Un
ermitaño estaba sentado en su cueva, meditando, cuando un ratón se
le acercó y se puso a roerle la sandalia. El ermitaño abrió los
ojos, irritado.
—¿Por qué me
molestas en mi meditación?
—Tengo hambre —dijo el ratón.
—Vete de aquí, necio —dijo el ermitaño—. Estoy buscando la unidad
con Dios, ¿cómo te atreves a molestar?
—¿Cómo quieres encontrar la unidad con Dios si ni conmigo puedes
sentirte unido?
Todas las consideraciones hechas hasta aquí tienen por objeto
inducirnos a reconocer que el ser humano es un enfermo, no se pone
enfermo. Ésta es la gran diferencia existente entre nuestro concepto
de la enfermedad y el que tiene la medicina.
La medicina ve en
la enfermedad una molesta perturbación del «estado normal de
salud» y, por lo tanto, trata no sólo de subsanarla lo antes
posible sino, ante todo, de impedir la enfermedad y,
finalmente, desterrarla. Nosotros deseamos indicar que la
enfermedad es algo más que un defecto funcional de la
Naturaleza. Es parte de un sistema de regulación muy amplio
que está al servicio de la evolución. No se debe liberar al
ser humano de la enfermedad, ya que la salud la necesita
como contrapartida o polo opuesto.
La enfermedad es la señal de que el ser humano tiene pecado, culpa o
defecto; la enfermedad es la réplica del pecado original, a escala
microcósmica. Estas definiciones no tienen absolutamente nada que
ver con una idea de castigo sino que sólo pretenden indicar que el
ser humano, al participar de la polaridad, participa también de la
culpa, la enfermedad y la muerte. En el momento en que la persona
reconoce estos hechos básicos, dejan de tener connotaciones
negativas. Sólo el no querer asumirlos, emitir juicios de valor y
luchar contra ellos les dan rango de terribles enemigos.
El ser humano es un enfermo porque le falta la unidad. Las personas
totalmente sanas, sin ningún defecto, sólo están en los libros de
anatomía. En la vida normal, semejante ejemplar es desconocido.
Puede haber personas que durante décadas no desarrollen síntomas
evidentes o graves: ello no obstante, también están enfermas y
morirán. La enfermedad es un estado de imperfección, de achaque, de
vulnerabilidad, de mortalidad. Si bien se mira, es asombroso
observar la serie de dolencias que tienen los «sanos».
Brautigam, en su Lehrbuch für psychosomatische Medizin
(Tratado de medicina psicosomática) cuenta, con motivo de
«entrevistas mantenidas con obreros y empleados de una fábrica que
no estaban enfermos» que, «en un examen detenido, mostraron
afecciones físicas y psíquicas casi en la misma proporción que los
internos de un hospital». En el mismo libro, Brautigam incluye
la siguiente tabla estadística correspondiente a una investigación
realizada por E. Winter (1959):
%
de afecciones de 200 empleados sanos entrevistados
Trastornos
generales
43,5%
Dolor de estómago
37,5%
Estados de ansiedad
26,5%
Faringitis
frecuentes
22,0%
Mareos, vértigo
17,5%
Insomnio
17,5%
Diarrea
15,0%
Estreñimiento
14,5%
Sofocos
14,0%
Pericarditis,
taquicardia
13,0%
Dolor de cabeza
13,0%
Eccema
9,5%
Dispepsia
5,5%
Reumatismo
5,5%
Edgar Heim, en su libro Krankheit als Krise un Chance dice:
«Un adulto, en veinticinco años de vida, padece por término medio
una enfermedad muy grave, veinte graves y unas doscientas menos
graves.»
Deberíamos desterrar la ilusión de que es posible evitar o eliminar
del mundo la enfermedad. El ser humano es una criatura conflictiva
y, por lo tanto, enferma. La Naturaleza cuida de que, en el curso de
su vida, el ser humano se adentre más y más en el estado de la
enfermedad al que la muerte pone broche final. El objetivo de la
parte física es el destino mineral. La Naturaleza, de forma
soberana, cuida de que, con cada paso que da en su vida, el ser
humano se acerque a este objetivo. La enfermedad y la muerte
destruyen las múltiples ilusiones de grandeza del ser humano y
corrigen cada una de sus aberraciones.
El ser humano vive desde su ego y el ego siempre ansía poder. Cada «Yo
quiero» es expresión de este afán de poder. El Yo se hincha más
y más y, con disfraces nuevos y cada vez más exquisitos, sabe
obligar al ser humano a servirle. El Yo vive de la disociación y,
por lo tanto, tiene miedo de la entrega, del amor y de la unión. El
Yo elige y realiza un polo y expulsa la sombra que con esta elección
se forma hacia el Exterior, hacia el Tú, hacia el entorno. La
enfermedad compensa todos estos prejuicios por el procedimiento de
empujar al ser humano, en la misma medida en que él se desplaza del
centro hacia un lado, hacia el lado contrario, por medio de los
síntomas. La enfermedad contrarresta cada paso que el ser humano da
desde el ego, con un paso hacia la humillación y la indefensión. Por
lo tanto, cada facultad y cada habilidad del ser humano le hace
proporcionalmente vulnerable a la enfermedad.
Toda tentativa de hacer vida sana fomenta la enfermedad. Sabemos que
estas ideas no encajan en nuestra época. Al fin y al cabo, la
medicina no hace más que ampliar sus medidas preventivas; por otra
parte, asistimos a un auge de la «vida sana y natural». Ello,
como reacción a la inconsciencia con que se manejan los venenos,
está justificado sin duda y es muy encomiable, pero, por lo que se
refiere al tema «enfermedad», es tan inoperante como las
medidas adoptadas con el mismo fin por la medicina académica. En
ambos casos, se parte del supuesto de que la enfermedad es evitable
y de que el ser humano es intrínsecamente sano y puede ser protegido
de la enfermedad por determinados métodos. Es comprensible que se
preste más oído a los mensajes de esperanza que a nuestra
decepcionante aseveración: el ser humano está enfermo.
La enfermedad está ligada a la salud como la muerte a la vida. Estas
frases son desagradables, pero tienen la virtud de que cualquier
observador imparcial puede comprobar por sí mismo su validez. No es
nuestro propósito desarrollar nuevas tesis doctrinarias sino ayudar
a quienes están dispuestos a agudizar su mirada y completar su
horizonte habitual situándose en una perspectiva insólita. La
destrucción de ilusiones nunca es fácil ni agradable, pero siempre
proporciona nuevos espacios en los que moverse con libertad.
La vida es el camino de los desengaños: al ser humano se le van
quitando una a una todas las ilusiones hasta que es capaz de
soportar la verdad. Así, el que aprende a ver en la enfermedad, la
decadencia física y la muerte los inevitables y verdaderos
acompañantes de su existencia, descubrirá muy pronto que este
reconocimiento no le conduce a la desesperanza sino que le
proporciona a unos amigos sabios y serviciales que constantemente le
ayudarán a encontrar el camino de la verdadera salud. Porque,
desgraciadamente, entre los seres humanos rara vez hallamos amigos
tan leales que constantemente descubran los engaños del ego y nos
hagan volver la mirada hacia nuestra sombra. Si un amigo se permite
tanta franqueza, enseguida lo catalogamos de «enemigo». Lo mismo
ocurre con la enfermedad. Es demasiado sincera como para hacerse
simpática.
Nuestra vanidad nos hace tan ciegos y vulnerables como aquel rey
cuyos nuevos ropajes estaban tejidos con sus propias ilusiones. Pero
nuestros síntomas son insobornables y nos imponen la sinceridad. Con
su existencia nos indican qué es lo que todavía nos falta en
realidad, qué es lo que no permitimos que se realice, lo que se
encuentra en la sombra y está deseando aflorar, y nos hacen ver
cuándo hemos sido parciales. Los síntomas, con su insistencia o su
reaparición, nos indican que no hemos resuelto el problema con tanta
rapidez y eficacia como nos gusta creer. La enfermedad siempre ataca
al ser humano por su parte más vulnerable, especialmente cuando él
cree tener el poder de cambiar el curso del mundo. Basta un dolor de
muelas, una ciática, una gripe o una diarrea para convertir a un
arrogante vencedor en un infeliz gusano. Esto es precisamente lo que
nos hace tan odiosa la enfermedad.
Por ello, todo el mundo está dispuesto a realizar los mayores
esfuerzos para desterrar la enfermedad. Nuestro ego nos susurra al
oído que esto es una pequeñez y nos hace cerrar los ojos a la
realidad de que, con cada triunfo que conseguimos, más nos sumimos
en el estado de enfermedad. Ya hemos dicho que ni la medicina
preventiva ni la «vida sana» tienen posibilidades de éxito como
métodos para prevenir la enfermedad. El viejo refrán que dice en
alemán Vorbeugen ist besser als heilen (el equivalente a «Vale
más prevenir que curar») puede interpretarse como una fórmula de
éxito si se entiende literalmente, ya que vor-beugen
significa doblegarse voluntariamente, antes de que la enfermedad te
obligue. La enfermedad hace curable al ser humano. La enfermedad es
el punto de inflexión en el que lo incompleto puede completarse.
Para que esto pueda hacerse, el ser humano tiene que abandonar la
lucha y aprender a oír y ver lo que la enfermedad viene a decirle.
El paciente tiene que auscultarse a sí mismo y establecer
comunicación con sus síntomas, si quiere enterarse de su mensaje.
Tiene que estar dispuesto a cuestionarse rigurosamente sus propias
opiniones y fantasías sobre sí mismo y asumir conscientemente lo que
el síntoma trata de comunicarle por medio del cuerpo.
Es decir,
tiene que conseguir hacer superfluo el síntoma reconociendo
qué es lo que le falta. La curación siempre está asociada a
una ampliación del conocimiento y una maduración. Si el
síntoma se produjo porque una parte de la sombra se proyectó
en el cuerpo y se manifestó en él, la curación se conseguirá
invirtiendo el proceso y asumiendo conscientemente el
principio del síntoma, con lo cual se le redime de su
existencia material.