Si
esta terminología (por cierto, habitual) resulta al lector un tanto
«bélica», recuérdese que en el proceso inflamatorio se trata
realmente de una «guerra en el cuerpo»: una fuerza de agentes
enemigos (bacterias, virus, toxinas) que adquiere proporciones
peligrosas es atacada y combatida por el sistema de defensas del
cuerpo. Esta batalla la experimentamos nosotros en síntomas tales
como hinchazón, enrojecimiento, dolor y fiebre. Si el cuerpo
consigue derrotar a los agentes infiltrados, se ha vencido la
infección. Si ganan los invasores, el paciente muere. En este
ejemplo, es fácil hallar la analogía entre inflamación y guerra. Sin
que exista relación causal entre una y otra, ambas muestran, empero,
la misma estructura interna y en las dos se manifiesta el mismo
principio, aunque en distinto plano.
El idioma refleja
claramente esta íntima relación. La palabra inflamación contiene la
«llama» que puede hacer explotar el barril de pólvora. Se trata de
imágenes que utilizamos también al referirnos a conflictos armados. La
situación se inflama, se prende fuego a la mecha, se arroja la antorcha,
Europa quedó envuelta en llamas, etc. Con tanto combustible, más tarde o
más temprano se produce la explosión por la que se descarga lo
acumulado, como observamos no sólo en la guerra, sino también en nuestro
cuerpo cuando se nos revienta un grano, sea pequeño o grande.
Para nuestro
razonamiento, trasladaremos la analogía a otro plano: el psíquico.
También una persona puede explotar. Pero con esta expresión no nos
referimos a un absceso sino a una reacción emotiva por la que trata de
liberarse un conflicto interior. Nos proponemos contemplar
sincrónicamente los tres planos «mente–cuerpo–naciones» para
apreciar su exacta analogía con «conflicto–inflamación–guerra»,
la cual encierra ni más ni menos que la clave de la enfermedad.
La
polaridad de nuestra mente nos coloca en un conflicto permanente, en el
campo de tensión entre dos posibilidades. Constantemente, tenemos que
decidirnos (en alemán, ent-scheiden, expresión que originariamente
significa «desenvainar»), renunciar a una posibilidad, para
realizar la otra. Por lo tanto, siempre nos falta algo, siempre estamos
incompletos. Dichoso el que pueda sentir y reconocer esta constante
tensión, esta conflictividad, ya que la mayoría se inclinan a creer que,
si un conflicto no se ve, no existe. Es la ingenuidad que hace pensar al
niño que puede hacerse invisible sólo con cerrar los ojos. Pero a los
conflictos les es indiferente ser percibidos o no: ellos están ahí. Pero
cuando el individuo no está dispuesto a tomar consciencia de sus
conflictos, asumirlos y buscar solución, ellos pasan al plano físico y
se manifiestan como una inflamación. Toda infección es un conflicto
materializado. El enfrentamiento soslayado en la mente (con todos sus
dolores y peligros) se plantea en el cuerpo en forma de inflamación.
Examinemos este proceso
en los tres planos de inflamación–conflicto–guerra:
1. Estimulo:
penetran los agentes. Puede tratarse de bacilos, virus o venenos
(toxinas). Esta penetración no depende tanto —como creen muchos
profanos— de la presencia de los agentes como de la predisposición del
cuerpo a admitirlos. En medicina, se llama a esto falta de inmunidad.
El problema de la infección no consiste tanto —como creen los fanáticos
de la esterilización— en la presencia de agentes como en la facultad de
convivir con ellos. Esta frase puede aplicarse casi literalmente al
plano mental, ya que tampoco aquí se trata de hacer que el individuo
viva en un mundo estéril, libre de gérmenes, es decir, de problemas y de
conflictos, sino de que sea capaz de convivir con ellos. Que la
inmunidad está condicionada por la mente se reconoce incluso en el campo
científico, donde se está profundizando en las investigaciones del
estrés.
De todos modos, es mucho
más impresionante observar atentamente estas relaciones en uno mismo. Es
decir, el que no quiera abrir la mente a un conflicto que le
perturbaría, tendrá que abrir el cuerpo a los agentes infecciosos. Estos
agentes se instalan en determinados puntos del cuerpo, llamados loci
minoris resistentiae, considerados por la medicina académica como
debilidades congénitas. El que sea incapaz de pensar analógicamente,
al llegar a este punto se embarullará en un conflicto teórico insoluble.
La medicina académica limita la propensión de determinados órganos a las
infecciones a estos puntos débiles congénitos, lo cual, aparentemente,
descarta cualquier otra interpretación. De todos modos, a la
psicosomática siempre le intrigó que determinado tipo de problemas se
relacionaran siempre con los mismos órganos, actitud que rebate la
teoría de la medicina académica de los loci minoris resistentiae.
De todos
modos, esta aparente contradicción se deshace rápidamente cuando
contemplamos la batalla desde un tercer ángulo. El cuerpo es expresión
visible de la conciencia como una casa es expresión visible de la idea
del arquitecto. Idea y manifestación se corresponden, como el positivo y
el negativo de una fotografía, sin ser lo mismo. Cada parte y cada
órgano del cuerpo corresponde a una determinada zona psíquica, una
emoción y una problemática determinada (en estas correspondencias se
basan, por ejemplo, la fisionomía, la bioenergética y las técnicas del
psicomasaje). El individuo se encarna en una conciencia cuyo estadio es
producto de lo aprendido hasta el momento. La conciencia trae consigo un
determinado modelo de problemas cuyos retos y soluciones configurarán el
destino, porque carácter + tiempo = destino. El carácter no se
hereda ni es configurado por el entorno sino que es «aportado»:
es expresión de la conciencia, es lo que se ha encarnado.
Este estadio de la
conciencia, con las específicas constelaciones de problemas y misiones,
es lo que la astrología representa simbólicamente en el horóscopo
mediante la medición del tiempo. (Para más información, véase Schicksal
als Chance.) Pero, puesto que el cuerpo es expresión de la conciencia,
también él lleva el modelo correspondiente. Es decir, que determinados
problemas mentales tienen su contrapartida corporal u orgánica en una
determinada predisposición. Es un método análogo el que utiliza, por
ejemplo, el diagnóstico del iris, aunque hasta ahora no se ha tomado en
consideración una posible correlación psicológica.
El locus minoris
resistentiae es ese órgano que siempre tiene que asumir el proceso
de aprendizaje en el plano corporal cuando el individuo no presta
atención al problema psíquico que corresponde a ese órgano. El tipo de
problema que corresponde a cada órgano es algo que nos proponemos
aclarar paso a paso en este libro. El que conoce esta correspondencia
aprecia una nueva dimensión en cada proceso patológico, dimensión que
escapa a los que no se atreven a liberarse del sistema filosófico
causal.
Ahora
bien, examinando el proceso inflamatorio en sí, sin asociarlo a un
órgano determinado, vemos que en la primera fase (estímulo) los agentes
penetran en el cuerpo. Este proceso corresponde, en el plano psíquico,
al reto que supone un problema. Un impulso que no hemos atendido hasta
ahora penetra a través de las defensas de nuestra conciencia y nos
ataca. Inflama la tensión de una polaridad que, desde ahora, nosotros
experimentamos conscientemente como conflicto. Si nuestras defensas
psíquicas funcionan muy bien, el impulso no llega a nuestra conciencia,
somos inmunes al desafío y, por lo tanto, a la experiencia y al
desarrollo.
También aquí impera la
disyuntiva de la polaridad: si renunciamos a la defensa en la
conciencia, la inmunidad física se mantiene, pero si nuestra conciencia
es inmune a los nuevos impulsos, el cuerpo quedará abierto a los
atacantes. No podemos sustraernos al ataque, sólo podemos elegir el
campo. En la guerra, esta primera fase del conflicto corresponde a la
penetración del enemigo en un país (violación de frontera).
Naturalmente, el ataque atrae sobre los invasores toda la atención
política y militar —todos se movilizan, concentran sus energías en el
nuevo problema, forman un ejército, buscan aliados—; en suma, todos los
esfuerzos se dirigen al foco del conflicto. En lo corporal, a este
proceso se le llama:
2. Fase de exudación:
los atacantes se han introducido y formado un foco de inflamación. De
todas partes afluye el líquido y experimentamos hinchazón de los tejidos
y tensión. Si durante esta segunda fase observamos el conflicto en el
plano psíquico, veremos que también en él aumenta la tensión. Toda
nuestra atención se centra en el nuevo problema —no podemos pensar en
otra cosa—, nos persigue de día y de noche —no sabemos hablar de nada
más—, todos nuestros pensamientos giran sin parar en torno al problema.
De este modo, casi toda nuestra energía psíquica se concentra en el
conflicto: literalmente, lo alimentamos, lo hinchamos hasta que se alza
ante nosotros como una montaña inaccesible. El conflicto ha inmovilizado
todas nuestras fuerzas psíquicas.
3. Reacción defensiva:
el organismo fabrica unos anticuerpos específicos para cada tipo de
atacantes (anticuerpos producidos en la sangre y en la médula). Los
linfocitos y los granulocitos construyen una pared alrededor de los
atacantes, los cuales empiezan a ser devorados por los macrófagos. Por
lo tanto, en el plano corporal, la guerra está en su apogeo: los
enemigos son rodeados y atacados. Si el conflicto no puede resolverse
localmente, se impone la movilización general: todo el país va a la
guerra y pone su actividad al servicio de la conflagración. En el cuerpo
experimentamos esta situación como
4. Fiebre:
las fuerzas defensivas destruyen a los atacantes, y los venenos que con
ello se liberan producen la reacción de la fiebre. En la fiebre, todo el
cuerpo responde a la inflamación local con una subida general de la
temperatura. Por cada grado de fiebre se duplica el índice de actividad
del metabolismo, de lo que se deduce en qué medida la fiebre intensifica
los procesos defensivos. Por ello la sabiduría popular dice que la
fiebre es saludable. La intensidad de la fiebre es, pues, inversamente
proporcional a la duración de la enfermedad. Por lo tanto, en lugar de
combatir pusilánime y sistemáticamente cualquier aumento de la
temperatura, deberíamos restringir el uso de antitérmicos a los casos en
los que la fiebre alcance proporciones peligrosas para la vida del
paciente.
En el plano psíquico, el
conflicto, en esta fase, absorbe toda nuestra atención y toda nuestra
energía. La similitud entre la fiebre corporal y la excitación psíquica
es evidente, por lo que también hablamos de expectación o de angustia
febril. (La célebre canción «pop» Fever expresa la ambivalencia
de la palabra.) Así, cuando nos excitamos sentimos calor, se aceleran
los latidos del corazón, nos sonrojamos (tanto de amor como de
indignación...), sudamos de excitación y temblamos de ansiedad. Ello no
es precisamente agradable, pero sí saludable. Porque no es sólo que la
fiebre sea saludable, es que más saludable aún es afrontar los
conflictos —a pesar de lo cual la gente trata de bajar la fiebre y de
sofocar los conflictos— y, además, se ufana de practicar la represión.
(Si la represión no resultara tan divertida...)
5. Lisis (resolución):
supongamos que ganan las defensas del cuerpo, que ponen en fuga a una
parte de los agentes extraños y se incorporan a los demás (devorándolos)
con la consiguiente destrucción de defensas e invasores. Estas bajas de
ambos bandos constituyen el pus. Los invasores abandonan el cuerpo
transformados y debilitados. También el cuerpo se ha transformado porque
ahora: a) posee información sobre el enemigo, lo que se llama
«inmunidad específica», y b) sus defensas han sido entrenadas
y robustecidas: «inmunidad no específica». Desde el punto de
vista militar, ello supone el triunfo de uno de los contendientes, con
pérdidas por ambos lados. No obstante, el vencedor sale del conflicto
fortalecido, ya que ahora conoce al adversario y puede estar preparado.
6. Muerte:
también puede ocurrir que venzan los invasores, lo cual produce la
muerte del paciente. El que nosotros consideremos nefasto este resultado
se debe exclusivamente a nuestra parcialidad; es como en el fútbol: todo
depende de con qué equipo se identifica uno. La victoria siempre es
victoria, gane quien gane, y también termina la guerra. Y también se
celebra el triunfo, pero en el otro lado.
7. El conflicto crónico:
cuando ninguna de las partes consigue resolver el conflicto a su favor,
se produce un compromiso entre atacantes y defensas: los gérmenes
permanecen en el cuerpo, sin vencerlo (matarlo) pero sin ser vencidos
por él (curación en el sentido de la restitutio ad integrum). Es
lo que se llama la enfermedad crónica. Sintomáticamente, la enfermedad
crónica se manifiesta en un aumento del número de linfocitos y
granulocitos, anticuerpos, mayor velocidad de sedimentación de la sangre
y décimas de fiebre. La situación no ha podido quedar despejada, en el
cuerpo se ha formado un foco que constantemente consume energía,
hurtándola al resto del organismo: el paciente se siente abatido,
cansado, apático. No está ni enfermo ni sano, ni en guerra ni en paz,
sino en una especie de compromiso que, como todos los compromisos del
mundo, apesta. El compromiso es el objetivo de los cobardes, de los «tibios»
(Jesús dijo: «Me gustaría escupirlos. Sed ardientes o fríos») que
siempre temen las consecuencias de sus actos y la responsabilidad que
con ellos deben asumir. El compromiso nunca es solución, porque ni
representa el equilibrio absoluto entre dos polos ni posee fuerza
unificadora. El compromiso significa pugna permanente, estancamiento.
Militarmente, es la guerra de posiciones (por ejemplo, la Primera Guerra
Mundial) que consume energía y material con lo que debilita y hasta
paraliza los restantes aspectos de la vida de la nación, como la
economía, la cultura, etc.
En lo
psíquico, el compromiso representa el conflicto permanente. Uno
permanece inactivo ante el conflicto, sin valor ni energía para tomar
una decisión. Cada decisión supone un sacrificio —en cada caso, sólo
podemos hacer o una cosa o la otra— y estos sacrificios necesarios
generan ansiedad. Por ello, muchas personas se quedan indecisas ante el
conflicto, incapaces de decantarse por uno u otro polo. No hacen más que
cavilar cuál puede ser la decisión correcta y cuál, la equivocada, sin
comprender que, en el sentido abstracto, nada es correcto ni erróneo,
porque, para estar completos y sanos, necesitamos ambos polos, pero
dentro de la polaridad, no podemos realizarlos simultáneamente sino uno
después del otro. ¡Empecemos, pues, por uno de ellos y decidámonos ya!
Toda decisión libera. El
conflicto crónico consume energía constantemente, provocando en el plano
psíquico la consabida abulia, pasividad o resignación. Ahora bien,
cuando nos decantamos por uno de los polos del conflicto, inmediatamente
percibimos la energía liberada por nuestra elección. Como el cuerpo sale
de cada infección fortalecido, así también la mente sale de cada
conflicto más despejada, ya que al afrontar el problema ha aprendido
algo, al enfrentarse con los polos opuestos uno tras otro, ha ampliado
fronteras y se ha hecho más consciente. De cada conflicto extraemos
información (toma de conciencia) que, análogamente a la inmunidad
específica, permite al individuo que en adelante pueda tratar el
problema sin peligro.
Además, cada conflicto
superado enseña a los humanos a afrontar mejor y con más valentía los
problemas, lo cual corresponde a la inmunidad no específica del plano
físico. Si en lo corporal cada solución exige grandes sacrificios, sobre
todo, al adversario, también a la mente las decisiones le cuestan
sacrificios, y muchas actitudes y opiniones, muchas convicciones y
costumbres deben ser enviadas a la muerte. Porque todo lo nuevo exige la
muerte de lo viejo. Como los grandes focos de infección suelen dejar
cicatrices en el cuerpo, así también en la psiquis quedan cicatrices
que, al mirar atrás, vemos como profundos cortes en nuestra vida.
Antiguamente, los padres sabían que un niño, después de una enfermedad
(todas las enfermedades de la infancia son infecciones), daba un salto
en su desarrollo. Al salir de la enfermedad, el niño no es el mismo que
antes. La enfermedad le ha hecho crecer. Pero no sólo las enfermedades
de la infancia hacen crecer. Como, después de una infección, el cuerpo
queda fortalecido, así también el ser humano sale más maduro de cada
conflicto. Porque sólo los desafíos le hacen más fuerte y capaz. Todas
las grandes culturas nacieron de grandes retos, y el propio Darwin
atribuyó la evolución de las especies a la facultad de dominar las
condiciones del entorno (¡lo cual no quiere decir que aceptemos el
darwinismo!).
«La guerra es la madre
de todas las cosas», dice Heráclito, y quien comprenda correctamente
la frase sabe que expresa una verdad fundamental. La guerra, el
conflicto, la tensión entre los polos, genera energía vital, asegurando
con ello el progreso y el desarrollo. Estas frases no suenan bien y se
prestan a ser mal interpretadas en una época en la que los lobos se
envuelven con piel de cordero y presentan sus agresiones reprimidas como
amor a la paz.
Si, paso a paso, hemos
comparado el desarrollo de la inflamación con la guerra, es porque
queríamos dar al tema el mordiente que acaso impida que se asiente con
excesiva facilidad a lo dicho. Vivimos en una época y en una cultura
enemigas de los conflictos. El individuo trata de evitar el conflicto en
todos los campos, sin advertir que esta actitud impide la toma de
conciencia. Desde luego, en el mundo polarizado, los seres humanos no
pueden evitar los conflictos con medidas funcionales; pero, precisamente
por ello, estas tentativas provocan una desviación cada vez más
complicada de las descargas a otros planos cuyas coordinaciones internas
casi nadie advierte.
Nuestro
tema, la enfermedad infecciosa, es un buen ejemplo. Si bien en nuestra
anterior exposición hemos contemplado en paralelo la estructura del
conflicto y la estructura de la inflamación, para señalar su naturaleza
común, una y otra nunca (o casi nunca) discurren paralelamente en el ser
humano. Lo más frecuente es que uno de los planos sustituya al otro. Si
un impulso consigue vencer las defensas de la conciencia y de este modo
hacer que el ser humano tome conocimiento de un conflicto, el proceso
resolutivo esquematizado tiene lugar únicamente en la conciencia del
individuo y, generalmente, la infección somática no se produce. Ahora
bien, si el hombre no se abre al conflicto, si rehuye todo aquello que
pueda cuestionar su mundo artificialmente sano, entonces el conflicto
aflora en el cuerpo y debe ser experimentado en el plano somático como
una inflamación.
La inflamación es el
conflicto trasladado al plano material. Pero no por ello debe cometerse
el error de restar importancia a las enfermedades infecciosas alegando
«yo no tengo conflicto alguno». Precisamente este cerrar los ojos
al conflicto conduce a la enfermedad. Para esta indagación hace falta
algo más que una mirada superficial: se necesita una sinceridad
implacable que suele ser tan incómoda para la conciencia como la
infección lo es para el cuerpo. Y es esta incomodidad lo que queremos
evitar en todo momento.
Cierto, los conflictos siempre producen sufrimiento, no importa el plano
en el que los experimentemos, ya sea la guerra, la lucha interna o la
enfermedad. Bonitos no son. Pero no nos es lícito argumentar sobre
hermosura o fealdad, porque cuando reconocemos que no podemos evitar
nada, esta cuestión no vuelve a plantearse. Quien no se permite a sí
mismo estallar psíquicamente, algo le estalla en el cuerpo (un absceso).
¿Cabe entonces preguntarse qué es más bonito o mejor? La enfermedad nos
hace sinceros.
Sinceros son también, a
fin de cuentas, los tan cacareados esfuerzos de nuestra época para
evitar los conflictos en todos los órdenes. Después de lo expuesto hasta
ahora, vemos a una nueva luz los eficaces esfuerzos realizados para
combatir las enfermedades infecciosas. La lucha contra las infecciones
es la lucha contra los conflictos, pero en el orden material. Honesto
es, por lo menos, el nombre que se dio a las armas: antibióticos. Esta
palabra se compone de dos voces griegas, anti = contra y bios =
vida. Los antibióticos son, pues «sustancias dirigidas contra la
vida». ¡Esto es sinceridad!
Esta hostilidad de los
antibióticos a la vida se funda en dos fases. Si recordamos que el
conflicto es el verdadero motor del desarrollo, es decir, de la vida,
toda represión de un conflicto es también un ataque contra la dinámica
de la vida en sí.
Pero también en el
sentido puramente médico los antibióticos son hostiles a la vida. Las
inflamaciones representan unos procesos resolutivos agudos y rápidos
que, por medio de la superación, eliminan toxinas del cuerpo. Si estos
procesos resolutivos se cortan frecuente y prolongadamente por medio de
antibióticos, las toxinas tienen que almacenarse en el cuerpo
(principalmente, en los tejidos conjuntivos) lo cual determina el
incremento de posibilidades para el proceso canceroso. Es el llamado
efecto del cubo de la basura: se puede vaciar el cubo con frecuencia
(infección) o acumular la basura dejando que críe una vida propia que
acabará por amenazar toda la casa (cáncer). Los antibióticos son
sustancias extrañas que el individuo no ha elaborado con su propio
esfuerzo y que, por lo tanto, le escamotean los frutos de su enfermedad:
la información que proporciona el enfrentamiento.
Desde este ángulo cabe
examinar también brevemente el tema de la «vacunación». Conocemos dos
tipos básicos de vacunación: la inmunización activa y la pasiva. En la
inmunización pasiva se inoculan anticuerpos formados en otros cuerpos.
Se recurre a esta forma de vacunación cuando la enfermedad ya se ha
declarado (por ejemplo, la gamma tetánica contra el vacilo del tétanos).
En el plano psíquico, ello correspondería a la adopción de soluciones de
problemas convencionales: mandamientos y preceptos morales. El individuo
adopta fórmulas ajenas, con lo que evita el conflicto y la
experimentación: es una vía cómoda pero estéril.
En la inmunización activa
se inoculan agentes debilitados, a fin de estimular el cuerpo a fabricar
anticuerpos por sí mismo. A este grupo pertenecen todas las vacunaciones
preventivas, como la antipolio, la antivariólica, la antitetánica, etc.
En el terreno psíquico, este método corresponde al ensayo de resolución
de conflictos hipotéticos (algo así como las maniobras militares).
Muchos sistemas pedagógicos y la mayoría de las terapias de grupo quedan
dentro de este campo. Se trata de aprender y asimilar estrategias en
casos leves, que capaciten al ser humano a tratar los conflictos más
serios con mayor eficacia.
Estas consideraciones no
deben interpretarse como consignas. No se trata de «vacunarse o no
vacunarse» ni de «prescindir de los antibióticos». A fin de cuentas, es
completamente indiferente lo que haga el individuo, siempre y cuando
sepa lo que hace. Lo que buscamos es el conocimiento, no unos
mandamientos o prohibiciones prefabricados.
Se suscita la pregunta de
si, básicamente, el proceso de la enfermedad corporal puede sustituir a
un proceso psíquico. No es fácil responder a esto, ya que la división
entre conciencia y cuerpo es sólo una herramienta de argumentación, pues
en la realidad el linde no está muy marcado. Porque aquello que se
produce en el cuerpo lo experimentamos también en la conciencia, en la
psiquis. Cuando nos golpeamos el dedo con un martillo, decimos: me duele
el dedo. Pero ello no es exacto, ya que el dolor está sólo en la mente,
no en el dedo. Lo que hacemos es sólo proyectar la sensación psíquica de
«dolor» al dedo.
Precisamente por ser el
dolor un fenómeno mental podemos influir en él con tanta eficacia:
mediante la distracción, la hipnosis, la narcosis, la acupuntura. (¡El
que considere exagerada esta afirmación, recuerde el fenómeno del dolor
fantasma!) Todo lo que experimentamos y sufrimos en un proceso de
enfermedad física ocurre sólo en nuestra mente. La definición «psíquica»
o «somática» se refiere sólo a la superficie de proyección. Si una
persona está enferma de amor, proyecta sus sensaciones sobre algo
incorpóreo, es decir, el amor, mientras que el que tiene anginas las
proyecta en la garganta, pero uno y otro sólo pueden sufrir en la mente.
La materia —y, por lo tanto, también el cuerpo— sólo pueden servir de
superficie de proyección, pero en sí nunca es el lugar en el que surge
un problema y, por consiguiente, tampoco el lugar en el que pueda
resolverse. El cuerpo, como superficie de proyección, puede representar
un excelente auxiliar para un mejor discernimiento, pero las soluciones
sólo puede darlas el conocimiento. Por lo tanto, cada proceso patológico
corporal representa únicamente el desarrollo simbólico de un problema
cuya experiencia enriquecerá la conciencia. Ésta es también la razón por
la que cada enfermedad supone una fase de maduración.
Es decir, entre el
tratamiento corporal y psíquico de un problema se establece un ritmo. Si
el problema no puede ser resuelto sólo en la conciencia, entonces entra
en funciones el cuerpo, escenario material en el que se dramatiza en
forma simbólica el problema no resuelto. La experiencia recogida, una
vez superada la enfermedad, pasa a la conciencia. Si, a pesar de las
experiencias recogidas, la conciencia sigue siendo incapaz de captar el
problema, éste volverá al cuerpo, para que siga generando experiencias
prácticas. Esta alternancia se repetirá hasta que las experiencias
recogidas permitan a la conciencia resolver definitivamente el problema
o el conflicto.
Podemos representarnos
este proceso con la imagen siguiente: un colegial tiene que aprender a
calcular mentalmente. Le ponemos una cuenta (problema). Si no puede
resolverla mentalmente, le damos una tabla de cálculo (materia). El
proyecta el problema en la tabla y, por este medio (y también por la
mente) halla el resultado. A continuación le ponemos otra cuenta, que
debe resolver sin la tabla. Si no lo consigue, volvemos a darle el
medio, y esto se repite hasta que el niño ha aprendido a calcular
mentalmente y puede prescindir de la ayuda material de la tabla. En
realidad, la operación se hace siempre en la mente, nunca en la tabla,
pero la proyección del problema sobre el plano visible facilita el
aprendizaje.
Si me extiendo tanto
sobre este particular es porque de la buena comprensión de esta relación
entre el cuerpo y la mente se deriva una consecuencia que no
consideramos sobrentendida: la de que el cuerpo no es el lugar en el que
puede resolverse un problema. Sin embargo, toda la medicina académica se
orienta hacia este objetivo. Todos miran fascinados los procesos
fisiológicos y tratan de curar la enfermedad en el plano corporal.
Y aquí no hay nada que
resolver. Sería como tratar de modificar la tabla de cálculo a cada
dificultad que encontrara nuestro colegial. La experiencia humana se
produce en la conciencia y se refleja en el cuerpo. Limpiar
constantemente el espejo, no mejora al que se mira en él (¡ojalá fuera
tan fácil!). En lugar de buscar en el espejo la causa y la solución de
todos los problemas reflejados en él, debemos utilizarlo para
reconocernos a nosotros mismos.
INFECCIÓN = UN
CONFLICTO MENTAL QUE SE HACE MATERIAL
La persona propensa a las
inflamaciones trata de rehuir los conflictos.
En caso de enfermedad
infecciosa, conviene hacerse las siguientes preguntas:
1.
¿Qué conflicto hay en mi vida, que yo no veo?
2.
¿Qué conflicto rehuyo?
3.
¿Qué conflicto me niego a reconocer?