Con este reconocimiento empieza el camino esotérico, que en Oriente
se llama camino del yoga. Yoga es una palabra sánscrita que
significa yugo. El yugo siempre forma unidad de una dualidad:
dos bueyes, dos cubos, etc. Yoga es el arte de unir la dualidad.
Dado que la sexualidad contiene en sí el esquema básico del camino
y, al mismo tiempo, lo expone en un plano accesible a todos los
seres humanos, la sexualidad ha sido utilizada en todos los tiempos
para la representación analógica del camino. Aún hoy el turista
contempla con asombro y perplejidad en los templos orientales las —a
su modo de ver— pornográficas imágenes. No obstante, aquí la unión
sexual de dos divinidades se utiliza para exponer simbólicamente el
gran secreto de la conjunctio oppositorum.
Una de las peculiaridades
de la teología cristiana es la de haber denostado de tal manera el
cuerpo y la sexualidad que nosotros, hijos de una cultura de raíz
cristiana, tratamos de construir un antagonismo irreconciliable entre el
sexo y la senda espiritual (...desde luego, el simbolismo sexual no
siempre ha sido ajeno a los cristianos, como demuestran, por ejemplo,
las «doctrinas de la esposa de Cristo»). En muchos grupos que se
consideran a sí mismos «esotéricos» se cultiva todavía
activamente esta oposición entre carne y espíritu. En estos círculos se
confunde básicamente la transmutación con la represión. También aquí
bastaría comprender el fundamento esotérico «así arriba como abajo»
para darse cuenta de que lo que el ser humano no consiga abajo nunca
podrá realizarlo arriba. Es decir, el que tenga problemas sexuales
deberá resolverlos en el aspecto corporal, en lugar de buscar la
salvación en la huida: la unión de los opuestos es aún mucho más difícil
en los planos «superiores».
Desde este punto de
vista, tal vez resulte comprensible por qué Freud relaciona casi todos
los problemas humanos con la sexualidad. Esta actitud tiene su
justificación y sólo adolece de un pequeño defecto de forma.
Freud (y todos los que
piensen de este modo) omitió dar el último paso desde el plano de la
manifestación concreta hasta el principio que se halla detrás de ella.
Porque la sexualidad no es sino una de las formas de expresión posibles
del principio de la «polaridad» o «unión de los contrarios».
Planteado el tema de esta forma abstracta, incluso los críticos de Freud
tendrían que convenir en que: todos los problemas humanos pueden
reducirse a la polaridad y a la tentativa de aunar los contrarios (este
paso lo dio finalmente C. G. Jung). De todos modos, lo cierto es que la
mayoría de los seres humanos descubren, experimentan y dirimen los
problemas de la polaridad primeramente en el plano de la sexualidad.
Ésta es la razón por la que la sexualidad y la convivencia generan los
mayores motivos de conflicto para el ser humano: es el difícil problema
de la «polaridad» lo que atormenta al ser humano hasta que éste
halla el punto de la unidad.
Trastornos de la regla
El flujo mensual es
expresión de feminidad, fertilidad y receptividad. La mujer está
sometida a este ritmo. Tiene que amoldarse a él y aceptar las
limitaciones que le impone. Con el término de amoldarse tocamos un
aspecto fundamental de la feminidad: la abnegación. Al decir feminidad
nos referimos al principio general del polo femenino en el mundo, al que
los chinos, por ejemplo, llaman «Yin», los alquimistas simbolizan
con la Luna y la psicología profunda expresa con el símbolo del agua.
Desde esta óptica, cada mujer no es sino manifestación del principio
femenino arquetípico. El principio femenino puede definirse por su
receptividad. Así en «I Ging» se lee: «Lo masculino rige lo
creativo, lo femenino rige lo receptivo.» Y, en otro lugar: «En
la receptividad está la mayor capacidad de entrega del mundo.»
La capacidad de entrega
es la característica esencial de la mujer: es la base de todas las demás
facultades, como la de apertura, absorción, acogida. La capacidad de
entrega exige también la renuncia a la actuación activa. Examinemos los
símbolos de la feminidad: la Luna y el agua. Ambos renuncian a irradiar
y emitir como sus polos opuestos, el Sol y el fuego. Por ello, son
capaces de absorber, acumular y reflejar la luz y el calor. El agua
renuncia a la pretensión de poseer forma propia: adopta cualquier forma.
Se amolda, en entrega.
La polaridad Sol y Luna,
fuego y agua, masculino y femenino, no lleva implícita valoración
alguna. Toda valoración sería absolutamente improcedente, ya que, por sí
solo, cada polo está incompleto: para estar entero necesita del otro
polo. Ahora bien, esta calidad de entero sólo se consigue cuando ambos
polos representan plenamente su peculiaridad específica. En muchas
reinvindicaciones emancipadoras se pasan por alto fácilmente estas leyes
del arquetipo. Sería una tontería que el agua se quejara de no poder
arder ni brillar y por ello se sintiera inferior. Precisamente por no
poder arder puede recibir, capacidad a la que el fuego tiene que
renunciar. Uno no es mejor ni es peor que el otro, sólo es diferente. De
esta diferencia entre los polos surge la tensión llamada «vida».
Nivelando los polos no se consigue eliminar oposiciones. La mujer que
acepte y viva plenamente su feminidad nunca se sentirá «inferior».
La «no reconciliación»
con la propia feminidad subyace en la mayoría de los trastornos
menstruales y en muchos otros síntomas del campo sexual. La entrega, la
adaptabilidad, siempre es difícil para el ser humano, exige renuncia a
la propia voluntad, al yo, al predominio del ego. Uno tiene que
sacrificar algo de su ego, una parte de sí, y esto es lo que la
menstruación exige de la mujer. Porque, con la sangre, la mujer
sacrifica una parte de su fuerza vital. La regla es un pequeño embarazo
y un pequeño parto. Y, en la medida en que una mujer no esté conforme
con esta «regla», se producirán trastornos y dolencias menstruales.
Éstos indican que una parte de la mujer (por lo general,
inconscientemente) se rebela ya sea a la regla, al sexo o al hombre, o a
todo ello. Precisamente a esta rebelión, «yo no quiero», apela la
propaganda de las compresas y tampones, prometiendo que, si empleas el
producto, serás libre y podrás hacer todo lo que quieras durante el
periodo. La publicidad explota hábilmente el conflicto básico de la
mujer: ser mujer, sí, pero no aceptar lo que trae consigo la condición
femenina.
A la que
sufre dolores menstruales le duele ser mujer. Los problemas menstruales
denotan problemas sexuales, pues la resistencia a la entrega que se
manifiesta en el trastorno menstrual delata un agarrotamiento de la vida
sexual. La que se relaja en el orgasmo se relaja también en la
menstruación. El orgasmo es una pequeña muerte, lo mismo que el sueño.
También la menstruación tiene algo de muerte: unos tejidos mueren y son
expulsados. Pero morir no es sino la invitación a superar las
limitaciones del yo y sus ansias de dominio y dejar que las cosas sigan
su curso. La muerte sólo es una amenaza para el ego, nunca para el ser
humano en sí. El que se aferra al ego experimenta la muerte como una
lucha. El orgasmo también es una pequeña muerte, porque exige
desprenderse del Yo. Y es que el orgasmo es la unión del Yo y el Tú, lo
cual presupone la apertura de la frontera del Yo. Quien se aferra al Yo
no experimenta el orgasmo (lo mismo ocurre cuando se quiere conciliar el
sueño, como se verá más adelante). La afinidad entre muerte, orgasmo y
menstruación debería estar clara: es la capacidad de entrega, el estar
dispuesto a sacrificar una parte del ego.
No es de extrañar, pues,
que, como ya hemos visto, las anoréxicas no menstrúen o padezcan
trastornos menstruales: es el ansia de dominio reprimida lo que les
impide aceptar la regla. Tienen miedo de su feminidad, miedo de la
sexualidad, de la fertilidad y de la maternidad. Se ha comprobado que en
situaciones de gran angustia e inseguridad, catástrofes, cárcel, campos
de trabajo y campos de concentración suelen producirse faltas de la
menstruación (amenorrea secundaria). Y es que, desde luego, tales
situaciones, lejos de fomentar el tema de la «entrega», inducen a la
mujer a adoptar actitudes masculinas de actividad y autoafirmación.
Hay otro aspecto de la
menstruación que no debemos pasar por alto: el flujo menstrual es
expresión de la facultad de tener hijos. La menstruación produce
reacciones distintas, según la mujer desee tener un hijo o no. Si lo
desea, le indica que «tampoco esta vez pudo ser». En este caso, el
período provoca molestias y mal humor. La regla se acusa «con dolor».
Pese a su deseo de tener hijos, estas mujeres suelen utilizar métodos
anticonceptivos, aunque poco fiables: es el compromiso entre la
inconsciente ansia de maternidad y el afán de procurarse una coartada.
Si la mujer teme quedar embarazada, espera la regla con ansiedad, lo
cual es el medio más seguro para producir un retraso. El flujo suele ser
entonces abundante y prolongado, circunstancia que también puede
utilizarse para rehuir el sexo. Básicamente, la regla, como cualquier
síntoma, puede esgrimirse como instrumento ya sea para eludir el acto
sexual, ya para reclamar atenciones y mimos.
La menstruación es
determinada físicamente por la interrelación de la hormona femenina
estrógeno y la hormona masculina gestágeno. Esta interrelación
corresponde a una «sexualidad a escala hormonal». Si esta «sexualidad
hormonal» se perturba, se trastorna también la regla. Esta clase de
anomalías difícilmente se subsana con la administración de hormonas
medicamentosas, ya que las hormonas son exclusivamente representantes
materiales de las partes del alma masculina y femenina. La curación sólo
puede hallarse en la reconciliación con la propia condición sexual, ya
que éste es requisito indispensable para poder realizar en sí el polo
del sexo opuesto.
El embarazo imaginario (Pseudogravidez)
El
embarazo imaginario nos permite observar con claridad meridiana la
traslación de procesos psíquicos al campo somático. Estas mujeres no
sólo experimentan síntomas subjetivos del embarazo, como: antojos,
sensación de hartazgo, náuseas y vómitos, sino también la típica
hinchazón de los pechos, pigmentación de los pezones e, incluso,
secreción láctica. La mujer siente los movimientos del niño y el vientre
se le abulta como en los últimos meses de un embarazo real. Este
fenómeno del embarazo aparente, conocido desde la antigüedad pero
relativamente raro, se debe al conflicto entre un gran deseo de tener
hijos y el miedo inconsciente a la responsabilidad. Si el embarazo
aparente se presenta en mujeres que viven solas y aisladas, puede ser
indicio de un conflicto entre sexualidad y maternidad. Una desea
desempeñar el noble papel de madre pero sin que intervenga el innoble
contacto sexual. En cualquier caso, el embarazo aparente del cuerpo
indica la verdad: se hincha sin contenido.
Problemas del embarazo
Los
problemas del embarazo denotan siempre un rechazo del niño. Esta
afirmación será sin duda rebatida con vehemencia por aquellas personas
en las que mejor encaja. Pero, si queremos conocer la verdad, si
queremos conocernos a nosotros mismos, tenemos que prescindir de los
valores habituales. Porque son el peor enemigo de la sinceridad.
Mientras uno esté convencido de que para ser buena persona sólo tiene
que mantener una actitud u observar un comportamiento determinados,
forzosamente reprimirá todos los impulsos que no encajen con su esquema.
Estos impulsos reprimidos son lo que, en forma de síntomas corporales,
equilibran la realidad.
No nos cansamos de
insistir sobre este aspecto, para que nadie se engañe a sí mismo con un
precipitado: «¡Eso no va conmigo!» El tener hijos es precisamente
uno de los temas más positivamente valorados, lo que da lugar a mucha
falta de sinceridad, la cual, a su vez, se traduce en síntomas. Por
ejemplo, las pérdidas indican el deseo de perder el niño: es un aborto
inconsciente. Este rechazo del niño se manifiesta en forma más suave en
la (casi habitual) náusea y, especialmente, en los vómitos del embarazo.
Es síntoma que se manifiesta sobre todo en mujeres muy delicadas y
delgadas, dado que en ellas el embarazo produce un fuerte incremento de
las hormonas femeninas (estrógeno). Pero, precisamente en las mujeres
menos femeninas, esta irrupción (hormonal) de feminidad genera un temor
y rechazo que se manifiesta en náuseas y vómitos. La generalizada
sensación de náusea y malestar durante un embarazo indica únicamente que
son muchos los casos en los que la llegada de un hijo provoca, además de
alegría, una sensación de rechazo. Ello es comprensible, ya que, al fin
y al cabo, un hijo supone un cambio trascendental en la vida y una
responsabilidad que, en un principio, indudablemente desencadena temor.
Pero, en la medida en que este conflicto no se afronta conscientemente,
el rechazo pasa al cuerpo.
Gestosis del embarazo
Hay que distinguir
entre la gestosis temprana (6º a 14º semana) y la gestosis tardía
llamada también toxemia del embarazo. La gestosis se manifiesta con
hipertensión, pérdida de albúmina por el riñón, calambre (eclampsia del
embarazo), mareos y vómitos matutinos. El cuadro indica rechazo del niño
e intentos, unos simbólicos y otros concretos, de librarse de él. La
albúmina que se pierde por los riñones es muy necesaria para el niño.
Pero, puesto que se pierde, no le es suministrada: se trata, pues, de
impedir su crecimiento negándole la materia prima. Los calambres revelan
el intento de expulsar al niño (se asemejan a las contracciones del
parto). Todos estos síntomas, relativamente frecuentes, indican el
conflicto descrito. De la violencia y peligrosidad de los síntomas puede
deducirse la fuerza del rechazo o en qué medida la madre está dispuesta
a admitir al niño.
En la gestosis tardía
encontramos un cuadro ya más agudo que amenaza seriamente no sólo al
bebé sino también a la madre. En este caso, el riego sanguíneo de la
placenta se reduce sustancialmente. La superficie de intercambio de la
placenta es de doce a catorce metros cuadrados. Con la gestosis, queda
reducida a unos siete metros cuadrados, y con menos de cuatro metros y
medio, el feto muere. La placenta es el órgano de contacto entre la
madre y el hijo. Si el riego sanguíneo se reduce, se merma el contacto.
La insuficiencia placentaria provoca la muerte del feto en una tercera
parte de los casos. Si el bebé sobrevive a la gestosis tardía, suele ser
raquítico y tener aspecto de anciano. La gestosis tardía es el intento
del cuerpo de asfixiar al niño, en el cual la madre arriesga su propia
vida.
La medicina considera que
son propensas a la gestosis las diabéticas, las enfermas del riñón y las
obesas. Si examinamos estos tres grupos vemos que tienen un problema
común: el amor. Las diabéticas son incapaces de aceptar amor y, por lo
tanto, tampoco pueden darlo; las enfermas de riñón tienen problemas de
convivencia, y las obesas, con su bulimia, indican que tratan de
resarcirse de la falta de amor con la comida. No es pues de extrañar que
mujeres que tienen problemas con el tema del «amor» tengan dificultades
para abrirse a un niño.
El parto y la lactancia
Todos los problemas que
retrasan o dificultan el parto indican la tentativa de retener al niño,
la negativa de separarse de él. Este problema ancestral entre madre e
hijo se repite cuando el hijo quiere abandonar la casa paterna. Es la
misma situación en planos distintos: en el parto, el niño abandona la
seguridad del claustro materno y, en el segundo caso, el amparo de la
casa paterna. Ambas situaciones suelen conducir a un «parto difícil»
hasta que, finalmente, se corta el cordón umbilical. También aquí el
tema consiste en «soltar».
Cuanto más profundizamos
en los cuadros de la enfermedad y, por consiguiente, en los problemas
del ser humano, mejor observamos que la vida humana oscila entre los
polos de «tomar» y «dejar». El primero suele llamarse
también «amor» y el segundo, en su forma extrema, «muerte».
Vivir consiste en ejercitar rítmicamente la aceptación y el
desprendimiento. Lo más frecuente es que se pueda hacer una cosa y no la
otra y, a veces ninguna de las dos. En el acto sexual, la mujer tuvo que
abrirse y ensancharse para admitir al Tú. En el parto tiene que volver a
abrirse y ensancharse, ahora para desprenderse de una parte de su ser, a
la que debe dejar que se convierta en Tú. Si se resiste, el parto se
complica y hay que recurrir a la cesárea. Los niños hipermaduros suelen
nacer por cesárea, carácter que expresa esta «resistencia a la
separación». También las restantes causas que suelen determinar la
práctica de la cesárea son indicios del mismo problema: la mujer tiene
miedo de ser demasiado estrecha, de sufrir desgarro del perineo o de
resultar poco atractiva para el hombre.
El problema contrario se
da en el parto prematuro que suele ser provocado por una rotura de aguas
antes de tiempo, la cual, a su vez, es debida a contracciones que se
adelantan a su momento. Es el intento del niño por abrirse paso.
La lactancia materna es
mucho más que simple alimentación. La leche materna contiene anticuerpos
que protegen al niño durante el primer medio año. Sin la leche materna,
el niño carece de esta protección que es mucho más amplia que la que
proporcionan los anticuerpos por sí solos. El niño que no mama de su
madre está privado del contacto directo y falto de la sensación de
protección que la madre transmite por el acto de «apretarlo contra su
pecho». El caso del niño que no mama de su madre expresa la falta de
deseo de la madre de alimentarlo, de protegerlo, de ocuparse
personalmente de él. Este problema es objeto de una represión más
profunda en las madres que no tienen leche que en las que reconocen
francamente que no quieren dar de mamar.
Esterilidad
Cuando una
mujer no tiene hijos a pesar de desearlos, ello indica bien la presencia
de un rechazo inconsciente, bien que el deseo de tener un hijo se funda
en una motivación engañosa. Motivación engañosa puede ser, por ejemplo,
el afán de retener a la pareja por medio del niño o el de relegar a
segundo plano problemas existentes. En tales casos, el cuerpo suele
reaccionar con sinceridad y clarividencia. Análogamente, la esterilidad
del hombre indica el miedo a las ataduras y a la responsabilidad que un
niño pondría en su vida.
La menopausia y el climaterio
El final de la
menstruación supone para la mujer un cambio de vida tan trascendental
como la aparición de la primera regla. La menopausia señala a la mujer
la pérdida de la facultad de procrear y, por lo tanto, también la
pérdida de una forma de expresión específicamente femenina. La manera en
que este cambio sea experimentado y asumido por la mujer dependerá de su
actitud hacia la propia feminidad y de la satisfacción sexual
experimentada hasta el momento. Además de las reacciones secundarias de
ansiedad, irritabilidad y falta de energía, todos ellos indicios de
dificultad para amoldarse a la nueva etapa de la vida, existen una serie
de síntomas de carácter más somático. Son conocidos los sofocos, con los
cuales, en realidad, se pretende aparentar «calor sexual». Es un
intento de demostrar que, con la pérdida de la regla, no se ha perdido
la feminidad en el sentido sexual, y de este modo una demuestra que está
caliente. También las frecuentes hemorragias son afán de simular
fertilidad y juventud.
La magnitud de los
problemas y dolencias del climaterio dependen, en gran medida, de la
plenitud con que se haya experimentado la propia feminidad. Todos los
deseos no realizados suelen agigantarse en esta fase, produciendo
amargura por las oportunidades perdidas, ansiedad y deseos de
recuperación. Sólo lo no vivido nos hace arder. En esta fase de la vida,
suelen producirse también los miomas del útero, tumores benignos del
tejido muscular. Estos tumores de la matriz simbolizan un embarazo: la
mujer alimenta en la matriz algo que luego habrá que extraer por medio
de una operación que será como un parto. Los miomas pueden considerarse
indicio de inconscientes deseos de embarazo.
Frigidez e impotencia
Detrás de
todos los trastornos sexuales está el miedo. Ya hemos hablado de la
relación existente entre el orgasmo y la muerte. El orgasmo amenaza
nuestro Yo, ya que libera una fuerza que no podemos dominar, que no
podemos controlar con nuestro ego. Todos los estados de éxtasis o
delirio —tanto de índole sexual como religioso— desencadenan en las
personas fascinación y temor. El temor se acrecienta en la medida en que
una persona está acostumbrada a controlarse. El éxtasis es pérdida del
control.
El autodominio es una
cualidad que nuestra sociedad valora de forma muy positiva y, que, por
lo tanto, inculca activamente en los niños («¡Ya basta de llanto!»).
La afirmación de que un riguroso autodominio facilita la convivencia
social es también muestra de la increíble falsedad de esta sociedad. En
definitiva, el autodominio no es sino la represión al inconsciente de
todos los impulsos no deseados por una comunidad. Con ello, el impulso
desaparece de la vista, sí, pero tenemos que preguntarnos qué pasará con
él. Por naturaleza, el impulso tiene que manifestarse, es decir que
pugnará por volver a salir a la superficie, y el ser humano tendrá que
seguir gastando energía para seguir reprimiéndolo y controlándolo.
Aquí se ve por qué el ser
humano tiene miedo a la pérdida de control. Un estado de éxtasis o
embriaguez «destapa» el inconsciente y enseña todo lo que hasta
ahora fuera cuidadosamente ocultado. Y el ser humano practica una
sinceridad que habitualmente le resulta dolorosa. «In veno veritas»,
decían ya los romanos. En la embriaguez, de un manso cordero brotan
accesos de furiosa agresividad, mientras que un «tipo duro» puede
echarse a llorar. La reacción es auténtica, pero socialmente indecorosa:
por eso, «uno tiene que dominarse». En estos casos, el hospital
nos hace sinceros.
La persona que, por miedo
a perder el control, constantemente se ejercita en el autodominio,
encuentra muy difícil renunciar al control del Yo sólo en la sexualidad
y dejar libre curso a los acontecimientos. En el orgasmo, ese pequeño Yo
del que siempre estamos tan orgullosos, tiene que desaparecer. En el
orgasmo, el Yo muere (¡...por desgracia, sólo momentáneamente, ya que,
si no, la iluminación sería mucho más fácil!). Pero el que se aferra al
Yo bloquea el orgasmo. Cuanto más pretende el Yo forzar el orgasmo,
menos lo consigue. Esta ley, aunque conocida, se olvida con frecuencia.
Mientras el Yo desea algo, es imposible alcanzarlo. En última instancia,
el deseo se traduce en todo lo contrario: desear dormir produce
insomnio, desear potencia hace impotente. ¡Mientras el Yo ansíe la
iluminación no la conseguirá! El orgasmo es la renuncia al Yo: sólo así
se consigue la «unificación», porque, mientras exista un Yo
existirá también un «los otros» y viviremos en la dualidad. Si
quieren experimentar el orgasmo, tanto el hombre como la mujer tienen
que relajarse, dejar que las cosas sigan su curso. Pero, para que haya
armonía en la relación sexual, además de este requisito común, hombre y
mujer tienen que cumplir otros específicos de su sexo.
Ya hemos hablado
extensamente de la capacidad de entrega como principio de la feminidad.
La frigidez indica no que una mujer no quiera entregarse plenamente sino
que quiere hacer de hombre. No desea supeditarse, no quiere estar
«abajo», quiere mandar. Estas ansias de dominio y de poder son
expresión del principio masculino e impiden que la mujer se identifique
plenamente con el principio de la feminidad. Estas alteraciones,
naturalmente, tienen que perturbar un proceso polar tan sensible como la
sexualidad. Esta observación se confirma por el hecho de que las mujeres
frígidas pueden experimentar el orgasmo por medio del onanismo. En el
onanismo desaparece el problema del dominio y la entrega: una se siente
sola y no necesita acoger a nadie, sólo las propias fantasías. Un Yo que
no se ve amenazado por un Tú se retira voluntariamente. En la frigidez
se manifiestan también los temores de las mujeres a sus propios
instintos, especialmente cuando se valoran tópicos tales como mujer
decente, golfa, etcétera. La mujer frígida no quiere relajarse ni
abrirse, sino mantenerse fría.
El principio masculino es
hacer, crear y realizar. El hombre (Yang) es activo y, por lo tanto,
agresivo. La potencia sexual es expresión y símbolo de poder, la
impotencia es debilidad. Detrás de la impotencia está el temor a la
propia masculinidad y a la propia agresividad. Uno tiene miedo a tener
que demostrar su hombría. La impotencia es también expresión de temor a
la feminidad en sí. Lo femenino se ve como una amenaza que quiere
engullirnos. Lo femenino se manifiesta aquí en el aspecto de la vieja
que se come a los niños, la bruja. Uno no quiere ir a la «guarida de
la bruja». Ello demuestra también poca identificación con la
masculinidad y por lo tanto, con los atributos de poder y agresividad.
El impotente se identifica más con el polo pasivo y el papel del
subordinado. Tiene miedo a la acción. Y, una vez más, se entra en el
círculo vicioso de tratar de conseguir la potencia con la voluntad y el
esfuerzo. Cuanto mayor es la presión, más inalcanzable la erección. La
impotencia debería ser el acicate para averiguar la propia actitud
frente a los temas de poder, fuerza y agresividad y las fobias
relacionadas con ellos.