1.
Captación del mundo exterior en forma de elementos materiales.
2.
Diferenciación entre lo asimilable y lo no asimilable.
3.
Asimilación
de las sustancias asimilables.
4.
Expulsión de
lo no digerible.
Antes de
ocuparnos más detenidamente de los problemas que pueden presentarse
durante la digestión, es conveniente considerar el simbolismo de la
nutrición. Por los alimentos y comidas que prefiere cada cual pueden
descubrirse muchas cosas (dime lo que comes y te diré quién eres). Será
un buen ejercicio aguzar la mirada y la mente, de manera que, incluso en
los procesos más habituales y rutinarios, podamos descubrir las
relaciones —nunca fortuitas— que hay detrás de los fenómenos aparentes.
Si a una persona le apetece algo determinado, ello expresa una
preferencia y nos da un indicio sobre la personalidad del individuo.
Cuando algo «no le apetece», esta aversión es tan reveladora como una
respuesta a un test psicológico. El hambre se mueve por el afán de
posesión, deseo de absorción, por una cierta codicia. Comer es
satisfacer el deseo por medio de la ingestión, integración y
asimilación.
El que tiene hambre de
cariño y no puede saciarla, manifiesta este afán en el aspecto corporal
en forma de hambre de golosinas. El hambre de golosinas siempre expresa
un hambre de cariño no saciada. Queda patente el doble significado que
se atribuye a lo dulce: cuando de una chica guapa decimos que es un
bombón y que está para comérsela. El amor y lo dulce tienen una estrecha
relación. El deseo de golosinas en los niños es claro indicio de que no
se sienten lo bastante amados. Los padres suelen protestar de semejante
imputación diciendo que ellos «harían cualquier cosa por su hijo». Pero
«hacer cualquier cosa» no es forzosamente lo mismo que «amar». El que
come caramelos anhela amor y seguridad. Es más fiable esta regla que la
valoración de la propia capacidad de amar. También hay padres que
atiborran de golosinas a sus hijos, con lo que indican que no están
dispuestos a ofrecer amor a sus hijos, por lo que tratan de compensarles
de otro modo.
Las personas que realizan
un trabajo intelectual y tienen que pensar mucho muestran preferencia
por los alimentos salados y los platos fuertes. Los muy conservadores
tienen predilección por los alimentos en conserva, especialmente los
ahumados y el té cargado que beben sin azúcar (en general, alimentos
ricos en ácido tánico).
Los que gustan de comidas
picantes denotan deseo de nuevas emociones. Son personas amantes de los
desafíos, a pesar de que pueden ser indigestos, diametralmente opuestas
a las que sólo comen cosas suaves: nada de sal ni especias. Estas
personas rehuyen todo lo que sea novedad. Se desentienden de los retos y
temen todo enfrentamiento. Este temor puede acentuarse hasta hacerles
adoptar un régimen a base de papillas, como el del enfermo del estómago,
acerca de cuya personalidad hablaremos más extensamente muy pronto. Las
papillas son comidas de bebé, lo que indica claramente que el enfermo
del estómago ha experimentado una regresión hasta la indiferenciación de
la infancia, en la que no se puede elegir ni cortar y hay que renunciar
hasta a morder y masticar (actividades estas en exceso agresivas) la
comida. Este individuo evita tragar alimentos sólidos.
Un temor exagerado a las
espinas simboliza el miedo a las agresiones. La preocupación por los
huesos, miedo a los problemas —no se quiere llegar al meollo de la
cuestión—. Pero también existe el grupo contrario: los macrobióticos.
Estas personas van en busca de problemas a los que hincar el diente.
Quieren desentrañar las cosas y prefieren los alimentos duros. Llegan
hasta evitar los aspectos placenteros: a la hora del postre, eligen algo
duro de roer. Los macrobióticos denotan así cierto miedo al amor y la
ternura y su incapacidad para aceptar el amor. Algunas personas llevan a
tal extremo su afán de huir de los conflictos que acaban teniendo que
ser alimentadas por vía intravenosa en una unidad de cuidados
intensivos. Ésta es sin duda la forma más segura de vegetar sin tener
que molestarse.
Los dientes
Los alimentos entran por
la boca y en ella son triturados por los dientes. Con los dientes
mordemos y masticamos. Morder es un acto muy agresivo, expresión de la
capacidad de agarrar, sujetar y atacar. El perro enseña los dientes para
demostrar su peligrosa agresividad; también nosotros decimos que vamos a
«enseñar los dientes» a alguien cuando estamos decididos a
defendernos. Una mala dentadura es indicio de que una persona tiene
dificultad para manifestar su agresividad.
Esta relación se
mantiene, a pesar de que hoy en día casi todo el mundo, incluso los
niños, tiene caries. De todos modos, los síntomas colectivos no hacen
sino señalar problemas colectivos. En todas las culturas socialmente
desarrolladas de nuestra época, la agresividad se ha convertido en un
grave problema. Se exige al ciudadano «adaptación social», lo que en
realidad quiere decir: «represión de la agresividad». Esta
agresividad reprimida de nuestro conciudadano, tan pacífico y
socialmente adaptado, vuelve a salir a la luz del día en forma de
«enfermedades» y, a la postre, afecta tanto a la comunidad social en
esta forma pervertida como en su forma original. Por ello, las clínicas
son los modernos campos de batalla de nuestra sociedad. Aquí la
agresividad reprimida libra una lucha sin cuartel contra sus poseedores.
Aquí las personas sufren los efectos de sus propias maldades que durante
toda su vida no se atrevieron a descubrir en sí mismas y a modificar
conscientemente.
A nadie debe sorprender
que, en la mayoría de cuadros clínicos, nos tropecemos con la
agresividad y la sexualidad. Son las dos problemáticas que el individuo
de nuestro tiempo reprime con más fuerza. Quizás alguien argumentará que
tanto la creciente criminalidad y la proliferación de la violencia como
la ola de sexualidad desmiente nuestras palabras. A esto habría que
responder que tanto la falta como la explosión de la agresividad son
síntomas de represión. Una y otra no son sino fases distintas del mismo
proceso. Cuando, en lugar de reprimir la agresividad, se le deja una
parcela y se experimenta con esta energía, es posible integrar
conscientemente la parte agresiva de la personalidad. Una agresividad
integrada es energía y vitalidad al servicio de la personalidad total,
que no caerá en los extremos de la mansedumbre empalagosa ni de las
explosiones furibundas. Pero este término medio tiene que cultivarse.
Para ello debe ofrecerse al individuo la posibilidad de madurar por la
experiencia. La agresividad reprimida sólo sirve para alimentar la
sombra con la que habrá que lidiar después, cuando se presente bajo la
forma pervertida de la enfermedad. Lo mismo puede decirse de la
sexualidad y de todas las demás funciones psíquicas.
Volvamos a los dientes,
que tanto en el cuerpo del animal como en el del ser humano representan
agresividad y capacidad de dominio (abrirse paso a dentelladas).
Generalmente, suele atribuirse la magnífica dentadura de algunos pueblos
primitivos a la alimentación natural. Pero es que estos pueblos tratan
la agresividad de formas muy diferentes. De todos modos, dejando aparte
la problemática colectiva, el estado de los dientes también es revelador
a escala individual. Además de la ya mentada agresividad, los dientes
nos indican nuestra vitalidad (agresividad y vitalidad son sólo dos
aspectos de una misma fuerza, y no obstante uno y otro concepto suscitan
en nosotros asociaciones diferentes). Veamos la expresión: «A caballo
regalado no le mires el diente». El refrán se refiere a la costumbre
de mirar la boca al caballo que se va a comprar, para calcular la edad y
vitalidad del animal por el estado de los dientes. La interpretación
psicoanalítica de los sueños atribuye al sueño de la caída de los
dientes una pérdida de energía y potencia.
Hay
personas que hacen rechinar los dientes mientras duermen, algunas con
tanta fuerza que hay que ponerles un aparato en la boca para que no se
los desgasten de tanto rechinar. El simbolismo está claro. El rechinar
de dientes es sinónimo reconocido de agresividad impotente. El que
durante el día no puede ceder al deseo de morder, tiene que rechinar los
dientes por la noche hasta desgastarlos y dejarlos romos...
El que tiene mala
dentadura carece de vitalidad, de la capacidad de hincarle el diente a
un problema. Por lo tanto, todo le resultará duro de roer. Los anuncios
de dentífricos describen el objetivo con las palabras -«¡...dientes
sanos y fuertes para morder mejor!».
La «tercera dentadura»
permite simular una vitalidad y una energía de las que el individuo
carece. Esta prótesis, como todas, es un engaño. Puede compararse a un
aviso de «¡Cuidado con el perro!» que pusiera en la verja del
jardín el dueño de un perrito faldero. Una dentadura postiza es sólo un
«mordiente» comprado».
Las encías
son la base de los dientes, su lecho. Las encías representan también la
base de la vitalidad y agresividad, confianza y seguridad en sí mismo.
La persona que carece de esta confianza y seguridad nunca conseguirá
afrontar sus problemas de forma activa y vital, nunca tendrá valor para
cascar las nueces duras ni militar activamente. La confianza es lo que
proporciona el necesario soporte a esta facultad, del mismo modo que la
encía soporta los dientes. Pero las encías sensibles que sangran con
facilidad no sirven para ello. La sangre es símbolo de vida, y la encía
sangrante nos indica cómo, a la menor contrariedad, se le va la vida a
la confianza y a la seguridad en sí mismo.
Tragar
Una vez triturados los
alimentos con los dientes, los ensalivamos y los tragamos. Con el acto
de tragar integramos, admitimos: tragar es incorporar. Mientras tenemos
algo en la boca podemos escupirlo. Una vez lo hemos tragado, el proceso
es difícilmente reversible. Los trozos grandes son difíciles y hasta
imposibles de tragar. A veces, en la vida uno tiene que tragar algo
contra su voluntad, por ejemplo, un despido. Hay malas noticias que son
difíciles de tragar.
Precisamente en estos
casos, un poco de líquido puede facilitar la operación, especialmente si
se trata de un buen trago. Del alcohólico se dice que traga mucho. Por
lo general, el trago alcohólico sirve para facilitar o, incluso,
sustituir otros tragos. Se traga alcohol porque en la vida hay otras
cosas que uno no puede ni quiere tragar. Así, el alcohólico sustituye la
comida por la bebida (beber mucho provoca pérdida del apetito),
sustituye el trago duro y sólido por el suave y líquido, el trago de la
botella.
Hay numerosos trastornos
de la deglución, por ejemplo, el nudo en la garganta, o unas anginas,
que producen la sensación de no poder tragar. En estos casos, el
afectado debe preguntarse: ¿Qué hay actualmente en mi vida que yo no
pueda o no quiera tragar? Entre estos trastornos figura el de la
«aerofagia», afección que impulsa a tragar aire. Huelgan más
explicaciones para descubrir lo que ocurre en estos casos. Hay algo que
uno no quiere tragar, no quiere asimilar, pero disimula tragando aire.
Esta resistencia encubierta contra la deglución se manifiesta después
con eructos y ventosidades (literalmente: «pearse en algo»).
Náuseas y vómitos
Una vez hemos tragado el
alimento, éste puede resultar indigesto, como si tuviéramos una piedra
en el estómago. Ahora bien, la piedra, al igual que el hueso de la
fruta, es símbolo de problema. Todos sabemos cómo puede bloquearnos el
estómago y quitarnos el apetito un problema. El apetito depende en gran
medida de la situación psíquica. Hay multitud de expresiones que señalan
esta analogía entre los procesos psíquicos y somáticos: Eso me ha
quitado el apetito, o: Sólo de pensarlo me da mareo. O
también: Nada más verlo se me revuelve el estómago. El mareo
señala rechazo de algo que, por lo tanto, se nos sienta en la boca del
estómago. También comer desordenada y atropelladamente puede producir
mareo. Ello no ocurre sólo en el plano físico sino que una persona
también puede tratar de embutir en su mente demasiadas cosas a la vez y
provocarse una indigestión.
La náusea culmina en el
vómito del alimento. El individuo se libra de las cosas e impresiones
que rechaza, que no quiere asimilar. El vómito es una expresión
categórica de defensa y repudio. Así el pintor judío Max Liebermann
decía refiriéndose al estado de la política y del arte en Alemania
después de 1933: «¡No puedo comer todo lo que me gustaría vomitar!»
Vomitar es «no aceptar».
Esta relación se expresa claramente en los vómitos del embarazo. Aquí se
expresa el rechazo inconsciente de la criatura o del semen que la mujer
no quiere «incorporar». Siguiendo el razonamiento, los vómitos
del embarazo también pueden expresar un rechazo de la función femenina
(la maternidad).
El estómago
El lugar
al que a continuación llega el alimento (no vomitado) es el estómago,
cuya primera función es la de servir de recipiente. Él recibe todas las
impresiones que vienen del exterior, lo que hay que digerir. La
capacidad de recibir exige apertura, pasividad y capacidad de entrega.
En virtud de estas propiedades, el estómago representa el polo femenino.
Mientras que el principio masculino está caracterizado por la facultad
de irradiar y por la actividad (elemento fuego), el principio femenino
engloba la capacidad de aceptación, la abnegación, la sensibilidad y la
facultad de recibir y guardar (elemento agua). Lo que representa el
elemento femenino en el terreno psíquico es la sensibilidad, el mundo de
la percepción. Si un individuo reprime en la mente la capacidad de
sentir, esta función pasa al cuerpo, y el estómago, además de los
alimentos, tiene que admitir y digerir los sentimientos. En este caso,
no es que el amor pase por el estómago sino que sentimos un peso en el
estómago que más tarde o más temprano se manifestará como adiposidad.
Además de la facultad de
recibir, en el estómago hallamos otra función, correspondiente ésta al
polo masculino: producción de ácidos. Los ácidos atacan, corroen,
descomponen: son inequívocamente agresivos. Una persona que sufre un
disgusto dirá: Estoy amargado. Si la persona no consigue vencer este
furor conscientemente o transmutarlo en agresión y se traga el mal
humor, o traga bilis, su agresividad y su amargura se somatizan en
ácidos estomacales. El estómago reacciona produciendo un ácido agresivo
con el que pretende modificar y digerir unos sentimientos no materiales,
empresa difícil y molesta que nos recuerda que no es conveniente
tragarse el mal humor ni obligar al estómago a digerirlo. El ácido jugo
gástrico aumenta porque quiere imponerse.
Pero esto acarrea
problemas al enfermo del estómago, que carece de la capacidad de
enfrentarse conscientemente con su mal humor y su agresividad, para
resolver de modo responsable conflictos y problemas. El enfermo del
estómago o no exterioriza su agresividad (se la traga) o demuestra una
agresividad exagerada, pero ni un extremo ni el otro le ayudan a
resolver el problema realmente, ya que carece de confianza y seguridad
en sí mismo, sentimiento indispensable para que el individuo resuelva su
problema, carencia a la que aludimos al tratar del tema Dientes–Encías.
Todo el mundo sabe que el alimento mal masticado es difícilmente
tolerable por un estómago excitado y con exceso de ácidos. Pero la
masticación es agresión. Y cuando falta una buena masticación el
estómago tiene que trabajar más y producir más ácidos. El enfermo del
estómago es una persona que rehuye conflictos. Inconscientemente, añora
la plácida niñez. Su estómago pide papilla. Y el enfermo del estómago se
alimenta de cosas que han sido tamizadas por el pasapurés y que, por lo
tanto, han demostrado ser inofensivas. Puede haber grumos. Los problemas
se han quedado en el tamiz. El enfermo del estómago no tolera los
alimentos crudos, por bastos, primitivos y peligrosos. Antes de que él
se atreva con los alimentos, éstos tienen que ser sometidos al agresivo
proceso de la cocción. El pan integral es indigesto, porque aún contiene
muchos problemas. Todos los alimentos sabrosos, el alcohol, el café, la
nicotina y los dulces representan un estímulo excesivo para el enfermo
del estómago. La vida y la comida tienen que estar exentas de desafíos.
El ácido gástrico produce una sensación de opresión que impide registrar
nuevas impresiones.
La ingestión de
medicamentos antiácidos suele provocar eructos, con el consiguiente
alivio, ya que eructar es una manifestación agresiva hacia el exterior.
Con esto uno ha hecho disminuir un poco la presión. La terapia que suele
aplicar la medicina académica (por ejemplo, «Valium») refleja la
misma relación: el medicamento interrumpe químicamente la unión entre la
mente y el sistema vegetativo (llamado desacoplamiento psicovegetativo);
paso que, en casos graves, se realiza también quirúrgicamente extirpando
al enfermo de úlcera ciertas ramas nerviosas encargadas de la producción
de ácidos (vagotomía). En ambos tratamientos prescritos por la medicina
académica se corta la unión sentimiento–estómago, a fin de que el
estómago no tenga que seguir digiriendo somáticamente los sentimientos.
El estómago es desconectado de los estímulos exteriores. La estrecha
relación existente entre la mente y la secreción gástrica es bien
conocida desde los experimentos de Pávlov. (Por el procedimiento de
hacer sonar una campana en el momento de poner la comida a los perros,
Pávlov consiguió crear en los animales un reflejo condicionado, de
manera que al cabo de algún tiempo bastaba el sonido de la campana para
desencadenar la secreción gástrica que normalmente provoca la vista de
la comida.)
La actitud básica de
proyectar los sentimientos y la agresividad no hacia fuera sino hacia
dentro, contra uno mismo provoca finalmente la úlcera de estómago. La
úlcera es una llaga que se forma en la pared del estómago. El enfermo de
úlcera, en lugar de digerir las impresiones del exterior, digiere el
propio estómago. En rigor se trata de autofágia. El enfermo de estómago
tiene que aprender a tomar conciencia de sus sentimientos, afrontar
conscientemente los conflictos y digerir conscientemente las
impresiones. Además, el paciente de úlcera debe admitir y reconocer sus
deseos de dependencia infantil, de la protección materna y el afán de
ser querido y mimado, incluso y precisamente cuando estos deseos estén
bien disimulados tras una fachada de independencia, autoridad y aplomo.
También aquí el estómago revela la verdad.
TRASTORNOS ESTOMACALES Y
DIGESTIVOS
Las
personas aquejadas de trastornos estomacales y digestivos deben hacerse
las preguntas siguientes:
1.
¿Qué es lo
que no puedo o no quiero tragar?
2.
¿Me consumo
interiormente?
3.
¿Cómo llevo
mis sentimientos?
4.
¿Qué me
amarga?
5.
¿Cómo llevo
mi agresividad?
6.
¿En qué
medida huyo de los conflictos?
7.
¿Hay en mi
una añoranza reprimida de un paraíso infantil sin conflictos en el que
se me quería y mimaba sin que yo tuviera que abrirme paso a mordiscos?
Intestino delgado e intestino
grueso
En el intestino delgado
se produce la digestión propiamente dicha, mediante división en
componentes (análisis) y asimilación. Llama la atención el parecido
existente entre el intestino delgado y el cerebro. Ambos tienen una
misión similar: el cerebro digiere las impresiones en el plano mental y
el intestino digiere las sustancias materiales. Las afecciones del
intestino delgado suscitan la pregunta de si el individuo no estará
analizando demasiado, ya que la función característica del intestino
delgado es el análisis, la división, el detalle. Las personas con
afecciones del intestino delgado suelen tender a un exceso de análisis y
crítica, de todo tienen algo que decir. El intestino delgado es también
un buen indicador de las angustias vitales; en el intestino delgado el
alimento es valorado y «aprovechado». En el fondo de la
preocupación por la valoración está la angustia vital, angustia de no
recibir lo suficiente y morir de hambre. Más raramente, los problemas
del intestino delgado pueden denotar también lo contrario: falta de
capacidad de crítica. Éste es el caso de las llamadas [Fettstuhlen] de
la insuficiencia pancreática.
Uno de los síntomas que
con más frecuencia se dan en la zona del intestino delgado es la
diarrea. Vulgarmente se dice: Tener caca y también Ése de
miedo se lo hace en los pantalones. Tener caca significa tener
miedo. En la diarrea tenemos la indicación de una problemática de
angustia. El que tiene miedo no se entretiene en estudiar analíticamente
las impresiones sino que las suelta sin digerir. No hay más remedio. Uno
se retira a un lugar tranquilo y solitario donde puede dejar que las
cosas sigan su curso. Con ello se pierde mucho líquido, ese líquido
símbolo de la flexibilidad que sería necesaria para ampliar la
angustiosa frontera del Yo y con ello vencer el miedo. Ya hemos dicho
que el miedo siempre está asociado con lo estrecho y con el afán de
aferrarse. La terapia del miedo consiste siempre en: soltarse y
expandirse, adquirir flexibilidad, observar los acontecimientos:
¡dejarlo correr! El tratamiento de la diarrea suele limitarse a
administrar al enfermo gran cantidad de líquidos. Con ello recibe
simbólicamente esa fluidez que necesita para ampliar sus horizontes, en
los que experimenta el miedo. La diarrea, ya sea crónica o aguda, nos
indica siempre que tenemos miedo y que tratamos de aferrarnos y nos
enseña a soltar y dejar correr.
En el intestino grueso,
la digestión ya ha terminado. Aquí lo único que se hace es extraer el
agua del resto de los alimentos indigestibles. La afección más
generalizada que se produce en esta zona es el estreñimiento. Desde
Freud, el psicoanálisis interpreta la defecación como un acto de dar y
regalar. Para darnos cuenta de que simbólicamente la deposición tiene
algo que ver con el dinero basta recordar una expresión común en
Alemania de Geld–schieser (caga–dinero) y el cuento del asno de oro que,
en lugar de estiércol, defecaba monedas de oro. Popularmente también se
asocia el pisar deposiciones de perro con la perspectiva de recibir una
suma de dinero. Estas indicaciones deben bastar para poner de
manifiesto, sin recurrir a complicadas teorías, la relación simbólica
existente entre excremento y dinero o entre defecar y dar. Estreñimiento
es expresión de la resistencia a dar, del afán de retener y está
relacionado con la problemática de la avaricia. En nuestra época el
estreñimiento es un síntoma muy extendido que padece la mayor parte de
la gente. Indica claramente un exagerado afán de aferrarse a lo material
y la incapacidad de ceder.
Pero al intestino grueso
corresponde otro importante significado simbólico. Si el intestino
delgado se relaciona con el pensamiento analítico consciente, el
intestino grueso corresponde al inconsciente, en el sentido literal, al
«submundo». El inconsciente es, desde el punto de vista
mitológico, el reino de los muertos. El intestino grueso es también un
reino de los muertos, ya que en él se encuentran las sustancias que no
pueden ser convertidas en vida, es el lugar en el que puede producirse
la fermentación. La fermentación es también un proceso de putrefacción y
muerte. Si el intestino grueso simboliza el inconsciente, el lado
nocturno del cuerpo, el excremento representa el contenido del
inconsciente. Y ahora reconocemos claramente el otro significado del
estreñimiento: es el miedo a dejar salir a la luz el contenido del
inconsciente. Es la tentativa de retener fondos reprimidos. Las
impresiones espirituales se acumulan y uno no consigue distanciarse de
ellas. El paciente estreñido, literalmente, no puede dejar nada tras sí.
Por ello para la psicoterapia es de gran utilidad desbloquear el
contenido del inconsciente haciendo que se manifieste, del mismo modo
que se desbloquea el atasco corporal. El estreñimiento nos indica que
tenemos dificultades para dar y soltar, que queremos retener tanto las
cosas materiales como el contenido del inconsciente y no queremos que
nada salga a la luz. Se llama colitis ulcerosa a una inflamación del
intestino grueso que se manifiesta en forma aguda y tiende a hacerse
crónica y produce dolores y frecuentes deposiciones de mucosidades
sanguinolentas. También aquí la voz popular demuestra sus grandes
conocimientos psicosomáticos: en alemán se llama vulgarmente
Schleimscheisser o Schleimer, es decir, «caga moco», al individuo
hipócrita, obsequioso y adulador capaz de todo por congraciarse, incluso
de sacrificar su personalidad, de renunciar a su vida propia a fin de
vivir la vida de otro en una especie de unidad simbiótica. La sangre y
la mucosidad son sustancias vitales, símbolos de la vida. (Los mitos de
numerosos pueblos primitivos cuentan que la vida surgió del lodo o
mucílago.) Sangre y moco pierde el que teme asumir su propia vida y su
propia personalidad. Vivir la propia vida, empero, exige distanciarse
del otro, lo cual provoca cierta soledad (pérdida de la simbiosis). De
esto tiene miedo el que padece colitis. De miedo suda sangre y agua por
el intestino. Por el intestino (= el inconsciente) ofrece en sacrificio
los símbolos de su propia vida: sangre y moco. Sólo puede ayudarle
reconocer que cada cual ha de vivir su propia vida de forma responsable,
porque, si no, la pierde.
El páncreas
El páncreas forma parte
del aparato digestivo y tiene dos funciones principales: la exocrina,
que consiste en la producción de los jugos gástricos esenciales, de
carácter eminentemente agresivo, y la endocrina. Mediante la función
endocrina, el páncreas produce la insulina. El déficit de producción de
estas células da lugar a una afección muy frecuente: la diabetes (azúcar
en la sangre). La palabra diabetes se deriva del verbo griego
diabainain, que significa echar o pasar a través. En un principio,
en Alemania, se llamó a esta enfermedad Zuckerharnruhr, es decir,
literalmente, diarrea de azúcar. Si recordamos el simbolismo de la
alimentación expuesto al principio de este capítulo, podemos traducir
libremente la diarrea de azúcar por diarrea del amor. El diabético (por
falta de insulina) no puede asimilar el azúcar contenido en los
alimentos; el azúcar escapa de su cuerpo con la orina. Sólo sustituyendo
la palabra azúcar por la palabra amor habremos expuesto con claridad el
problema del diabético. Las cosas dulces no son sino sucedáneo de otras
dulzuras. Detrás del deseo del diabético de saborear cosas dulces y su
incapacidad para asimilar el azúcar y almacenarlo en las propias células
está el afán no reconocido de la realización amorosa, unido a la
incapacidad de aceptar el amor, de abrirse a él. El diabético —y esto es
significativo— tiene que alimentarse de «sucedáneos»: sucedáneos para
satisfacer unos deseos auténticos. La diabetes produce la
hiperacidulación o avinagramiento de todo el cuerpo y puede provocar
incluso un coma. Ya conocemos estos ácidos, símbolo de la agresividad.
Una y otra vez, nos encontramos con esta polaridad de amor y
agresividad, de azúcar y ácido (en mitología: Venus y Marte). El cuerpo
nos enseña: el que no ama se agria; o, formulado más claramente: el que
no sabe disfrutar se hace insoportable.
Sólo puede recibir amor
el que es capaz de darlo: el diabético da amor sólo en forma de azúcar
en la orina. El que no se deja impregnar no retiene el azúcar. El
diabético quiere amor (cosas dulces), pero no se atreve a buscarlo
activamente («¡A mí lo dulce no me conviene!»). Pero lo desea («¡Qué
más quisiera, pero no puedo!»). No puede recibir, puesto que no
aprendió a dar, y por lo tanto no retiene el amor en el cuerpo: no
asimila el azúcar y tiene que expulsarlo. ¡Cualquiera no se amarga!
El hígado
No es fácil examinar el
hígado, órgano encargado de múltiples funciones. Es uno de los más
grandes del ser humano y el principal del metabolismo intermediario, o
—expresado gráficamente— el laboratorio de la persona. Repasemos de
forma esquemática sus funciones más importantes:
1.
Almacenamiento de energía:
el hígado produce glucógeno (fuerza) y lo almacena (unas quinientas
kilocalorías). Además, transforma en grasa los hidratos de carbono
ingeridos, los cuales son almacenados en los depósitos distribuidos por
el cuerpo.
2.
Producción de energía:
con los aminoácidos y grasas ingeridos con la alimentación, el hígado
produce glucosa (= energía). Las grasas van al hígado donde son
utilizadas en la combustión, para la obtención de energía.
3.
Metabolismo de la albúmina:
el hígado puede tanto desintegrar los aminoácidos como sintetizarlos.
Por ello, el hígado es el elemento de unión entre la albúmina (proteína)
del reino animal y vegetal procedente de los alimentos y la del ser
humano. La albúmina de cada especie es totalmente individual, pero los
elementos que la componen, los aminoácidos, son universales (ejemplo:
casas diferentes [albúmina] construidas con idénticos ladrillos
[aminoácidos]). Las diferencias entre la albúmina de los vegetales, los
animales y los humanos consisten en la ordenación de los aminoácidos; el
orden de los aminoácidos está codificado en el ADN.
4.
Desintoxicación: las
toxinas, tanto las del cuerpo como las ajenas a él, son desactivadas e
hidrolizadas en el hígado, para poder ser eliminadas por la vesícula o
los riñones. También la bilirrubina (producto de la desintegración de la
hemoglobina, el colorante de la sangre) debe ser transformada en el
hígado para poder ser eliminada. La perturbación de este proceso produce
la ictericia. Finalmente, el hígado sintetiza la urea, que es eliminada
por los riñones.
Hasta aquí, una rápida
ojeada a las funciones más importantes del polifacético hígado.
Empecemos nuestra interpretación simbólica por el punto citado en último
lugar: la desintoxicación. La capacidad del hígado para desintoxicar
presupone la facultad de diferenciación y valoración, porque quien no
puede diferenciar lo que es tóxico de lo que no lo es, no puede
desintoxicar. Los trastornos y afecciones del hígado, por lo tanto,
denotan problemas de valoración, es decir, señalan una clasificación
errónea de lo que es beneficioso y lo que es perjudicial (¿alimento o
veneno?). Es decir, mientras la valoración de lo que es tolerable y
cuanto se puede procesar y digerir se efectúa correctamente, nunca se
producen excesos. Y son los excesos los que hacen enfermar al hígado:
exceso de grasas, exceso de comida, exceso de alcohol, exceso de drogas,
etc. Un hígado enfermo indica que el individuo ingiere con exceso algo
que supera su capacidad de proceso, denota inmoderación, exageradas
ansias de expansión e ideales demasiado ambiciosos. El hígado es el
proveedor de energía. El enfermo del hígado pierde esta energía y
vitalidad: pierde su potencia, pierde el apetito. Pierde el ánimo para
todo aquello que tenga que ver con las manifestaciones vitales, y así el
mismo síntoma corrige y compensa el problema, creado por el exceso. Es
la reacción del cuerpo a la incontinencia y a la megalomanía y exhorta a
la moderación. Al dejar de formarse coagulante, la sangre —savia vital—
se hace muy fluida y se le escurre al paciente. Por la enfermedad, el
paciente aprende moderación, sosiego, continencia y abstinencia (sexo,
comida y bebida), proceso que ilustra claramente la hepatitis.
Por otra parte, el hígado
tiene una marcada relación simbólica con el terreno filosófico y
religioso, afinidad quizá difícil de apreciar para muchos. Recordemos la
síntesis de la albúmina. La albúmina es la piedra angular de la vida. Se
compone de aminoácidos. El hígado produce la albúmina humana, a partir
de la albúmina animal y vegetal contenida en la alimentación, cambiando
el orden de los aminoácidos (esquema). En otras palabras: el hígado,
conservando los componentes (aminoácidos), modifica la estructura
espacial, con lo que determina un salto cualitativo, es decir, un salto
evolutivo desde el reino vegetal y animal al humano: pero, al mismo
tiempo, se mantiene la identidad de los componentes, asegurando así la
unión con el origen. La síntesis de la albúmina es, a escala
microcósmica, un proceso equivalente a lo que en el macrocosmos se llama
evolución. Mediante modificación del modelo con los elementos
originales, se crea la infinita diversidad de las formas. En virtud de
la homogeneidad del «material», todo permanece ligado entre sí, por lo
cual los sabios enseñan que todo está en uno y uno está en todo (pars
pro toto).
Otra forma de expresión
de esta idea es religio, literalmente «religazón». La
religión busca la reunión con el principio, con el punto de partida, con
el Todo y el Uno, y lo encuentra, porque la pluralidad que nos separa de
la unidad no es, en definitiva, más que la ilusión (maja), nacida
del juego de la distinta ordenación de unas mismas esencias. Por ello
sólo puede hallar el camino del origen aquel que no se deja engañar por
la ilusión de las formas. La pluralidad y la unidad: en este campo de
tensión actúa el hígado.
ENFERMEDADES HEPÁTICAS
El enfermo del hígado
debe plantearse las siguientes preguntas:
1.
¿En qué
órdenes he perdido la facultad de valorar con precisión?
2.
¿Cuándo soy
incapaz de distinguir entre lo que puedo asimilar y lo que es «tóxico»
para mí?
3.
¿Cuándo he
sido incapaz de moderarme, cuándo he tratado de volar demasiado alto
(megalomanía), cuándo «me he pasado»?
4.
¿Me preocupo
del tema de mi «religión», mi religazón, con el origen, o acaso la
multiplicidad me impide ver la unidad? ¿Ocupan en mi vida los temas
filosóficos una parcela muy pequeña?
5.
¿Me falta
confianza?
La vesícula
biliar
La vesícula almacena la
bilis producida por el hígado. Pero con frecuencia los conductos
biliares están obstruidos por cálculos y la bilis no puede llegar a la
digestión. La bilis es símbolo de agresividad, tal como nos dice el
lenguaje corriente.
Decimos: Ese viene
escupiendo bilis, y el «colérico» es así llamado a causa de
la biliosa agresividad que almacena.
Llama la atención que los
cálculos biliares sean más frecuentes entre las mujeres, mientras que
entre los hombres se den más a menudo los de riñón, como corresponde al
polo opuesto. Más aún, los cálculos biliares son más frecuentes entre
las mujeres casadas y con hijos que entre las solteras. Estas
observaciones estadísticas quizá puedan facilitar nuestra
interpretación. La energía quiere fluir. Si se obstaculiza el flujo, se
produjo una acumulación. Si la acumulación se mantiene durante mucho
tiempo, la energía tiende a solidificarse. Las sedimentaciones y
concreciones que se producen en el cuerpo humano siempre son
manifestación de energía coagulada. Los cálculos biliares son
agresividad petrificada. (Energía y agresividad son conceptos casi
idénticos. Hay que señalar que nosotros no atribuimos una valoración
negativa a palabras tales como agresividad: la agresividad nos es tan
necesaria como la bilis o los dientes.)
Por ello, no es de
extrañar la gran incidencia de los cálculos biliares en las madres de
familia. Estas mujeres sienten su familia como una estructura que les
impide dar libre curso a su energía y agresividad. Las situaciones
familiares se viven como una coerción de la que la mujer no se atreve a
librarse: las energías se coagulan y petrifican. Con el cólico, el
paciente es obligado a hacer todo aquello que hasta ahora no se atrevió
a hacer: con las convulsiones y los gritos se libera mucha energía
reprimida. ¡La enfermedad da sinceridad!
La anorexia nerviosa
Vamos a
cerrar el capítulo sobre la digestión con una enfermedad típicamente
psicosomática que extrae su encanto de la combinación de peligrosidad y
originalidad (de todos modos, causa la muerte de un veinte por ciento de
las pacientes): la anorexia. En esta enfermedad se manifiestan con
especial claridad la paradoja y la ironía que entraña toda enfermedad:
una persona se niega a comer porque no tiene apetito, y se muere sin
llegar a sentirse enferma. ¡Es fabuloso! A los familiares y los médicos
de estos pacientes les cuesta trabajo mostrarse tan fabulosos. En la
mayoría de casos, se esfuerzan con ahínco en convencer al afectado de
las ventajas de la alimentación y de la vida, llevando su amor al
prójimo hasta la intubación. (Quien sea incapaz de apreciar la comicidad
del caso debe de ser un mal espectador del gran teatro del mundo.)
La anorexia se da casi
exclusivamente entre las mujeres. Es una enfermedad típicamente
femenina. Las pacientes, la mayoría en la pubertad, se distinguen por
sus peculiares hábitos de alimentación o de «desnutrición»: se
niegan a ingerir alimentos, actitud motivada —consciente o
inconscientemente— por el afán de estar delgadas.
De todos
modos, a veces, esta rotunda negativa a comer se trueca en todo lo
contrario: cuando están solas y saben que nadie puede verlas, engullen
enormes cantidades de alimentos. Son capaces de vaciar el frigorífico
por la noche, comiendo todo lo que encuentran. Pero no quieren retener
el alimento dentro del cuerpo y se provocan el vómito. Ponen en práctica
todas las estratagemas imaginables para engañar a su preocupada familia
acerca de sus hábitos. Suele ser muy difícil averiguar lo que una
paciente come en realidad y lo que deja de comer, cuándo sacia su hambre
canina y cuándo no.
Cuando comen, prefieren
cosas que casi no pueden considerarse «comida»: limones, manzanas
verdes, ensaladas ácidas, es decir, cosas con pocas calorías y escaso
valor alimenticio. Además, estas pacientes suelen tomar laxantes, a fin
de librarse cuanto antes de lo poco que comen. Tienen también mucha
necesidad de movimiento. Dan largos pasos y carreras para quemar una
grasa que no han ingerido, lo cual, dado la debilidad general de las
pacientes, es realmente asombroso. Llama la atención el altruismo de las
anoréxicas que las hace cocinar con primor para los demás. No les
importa guisar, servir y ver comer a los demás, con tal de que no las
obliguen a acompañarles. Por lo demás, gustan de la soledad. Muchas
anorexicas o no menstruan o tienen problemas con la regla.
Repasando los síntomas,
detrás de esta patología encontramos afán de ascetismo. En el fondo está
el antiguo conflicto entre espíritu y materia, arriba y abajo, pureza e
instinto. La comida alimenta el cuerpo, es decir, el reino de las
formas. La negativa a comer es la negación de la fisiología. El ideal
del anoréxico es la pureza y la espiritualidad. Desea librarse de todo
lo grosero y corporal, escapar de la sexualidad y del instinto. El
objetivo es la castidad y la condición asexuada. Para conseguirlo, hay
que estar lo más delgada posible, porque si no, aparecerían en el cuerpo
unas curvas reveladoras de su feminidad. Y ella no quiere ser mujer.
No sólo se tiene miedo a
las curvas por ser femeninas, es que, además, un vientre abultado
recuerda la posibilidad del embarazo. El repudio de la propia feminidad
y de la sexualidad se manifiesta, también, en la falta de la regla. El
ideal supremo de la anoréxica es la desmaterialización. Hay que
apartarse de todo lo que tiene que ver con lo bajo y material.
Desde la perspectiva de
semejante ideal de ascetismo, el anoréxico no se considera enfermo ni
admite medidas terapéuticas dirigidas únicamente al cuerpo, ya que
precisamente del cuerpo quiere apartarse. En el hospital, burla la
alimentación forzada escamoteando con habilidad, por medios cada vez más
refinados, todos los alimentos que se le dan. Rechaza toda ayuda y
persigue denodadamente su ideal de dejar tras de sí todo lo corporal, en
aras de la espiritualidad. La muerte no se considera amenaza, ya que es
precisamente lo que está vivo lo que tanta angustia provoca. Todo lo
redondo, suave, femenino, fértil, instintivo y sexual inspira temor; se
tiene miedo a la proximidad y el calor. Por ello, las personas que
sufren anorexia nerviosa no suelen comer con otras personas. Reunirse
alrededor de una mesa para comer juntos es, en todas las culturas, un
ritual antiquísimo que fomenta cálida cordialidad y compenetración. Pero
precisamente esta compenetración es lo que da miedo a la anoréxica.
Este miedo es alimentado
desde la sombra de la paciente, sombra en la que, anhelantes, esperan
realizarse los temas que la paciente rehuye con tanto empeño en su vida
consciente. La enferma tiene hambre de vida pero, por temor a ser
arrastrada por ella, trata de desterrarla por medio del síntoma. De vez
en cuando, el hambre reprimida y combatida se impone mediante un acceso
de gula. Y devora a escondidas. Después, este «desliz» será
neutralizado con el vómito provocado. Por lo tanto, la enferma no
encuentra el punto intermedio en su conflicto entre la gula y el
ascetismo, entre el hambre y el ayuno, entre el egocentrismo y la
abnegación. Detrás del altruismo encontramos siempre un egocentrismo
disimulado que se aprecia enseguida en el trato con estas pacientes. Uno
ansía atención y la consigue por medio de la enfermedad. El que se niega
a comer esgrime un poder insospechado sobre los demás que, angustiados y
desesperados, creen su deber obligarle a comer y seguir viviendo. Con
este truco, ya los niños pequeños pueden meter a toda la familia en un
puño.
Al que padece anorexia
nerviosa no se le puede ayudar con la alimentación forzada sino, a lo
sumo, tratando de hacer que sea sincero consigo mismo. La paciente tiene
que aprender a aceptar su ansia de amor y de sexo, su egocentrismo, su
feminidad, sus instintos y su carnalidad. Debe comprender que no podemos
superar lo terreno combatiéndolo ni reprimiéndolo sino que únicamente
podemos transmutarlo integrándolo y viviéndolo.