Desde el punto de vista objetivo, esto es sólo una posibilidad de
plantearse las cosas—y una posibilidad muy convencional—. ¿Qué
pensaríamos de una rosa roja que proclamara muy convencida: «Lo
correcto es florecer en rojo. Tener flores azules es un error y un
peligro.» El repudio de cualquier forma de manifestación es
siempre señal de falta de identificación (... por cierto que la
violeta, por su parte, no tiene nada en contra de la floración
azulada).
Por lo tanto, cada identificación que se basa en una decisión
descarta un polo. Ahora bien, todo lo que nosotros no queremos ser,
lo que no queremos admitir en nuestra identidad, forma nuestro
negativo, nuestra «sombra». Porque el repudio de la mitad de
las posibilidades no las hace desaparecer sino que sólo las
destierra de la identificación o de la conciencia.
El «no» ha quitado de nuestra vista un polo, pero no lo ha
eliminado. El polo descartado vive desde ahora en la sombra de
nuestra conciencia. Del mismo modo que los niños creen que cerrando
los ojos se hacen invisibles, las personas imaginan que es posible
librarse de la mitad de la realidad por el procedimiento de no
reconocerse en ella. Y se deja que un polo (por ejemplo, la
laboriosidad) salga a la luz de la conciencia mientras que el
contrario (la pereza) tiene que permanecer en la oscuridad donde uno
no lo vea. El no ver se considera tanto como no tener y se cree que
lo uno puede existir sin lo otro.
Llamamos sombra (en la acepción que da a la palabra C. G.
Jung) a la suma de todas las facetas de la realidad que el individuo
no reconoce o no quiere reconocer en sí y que, por consiguiente,
descarta. La sombra es el mayor enemigo del ser humano: la tiene y
no sabe que la tiene, ni la conoce. La sombra hace que todos los
propósitos y los afanes del ser humano le reporten, en última
instancia, lo contrario de lo que él perseguía. El ser humano
proyecta en un mal anónimo que existe en el mundo todas las
manifestaciones que salen de su sombra porque tiene miedo de
encontrar en sí mismo la verdadera fuente de toda desgracia. Todo lo
que el ser humano rechaza pasa a su sombra que es la suma de todo lo
que él no quiere. Ahora bien, la negativa a afrontar y asumir una
parte de la realidad no conduce al éxito deseado. Por el contrario,
el ser humano tiene que ocuparse muy especialmente de los aspectos
de la realidad que ha rechazado. Esto suele suceder a través de la
proyección, ya que cuando uno rechaza en su interior un principio
determinado, cada vez que lo encuentre en el mundo exterior
desencadenará en él una reacción de angustia y repudio.
No estará de más recordar, para mejor comprender esta relación, que
nosotros entendemos por «principios» regiones arquetípicas del ser
que pueden manifestarse con una enorme variedad de formas concretas.
Cada manifestación es entonces representación de aquel principio
esencial. Por ejemplo: la multiplicación es un principio. Este
principio abstracto puede presentársenos bajo las más diversas
manifestaciones (3 por 4, 8 por 7, 49 por 248, etc.). Ahora bien,
todas y cada una de estas formas de expresión, exteriormente
diferentes, son representación del principio «multiplicación».
Además, hemos de tener claro que el mundo exterior está formado por
los mismos principios arquetípicos que el mundo interior. La ley de
la resonancia dice que nosotros sólo podemos conectar con aquello
con lo que estamos en resonancia. Este razonamiento, expuesto
extensamente en Schicksal als Chance, conduce a la identidad entre
mundo exterior y mundo interior. En la filosofía hermética esta
ecuación entre mundo exterior y mundo interior o entre individuo y
Cosmos se expresa con los términos: microcosmos = macrocosmos.
(En la Segunda Parte de este libro, en el capítulo dedicado a los
órganos sensoriales, examinaremos esta problemática desde otro punto
de vista.)
Proyección significa, pues, que con la mitad de todos los
principios fabricamos un exterior, puesto que no los queremos en
nuestro interior. Al principio decíamos que el Yo es responsable de
la separación del individuo de la suma de todo el Ser. El Yo
determina un Tú que es considerado como lo externo. Ahora bien, si
la sombra está formada por todos los principios que el Yo no ha
querido asumir, resulta que la sombra y el exterior son idénticos.
Nosotros siempre sentimos nuestra sombra como un exterior, porque si
la viéramos en nosotros ya no sería la sombra. Los principios
rechazados que ahora aparentemente nos acometen desde el exterior
los combatimos en el exterior con el mismo encono con que los
habíamos combatido dentro de nosotros. Nosotros insistimos en
nuestro empeño de borrar del mundo los aspectos que valoramos
negativamente. Ahora bien, dado que esto es imposible —véase la ley
de la polaridad—, este intento se convierte en una pugna constante
que garantiza que nos ocupamos con especial intensidad de la parte
de la realidad que rechazamos.
Esto entraña una irónica ley a la que nadie puede sustraerse: lo que
más ocupa al ser humano es aquello que rechaza. Y de este modo se
acerca al principio rechazado hasta llegar a vivirlo. Es conveniente
no olvidar las dos últimas frases. El repudio de cualquier principio
es la forma más segura de que el sujeto llegue a vivir este
principio. Según esta ley, los niños siempre acaban por adquirir las
formas de comportamiento que habían odiado en sus padres, los
pacifistas se hacen militantes; los moralistas, disolutos; los
apóstoles de la salud, enfermos graves.
No se debe pasar por alto que rechazo y lucha significan entrega y
obsesión. Igualmente, el evitar en forma estricta un aspecto de la
realidad indica que el individuo tiene un problema con él. Los
campos interesantes e importantes para un ser humano son aquellos
que él combate y repudia, porque los echa de menos en su conciencia
y le hacen incompleto. A un ser humano sólo pueden molestarle los
principios del exterior que no ha asumido.
En este punto de nuestras consideraciones, debe haber quedado claro
que no hay un entorno que nos marque, nos moldee, influya en
nosotros o nos haga enfermar: el entorno hace las veces de espejo en
el que sólo nos vemos a nosotros mismos y también, desde luego y
muy especialmente, a nuestra sombra a la que no podemos ver en
nosotros. Del mismo modo que de nuestro propio cuerpo no podemos
ver más que una parte, pues hay zonas que no podemos ver (los ojos,
la cara, la espalda, etc.) y para contemplarlas necesitamos del
reflejo de un espejo, también para nuestra mente padecemos una
ceguera parcial y sólo podemos reconocer la parte que nos es
invisible (la sombra) a través de su proyección y reflejo en el
llamado entorno o mundo exterior. El reconocimiento precisa de la
polaridad.
El reflejo, empero, sólo sirve de algo a aquel que se reconoce en el
espejo: de lo contrario, se convierte en una ilusión. El que en el
espejo contempla sus ojos azules, pero no sabe que lo que está
viendo son sus propios ojos en lugar de reconocimiento sólo obtiene
engaño. El que vive en este mundo y no reconoce que todo lo que ve y
lo que siente es él mismo, cae en el engaño y el espejismo. Hay que
reconocer que el espejismo resulta increíblemente vívido y real (...
muchos dicen, incluso, demostrable), pero no hay que olvidar esto:
también el sueño nos parece auténtico y real, mientras dura. Hay que
despertarse para descubrir que el sueño es sueño. Lo mismo cabe
decir del gran océano de nuestra existencia. Hay que despertarse
para descubrir el espejismo
Nuestra sombra nos angustia. No es de extrañar, por cuanto que está
formada exclusivamente por aquellos componentes de la realidad que
nosotros hemos repudiado, los que menos queremos asumir. La sombra
es la suma de todo lo que estamos firmemente convencidos que tendría
que desterrarse del mundo, para que éste fuera santo y bueno. Pero
lo que ocurre es todo lo contrario: la sombra contiene todo aquello
que falta en el mundo —en nuestro mundo—para que sea santo y bueno.
La sombra nos hace enfermar, es decir, nos hace incompletos: para
estar completos nos falta todo lo que hay en ella.
La narración del Grial trata precisamente de este problema. El rey
Anfortas está enfermo, herido por la danza del mago Klingor o, en
otras versiones, por un enemigo pagano o, incluso, por un enemigo
invisible. Todas estas figuras son símbolos inequívocos de la sombra
de Anfortas: su adversario, invisible para él. Su sombra le ha
herido y él no puede sanar por sus propios medios, no puede recobrar
la salud, porque no se atreve a preguntar la verdadera causa de su
herida. Esta pregunta es necesaria, pero preguntar esto sería
preguntar por la naturaleza del Mal. Y, puesto que él es incapaz de
plantearse este conflicto, su herida no puede cicatrizar. Él espera
un salvador que tenga el valor de formular la pregunta redentora.
Parsifal es capaz de ello, porque, como su nombre indica, es el que
«va por el medio», por el medio de la polaridad del Bien y el Mal
con lo que obtiene la legitimación para formular la pregunta
salvadora: «¿Qué te falta, Oheim?» La pregunta es siempre la
misma, tanto en el caso de Anfortas como en el de cualquier otro
enfermo: «¡La sombra!» La sola pregunta acerca del mal, acerca del
lado oscuro del hombre, tiene poder curativo. Parsifal, en su viaje,
se ha enfrentado valerosamente con su sombra y ha descendido a las
oscuras profundidades de su alma hasta maldecir a Dios. El que no
tenga miedo a este viaje por la oscuridad será finalmente un
auténtico salvador, un redentor. Por ello, todos los héroes míticos
han tenido que luchar contra monstruos, dragones y demonios y hasta
contra el mismo infierno, para ser salvos y salvadores.
La
sombra produce la enfermedad, y el encararse con la sombra cura.
Ésta es la clave para la comprensión de la enfermedad y la curación.
Un síntoma siempre es una parte de sombra que se ha introducido en
la materia. Por el síntoma se manifiesta aquello que falta al ser
humano. Por el síntoma el ser humano experimenta aquello que no ha
querido experimentar conscientemente. El síntoma, valiéndose del
cuerpo, reintegra la plenitud al ser humano. Es el principio de
complementariedad lo que, en última instancia, impide que el ser
humano deje de estar sano. Si una persona se niega a asumir
conscientemente un principio, este principio se introduce en el
cuerpo y se manifiesta en forma de síntoma. Entonces el individuo no
tiene más remedio que asumir el principio rechazado. Por lo tanto,
el síntoma completa al hombre, es el sucedáneo físico de aquello que
falta en el alma.
En realidad, el síntoma indica lo que le «falta» al paciente, porque
el síntoma es el principio ausente que se hace material y visible en
el cuerpo. No es de extrañar que nos gusten tan poco nuestros
síntomas, ya que nos obligan a asumir aquellos principios que
nosotros repudiamos. Y entonces proseguimos nuestra lucha contra los
síntomas, sin aprovechar la oportunidad que se nos brinda de
utilizarlos para completarnos. Precisamente en el síntoma podemos
aprender a reconocernos, podemos ver esas partes de nuestra alma que
nunca descubriríamos en nosotros, puesto que están en la sombra.
Nuestro cuerpo es espejo de nuestra alma; él nos muestra aquello que
el alma no puede reconocer más que por su reflejo. Pero, ¿de qué
sirve el espejo, por bueno que sea, si nosotros no nos reconocemos
en la imagen que vemos? Este libro pretende ayudar a desarrollar esa
visión que necesitamos para descubrirnos a nosotros mismos en el
síntoma.
La sombra hace simulador al ser humano. La persona siempre cree ser
sólo aquello con lo que se identifica o ser sólo tal como ella se
ve. A esta autovaloración llamamos nosotros simulación. Con este
término designamos siempre la simulación frente a uno mismo ( no las
mentiras o falsedades que se cuentan a los demás). Todos los engaños
de este mundo son insignificantes comparados con el que el ser
humano comete consigo mismo durante toda su vida. La sinceridad para
con uno mismo es una de las más duras exigencias que el hombre puede
hacerse. Por ello, desde siempre el conocimiento de sí mismo es la
tarea más importante y más difícil que pueda acometer el que busca
la verdad. El conocimiento del propio ser no significa descubrir el
Yo, pues el ser lo abarca todo mientras que el Yo, con su
inhibición, constantemente impide el conocimiento del todo, del ser.
Y, para el que busca la sinceridad al contemplarse a sí mismo, la
enfermedad puede ser de gran ayuda. ¡Porque la enfermedad nos hace
sinceros! En el síntoma de la enfermedad tenemos claro y palpable
aquello que nuestra mente trataba de desterrar y esconder.
La mayoría de la gente tiene dificultades para hablar de sus
problemas más íntimos (suponiendo que los conozca siquiera) de forma
franca y espontánea; los síntomas, por el contrario, los explican
con todo detalle a la menor ocasión. Desde luego, es imposible
descubrir con más detalle la propia personalidad. La enfermedad hace
sincera a la gente y descubre implacablemente el fondo del alma que
se mantenía escondido. Esta sinceridad (forzosa) es sin duda lo que
provoca la simpatía que sentimos hacia el enfermo. La sinceridad lo
hace simpático, porque en la enfermedad se es auténtico. La
enfermedad deshace todos los sesgos y restituye al ser humano al
centro de equilibrio. Entonces, bruscamente, se deshincha el ego, se
abandonan las pretensiones de poder, se destruyen muchas ilusiones y
se cuestionan formas de vida. La sinceridad posee su propia
hermosura, que se refleja en el enfermo.
En resumen: el ser humano, como microcosmos, es réplica del universo
y contiene latente en su conciencia la suma de todos los principios
del ser. La trayectoria del individuo a través de la polaridad exige
realizar con actos concretos estos principios que existen en él en
estado latente, a fin de asumirlos gradualmente. Porque el
discernimiento necesita de la polaridad y ésta, a su vez,
constantemente impone en el ser humano la obligación de decidir.
Cada decisión divide la polaridad en parte aceptada y polo
rechazado. La parte aceptada se traduce en la conducta y es asumida
conscientemente. El polo rechazado pasa a la sombra y reclama
nuestra atención presentándosenos aparentemente procedente del
exterior.