Cuando de los dos hagáis uno y cuando hagáis lo de dentro como lo de
fuera y lo de fuera como lo de dentro y lo de arriba como lo de
abajo y de lo masculino y lo femenino hagáis uno, para que lo
masculino no sea masculino ni lo femenino sea femenino, cuando
hagáis ojos en vez de un ojo y una mano en vez de una mano y un pie
en vez de un pie y una imagen en vez de una imagen, entonces
entraréis en el Reino.
TOMÁS.
Evangelios Apócrifos, cap. 22.
Nos parece oportuno retomar en este libro un tema que ya tratamos en
Schicksal als Chance: la polaridad. Por un lado, nos gustaría
evitar tediosas repeticiones, pero, por otro, creemos que la
comprensión de la polaridad es requisito indispensable para seguir
los razonamientos que exponemos más adelante. De todos modos, nunca
se hace demasiado hincapié en la polaridad, por cuanto que
constituye el problema central de nuestra existencia.
Al decir Yo, el ser
humano se separa de todo lo que percibe como ajeno al Yo: el
Tú; y, desde este momento, el ser humano queda preso en la
polaridad. Su Yo lo ata al mundo de los contrapuntos que no
se cifran sólo en el Yo y el Tú, sino también en lo interno
y lo externo, mujer y hombre, bien y mal, verdad y mentira,
etc. El ego del individuo le hace imposible percibir,
reconocer o imaginar siquiera la unidad o el todo en
cualquier forma.
La conciencia lo escinde todo en parejas de contrarios que nos
plantea un conflicto porque nos obligan a diferenciar y a decidir.
Nuestro entendimiento no hace otra cosa que desmenuzar la realidad
en pedazos más y más pequeños (análisis) y diferenciar entre los
pedazos (discernimiento). Por ello, se dice si a una cosa y, al
mismo tiempo, no a su contrario, pues es sabido que «los contrarios
se excluyen mutuamente>. Pero con cada no, con cada exclusión,
incurrimos en una carencia, y para estar sano hay que estar
completo. Tal vez se aprecie ya lo estrechamente ligado que está el
tema enfermedad–salud con la polaridad. Pero aún podemos ser más
categóricos: enfermedad es polaridad, curación es superación de la
polaridad.
Más allá de la polaridad en la que nosotros, como individuos, nos
encontramos inmersos, está la unidad, el Uno que todo lo abarca, en
el que se aúnan los contrarios. Este ámbito del ser se llama también
el Todo porque todo lo abarca, y nada puede existir fuera de esta
unidad, de este Todo. En la unidad no hay cambio ni transformación
ni evolución, porque la unidad no está sometida al tiempo ni al
espacio. La Unidad–Todo está en reposo permanente, es el Ser puro,
sin forma ni actividad. Llama la atención que todas las definiciones
de la unidad hallan de ser planteadas en negativo: sin tiempo, sin
espacio, sin cambio, sin límite.
Todas las manifestaciones positivas nacen de nuestro mundo dividido
y, por consiguiente, no pueden aplicarse a la unidad. Desde el punto
de vista de nuestra conciencia bipolar la unidad se aparece como la
Nada. Esta formulación es correcta, pero con frecuencia nos sugiere
asociaciones falsas. Los occidentales especialmente suelen
reaccionar con desilusión cuando descubren, por ejemplo, que el
estado de conciencia que persigue la filosofía budista, el nirvana
viene a significar nada (textualmente: extinción). El ego del ser
humano desea tener siempre algo que se encuentre fuera de él y no le
agrada la idea de tener que extinguirse para ser uno con el todo. En
la unidad, Todo y Nada se funden en uno. La Nada renuncia a toda
manifestación y límite, con lo que se sustrae a la polaridad. El
origen de todo el Ser es la Nada (el Ain Soph de lo
cabalistas, el Tao de los chinos, el Neti–Neti de los
indios). Es lo único que existe realmente, sin principio ni fin, por
toda la eternidad. A esa unidad podemos referirnos pero no podemos
imaginarla. La unidad es la antítesis de la polaridad y, por
consiguiente, sólo es concebible —incluso, en cierta medida,
experimentable— por el ser humano que, por medio de determinados
ejercicios o técnicas de meditación, desarrolla la capacidad de
aunar, por lo menos transitoriamente, la polaridad de su
conocimiento. Pero la unidad siempre se sustrae a una descripción
oral o análisis filosófico, pues nuestro pensamiento precisa de la
premisa de la polaridad. El reconocimiento sin polaridad, sin la
división en sujeto y objeto, en reconocedor y reconocido, no es
posible. En la unidad no hay reconocimiento, sólo Ser. En la unidad
termina todo el afán, el querer y el empeño, todo el movimiento,
porque ya no existe un exterior que anhelar. Es la vieja paradoja de
que sólo en la Nada está la plétora.
Volvamos a considerar el campo que podemos aprehender de forma
directa y segura. Todos poseemos una conciencia del mundo
polarizadora. Es importante reconocer que lo polar no es el mundo
sino el conocimiento que nuestra conciencia nos da de él.
Observemos las leyes de la polaridad en un ejemplo concreto como la
respiración que da al ser humano la experiencia básica de polaridad.
Inhalación y exhalación se alternan constante y rítmicamente. Ahora
bien, el ritmo que forman no es más que la continua alternancia de
dos polos. El ritmo es el esquema básico de toda vida. Lo mismo nos
dice la Física que afirma que todos los fenómenos pueden reducirse a
oscilaciones. Si se destruye el ritmo se destruye la vida, pues la
vida es ritmo. El que se niega a exhalar el aire no puede volver a
inhalar. Ello nos indica que la inhalación depende de la exhalación
y que, sin su polo opuesto, no es posible. Un polo, para su
existencia, depende del otro polo. Si quitamos uno, desaparece
también el otro. Por ejemplo, la electricidad se genera de la
tensión establecida entre dos polos, si retiramos un polo, la
electricidad desaparece.
Aquí tenemos un dibujo muy conocido, en el que cualquiera puede
experimentar claramente el problema de la polaridad que aquí se
plantea en primer término/segundo término, o, concretamente,
caras/copa. Cuál de las dos formas vea dependerá de sí pongo en
primer término la superficie blanca o la negra. Si interpreto como
fondo la superficie negra, la blanca se sitúa en primer término y
veo una copa. Esta apreciación cambia cuando considero que la
superficie blanca es el fondo, porque entonces veo como primer
término la superficie negra y aparecen dos caras de perfil. En este
juego óptico se trata de observar atentamente nuestra reacción
fijando la atención en una u otra superficie. Los dos elementos
copa/caras están presentes en la imagen simultáneamente, pero
obligan al que mira a decidirse por uno o por el otro. O vemos la
copa o vemos las caras. A lo sumo, podemos ver los dos aspectos de
la imagen sucesivamente, pero es muy difícil verlos simultáneamente
con la misma claridad.
Este juego óptico es una buena vía de acceso a la consideración de
la polaridad. En este grabado el polo negro depende del polo blanco
y viceversa. Si suprimimos del grabado uno de los dos polos (lo
mismo da el negro que el blanco), desaparece toda la imagen con sus
dos aspectos. También aquí el negro depende del blanco, el primer
plano depende del fondo, como la inhalación de la exhalación o el
polo positivo de la corriente del polo negativo. Esta absoluta
interdependencia de los contrarios nos indica que, en el fondo de
cada polaridad, existe una unidad que nosotros, los humanos, no
podemos aprehender con nuestra conciencia, incapaz de percepción
simultánea. Es decir, tenemos que dividir toda unidad en dos polos,
a fin de poder contemplarlos sucesivamente.
Y ello da origen al tiempo, simulador que debe su existencia
únicamente al carácter bipolar de nuestra conciencia. Las
polaridades son, pues, dos aspectos de una misma realidad que
nosotros hemos de contemplar sucesivamente. Por lo tanto, cuál de
las dos caras de la medalla veamos en cada momento dependerá del
ángulo en el que nos situemos. Sólo al observador superficial se
aparecen las polaridades como contrarios que se excluyen mutuamente
—si miramos con más atención veremos que las polaridades, juntas,
forman una unidad ya que, para poder existir, dependen una de otra—.
La ciencia hizo este descubrimiento fundamental al estudiar la luz.
Había sobre la naturaleza de los rayos de la luz dos opiniones
contrapuestas: una propugnaba la teoría de las ondas y la otra, la
teoría de las partículas. Cada una de estas teorías excluía a la
otra. Si la luz está formada por ondas no puede estar formada por
partículas y a la inversa: o lo uno o lo otro. Después hemos
averiguado que esta disyuntiva era un planteamiento erróneo. La luz
es a la vez onda y corpúsculo. Pero también se puede dar la vuelta a
la frase: la luz no es ni onda ni corpúsculo. La luz es, en su
unidad, sólo luz y, como tal, no es concebible por la conciencia
polar del ser humano. Esta luz se manifiesta únicamente al
observador según el lado desde el que éste la contemple, bien onda,
bien partícula.
La polaridad es como una puerta que en un lado tiene escrita la
palabra Entrada y, en el otro, Salida, pero siempre es la misma
puerta y, según el lado por el que nos acerquemos a ella, vemos uno
u otro de sus aspectos. A causa de este imperativo de dividir lo
unitario en aspectos que luego hemos de contemplar sucesivamente se
crea el concepto de tiempo, porque de la contemplación con una
conciencia bipolar la simultaneidad del Ser se convierte en
sucesión. Si detrás de la polaridad está la unidad, detrás del
tiempo se halla la eternidad. Una aclaración: entendemos eternidad
en el sentido metafísico de intemporalidad, no en el que le da la
teología cristiana, de un largo, infinito continuum de tiempo.
En el estudio de las lenguas primitivas, también observamos cómo
nuestra conciencia y afán de aprehensión divide en contrarios lo que
originariamente era unitario. Al parecer, los individuos de culturas
pretéritas eran más capaces de ver la unidad detrás de las
dualidades, ya que en las lenguas antiguas muchas palabras tienen
acepciones que se contradicen. No fue sino con la evolución del
lenguaje cuando, principalmente mediante transposición o
prolongación de las vocales, se empezó a atribuir a un único polo
una voz originariamente ambivalente. (Ya Sigmund Freud comenta el
fenómeno en su «¡Contrasentido de las palabras originales»!)
Por
ejemplo, no es difícil descubrir la raíz común de las siguientes
palabras latinas: clamare = clamar y clam = quieto, o siccus = seco
y sucus = jugo. Altus tanto puede significar alto como profundo. En
griego farmacon significa tanto veneno como remedio. En alemán la
palabra stumm (mudo) y Stimme (voz) pertenecen a la misma familia, y
en inglés apreciamos la polaridad en la palabra without,
literalmente «con sin» que en la práctica sólo se atribuye a uno de
los polos, concretamente, sin. Aún nos aproxima más a nuestro tema
el parentesco semántico de bos y bass. La palabra bass significa en
alto alemán gut (bueno). Esta palabra sólo la encontramos ya en dos
locuciones compuestas furbass que significa furwahr (verdaderamente)
y bass erstaunt que puede interpretarse como sehr arstaunt (muy
asombrado). A la misma rama pertenece también la palabra bad = malo,
al igual que las alemanas Busse y bussen (Penitencia y purgar). Este
fenómeno semántico según el cual originariamente se utilizaba una
misma palabra para expresar significados contrarios, como bueno o
malo, nos indica claramente la unidad que existe detrás de cada
polaridad. Precisamente la equiparación de bueno y malo nos ocupará
más adelante y revela la gran trascendencia que tiene la comprensión
del tema de la polaridad.
La polaridad de nuestra conciencia la experimentamos subjetivamente
en la alternancia de dos estados que se distinguen claramente uno de
otro: la vigilia y el sueño, estados que nosotros experimentamos
como correspondencia interna de la polaridad externa día–noche de la
Naturaleza. Por lo tanto, hablamos corrientemente de un estado de
conciencia diurno y un estado de conciencia nocturno o del lado
diurno y el lado nocturno del alma. Íntimamente unida a esta
polaridad está la distinción entre una conciencia superior y un
inconsciente. Por lo tanto, durante el día esa región de conciencia
que habitamos por la noche y de la que surgen los sueños es para
nosotros el inconsciente. Bien mirada, la palabra inconsciente no es
un vocablo muy afortunado, por cuanto que el prefijo in denota
carencia e inconsciente no es lo mismo que falto de conciencia.
Durante el sueño nos encontramos en un estado de conciencia
diferente, no en falta de conciencia sino sólo una denominación muy
imprecisa del estado de conciencia nocturno, a falta de palabra más
adecuada. Pero, ¿por qué nos identificamos tan evidentemente con la
conciencia diurna?
Desde la difusión de la psicología profunda, estamos acostumbrados a
imaginar nuestra conciencia dividida en estratos y a distinguir
entre un supraconsciente, un subconsciente y un inconsciente.
Esta clasificación en superior e inferior no es obligatoria, desde
luego, pero corresponde a una percepción espacial simbólica, que
atribuye al cielo y a la luz el estrato superior y a la Tierra y la
oscuridad el estrato inferior del espacio. Si tratamos de
representar gráficamente este esquema de la conciencia podemos
trazar la siguiente figura:
El círculo simboliza la conciencia que todo lo abarca y que es
ilimitada y eterna. Por lo tanto, la periferia del círculo tampoco
es límite, sino únicamente símbolo de aquello que todo lo abarca. El
ser humano está separado de esto por su Yo, lo que da lugar a la
creación de su «supraconsciente» subjetivo y limitado. Por lo tanto,
no tiene acceso al resto de la conciencia, es decir, a la conciencia
cósmica —le es desconocida (C. G. Jung llama a este estrato el «inconsciente
colectivo»)—. La línea divisoria entre su Yo y el restante «mar
de la conciencia» no es, sin embargo, un absoluto; más bien
podría denominarse una especie de membrana permeable por ambos
lados. Esta membrana corresponde al subconsciente. Contiene tanto
sustancias que han descendido del supraconsciente (olvidadas) como
las que afloran del inconsciente, por ejemplo, premoniciones,
sueños, intuiciones, visiones.
Si una persona se identifica exclusivamente con su supraconsciente,
reducirá la permeabilidad del subconsciente, ya que las sustancias
inconscientes le parecerán extrañas y, por consiguiente, generadoras
de angustia. La mayor permeabilidad puede infundir facultades de
médium. El estado de la iluminación o de la conciencia cósmica no se
alcanzaría más que renunciando a la divisoria, de manera que
supraconsciente e inconsciente fueran uno. Desde luego, este paso
equivale a la destrucción del Yo cuya evidencia se encuentra en la
delimitación. En la terminología cristiana este paso está descrito
con las palabras «Yo (supraconsciente) y mi Padre (inconsciente)
somos uno».
La
conciencia humana tiene su expresión física en el cerebro,
atribuyéndose a la corteza cerebral la facultad específicamente
humana del discernimiento y el juicio. No es de extrañar que la
polaridad de la conciencia humana se refleje claramente en la
anatomía misma del cerebro. Como es sabido, el cerebro se compone de
dos hemisferios unidos por el llamado cuerpo calloso. En el pasado,
la medicina trató de combatir diferentes síntomas, como por ejemplo
la epilepsia o los grandes dolores, seccionando quirúrgicamente el
cuerpo calloso, con lo que se cortaban todas las uniones nerviosas
de los dos lóbulos (comisurotomía).
A pesar de lo aparatoso de la intervención, a primera vista apenas
se observaban deficiencias en los pacientes. Así se descubrió que
los dos hemisferios son como dos cerebros que pueden funcionar
independientemente. Pero, al someter a los operados a determinadas
pruebas, se vio que los dos hemisferios cerebrales se distinguen
claramente tanto por su naturaleza como por sus funciones
respectivas. Ya sabemos que los nervios de cada lado del cuerpo son
gobernados por el hemisferio contrario, es decir, la parte derecha
del cuerpo humano es gobernada por el hemisferio izquierdo y
viceversa. Si se vendan los ojos a uno de estos pacientes y se le
pone, por ejemplo, un sacacorchos en la mano izquierda, él es
incapaz de nombrar el objeto, es decir, no puede encontrar el nombre
que corresponde al sacacorchos que está palpando, pero no tiene
dificultad alguna en utilizarlo adecuadamente. Cuando se le pone el
objeto en la mano derecha ocurre todo lo contrario: ahora sabe cómo
se llama pero no sabe utilizarlo.
Al igual que las manos, también los oídos y los dos ojos están
unidos al hemisferio cerebral contrario. En otro experimento a una
paciente operada de comisurotomía se le presentaron diferentes
figuras geométricas al tiempo que se le tapaba, sucesivamente, el
ojo derecho y el izquierdo. Cuando se proyectó un desnudo ante el
campo visual del ojo izquierdo, por lo que la imagen sólo podía
percibirse por el hemisferio derecho, la paciente se sonrojó y se
rió, pero a la pregunta del investigador de qué había visto
contestó:
— Nada, sólo un fogonazo — y siguió riendo.
Es decir, que la imagen percibida por el hemisferio derecho produjo
una reacción, pero ésta no pudo ser captada por el pensamiento ni
planteada con palabras. Si se llevan olores sólo a la fosa nasal
izquierda, también se produce la reacción correspondiente, pero el
paciente no puede identificar el olor. Si se muestra a un paciente
una palabra compuesta como, por ejemplo, baloncesto, de manera que
el ojo izquierdo sólo puede ver la primera parte, «balón», y
el derecho, la segunda, «cesto», el paciente leerá únicamente
«cesto», pues la palabra «balón» no puede ser
analizada por el lóbulo derecho.
Con estos experimentos, desarrollados y elaborados en los últimos
tiempos, se ha recopilado información que puede condensarse así: uno
y otro hemisferio se diferencian claramente por sus funciones, su
capacidad y sus respectivas responsabilidades. El hemisferio
izquierdo podría denominarse el «hemisferio verbal» pues es
el encargado de la lógica y la estructura del lenguaje, de la
lectura y la escritura. Descifra analítica y racionalmente todos los
estímulos de estas áreas. Es decir, que piensa en forma digital. El
hemisferio izquierdo es también el encargado del cálculo y la
numeración. La noción del tiempo se alberga asimismo en el
hemisferio izquierdo.
En el
hemisferio derecho encontramos todas las facultades opuestas: en
lugar de capacidad analítica, permite la visión de conjunto de
ideas, funciones y estructuras complejas. Esta mitad cerebral
permite concebir un todo (figura) partiendo de una pequeña parte (pars
pro toto). Al parecer, debemos también al hemisferio cerebral
derecho la facultad de concepción y estructuración de elementos
lógicos (conceptos superiores, abstracciones) que no existen en la
realidad. En el lóbulo derecho encontramos únicamente formas orales
arcaicas que no se rigen por la sintaxis sino por esquemas de
sonidos y asociaciones. Tanto la lírica como el lenguaje de los
esquizofrénicos son exponentes del lenguaje producido por el
hemisferio derecho. Aquí reside también el pensamiento analógico y
el arte para utilizar los símbolos. El hemisferio derecho genera
también las fantasías y los sueños de la imaginación y desconoce la
noción del tiempo que posee el hemisferio izquierdo.
Según la actividad del individuo, domina en él uno u otro
hemisferio. El pensamiento lógico, la lectura, la escritura y el
cálculo exigen el predominio del hemisferio izquierdo, mientras que
para escuchar música, soñar, imaginar y meditar se utiliza
preferentemente el hemisferio derecho. Independientemente del
predominio de un hemisferio concreto, el individuo sano dispone
también de informaciones del hemisferio subordinado, ya que a través
del cuerpo calloso se produce un activo intercambio de datos. La
especialización de los hemisferios refleja con exactitud las
antiguas doctrinas esotéricas de la polaridad. En el taoísmo, a los
dos principios originales en los que se divide la unidad del Tao se
les llama Yang (principio masculino) y Yin (principio femenino). En
la tradición hermética, la misma polaridad se expresa por medio de
los símbolos del «Sol» (masculino) y la «Luna»
(femenino). El Yang chino y el Sol son símbolos del principio
masculino, activo y positivo que, en el campo psicológico,
corresponderían a la conciencia diurna. El Yin o principio de la
Luna se refiere al principio femenino, negativo, receptor y
corresponde al inconsciente del individuo.
HEMISFERIO IZQUIERDO
HEMISFERIO DERECHO
Lógica
Percepción de las formas
Lenguaje(sintaxis, gramática)
Visión de conjunto
Orientación espacial
Forma de expresión arcaicas
Hemisferio verbal:
Lectura
Música
Escritura
Olfato
Cálculo
Expresión gráfica
Interpretación del entorno
Noción del mundo en conjunto
Pensamiento digital
Pensamiento analógico
Pensamiento lineal
Simbolismo
Noción del tiempo
Intemporalidad
Análisis
Holística
Magnitudes lógicas
Inteligencia
Intuición
––––––––––
–––––––––
––––––––––
–––––––––
––––––––––
–––––––––
Activo
Pasivo
Eléctrico
Magnético
Ácido
Alcalino
lado derecho del cuerpo
lado izquierdo del cuerpo
mano derecha
mano izquierda
YANG
YIN
+
–
Sol
Luna
Masculino
Femenino
Día
Noche
Consciente
Inconsciente
Vida
Muerte
Estas polaridades clásicas pueden relacionarse fácilmente con los
resultados de la investigación del cerebro. Así, el hemisferio
izquierdo Yang es masculino, activo, supraconsciente y corresponde
al símbolo del Sol y al lado diurno del individuo. La mitad
izquierda del cerebro rige el lado derecho del cuerpo, es decir, el
activo y masculino. El hemisferio derecho es Yin, negativo,
femenino. Corresponde al principio lunar, es decir, al lado nocturno
o inconsciente del individuo y, lógicamente, rige el lado izquierdo
del cuerpo. Para mejor comprensión, debajo de la figura de la página
anterior se detallan los respectivos conceptos en forma de tabla.
Ciertas corrientes modernas de la psicología imprimen un giro de 90°
en la antigua topografía horizontal de la conciencia (Freud) y
sustituyen los conceptos Supraconsciente e Inconsciente por
hemisferio izquierdo y hemisferio derecho. Esta denominación es sólo
cuestión de forma y modifica poco el fondo, como puede apreciarse
comparando ambas exposiciones. Tanto la topografía horizontal como
la vertical no son sino manifestación del antiguo símbolo chino «Tai
Chi» (el todo, la unidad) de un círculo dividido en mitad blanca
y mitad negra, cada una de las cuales contiene, a modo de germen,
otro círculo dividido en dos mitades. Por así decirlo, en nuestra
conciencia la unidad se divide en polaridades que se complementan
entre sí.
Es fácil imaginar lo incompleto que estaría el individuo que sólo
tuviera una de las dos mitades del cerebro. Pues bien, no es más
completa la noción del mundo que impera en nuestro tiempo, por
cuanto que es la que corresponde a la mitad izquierda del cerebro.
Desde esta única perspectiva, sólo se aprecia lo racional, concreto
y analítico, fenómenos que se inscriben en la causalidad y el
tiempo. Pero una noción del mundo tan racional sólo encierra media
verdad, porque es la perspectiva de media conciencia, de medio
cerebro. Todo el contenido de la conciencia que la gente gusta de
llamar con displicencia irracional, ilusorio y fantástico no es más
que la facultad del ser humano de mirar el mundo desde el polo
opuesto.
La distinta valoración que se ha dado a estos dos puntos de vista
complementarios se observa en la circunstancia de que, en el estudio
de las diferentes facultades de uno y otro hemisferio cerebral, las
aptitudes del lado izquierdo se reconocieron y describieron con
rapidez y facilidad, pero costó mucho averiguar el significado del
hemisferio derecho, el cual no parecía producir actos coherentes.
Evidentemente, la Naturaleza valora mucho más las facultades de la
mitad derecha, irracional, ya que, en trance de peligro de muerte,
automáticamente se pasa del predominio de la mitad izquierda al
predominio de la mitad derecha. Y es que una situación peligrosa no
puede resolverse por un proceso analítico, mientras que el
hemisferio derecho, con su percepción de conjunto de la situación,
nos da la posibilidad de actuar serena y consecuentemente. A esta
conmutación automática responde por cierto el conocido fenómeno de
la visualización instantánea de toda la vida en un segundo. En
trance de muerte, el individuo revive toda su vida, experimenta una
vez más todas las situaciones de su trayectoria vital, buena muestra
de lo que antes llamamos la intemporalidad de la mitad derecha.
En nuestra opinión, la importancia de la teoría de los hemisferios
estriba en la circunstancia de que la ciencia ha comprendido lo
sesgado e incompleto que es su concepto del mundo y, con el estudio
del hemisferio derecho, está reconociendo la justificación y la
necesidad de mirar el mundo de esa otra manera. Al mismo tiempo,
sobre esta base, se podría aprender a comprender la ley de la
polaridad como ley fundamental del mundo, pero este empeño fracasa
casi siempre por la absoluta incapacidad de la ciencia para el
pensamiento analógico (mitad derecha).
Con este ejemplo, debería ofrecérsenos con claridad la ley de la
polaridad: la conciencia humana divide la unidad en dos polos. Los
dos polos se complementan (compensan) mutuamente y, por lo tanto,
para existir, necesitan el uno del otro. La polaridad trae consigo
la incapacidad de contemplar simultáneamente los dos aspectos de una
unidad, y nos obliga a hacerlo sucesivamente, con lo cual surgen los
fenómenos del «ritmo», el «tiempo» y el «espacio».
Para describir la unidad, la conciencia, basada en la polaridad,
tiene que servirse de una paradoja. La ventaja que nos brinda la
polaridad es la facultad de discernimiento, la cual no es posible
sin polaridad. La meta y el afán de una conciencia polar es superar
su condición de incompleta, determinada por el tiempo, y volver a
estar completa, es decir, sana.
Todo
camino de salvación o camino de curación lleva de la polaridad a la
unidad. El paso de la polaridad a la unidad es un cambio cualitativo
tan radical que la conciencia polar difícilmente puede imaginarlo.
Todos los sistemas metafísicos, religiones y escuelas esotéricas,
enseñan única y exclusivamente este camino de la polaridad a la
unidad. De ello se desprende que todas estas doctrinas no están
interesadas en un «mejoramiento de este mundo», sino en el «abandono
de este mundo».
Precisamente este punto es el que provoca los ataques contra estas
doctrinas. Los críticos señalan las injusticias y calamidades de
este mundo y reprochan a las doctrinas de orientación metafísica su
actitud antisocial y fría ante estos retos, puesto que sólo están
interesadas en su propia y egoísta redención. Los reproches más
frecuentes son evasión e indiferencia. Es lamentable que los
críticos no se detengan a tratar de comprender una doctrina antes de
combatirla, sino que se precipiten a mezclar las opiniones propias
con un par de conceptos mal comprendidos de otra doctrina y a este
despropósito llamen «crítica».
Estas malas interpretaciones datan de muy antiguo. Jesús enseñaba
únicamente este camino que lleva de la polaridad a la unidad —y ni
sus propios discípulos le comprendieron del todo (con excepción de
Juan)—. Jesús llamaba a la polaridad este mundo y a la unidad, el
reino de los cielos o la casa de mi Padre, o simplemente el Padre.
Él decía que su Reino no era de este mundo y mostraba el camino
hacia el Padre. Pero sus palabras se interpretaban de un modo
concreto, material y mundano. El Evangelio de san Juan muestra,
capítulo tras capítulo, esta mala interpretación: Jesús habla del
templo que reconstruirá en tres días —y los discípulos creen que
habla del templo de Jerusalén—; pero Él se refiere a su cuerpo.
Jesús habla con Nicodemo de renacer al espíritu, y Nicodemo cree que
se refiere al nacimiento de un niño. Jesús habla a la samaritana del
agua de la vida y ella piensa en agua potable. Podríamos dar muchos
más ejemplos de que Jesús y sus discípulos tienen puntos de
referencia totalmente distintos. Jesús trata de dirigir la mirada
del hombre hacia el significado v la importancia de la unidad,
mientras que sus oyentes se aferran convulsa y angustiadamente al
mundo polar. No tenernos de Jesús ninguna exhortación, ni una sola,
de mejorar el mundo y convertirlo en paraíso, pero con cada frase
trata de animar al ser humano a dar el paso que conduce a la
salvación, la salud.
Pero, en un principio, este camino atemoriza, puesto que pasa por el
sufrimiento y el horror. El mundo sólo puede vencerse asumiéndolo
—el sufrimiento sólo puede destruirse asumiéndolo, porque el mundo
siempre es sufrimiento—. El esoterismo no predica la huida del
mundo, sino la «superación del mundo». La superación del mundo,
empero, no es sino otra forma de decir «superación de la polaridad»,
lo cual es lo mismo que renunciar al yo, al ego, pues sólo alcanza
la plenitud aquel al que su Yo no lo separa del Ser. No deja de
tener cierta ironía el que un camino cuyo objetivo es la destrucción
del ego y la fusión con el todo sea tachado de «camino de
salvación egoísta». Y es que la motivación de buscar este camino
de salvación no reside en la esperanza de «un mundo mejor» ni
de una «recompensa por los sufrimientos de este mundo» («el
opio del pueblo») sino en la convicción de que este mundo
concreto en el que vivimos sólo adquiere sentido cuando tiene un
punto de referencia situado fuera de sí mismo.
Por ejemplo, cuando asistimos a una escuela sin un propósito ni un
fin determinados, una escuela en la que sólo se aprende por
aprender, sin perspectiva, sin meta, sin objetivo, el estudio carece
de sentido. La escuela y el estudio sólo tienen sentido cuando hay
un punto de referencia que está fuera de la escuela. Aspirar a una
profesión no es lo mismo que «evadirse de la escuela» sino todo lo
contrario: este objetivo da coherencia a los estudios. Igualmente,
esta vida y este mundo adquieren confluencia cuando nuestro objetivo
se cifra en superarlos. La finalidad de una escalera no es la de
servir de peana sino de medio para subir.
La pérdida de este punto de referencia metafísico hace que en
nuestro tiempo la vida carezca de sentido para mucha gente, porque
el único sentido que nos queda se llama progreso. Pero el progreso
no tiene más objetivo que más progreso. Con lo cual lo que era un
camino se ha convertido en una excursión.
Para la comprensión de la enfermedad y la curación es importante
entender qué significa realmente curación. Si perdemos de vista que
curación significa siempre acercamiento a la salud cifrada en la
unidad, buscaremos el objetivo de la curación dentro de la
polaridad, y el fracaso es seguro. Ahora bien, si trasladamos una
vez más a los hemisferios cerebrales lo que hasta ahora entendíamos
por unidad, la cual sólo puede alcanzarse con la conciliación de los
opuestos, la conjunjtio oppositorum, veremos claramente que
nuestro objetivo de superación de la polaridad equivale en este
plano al fin del predominio alternativo de los hemisferios
cerebrales. También en el ámbito del cerebro, la disyuntiva tiene
que convertirse en unificación.
Aquí
se pone de manifiesto la verdadera importancia del cuerpo calloso,
el cual tiene que ser tan permeable que haga, de los «dos
cerebros», uno. Esta simultánea disponibilidad de las facultades
de ambas mitades del cerebro sería el equivalente corporal de la
iluminación. Es el mismo proceso que hemos descrito ya en nuestro
modelo de conciencia horizontal: cuando el supraconsciente subjetivo
se funde con el inconsciente objetivo se alcanza la plenitud.
La conciencia universal de este paso de la polaridad a la unidad lo
encontramos en infinidad de formas de expresión. Ya hemos mencionado
la filosofía china del taoísmo, en la que las dos fuerzas
universales se llaman Yang y Yin. Los hermetistas hablaban de la
unión del Sol y la Luna o de las bodas del fuego y el agua. Además,
expresaban el secreto de la unión de los opuestos en frases
paradójicas tales como: «Lo sólido tiene que fluidificarse y el
fluido solidificarse» El antiguo símbolo de la vara de Hermes
(caduceo) expresa la misma ley: aquí las dos serpientes representan
las fuerzas polares que deben unirse en la vara. Este símbolo lo
encontramos en la filosofía india, en la forma de las dos corrientes
de energía que recorren el cuerpo humano, llamadas Ida
(femenina) y Pingala (masculina) y que se enroscan cual
serpientes en torno al canal medio, Shushumna. Si el yogui
consigue conducir la fuerza de las serpientes por el canal central
hacia arriba, conoce el estado de la unidad. La cábala representa
esta idea con las tres columnas del árbol de la vida, y la
dialéctica lo llama «tesis», «antítesis» y «síntesis».
Todos estos sistemas, de los que no mencionamos sino un par, no se
encuentran en relación causal sino que todos son expresión de una
ley metafísica central, que han tratado de expresar en diferentes
planos, concretos o simbólicos. A nosotros no nos importa un sistema
determinado, sino la perspectiva de la ley de la polaridad y su
vigencia en todos los planos del mundo de las formas.
La polaridad de nuestra conciencia nos coloca constantemente ante
dos posibilidades de acción y nos obliga —si no queremos sumirnos en
la apatía— a decidir. Siempre hay dos posibilidades, pero nosotros
sólo podemos realizar una. Por lo tanto, en cada acción siempre
queda irrealizada la posibilidad contraria. Tenemos que elegir y
decidirnos entre quedarnos en casa o salir —trabajar o no hacer
nada—, tener hijos o no tenerlos —reclamar el dinero o perdonar la
deuda—, matar al enemigo o dejarlo vivir. El tormento de la elección
nos persigue constantemente. No podemos eludir la decisión, porque «no
hacer nada» es ya decidir contra la acción, «no decidir»
es una decisión contra la decisión. Ya que tenemos que decidirnos,
por lo menos, procuramos que nuestra decisión sea sensata o
correcta. Y para ello necesitamos cánones de valoración. Cuando
disponemos de estos cánones, las decisiones son fáciles: tenemos
hijos porque sirven para preservar la especia humana —matamos a
nuestros enemigos porque amenazan a nuestros hijos—, comemos verdura
porque es saludable y damos de comer al hambriento porque es ético.
Este sistema funciona bien y facilita las decisiones —uno no tiene
más que hacer lo correcto—. Lástima que nuestro sistema de
valoración que nos ayuda a decidir sea cuestionado constantemente
por otras personas que optan en cada caso por la decisión contraria
y lo justifican con otro sistema de valores: hay gente que decide no
tener hijos porque ya hay demasiada gente en el mundo —hay quien no
mata a los enemigos, porque los enemigos también son seres humanos—,
hay quien come mucha carne porque la carne es saludable y deja que
los hambrientos se mueran de hambre porque es su destino. Desde
luego, está claro que los valores de los demás están equivocados, y
es irritante que no tenga todo el mundo los mismos valores. Y
entonces uno empieza no sólo a defender sus valores sino a tratar de
convencer al mayor número posible de semejantes de las excelencias
de estos valores. Al fin, naturalmente, uno debería convencer a
todos los seres humanos de la justicia de los propios valores y
entonces tendríamos un mundo bueno y feliz. Lástima que todos
piensen igual. Y la guerra de las opiniones justas sigue sin tregua,
y todos quieren sólo hacer lo correcto. Pero, ¿qué es lo correcto?
¿Qué es lo que está equivocado? —¿Qué es lo bueno?—. ¿Qué es lo
malo? Muchos pretenden saberlo —pero no están de acuerdo— y entonces
tenemos que decidir a quién creemos. ¡Es para desesperarse!
Lo único que nos salva del dilema es la idea de que dentro de la
polaridad no existe el bien ni el mal absoluto, es decir, objetivo,
ni lo justo ni lo injusto. Cada valoración es siempre subjetiva y
requiere un marco de referencia que, a su vez, también es subjetivo.
Cada valoración depende del punto de vista del observador y, por lo
tanto, referida a él, siempre es correcta. El mundo no puede
dividirse en lo que puede ser y por lo tanto es bueno y justo, y lo
que no debe ser y por lo tanto tiene que ser combatido y aniquilado.
Este dualismo de opuestos irreconciliables verdad–error, bien–mal,
Dios y demonio, no nos saca de la polaridad sino que nos hunde más
en ella.
La solución se encuentra exclusivamente en ese tercer punto desde el
cual todas las alternativas, todas las posibilidades, todas las
polaridades aparecen igual de buenas y verdaderas, o igual de malas
y falsas, ya que son parte de la unidad y, por lo tanto, su
existencia está justificada, porque sin ellas el todo no estaría
completo. Por ello, al hablar de la ley de la polaridad hemos hecho
hincapié en que un polo no puede existir sin el otro polo. Como la
inhalación depende de la exhalación, así el bien depende del mal, la
paz, de la guerra y la salud, de la enfermedad. No obstante, los
hombres se empeñan en aceptar un único polo y combatir el otro. Pero
quien combate cualquiera de los polos de este universo combate el
todo —porque cada parte contiene el todo (pars pro toto)—.
Por algo dijo Jesús: «¡Lo que hiciereis al más pequeño de mis
hermanos, a mí me lo hacéis!»
Teóricamente, la idea en sí es simple, pero su puesta en práctica es
ardua, por lo que el ser humano se resiste a aceptarla. Si el
objetivo es la unidad indiferenciada que abarca los opuestos,
entonces el ser humano no puede estar completo, es decir, sano,
mientras se inhiba, mientras se resista a admitir algo en su
conciencia. Todo: «¡Eso yo nunca lo haría!», es la forma más
segura de renunciar a la plenitud y la iluminación. En este universo
no hay nada que no tenga su razón de ser, pero hay muchas cosas cuya
justificación escapa al individuo. En realidad, todos los esfuerzos
del ser humano sirven a este fin: descubrir la razón de ser de las
cosas —a esto llamamos tomar conciencia—, pero no cambiar las cosas.
No hay nada que cambiar ni que mejorar, como no sea la propia
visión.
El ser humano vive durante mucho tiempo convencido de que, con su
actividad, con sus obras, puede cambiar, reformar, mejorar el mundo.
Esta creencia es una ilusión óptica y se debe a la proyección de la
transformación del propio individuo. Por ejemplo, si una persona lee
un mismo libro varias veces en distintas épocas de su vida. Cada
lectura le producirá un efecto distinto, según la fase de desarrollo
de la propia personalidad. Si no estuviera garantizada la
invariabilidad del libro, uno podría creer que su contenido ha
evolucionado. No menos engañosos son los conceptos de «evolución»
y «desarrollo» aplicados al mundo. El individuo cree que la
evolución se produce como resultado de unos procesos e
intervenciones y no ve que no es sino la ejecución de un modelo ya
existente. La evolución no genera nada nuevo sino que hace que lo
que es y ha sido siempre se manifieste gradualmente. La lectura de
un libro es también un buen ejemplo de esto: el contenido y la
acción de un libro existen a la vez, pero el lector sólo puede
asimilarlos con la lectura poco a poco. La lectura del libro hace
que el contenido sea conocido por el lector gradualmente, aunque el
libro tenga varios siglos de existencia. El contenido del libro no
se crea con la lectura sino que, con este proceso, el lector asimila
paso a paso y con el tiempo un modelo ya existente.
El mundo no cambia, son los hombres los que, progresivamente, asumen
distintos estratos y aspectos del mundo. Sabiduría, plenitud y toma
de conciencia significan: poder reconocer y contemplar todo lo que
es en su forma verdadera. Para asumir y reconocer el orden, el
observador debe estar en orden. La ilusión del cambio se produce
merced a la polaridad que convierte lo simultáneo en sucesivo y
unitario en dual. Por ello, las filosofías orientales llaman al
mundo de la polaridad «ilusión» o «maja» (engaño) y
exigen al individuo que busca el conocimiento y la liberación que,
en primer lugar, vea en este mundo de las formas una ilusión y
comprenda que en realidad no existe. La polaridad impide la unidad
en la simultaneidad; pero el tiempo restablece automáticamente la
unidad, ya que cada polo es compensado al ser sucedido por el polo
opuesto. Llamamos a esta ley principio complementario. Como la
exhalación impone una inhalación y la vigilia sucede al sueño y
viceversa, así cada realización de un polo exige la manifestación
del polo opuesto. El principio complementario hace que el equilibrio
de los polos se mantenga independientemente de lo que hagan o dejen
de hacer los humanos, y determina que todas las modificaciones se
sumen a la inmutabilidad. Nosotros creemos firmemente que con el
tiempo cambian muchas cosas, y esta creencia nos impide ver que el
tiempo sólo produce repeticiones del mismo esquema. Con el tiempo,
cambian las formas, sí, pero el fondo sigue siendo el mismo.
Cuando se aprende a no dejarse distraer por la mutación de las
formas, se puede prescindir del tiempo, tanto en el ámbito histórico
como en la biografía personal y entonces se ve que todos los hechos
que el tiempo diversifica se plasman en un solo modelo. El tiempo
convierte lo que es, en procesos y sucesos —si suprimimos el tiempo,
vuelve a hacerse visible el fondo que estaba detrás de las formas y
que se ha plasmado en ellas—. (Este tema, nada fácil de entender, es
la base de la terapia de la reencarnación.)
Para nuestras próximas reflexiones es importante comprender la
interdependencia de los dos polos y la imposibilidad de conservar un
polo y suprimir el otro. Y a este imposible se orientan la mayoría
de las actividades humanas: el individuo quiere la salud y combate
la enfermedad, quiere mantener la paz y suprimir la guerra, quiere
vivir y, para ello, vencer a la muerte. Es impresionante ver que, al
cabo de un par de miles de años de infructuosos esfuerzos, los
humanos siguen aferrados a sus conceptos. Cuando tratamos de
alimentar uno de los polos, el polo opuesto crece en la misma
proporción, sin que nosotros nos demos cuenta. Precisamente la
medicina nos da un buen ejemplo de ello: cuanto más se trabaja por
la salud más prolifera la enfermedad.
Si queremos plantearnos este problema de una manera nueva, es
necesario adoptar la óptica polar. En todas nuestras
consideraciones, debemos aprender a ver simultáneamente el polo
opuesto. Nuestra mirada interior tiene que oscilar constantemente,
para que podamos salir de la unilateralidad y adquirir la visión de
conjunto. Aunque no es fácil describir con palabras esta visión
oscilante y polar, existen en filosofía textos que expresan estos
principios. Laotsé, que por su concisión no ha sido superado, dice
en el segundo verso del Tao–Te–King:
El
que dice: hermoso
está creando: feo.
El
que dice: bien
está creando: mal.
Resistir determina: no resistir,
confuso determina: simple,
alto determina: bajo,
ruidoso determina: silencioso,
determinado determina: indeterminado,
ahora determina: otrora.
Así pues, el sabio
actúa sin acción,
dice sin hablar.
Lleva en sí todas las cosas
en
busca de la unidad.
Él produce, pero no
poseeperfecciona la vidapero no reclama reconocimientoy
porque nada reclamanunca sufre pérdida