Tenemos que comprender que siempre hay algo que aparentemente nos
viene de fuera y que nosotros siempre podemos interpretar como
causa. Ahora bien, esta interpretación causal no es sino una
posibilidad de ver las cosas y en este libro nos hemos propuesto
sustituir o, en su caso, completar esta visión habitual. Cuando nos
miramos al espejo, nuestro reflejo, aparentemente, también nos mira
desde fuera y, no obstante, no es la causa de nuestro aspecto. En el
resfriado, son miasmas que nos vienen de fuera y en ellos vemos la
causa. En el accidente de circulación es el automovilista borracho
que nos ha arrebatado la preferencia de paso la causa del accidente.
En el plano funcional siempre hay una explicación. Pero ello no nos
impide interpretar lo sucedido con una óptica trascendente.
La ley de la resonancia
determina que nosotros nunca podamos entrar en contacto con algo con lo
que no tenemos nada que ver. Las relaciones funcionales son el medio
material necesario para que se produzca una manifestación en el plano
corporal. Para pintar un cuadro necesitamos un lienzo y colores; pero
ellos no son la causa del cuadro sino únicamente los medios materiales
con ayuda de los cuales el pintor plasma su cuadro interior. Sería una
tontería refutar el mensaje del cuadro con el argumento de que el color,
el lienzo y los pinceles son sus causas verdaderas.
Nosotros no buscamos los
accidentes, del mismo modo que no buscamos las «enfermedades» y
nada nos hace desistir de utilizar cualquier cosa como «causa». Sin
embargo, de todo lo que nos pasa en la vida los responsables somos
nosotros. No hay excepciones, por lo que vale más dejar de buscarlas.
Cuando una persona sufre, sufre sólo a sus propias manos (¡lo cual no
presupone que no sea grande el sufrimiento!). Cada cual es agente y
paciente en una sola persona. Mientras el ser humano no descubra en sí a
ambos no estará sano. Por la intensidad con que las personas denostan al
«agente externo», podemos ver en qué medida se desconocen. Les
falta esa visión que permite ver la unidad de las cosas.
La idea de
que los accidentes son provocados inconscientemente no es nueva. Freud,
en su Psicopatología de la vida diaria, además de fallos como defectos
de pronunciación, olvidos, extravío de objetos, etc., cita también los
accidentes como fruto de un propósito inconsciente. Posteriormente, la
investigación psicosomática ha demostrado estadísticamente la existencia
de la llamada «propensión al accidente». Se trata de una personalidad
que se inclina a afrontar sus conflictos en forma de accidente. Ya en
1926 el psicólogo alemán K. Marbe, en su Psicología práctica de los
accidentes y siniestros industriales, observa que el individuo que ya ha
sufrido un accidente tiene más probabilidades de sufrir otros accidentes
que el que nunca los tuvo.
En la obra fundamental de
Alexander sobre la medicina psicosomática, publicado en 1950,
encontramos las siguientes observaciones sobre el tema: «En la
investigación de los accidentes de automóvil en Connecticut se descubrió
que en un período de seis años, de un pequeño grupo de sólo 3,9% de
todos los automovilistas implicados en accidente habían sufrido el 36,4%
de todos los accidentes. Una gran empresa que emplea a numerosos
conductores de camiones, alarmada por los altos costes de los
accidentes, mandó investigar las causas. Entre otros posibles factores,
se examinó el historial de cada conductor y aquellos que habían sufrido
mayor número de accidentes fueron destinados a otros trabajos. Con esta
sencilla medida pudo reducirse en una quinta parte la cifra de los
siniestros. Es interesante observar que los conductores apartados de la
carretera siguieron mostrando su propensión en el nuevo puesto de
trabajo. Ello indica irrefutablemente que la propensión al accidente
existe y que estas personas conservan esta propiedad en todas las
actividades de la vida diaria» (Alexander, Medicina Psicosomática).
Alexander deduce que
«en la mayoría de los accidentes, existe un elemento de deliberación, si
bien casi siempre es inconsciente. En otras palabras, la mayoría de los
accidentes están provocados inconscientemente». Esta mirada a la
vieja literatura psicoanalítica nos indica, entre otras cosas, que
nuestra forma de contemplar los accidentes no tiene nada de nueva y lo
mucho que se tarda en conseguir que cierta evidencia (desagradable)
llegue a penetrar (si es que llega) en la conciencia colectiva.
En nuestro examen nos
interesa no tanto la descripción de una determinada personalidad
propensa al accidente como, ante todo, el significado de un accidente
que ocurre en nuestra vida. Aunque una persona no posea una personalidad
propensa al accidente, éste siempre tiene un mensaje para ella, y
deseamos aprender a descifrarlo. Si en la vida de un individuo abundan
los accidentes, ello sólo quiere decir que esta persona no ha resuelto
conscientemente sus problemas y, por lo tanto, está escalando las etapas
del aprendizaje forzoso. Que una persona determinada realice sus
rectificaciones de un modo primario por los accidentes obedece al
llamado «locus minoris resistentiae» de las otras personas. Un
accidente cuestiona violentamente una manera de actuar o el camino
emprendido por una persona. Es una pausa en la vida que hay que
investigar. Para ello hay que contemplar todo el proceso del accidente
como una obra teatral y tratar de comprender la estructura exacta de la
acción y referirla a la propia situación. Un accidente es la caricatura
de la propia problemática, y es tan certero y tan doloroso como toda
caricatura.
Accidentes de tránsito
«Accidente
de tránsito» es un término difícil de interpretar, por lo abstracto. Hay
que saber qué ocurre exactamente en un accidente determinado, para poder
decir qué mensaje encierra. Pero si, en general, la interpretación es
difícil y hasta imposible, en el caso concreto resulta muy difícil. No
hay más que escuchar atentamente la exposición de los hechos. La
ambivalencia del lenguaje lo delata todo. Lamentablemente, una y otra
vez se comprueba que muchas personas carecen de oído para captar estas
connotaciones verbales. Nosotros acostumbramos a hacer que un paciente
repita una frase determinada de su descripción hasta que se da cuenta de
lo que representa. En estos casos, se advierte la inconsciencia con que
las personas manejan el lenguaje o lo bien que actúan los filtros cuando
de los propios problemas se trata.
Por lo tanto, en la vida
y en la circulación, una persona puede, por ejemplo, desviarse de su
camino = pisar el acelerador = perder el norte = perder el control o el
dominio, atropellar a uno, etcétera. ¿Qué queda por explicar? Basta con
escuchar. Uno acelera de tal manera que no puede frenar y no sólo se
acerca demasiado al (¿o a la?) que va delante sino que lo embiste, con
lo que se produce una colisión (o un porrazo, como dicen otros). Este
choque supone una contrariedad, por lo que los automovilistas suelen
chocar no sólo con los coches sino también con las palabras.
Con frecuencia, la
pregunta: «¿Quién tuvo la culpa del accidente?», nos da la
respuesta clave: «No pude frenar a tiempo», indica que una persona, en
algún aspecto de su vida, ha acelerado de tal manera (por ejemplo, en el
trabajo) que ha llegado a poner en peligro tal aspecto. Esta persona
debe interpretar el accidente como una llamada a examinar todas las
aceleraciones de su vida y aminorar la marcha. La respuesta: «No lo
vi», indica que esta persona deja de ver algo muy importante de su
vida. Si un intento de adelantamiento acaba en accidente, uno debería
pasar revista a todas las «maniobras de adelantamiento» de su vida. El
que se duerme al volante debería despertar cuanto antes también su vida
para no estrellarse. El que se queda tirado de noche en la carretera
debe examinar atentamente cuáles son las cosas de la zona nocturna del
alma que pueden impedirle el avance. Éste corta a alguien, el otro
sobrepasa la raya o se salta el bordillo, otro más se queda atascado en
el barro. De pronto, uno deja de ver claro, no ve la señal de alto,
confunde la dirección, choca con resistencias. Casi siempre, los
accidentes de tránsito acarrean un intenso contacto con otras personas;
en la mayoría de los casos, la aproximación es excesiva y, desde luego,
violenta.
Vamos a
examinar juntos un accidente concreto, para ilustrar mejor con un
ejemplo práctico nuestro enfoque. Se trata de un accidente real que, al
mismo tiempo, representa un tipo de accidente de tránsito muy corriente.
En un cruce con preferencia a la derecha chocan dos turismos con tanta
violencia que uno de ellos es lanzado a la acera donde queda volcado,
con las ruedas hacia arriba. En el interior han quedado atrapadas varias
personas que gritan pidiendo auxilio. La radio del coche funciona a todo
volumen. Los transeúntes van sacando a los encerrados de su prisión de
hierro, los cuales, con heridas de mediana gravedad, son trasladados al
hospital.
Este suceso puede
explicarse así: todas las personas involucradas en este accidente se
encontraban en una situación en la que deseaban continuar en línea recta
por la dirección que habían tomado en su vida. Esto corresponde al deseo
y al intento de seguir adelante sin detenerse. Pero tanto en la
carretera como en la vida hay cruces. La vía recta es la norma en la
vida, es la que se sigue por inercia. El hecho de que la trayectoria
rectilínea de todas estas personas fuera interrumpida bruscamente por el
accidente indica que todos habían pasado por alto la necesidad de
rectificar la dirección. Llega un momento en la vida en que se impone
rectificar. Por buena que sea una norma o una dirección, con el tiempo
puede llegar a ser inadecuada. Casi siempre, las personas defienden sus
normas invocando su observancia en el pasado. Esto no es un argumento.
En un lactante lo normal es mojar los pañales, y no hay nada mejor que
objetar. Pero el niño que a los cinco años aún moja la cama no tiene
justificación.
Una de las dificultades
de la vida humana es reconocer a tiempo la necesidad de cambio.
Seguramente, los involucrados en el accidente no la habían reconocido.
Trataban de continuar en línea recta por el camino que hasta entonces se
había acreditado como bueno y reprimían la invitación a abandonar la
norma, a variar el rumbo, a apearse de la situación. Este impulso es
inconsciente. Inconscientemente, sentimos que el camino no es el
indicado. Pero falta valor para cuestionarlo conscientemente y
abandonarlo. Los cambios generan miedo. Uno querría, pero no se atreve.
Esto puede ser una relación humana que se ha superado, o un trabajo, o
una idea. Lo común a todos es que todos reprimen el deseo de liberarse
de la costumbre con un salto. Este deseo no vivido busca su realización
por medio del deseo inconsciente, una realización que la mente
experimenta como procedente «de fuera»: uno es apartado de su camino, en
nuestro ejemplo, por medio de un accidente de circulación.
El que sea sincero
consigo mismo, después del suceso puede comprobar que, en el fondo,
hacía tiempo que no estaba satisfecho de su camino y deseaba
abandonarlo, pero le faltaba el valor. A una persona, en realidad, sólo
le ocurre aquello que ella quiere. Las soluciones inconscientes son
eficaces, desde luego, pero tienen el inconveniente de que, en
definitiva, no resuelven el problema del todo. Ello se debe,
sencillamente, a que a fin de cuentas un problema sólo puede resolverse
con una decisión deliberada, mientras que la solución inconsciente
representa siempre sólo una realización material. La realización puede
dar un impulso, puede informar, pero no resolver totalmente el problema.
Así, en nuestro ejemplo,
el accidente provoca la liberación del camino habitual pero impone una
nueva y aún mayor falta de libertad: el encierro en el coche. Esta
situación nueva e insospechada es resultado de la inconsciencia del
proceso, pero también puede interpretarse como un aviso de que el
abandono de la vía vieja puede llevar no a la ansiada libertad sino a
una falta de libertad aún mayor. Los gritos de socorro de los heridos y
encerrados casi estaban ahogados por la estrepitosa música de la radio
del coche. Para el que en todo ve un símbolo, este detalle es expresión
del intento de desviarse del conflicto por medios externos. La música de
la radio ahoga la voz interior que pide socorro y que la conciencia
desea oír. Pero el pensamiento se desentiende y este conflicto y el
deseo de libertad del alma quedan encerrados en el inconsciente. No
pueden liberarse por sí mismos sino que tienen que esperar a que los
hechos externos los liberen. El accidente es aquí el «hecho externo» que
abrió a los problemas inconscientes un canal para que se articularan.
Los gritos de socorro del alma se hicieron audibles. El individuo
aprendió a ser sincero.
Los accidentes en el hogar y en
el trabajo
Análogamente a los accidentes de tránsito, la diversidad de
posibilidades y su simbolismo en los demás accidentes en casa y en el
trabajo es casi ilimitada, por lo cual cada caso debe examinarse con
atención.
En las quemaduras
encontramos un rico simbolismo. Muchas frases hechas utilizan la
quemadura y el fuego como símbolo de procesos psíquicos: quemarse los
labios = quemarse las manos = agarrar un hierro candente = jugar con
fuego = poner las manos en el fuego por una persona, etc.
El fuego es aquí sinónimo
de peligro. Por lo tanto, las quemaduras indican que uno no supo ver o
medir el peligro oportunamente. Tal vez uno no acierte a ver lo candente
que es en realidad un tema determinado. Las quemaduras nos hacen
comprender que estamos jugando con el peligro. Además, el fuego tiene
una clara relación con el tema del amor y la sexualidad. Se dice del
amor que es ardiente, uno se inflama de amor, un enamorado es fogoso. El
simbolismo sexual del fuego, es, pues, evidente.
Las quemaduras afectan
primeramente la piel, es decir, la envoltura o frontera del individuo.
Esta violación de la frontera significa siempre el cuestionamiento del
Yo. Con el Yo nos aislamos y el aislamiento impide el amor. Para poder
amar tenemos que abrir la frontera del Yo, tenemos que inflamarnos con
la brasa del amor, derribar obstáculos. Al que se resista al fuego
interior, quizás un fuego exterior le queme la frontera de la piel,
dejándolo abierto y vulnerable.
Un simbolismo parecido
encontramos en casi todas las heridas que, desde luego, empiezan por
perforar la frontera exterior de la piel. Por ello se habla también de
heridas psíquicas y se dice que uno se siente herido por una determinada
palabra. Pero uno puede herir no sólo a los demás sino también lacerarse
la propia carne. También el simbolismo de la «caída» y el «tropezón» es
fácil de descifrar. Los hay que dan un resbalón en el parqué o que
ruedan escaleras abajo. Si el resultado es conmoción cerebral, el
pensamiento del individuo queda afectado. Todo intento de incorporarse
en la cama produce dolor de cabeza, por lo que uno vuelve a echarse
enseguida. Por consiguiente, se arrebata a la cabeza y al pensamiento el
predominio que tuviera hasta el momento y el paciente experimenta en su
propio cuerpo que el pensar duele.
Fracturas
Los huesos
se rompen, casi sin excepción, en circunstancias de hiperdinamismo
(automóvil, moto, deportes), por intervención de un factor mecánico
externo. La fractura impone inmediatamente la inmovilización (reposo,
escayola). Toda fractura provoca una interrupción del movimiento y la
actividad y exige descanso. De esta pasividad forzosa debería surgir una
reorientación. La fractura indica claramente que se ha olvidado el
imperativo de la finalidad de una evolución, por lo que el cuerpo tiene
que romper con lo viejo para permitir la irrupción de lo nuevo. La
fractura rompe con el camino anterior que estaba caracterizado por la
hiperactividad y el movimiento. El individuo exagera el movimiento y la
sobrecarga o hiperactividad se acumula hasta que el punto más débil
cede.
El hueso representa en el
cuerpo el principio de la solidez, de las normas que dan un punto de
apoyo, y también al de la anquilosis. El hueso anquilosado es frágil y
no puede cumplir su función. Algo parecido ocurre con las normas: tienen
que proporcionar una base, pero una rigidez excesiva las hace
inoperantes. Una fractura nos señala en el plano físico que se ha pasado
por alto un exceso de rigidez de la norma en el sistema psíquico. El
individuo se había hecho excesivamente rígido e inflexible. La persona,
con la edad, suele aferrarse a sus principios con mayor rigidez y pierde
su capacidad de adaptación, la anquilosis de los huesos aumenta a su vez
y el peligro de fractura crece.