El concepto filosófico causal parece tan diáfano y concluyente que
la mayoría de las personas lo consideran requisito indispensable del
entendimiento humano. Y por todas partes se buscan las más diversas
causas para las más diversas manifestaciones, esperando conseguir no
sólo más claridad sobre las interrelaciones sino también la
posibilidad de modificar el proceso causal. ¿Cuál es la causa de la
subida de precios, del paro, de la delincuencia juvenil? ¿Qué causa
tiene un terremoto o una enfermedad determinada? Preguntas y más
preguntas, con la pretensión de averiguar la verdadera causa.
Ahora bien, la causalidad
no es ni mucho menos tan clara y concluyente como parece a simple vista.
Incluso puede decirse (y quienes esto afirman son cada vez más
numerosos) que el afán del ser humano por explicar el mundo por la
causalidad ha provocado mucha confusión y controversia en la Historia
del pensamiento humano y acarreado consecuencias que hasta hoy no han
empezado a apreciarse. Desde Aristóteles, el concepto de la causa se ha
dividido en cuatro categorías.
Así, distinguimos entre
la causa efficiens o causa del impulso; la causa materialis, es decir,
la que reside en la materia; la causa formalis, la de la forma y, por
último, la causa finalis, la causa de la finalidad, la que se deriva de
la fijación del objetivo.
Las cuatro categorías
pueden ilustrarse fácilmente con el clásico ejemplo de la construcción
de una casa. Para construir una casa se necesita, ante todo, el
propósito (causa finalis), luego el impulso o la energía que se traduce,
por ejemplo, en la inversión y la mano de obra (causa efficiens),
también se necesitan planos (causa formalis) y, finalmente, material
como cemento, vigas, madera, etc. (causa materialis). Si falta una de
estas cuatro causas, difícilmente podrá realizarse la casa.
Sin embargo, la necesidad
de hallar una causa auténtica, primigenia, lleva una y otra vez a
reducir el concepto de los cuatro elementos. Se han formado dos
tendencias con conceptos contrapuestos. Unos verían en la causa finalis
la causa propiamente dicha de todas las causas. En nuestro ejemplo, el
propósito de construir una casa sería premisa primordial de todas las
otras causas. En otras palabras: el propósito u objetivo representa
siempre la causa de todos los acontecimientos. Así la causa de que yo
esté escribiendo estas líneas es mi propósito de publicar un libro.
Este concepto de la causa
final fue la base de las ciencias filosóficas, de las que las ciencias
naturales se han mantenido rigurosamente apartadas, en virtud del modelo
causal energético (causa efficiens) adoptado por éstas.
Para la observación y
descripción de las leyes naturales, resultaba excesivamente hipotética
la supeditación a un propósito o finalidad. Aquí lo procedente era
regirse por una fuerza o impulso. Y las ciencias naturales se
adscribieron a una ley causal gobernada por un impulso energético.
Estos dos conceptos
diferentes de la causalidad han separado hasta hoy las ciencias
filosóficas de las ciencias naturales y hacen la mutua comprensión
difícil y hasta imposible. El pensamiento causal de las ciencias
naturales busca la causa en el pasado, mientras que el modelo de la
finalidad la sitúa en el futuro. Así planteada, esta última afirmación
puede resultar desconcertante. Porque, ¿cómo es posible que la causa se
sitúe en el tiempo después del efecto? Por otro lado, en la vida diaria
es corriente formular esta relación: «Me marcho ahora porque mi tren
sale dentro de una hora» o «He comprado un regalo porque la
próxima semana es su cumpleaños». En todos estos casos un suceso del
futuro tiene proyección retroactiva.
Observando los hechos
cotidianos, comprobamos que unos se prestan más a una causalidad
energética del pasado y otros, a una causalidad final del futuro. Así
decimos: «Hoy hago la compra porque mañana es domingo.» Y: «El
florero se ha caído porque le he dado un golpe.» Pero también es
posible una visión ambivalente: por ejemplo, se puede ver la causa de la
rotura de vajilla producida durante una bronca matrimonial tanto en la
circunstancia de haberla arrojado al suelo como en el deseo de
descalabrar al cónyuge. Todos estos ejemplos indican que uno y otro
concepto contemplan un plano diferente y que ambos tienen su
justificación. La variante energética permite establecer una relación de
efecto mecánico, por lo que se refiere siempre al plano material,
mientras que la causalidad final maneja motivaciones o propósitos que no
pueden asociarse a la materia sino sólo a la mente. Por lo tanto, el
conflicto presentado es una formación especial de las siguientes
polaridades:
Aquí conviene aplicar lo dicho
sobre la polaridad. Entonces podremos prescindir de la elección al
comprender que ambas posibilidades no se excluyen sino que se
complementan. (Es asombroso comprobar lo poco que ha aprendido el ser
humano del descubrimiento de que la estructura de la luz se compone
tanto de partículas como de ondas [!]). También aquí todo está en
función de la óptica que se adopte y no es cuestión de error o de
acierto. Cuando de una máquina expendedora de cigarrillos sale un
paquete de cigarrillos la causa puede verse en la moneda que se ha
echado en la máquina o en el propósito de fumar. (Esto no es un simple
juego de palabras, pues si no existiera el deseo ni el propósito de
fumar, no habría máquinas expendedoras de cigarrillos.)
Ambos puntos de vista son
legítimos y no se excluyen mutuamente. Un solo punto de vista siempre
será incompleto, pues las causas materiales y energéticas por sí mismas
no producen una máquina expendedora de cigarrillos mientras no exista la
intención. Ni la invención ni la finalidad bastan tampoco por sí mismas
para producir una cosa. También aquí un polo depende de su contrario.
Lo que hablando de
máquinas de venta automática de cigarrillos puede parecer trivial es, en
el estudio de la evolución humana, un tema de debate que llena ya
bibliotecas enteras. ¿Se agota la causa de la existencia humana en la
cadena causal material del pasado y, por lo tanto, es nuestra existencia
el efecto fortuito de los saltos de la evolución y procesos selectivos
desde el átomo de oxígeno hasta el cerebro humano? ¿O acaso esta mitad
de la causalidad precisa también de la intencionalidad que opera desde
el futuro y que, por consiguiente, hace discurrir la evolución hacia un
objetivo predeterminado?
Para los científicos este
segundo supuesto es «excesivo, demasiado hipotético»; para los
filósofos el primero es «insuficiente y muy pobre». Desde luego,
cuando observamos procesos y «evoluciones» más pequeños y, por lo
tanto, más asequibles a la mente, siempre encontramos ambas tendencias
causales. La tecnología por sí sola no produce aeropuertos mientras la
mente no concibe la idea del vuelo. La evolución tampoco es resultado de
decisiones y evoluciones caprichosas sino ejecución material y biológica
de un esquema eterno. Los procesos materiales deben empujar por un lado
y la figura final atraer desde el otro lado, para que en el centro pueda
producirse una manifestación.
Con esto llegamos al
siguiente problema de este tema. La causalidad requiere como condición
previa una linealidad en la que pueda marcarse un antes o un después con
respecto al efecto. La linealidad, a su vez, requiere del tiempo y esto
precisamente no existe en la realidad. Recordemos que el tiempo surge en
nuestra conciencia por efecto de la polaridad que nos obliga a dividir
en correlación consecutiva la simultaneidad de la unidad. El tiempo es
un fenómeno de nuestra conciencia que nosotros proyectamos al exterior.
Luego creemos que el tiempo puede existir con independencia de nosotros.
A ello se añade que nosotros imaginamos el discurrir del tiempo siempre
lineal y en un solo sentido. Creemos que el tiempo corre del pasado al
futuro y pasamos por alto que en el punto que llamamos presente se
encuentran tanto el pasado como el futuro.
Esta cuestión que en un
principio es difícil de imaginar puede resultar más comprensible con la
siguiente analogía. Nosotros nos imaginamos el curso del tiempo como una
recta que por un lado discurre en dirección al pasado y cuyo otro
extremo se llama futuro.
Ahora bien, por la geometría sabemos que en realidad no hay líneas
paralelas, que, por la curvatura esférica del espacio, toda línea recta,
si la prolongamos hasta el infinito, acabará por cerrarse en un círculo
(Geometría de Riemann). Por lo tanto, en realidad, cada línea recta es
un arco de una circunferencia. Si trasladamos esta teoría al eje del
tiempo trazado arriba veremos que ambos extremos de la línea, pasado y
futuro, se encuentran al cerrarse el círculo.
Es decir: siempre vivimos hacia
nuestro pasado o también, nuestro pasado fue determinado por nuestro
futuro. Si aplicamos a este modelo nuestra idea de la causalidad, el
problema que discutíamos al principio se resuelve en el acto: la
causalidad fluye también en ambos sentidos, hacia cada punto, lo mismo
que el tiempo. Estos planteamientos pueden parecer insólitos, aunque en
realidad son análogos al consabido ejemplo de que, en un vuelo alrededor
del mundo, volvemos a nuestro punto de partida a fuerza de alejarnos de
él.
En los años veinte de
este siglo XX; el esoterista ruso P. D. Ouspenski aludía ya a esta
cuestión del tiempo en su descripción de la carta 14 del Tarot (la
Templanza), hecha en clave de revelación, con estas palabras: «El
nombre del ángel es el Tiempo, dijo la voz. En la frente tiene el
círculo, signo de la eternidad y de la vida. En las manos del ángel hay
dos jarras, una de oro y la otra de plata. Una jarra es el pasado, la
otra, el futuro. El arco iris que va de la una a la otra es el presente.
Como puedes ver, discurre en ambos sentidos. Es el tiempo en su aspecto
incomprensible para el hombre. Los hombres piensan que todo fluye
constantemente en una dirección. No ven cómo todo se une eternamente, lo
que viene del pasado y lo que viene del futuro, ni que el tiempo es una
diversidad de círculos que giran en distintos sentidos. Comprende este
secreto y aprende a distinguir las corrientes contrapuestas en el río
del arco iris del presente.» (Ouspenski: «Nuevo modelo del Universo»)
También Hermann Hesse se
ocupa reiteradamente del tema del tiempo en sus obras. Y hace decir a
Klein en trance de muerte: «Qué dicha que también ahora haya tenido
la inspiración de que el tiempo no existe. Sólo el tiempo separa al
hombre de todo lo que anhela» En su obra Siddharta, Hesse trata en
muchos pasajes el tema de la no existencia del tiempo. «Una vez le
preguntó: "¿No te ha revelado también el río el secreto de que el
tiempo no existe?" Una sonrisa iluminó la cara de Casudeva: "Sí,
Siddharta —dijo—. Lo que tú quieres decir es que el río es el mismo en
todas partes: en las fuentes y en la desembocadura, en la cascada, en el
vado, en los rápidos, en el mar, en las montañas, en todas partes igual.
Y que para él sólo hay presente, ni la sombra "pasado", ni la sombra
"futuro".» «Eso es», dijo Siddharta. Y cuando lo descubrí contemplé mi
vida y vi que también era un río, y el Siddharta niño sólo estaba
separado del Siddharta hombre y del Siddharta anciano por sombras, no
por cosas reales. Los anteriores nacimientos de Siddharta tampoco eran
pasado y su muerte y su regreso a Brahma no eran futuro. Nada fue ni
nada será, todo es, todo tiene ser y presente.»
Cuando nosotros llegamos
a comprender que ni el tiempo ni la linealidad existen fuera de nuestra
mente, el esquema filosófico de la causalidad absoluta queda un tanto
quebrantado. Se observa que tampoco la causalidad es más que una
consideración subjetiva del ser humano o, como dijo David Hume, una
«necesidad del alma». Desde luego, no existe razón para no
contemplar el mundo desde una perspectiva causal, pero tampoco la hay
para interpretar el mundo desde la causalidad. En este caso, la pregunta
indicada tampoco puede formularse en términos de: ¿verdad o mentira?, sí
no, a lo sumo, en cada caso: ¿apropiado o no apropiado?
Desde este punto de vista
se observa que la óptica causal es apropiada muchas menos veces de las
que rutinariamente se aplica. Allí donde tengamos que habérnoslas con
pequeños fragmentos del mundo, y siempre que los hechos no se sustraigan
a nuestra visión, nuestros conceptos de tiempo, linealidad y causalidad
nos bastan en la vida diaria. Ahora bien, si la dimensión es mayor o el
tema más exigente, la óptica causal nos conduce antes a conclusiones
disparatadas que al conocimiento. La causalidad precisa siempre de un
punto fijo para el planteamiento de la pregunta. En la imagen del mundo
causal cada manifestación tiene una causa, por lo cual no sólo es
permitido sino, incluso, necesario buscar la causa de cada causa. Este
proceso conduce ciertamente a la investigación de la causa de la causa,
pero por desgracia no a un punto final. La causa primitiva, origen de
todas las causas, no puede ser hallada. O bien uno deja de indagar en un
momento dado o termina con una pregunta insoluble no más sensata que la
de «qué fue primero, el huevo o la gallina».
Con ello
deseamos señalar que el concepto de la causalidad puede ser viable, en
el mejor de los casos, en la vida diaria como mecanismo auxiliar del
pensamiento, pero es insuficiente e inservible como instrumento para la
comprensión de cuestiones científicas, filosóficas y metafísicas. La
creencia de que existen relaciones operativas de causa y efecto es
errónea, ya que se basa en la suposición de la linealidad y del tiempo.
Concedemos, sin embargo, que, en tanto que óptica subjetiva (y, por
consiguiente, imperfecta) del ser humano, la causalidad es posible y que
en la vida es legítimo aplicarla allí donde nos parezca que puede servir
de ayuda.
Pero en nuestra filosofía
actual predomina la opinión de que la causalidad es a sé existente e,
incluso, demostrable experimentalmente, y contra este error debemos
rebelarnos. El ser humano no puede contemplar un tema más que dentro del
contexto de «siempre –cuando– entonces». Esta contemplación,
empero, no revela sino que se han manifestado dos fenómenos sincrónicos
en el tiempo y que entre ellos existe una correlación. Cuando estas
observaciones son interpretadas causalmente de modo inmediato, tal
interpretación es expresión de una determinada filosofía pero no tiene
nada que ver con la observación propiamente dicha. La obstinación en una
interpretación causal ha limitado en gran medida nuestra visión del
mundo y nuestro entendimiento.
En la ciencia, la física
cuántica cuestionó y superó la filosofía causal. Werner Heisenberg dice
que «en campos de espacio–tiempo muy pequeños, es decir, en campos del
orden de magnitud de las partículas elementales, el espacio y el tiempo
se diluyen en un modo peculiar de manera que en tiempos tan pequeños ni
los conceptos de antes y después pueden definirse felizmente, en
conjunto, en la estructura espacio–tiempo no puede modificarse nada,
pero habrá que contar con la posibilidad de que experimentos sobre los
procesos en campos de espacio–tiempo muy pequeños indiquen que, en
apariencia, determinados procesos discurren inversamente a como
corresponde a su orden causal».
Heisenberg habla claro,
pero con prudencia, pues como físico limita sus manifestaciones a lo
observable. Pero estas observaciones encajan perfectamente en el
concepto del mundo que los sabios han enseñado desde siempre. La
observación de las partículas elementales se produce en el linde de
nuestro mundo determinado por el tiempo y el espacio: nos encontramos,
por así decirlo, en la «cuna de la materia». Aquí se diluyen, como dice
Heisenberg, tiempo y espacio. El antes y el después, empero, se hacen
tanto más claros cuanto más penetramos en la estructura más tosca y
grosera de la materia. Pero, si vamos en la dirección opuesta, se pierde
la clara diferenciación entre tiempo y espacio, antes y después, hasta
que esta separación acaba por desaparecer y llegamos allí donde reinan
la unidad y la indiferenciación. Aquí no hay ni tiempo ni espacio, aquí
reina un aquí y ahora eterno. Es el punto que todo lo abarca y que, no
obstante, se llama «nada». Tiempo y espacio son las dos
coordenadas que dividen el mundo de la polaridad, el mundo del engaño,
Maja: apreciar su no existencia es requisito para alcanzar la unidad.
En este mundo polarizado,
la causalidad o sea una perspectiva de nuestro conocimiento para
interpretar procesos, es la forma de pensar del hemisferio cerebral
izquierdo. Ya hemos dicho que el concepto del mundo científico es el
concepto del hemisferio izquierdo: no es de extrañar que aquí se haga
tanto hincapié en la causalidad. El hemisferio derecho, sin embargo,
prescinde de la causalidad, ya que piensa analógicamente. En la analogía
tenemos una óptica opuesta a la causalidad que no es ni más cierta ni
más falsa, ni mejor ni peor, pero que sin embargo representa el
necesario complemento de la unilateralidad de la causalidad. Sólo las
dos juntas —causalidad y analogía— pueden establecer un sistema de
coordenadas con el que podamos interpretar coherentemente nuestro mundo
polar.
Mientras la causalidad
revela relaciones horizontales, la analogía persigue los principios
originales en sentido vertical, a través de todos los planos de sus
manifestaciones. La analogía no busca una relación de efecto sino que se
orienta a la búsqueda de la identidad del contenido de las distintas
formas. Si en la causalidad el tiempo se expresa por medio de un
«antes» / «después», la analogía se nutre del sincronismo del
«siempre–cuando–entonces». Mientras que la causalidad conduce a
acentuar la diferenciación, la analogía abarca la diversidad para formar
modelos unitarios.
La
incapacidad de la ciencia para el pensamiento analógico la obliga a
volver a estudiar todas las leyes en cada uno de los planos. Y la
ciencia estudia, por ejemplo, la polaridad en la electricidad, en la
investigación atómica, en el estudio de los ácidos y los álcalis, en los
hemisferios cerebrales y en mil campos más, cada vez desde el principio
y con independencia de los otros campos. La analogía desplaza el punto
de vista noventa grados y pone las formas más diversas en una relación
analógica al descubrir en todas ellas el mismo principio original. Y por
ello, el polo positivo de la electricidad, el lóbulo izquierdo del
cerebro, los ácidos, el sol, el fuego, el Yang chino, etc., resultan
tener algo en común a pesar de que entre ellos no se ha establecido
relación causal alguna. La afinidad analógica se deriva del principio
original común a todas las formas especificadas, que en nuestro ejemplo
podríamos llamar también el principio masculino o de la actividad.
Esta óptica divide el
mundo en componentes arquetípicos y contempla los diferentes modelos que
pueden construirse a partir de los arquetipos. Estos modelos pueden
encontrarse analógicamente en todos los planos de los fenómenos
aparentes, así arriba como abajo. Este modo de observar se aprende lo
mismo que la observación causal. Revela una parte del mundo diferente y
hace visible relaciones y modelos que se sustraen a la visión causal.
Por lo tanto, si las ventajas de la causalidad se encuentran en el
terreno de lo funcional, la analogía sirve para la manifestación de las
relaciones esenciales. El hemisferio izquierdo, por medio de la
causalidad, puede descomponer y analizar muchas cosas, pero no puede
concebir el mundo como un todo. El hemisferio derecho, a su vez, debe
renunciar a la facultad de administrar los procesos de este mundo, pero,
por otra parte, tiene la visión del conjunto, de la figura total y, por
lo tanto, la capacidad de captar el sentido. El sentido está fuera del
fin y de la lógica o, como dice Lao tsé:
El
sentido que puede expresarse
no es
el sentido eterno.
El
nombre que puede nombrarse
no es
el nombre eterno.
"No
ser" llamo yo al origen del cielo y la tierra.
"Ser"
llamo yo a la madre del individuo.
Por
ello, el camino del No Ser
conduce a la visión del ser maravilloso,
el
camino del Ser
a la
visión de las limitaciones espaciales.
Ambos
son uno por su origen
y sólo
diferentes por el nombre.