De
todos modos, la unanimidad se rompe cuando de proponer alternativas
se trata. Para unos la solución está en la socialización de la
medicina, para otros, en la sustitución de la quimioterapia por
remedios naturales y vegetales. Mientras unos ven la solución de
todos los problemas en la investigación de las radiaciones
telúricas, otros propugnan la homeopatía. Los acupuntores y los
investigadores de los focos abogan por desplazar la atención del
plano morfológico al plano energético de la fisiología. Si
contemplamos en su conjunto todos los esfuerzos y métodos
extraacadémicos, observamos, además de una gran receptividad para
toda la diversidad de métodos, el afán de considerar al ser humano
en su totalidad como ente físico–psíquico. Ya para nadie es un
secreto que la medicina académica ha perdido de vista al ser humano.
La superespecialización y el análisis son los conceptos
fundamentales en los que se basa la investigación, pero estos
métodos, al tiempo que proporcionan un conocimiento del detalle más
minucioso y preciso, hacen que el todo se diluya.
Si prestamos atención al animado debate que se mantiene en el mundo
de la medicina, observamos que, generalmente, se discute de los
métodos y de su funcionamiento y que, hasta ahora, se ha hablado muy
poco de la teoría o filosofía de la medicina. Si bien es cierto que
la medicina se sirve en gran medida de operaciones concretas y
prácticas, en cada una de ellas se expresa —deliberada o
inconscientemente— la filosofía determinante. La medicina moderna no
falla por falta de posibilidades de actuación sino por el concepto
sobre el que —a menudo implícita e irreflexivamente— basa su
actuación. La medicina falla por su filosofía o, más exactamente,
por su falta de filosofía. Hasta ahora, la actuación de la medicina
responde sólo a criterios de funcionalidad y eficacia; la falta de
un fondo le ha valido el calificativo de «inhumana». Si bien
esta inhumanidad se manifiesta en muchas situaciones concretas y
externas, no es un defecto que pueda remediarse con simples
modificaciones funcionales. Muchos síntomas indican que la medicina
está enferma. Y tampoco esta «paciente» puede curarse a base
de tratar los síntomas. Sin embargo, la mayoría de críticos de la
medicina académica y propagandistas de formas de curación
alternativas asumen automáticamente el criterio de la medicina
académica y concentran todas sus energías en la modificación de las
formas (métodos).
En este libro, nos proponemos ocuparnos del problema de la
enfermedad y la curación. Pero nosotros no nos atenemos a los
valores consabidos y que todos consideran indispensables. Desde
luego, ello hace nuestro propósito difícil y peligroso, ya que
comporta indagar sin escrúpulos en terreno considerado vedado por la
colectividad. Somos conscientes de que el paso que damos no será el
que vaya a dar la medicina en su desarrollo. Nosotros, con nuestro
planteamiento, nos saltamos muchos de los pasos que ahora aguardan a
la medicina, la perfecta comprensión de los cuales ha de dar la
perspectiva necesaria para asumir el concepto que se presenta en
este libro. Por ello, con esta exposición no pretendemos contribuir
al desarrollo de la medicina en general sino que nos dirigimos a
esos individuos cuya visión personal se anticipa un poco al (un
tanto premioso) ritmo general.
Los procesos funcionales nunca tienen significado en sí. El
significado de un hecho se nos revela por la interpretación que le
atribuimos. Por ejemplo, la subida de una columna de mercurio en un
tubo de cristal carece de significado hasta que interpretamos este
hecho como manifestación de un cambio de temperatura. Cuando las
personas dejan de interpretar los hechos que ocurren en el mundo y
el curso de su propio destino, su existencia se disipa en la
incoherencia y el absurdo. Para interpretar una cosa hace falta un
marco de referencia que se encuentre fuera del plano en el que se
manifiesta lo que se ha de interpretar. Por lo tanto, los procesos
de este mundo material de las formas no pueden ser interpretados sin
recurrir a un marco de referencia metafísico. Hasta que el mundo
visible de las formas «se convierte en alegoría» (Goethe) no
adquiere sentido y significado para el ser humano. Del mismo modo
que la letra y el número son exponentes de una idea subyacente, todo
lo visible, todo lo concreto y funcional es únicamente expresión de
una idea y, por lo tanto, intermediario hacia lo invisible. En
síntesis podemos llamar a estos dos campos forma y contenido. En la
forma se manifiesta el contenido que es el que da significado a la
forma. Los signos de escritura que no transmiten ideas ni
significado resultan tontos y vacíos. Y esto no lo cambiará el
análisis de los signos, por minucioso que sea. Otro tanto ocurre en
el arte. El valor de una pintura no reside en la calidad de la tela
y los colores; los componentes materiales del cuadro son portadores
y transmisores de una idea, una imagen interior del artista. El
lienzo y el color permiten la visualización de lo invisible y son,
por lo tanto, expresión física de un contenido metafísico.
Con estos sencillos ejemplos hemos intentado explicar el método que
se sigue en este libro para la interpretación de los temas de
enfermedad y curación. Nosotros abandonamos explícita y
deliberadamente el terreno de la «medicina científica».
Nosotros no tenemos pretensiones de «científicos», ya que
nuestro punto de partida es muy distinto. La argumentación o la
crítica científica no serán, pues, objeto de nuestra consideración.
Nos apartamos deliberadamente del marco científico porque éste se
limita precisamente al plano funcional y, por ello impide que se
manifieste el significado. Esta exposición no se dirige a
racionalistas y materialistas declarados, sino a aquellas personas
que estén dispuestas a seguir los senderos tortuosos y no siempre
lógicos de la mente humana. Serán buenos compañeros para este viaje
por el alma humana un pensamiento ágil, imaginación, ironía y buen
oído para los trasfondos del lenguaje. Nuestro empeño exige también
tolerancia a las paradojas y la ambivalencia, y excluye la
pretensión de alcanzar inmediatamente la unívoca iluminación,
mediante la destrucción de una de las opciones.
Tanto en medicina como en el lenguaje popular se habla de las más
diversas enfermedades. Esta inexactitud verbal indica claramente la
universal incomprensión que sufre el concepto de enfermedad. La
enfermedad es una palabra que sólo debería tener singular; decir
enfermedades, en plural, es tan tonto como decir saludes. Enfermedad
y salud son conceptos singulares, por cuanto que se refieren a un
estado del ser humano y no a órganos o partes del cuerpo, como
parece querer indicar el lenguaje habitual. El cuerpo nunca está
enfermo ni sano ya que en él sólo se manifiestan las informaciones
de la mente. El cuerpo no hace nada por sí mismo. Para comprobarlo,
basta ver un cadáver. El cuerpo de una persona viva debe su
funcionamiento precisamente a estas dos instancias inmateriales que
solemos llamar conciencia (alma) y vida (espíritu). La conciencia
emite la información que se manifiesta y se hace visible en el
cuerpo. La conciencia es al cuerpo lo que un programa de radio al
receptor. Dado que la conciencia representa una cualidad inmaterial
y propia, naturalmente, no es producto del cuerpo ni depende de la
existencia de éste.
Lo que ocurre en el cuerpo de un ser viviente es expresión de una
información o concreción de la imagen correspondiente (imagen en
griego es eidolon y se refiere también al concepto de la
«idea»). Cuando el pulso y el corazón siguen un ritmo determinado,
la temperatura corporal mantiene un nivel constante, las glándulas
segregan hormonas y en el organismo se forman anticuerpos. Estas
funciones no pueden explicarse por la materia en sí, sino que
dependen de una información concreta, cuyo punto de partida es la
conciencia. Cuando las distintas funciones corporales se conjugan de
un modo determinado se produce un modelo que nos parece armonioso y
por ello lo llamamos salud. Si una de las funciones se perturba, la
armonía del conjunto se rompe y entonces hablamos de enfermedad.
Enfermedad significa, pues, la pérdida de una armonía o, también, el
trastorno de un orden hasta ahora equilibrado (después veremos que,
en realidad, contemplada desde otro punto de vista, la enfermedad es
la instauración de un equilibrio). Ahora bien, la pérdida de armonía
se produce en la conciencia, en el plano de la información, y en el
cuerpo sólo se muestra. Por consiguiente, el cuerpo es vehículo de
la manifestación o realización de todos los procesos y cambios que
se producen en la conciencia. Así, si todo el mundo material no es
sino el escenario en el que se plasma el juego de los arquetipos,
con lo que se convierte en alegoría, también el cuerpo material es
el escenario en el que se manifiestan las imágenes de la conciencia.
Por lo tanto, si una persona sufre un desequilibrio en su
conciencia, ello se manifestará en su cuerpo en forma de síntoma.
Por lo tanto, es un error afirmar que el cuerpo está enfermo
—enfermo sólo puede estarlo el ser humano—, por más que el estado de
enfermedad se manifieste en el cuerpo como síntoma. (¡En la
representación de una tragedia, lo trágico no es el escenario sino
la obra!)
Síntomas hay muchos, pero todos son expresión de un único e
invariable proceso que llamamos enfermedad y que se produce siempre
en la conciencia de una persona. Sin la conciencia, pues, el cuerpo
no puede vivir ni puede «enfermar». Aquí conviene entender
que nosotros no suscribimos la habitual división de las enfermedades
en somáticas, psicosomáticas, psíquicas y espirituales. Esta
clasificación sirve más para impedir la comprensión de la enfermedad
que para facilitarla.
Nuestro planteamiento coincide en parte con el modelo psicosomático,
aunque con la diferencia de que nosotros aplicamos esta visión a
todos los síntomas sin excepción. La distinción entre «somático»
y «psíquico» puede referirse, a lo sumo, al plano en el que
el síntoma se manifiesta, pero no sirve para ubicar la enfermedad.
El antiguo concepto de las enfermedades del espíritu es totalmente
equívoco, dado que el espíritu nunca puede enfermar: se trata
exclusivamente de síntomas que se manifiestan en el plano psíquico,
es decir, en la conciencia del individuo.
Aquí trataremos de trazar un cuadro unitario de la enfermedad que, a
lo sumo, sitúe la diferenciación «somático» / «psíquico» en el plano
de la manifestación del síntoma que predomine en cada caso.
Con la diferenciación entre enfermedad (plano de la conciencia) y
síntoma (plano corporal) nuestro examen se desplaza del análisis
habitual de los procesos corporales hacia una contemplación hoy
insólita del plano psíquico. Por lo tanto, actuamos como un crítico
que no trata de mejorar una mala obra teatral analizando y cambiando
los decorados, el atrezzo y los actores, sino que contempla la obra
en sí.
Cuando en el cuerpo de una persona se manifiesta un síntoma, éste
(más o menos) llama la atención interrumpiendo, con frecuencia
bruscamente, la continuidad de la vida diaria. Un síntoma es una
señal que atrae atención, interés y energía y, por lo tanto, impide
la vida normal. Un síntoma nos reclama atención, lo queramos o no.
Esta interrupción que nos parece llegar de fuera nos produce una
molestia y desde ese momento no tenemos más que un objetivo:
eliminar la molestia. El ser humano no quiere ser molestado, y ello
hace que empiece la lucha contra el síntoma. La lucha exige atención
y dedicación: el síntoma siempre consigue que estemos pendientes de
él.
Desde los tiempos de Hipócrates, la medicina académica ha tratado de
convencer a los enfermos de que un síntoma es un hecho más o menos
fortuito cuya causa debe buscarse en los procesos funcionales en los
que tan afanosamente se investiga. La medicina académica evita
cuidadosamente la interpretación del síntoma, con lo que destierra
tanto al síntoma como a la enfermedad al ámbito de lo incongruente.
Con ello, la señal pierde su auténtica función; los síntomas se
convierten en señales incomprensibles.
Vamos a poner un ejemplo: un automóvil lleva varios indicadores
luminosos que sólo se encienden cuando existe una grave anomalía en
el funcionamiento del vehículo. Si, durante un viaje, se enciende
uno de los indicadores, ello nos contraría. Nos sentimos obligados
por la señal a interrumpir el viaje. Por más que nos moleste parar,
comprendemos que sería una estupidez enfadarse con la lucecita; al
fin y al cabo, nos está avisando de una perturbación que nosotros no
podríamos descubrir con tanta rapidez, ya que se encuentra en una
zona que nos es «inaccesible». Por lo tanto, nosotros interpretamos
el aviso de la lucecita como recomendación de que llamemos a un
mecánico que arregle lo que haya que arreglar para que la lucecita
se apague y nosotros podamos seguir viaje. Pero nos indignaríamos, y
con razón, si, para conseguir este objetivo, el mecánico se limitara
a quitar la lámpara. Desde luego, el indicador ya no estaría
encendido –y eso es lo que nosotros queríamos–, pero el
procedimiento utilizado para conseguirlo sería muy simplista. Lo
procedente es eliminar la causa de que se encienda la señal, no
quitar la bombilla. Pero para ello habrá que apartar la mirada de la
señal y dirigirla a zonas más profundas, a fin de averiguar qué es
lo que no funciona. La señal sólo quería avisarnos y hacer que nos
preguntáramos qué ocurría.
Lo que en el ejemplo era el indicador luminoso, en nuestro tema es
el síntoma. Aquello que en nuestro cuerpo se manifiesta como síntoma
es la expresión visible de un proceso invisible y con su señal
pretende interrumpir nuestro proceder habitual, avisarnos de una
anomalía y obligarnos a hacer una indagación. También en este caso,
es una estupidez enfadarse con el síntoma y, absurdo, tratar de
suprimirlo impidiendo su manifestación. Lo que debemos eliminar no
es el síntoma, sino la causa. Por consiguiente, si queremos
descubrir qué es lo que nos señala el síntoma, tenemos que apartar
la mirada de él y buscar más allá.
Pero la medicina académica es incapaz de dar este paso, y en esto
radica su problema: se deja fascinar por los síntomas. Por ello,
equipara síntomas y enfermedad, es decir, no puede separar la forma
del contenido. Por ello, no se regatean los recursos de la técnica
para tratar órganos y partes del cuerpo, mientras se descuida al
individuo que está enfermo. Se trata de impedir que aparezcan los
síntomas, sin considerar la viabilidad ni la racionalidad de este
propósito. Asombra ver lo poco que el realismo consigue frenar la
frenética carrera en pos de este objetivo. A fin de cuentas, desde
la llegada de la llamada moderna medicina científica, el número de
enfermos no ha disminuido ni en una fracción del uno por ciento.
Ahora hay tantos enfermos como hubo siempre —aunque los síntomas
sean otros—. Esta cruda verdad es disfrazada con estadísticas que se
refieren sólo a unos grupos de síntomas determinados. Por ejemplo,
se pregona el triunfo sobre las enfermedades infecciosas, sin
mencionar qué otros síntomas han aumentado en importancia y
frecuencia durante el mismo período.
El estudio no será fiable hasta que, en vez de considerar los
síntomas, se considere la «enfermedad en sí», y ésta ni ha
disminuido ni parece que vaya a disminuir. La enfermedad arraiga en
el ser tan hondo como la muerte y no se la puede eliminar con unas
cuantas manipulaciones incongruentes y funcionales. Si el hombre
comprendiera la grandeza y dignidad de la enfermedad y la muerte,
vería lo ridículo del empeño de combatirla con sus fuerzas.
Naturalmente, de semejante desengaño puede uno protegerse por el
procedimiento de reducir la enfermedad y la muerte a simples
funciones y así poder seguir creyendo en la propia grandeza y poder.
En suma, la enfermedad es un estado que indica que el individuo, en
su conciencia, ha dejado de estar en orden o armonía. Esta pérdida
del equilibrio interno se manifiesta en el cuerpo en forma de
síntoma. El síntoma es, pues, señal y portador de información, ya
que con su aparición interrumpe el ritmo de nuestra vida y nos
obliga a estar pendientes de él. El síntoma nos señala que nosotros,
como individuo, como ser dotado de alma, estamos enfermos, es decir,
que hemos perdido el equilibrio de las fuerzas del alma. El síntoma
nos informa de que algo falla. Denota un defecto, una falta. La
conciencia ha reparado en que, para estar sanos, nos falta algo.
Esta carencia se manifiesta en el cuerpo como síntoma. El síntoma
es, pues, el aviso de que algo falta.
Cuando el individuo comprende la diferencia entre enfermedad y
síntoma, su actitud básica y su relación con la enfermedad se
modifican rápidamente. Ya no considera el síntoma como su gran
enemigo cuya destrucción debe ser su mayor objetivo sino que
descubre en él a un aliado que puede ayudarle a encontrar lo que le
falta y así vencer la enfermedad. Porque entonces el síntoma será
como el maestro que nos ayude a atender a nuestro desarrollo y
conocimiento, un maestro severo que será duro con nosotros si nos
negamos a aprender la lección más importante. La enfermedad no tiene
más que un fin: ayudarnos a subsanar nuestras «faltas» y hacernos
sanos.
El síntoma puede decirnos qué es lo que nos falta —pero para
entenderlo tenemos que aprender su lenguaje—. Este libro tiene por
objeto ayudar a reaprender el lenguaje de los síntomas. Decimos
reaprender, ya que este lenguaje ha existido siempre, y por lo
tanto, no se trata de inventarlo, sino, sencillamente, de
recuperarlo. El lenguaje es psicosomático, es decir, sabe de la
relación entre el cuerpo y la mente. Si conseguimos redescubrir esta
ambivalencia del lenguaje, pronto podremos oír y entender lo que nos
dicen los síntomas. Y nos dicen cosas más importantes que nuestros
semejantes, ya que son compañeros más íntimos, nos pertenecen por
entero y son los únicos que nos conocen de verdad.
Esto, desde luego, supone una sinceridad difícil de soportar.
Nuestro mejor amigo nunca se atrevería a decirnos la verdad tan
crudamente como nos la dicen siempre los síntomas. No es, pues, de
extrañar que nosotros hayamos optado por olvidar el lenguaje de los
síntomas. Y es que resulta más cómodo vivir engañado. Pero no por
cerrar los ojos ni hacer oídos sordos conseguiremos que los síntomas
desaparezcan. Siempre, de un modo o de otro, tenemos que andar a
vueltas con ellos. Si nos atrevemos a prestarles atención y
establecer comunicación, serán guías infalibles en el camino de la
verdadera curación. Al decirnos lo que en realidad nos falta, al
exponernos el tema que nosotros debemos asumir conscientemente, nos
permiten conseguir que, por medio de procesos de aprendizaje y
asimilación consciente, los síntomas en sí resulten superfluos.
Aquí está la diferencia entre combatir la enfermedad y transmutar la
enfermedad. La curación se produce exclusivamente desde una
enfermedad transmutada, nunca desde un síntoma derrotado, ya que la
curación significa que el ser humano se hace más sano, más completo
(con el aumentativo de completo, gramaticalmente incorrecto, se
pretende indicar más próximo a la perfección; por cierto, tampoco
sano admite aumentativo). Curación significa redención, aproximación
a esa plenitud de la conciencia que también se llama iluminación. La
curación se consigue incorporando lo que falta y, por lo tanto, no
es posible sin una expansión de la conciencia. Enfermedad y curación
son conceptos que pertenecen exclusivamente a la conciencia, por lo
que no pueden aplicarse al cuerpo, pues un cuerpo no está enfermo ni
sano. En él sólo se reflejan, en cada caso, estados de la
conciencia.
Sólo en este contexto puede criticarse la medicina académica. La
medicina académica habla de curación sin tomar en consideración este
plano, el único en el que es posible la curación. No tenemos
intención de criticar la actuación de la medicina en sí, siempre y
cuando ésta no manifieste con ella la pretensión de curar. La
medicina se limita a adoptar medidas puramente funcionales que, como
tales, no son ni buenas ni malas sino intervenciones viables en el
plano material. En este plano la medicina puede ser, incluso,
asombrosamente buena; no se pueden condenar todos sus métodos en
bloque; sí acaso, para uno mismo, nunca para otros. Aquí se plantea,
pues, la disyuntiva de sí uno va a porfiar en el intento de cambiar
el mundo por medidas funcionales o si ha comprendido que ello es
vano empeño y, por lo que le atañe personalmente, desiste. El que ha
visto la trampa del juego no tiene por qué seguir jugando (...
aunque nada se lo impedirá, desde luego), pero no tiene derecho a
estropear la partida a los demás, porque, a fin de cuentas, también
perseguir una ilusión nos hace avanzar.
Por lo tanto, se trata menos de lo que se hace que de tener
conocimiento de lo que se hace. El que haya seguido nuestro
razonamiento, observará que nuestra crítica se dirige tanto a la
medicina natural como a la académica, pues también aquélla trata de
conseguir la «curación» con medidas funcionales y habla de impedir
la enfermedad y de llevar vida sana. La filosofía es, pues, la
misma; sólo los métodos son un poco menos tóxicos y más naturales.
(No hacemos referencia a la homeopatía que no se alinea ni con la
medicina académica ni con la natural.)