saciarse, ya que el vacío
interior no puede llenarse con comida.
En un capítulo anterior dijimos que el amor es apertura y
aceptación: el bulímico sólo vive el amor en el cuerpo, ya que en el
espíritu no puede. Ansía amor, pero no abre su interior sino sólo la
boca y se lo traga todo. El resultado se llama obesidad. El bulímico
busca amor, afirmación, recompensa, pero por desgracia en el plano
equivocado.
Alcohol
El
alcohólico ansía un mundo sin penas ni conflictos. El objetivo en sí
no es malo, lo malo es que él trata de conseguirlo rehuyendo los
conflictos y problemas. Él no está dispuesto a encararse con la
conflictividad de la vida y resolverla con el esfuerzo. Con el
alcohol, adormece sus conflictos y problemas y se pinta un mundo
sano. Generalmente, el alcohólico busca también el calor humano. El
alcohol produce una especie de caricatura de humanidad al destruir
las barreras y las inhibiciones, borra las diferencias sociales y
provoca una rápida camaradería, a la que, desde luego, falta
profundidad y solidez. El alcohol es la tentativa de apaciguar el
deseo de búsqueda de un mundo sano, feliz y hermanado. Todo lo que
se oponga al ideal hay que ahogarlo en vino.
Tabaco
El
hábito de fumar está relacionado con las vías respiratorias y los
pulmones. Recordemos que la respiración tiene que ver sobre todo con
la comunicación, el contacto y la libertad. Fumar es el intento de
estimular y satisfacer este afán. El cigarrillo es el sucedáneo de
la auténtica comunicación y la auténtica libertad. La publicidad de
los cigarrillos apunta deliberadamente a estos deseos de las
personas: la libertad del cow–boy, la superación de alegre compañía:
todos estos deseos relacionados con el Yo se satisfacen con un
cigarrillo. Uno hace kilómetros, ¿para qué? Quizá por una mujer, por
un amigo, por la libertad..., o uno sustituye todos estos nobles
fines por un cigarrillo, y el humo del tabaco borra los verdaderos
objetivos.
Drogas
El
hachís (marihuana) tiene una temática similar a la del alcohol. El
individuo huye de sus problemas y conflictos a un estado agradable.
El hachís les quita las aristas duras a la vida y suaviza el
contorno. Todo es más suave y los desafíos desaparecen.
La cocaína (y estimulantes similares como «Captagon») tiene
el efecto contrario. Mejora enormemente el rendimiento y, por lo
tanto, puede proporcionar un mayor éxito. Aquí hay que examinar
detenidamente el tema «éxito, rendimiento y reconocimiento»,
ya que la droga no es más que el medio de aumentar artificialmente
la fuerza creadora. La búsqueda del éxito es siempre búsqueda de
amor. Por ejemplo, en el mundo del espectáculo y del cine está muy
extendido el uso de la cocaína. El ansia de amor es el problema
específico de esta profesión. El artista que se exhibe busca el amor
y espera calmar estas ansias con el favor del público. (¡La
circunstancia de que esto no sea posible hace que, por un lado,
constantemente se «supere» y por el otro, se siente cada vez
más desgraciado!) Con o sin estimulante, aquí la adicción se llama:
éxito con el que se pretende calmar el hambre de amor.
La heroína permite dejar atrás definitivamente los problemas de este
mundo.
Las drogas psicodélicas (LSD, mescalina, hongos, etc.) son distintas
de las citadas hasta ahora. El que consume estas drogas tiene el
propósito (más o menos consciente) de realizar experiencias mentales
y trascendentales. Las drogas psicodélicas tampoco crean hábito en
el sentido estricto. No es fácil determinar si son medios legítimos
para abrir nuevas perspectivas a la conciencia, ya que el problema
no se halla en la droga propiamente dicha sino en la mente del
individuo que la utiliza. El ser humano sólo tiene derecho legítimo
a aquello que conquista con su esfuerzo.
Por lo tanto, suele
ser muy difícil controlar el nuevo espacio mental que nos
abren las drogas y no ser invadido por él. Cuanto más se
adentra uno en el camino de la verdadera búsqueda, menos
necesita de las drogas, desde luego. Todo lo que pueda
conseguirse por medio de las drogas se consigue también sin
ellas, sólo que más despacio. ¡Y la prisa es mal compañero
de viaje!