También aquí la Humanidad se deja fascinar de tal modo por la lógica
aparente que no advierte que su plan fracasa, que la eliminación del
mal no funciona. Por lo tanto, vale la pena examinar el tema «Bien
y Mal» desde ángulos acaso insólitos.
Nuestras consideraciones sobre la ley de la polaridad nos hicieron
sacar la conclusión de que Bien y Mal son dos aspectos de una misma
unidad y, por lo tanto, interdependientes para la existencia. El
Bien depende del Mal y el Mal, del Bien. Quien alimenta el Bien
alimenta también inconscientemente el Mal. Tal vez a primera vista
estas formulaciones resulten escandalosas, pero es difícil negar la
exactitud de estas apreciaciones ni en teoría ni en la práctica.
En nuestra cultura, la actitud hacia el Bien y el Mal está
fuertemente determinada por el cristianismo o por los dogmas de la
teología cristiana, incluso en los medios que se creen libres de
vínculos religiosos. Por ello, también nosotros tenemos que recurrir
a figuras e ideas religiosas, a fin de verificar la comprensión del
Bien y del Mal. No es nuestro propósito deducir de las imágenes
bíblicas una teoría o valoración, pero lo cierto es que los relatos
y las imágenes mitológicas se prestan a hacer más comprensibles
difíciles problemas metafísicos. El que para ello recurramos a un
relato de la Biblia no es obligado, pero sí natural dado nuestro
entorno cultural. Por otra parte, de este modo podremos comentar, al
mismo tiempo, ese punto mal comprendido del concepto del Bien y del
Mal, idéntico en todas las religiones, que muestra un matiz peculiar
de la teología cristiana.
El relato que el Antiguo Testamento hace del Pecado Original ilustra
nuestro tema. Recordamos que, en el Segundo Libro de la Creación, se
nos dice que Adán, la primera criatura humana —andrógina—, es
depositado en el Edén, jardín entre cuya vegetación hay dos árboles
especiales: el Árbol de la Vida y el Árbol de la Ciencia del Bien y
del Mal. Para la mejor comprensión de este relato metafísico, es
importante recalcar que Adán no es hombre sino criatura andrógina.
Es el ser humano total que todavía no está sometido a la polaridad,
todavía no está dividido en una pareja de elementos contrapuestos.
Adán todavía es uno con todo; este estado cósmico de la conciencia
se nos describe con la imagen del Paraíso. No obstante, si bien la
criatura Adán posee todavía la conciencia unitaria, el tema de la
polaridad ya está planteado, en la forma de los dos árboles
mencionados.
El tema de la división se halla presente desde el principio en la
historia de la Creación, ya que la Creación se produce por división
v separación. Ya el Libro Primero habla sólo de polarizaciones: luz
tinieblas; tierra–agua, Sol–Luna, etc. Únicamente del ser humano se
nos dice que fue creado como «hombre y mujer». Y, a medida que
avanza la narración, se acentúa el tema de la polaridad. Y sucede
que Adán concibe el deseo de proyectar hacia el exterior y dar forma
independiente a una parte de su ser. Semejante paso supone
necesariamente una pérdida de conciencia y esto nos lo explica
nuestro relato diciendo que Adán se sumió en un sueño. Dios toma de
la criatura completa y sana, Adán, un costado y con él hace algo
independiente.
La palabra que Lutero tradujo por «costilla» es en el
original hebreo tselah = costado. Es de la familia de tsel = sombra.
El individuo completo y sano es dividido en dos aspectos
diferenciables llamados hombre y mujer. Pero esta división todavía
no alcanza la conciencia de la criatura, porque ellos todavía no
reconocen su diferencia, sino que permanecen en la integridad del
Paraíso. La división de las formas, empero, hace posible la acción
de la Serpiente que promete a la mujer, la parte receptiva de la
criatura humana, que si come el fruto del Árbol de la Ciencia
adquirirá la facultad de distinguir entre el bien y el mal, es
decir, que tendrá discernimiento.
La Serpiente cumple su promesa. Los humanos abren los ojos a la
polaridad y pueden distinguir bien y mal, hombre y mujer. Con ello
pierden la unidad (la conciencia cósmica) y obtienen la polaridad
(discernimiento). Por consiguiente, ahora tienen que abandonar
forzosamente el Paraíso, el Jardín de la Unidad, y precipitarse en
el mundo polar de las formas materiales.
Éste es el relato de la caída del hombre. El hombre, en su «caída»,
se precipita de la unidad a la polaridad. Los mitos de todos los
pueblos y todas las épocas conocen este tema central de la condición
humana y lo presentan en imágenes similares. El pecado del ser
humano consiste en su separación de la unidad. En la lengua griega
se aprecia con exactitud el verdadero significado de la palabra
pecado: Hamartama quiere decir «el pecado» y el verbo
hamartanein significa «fallar punto», «errar el tiro»,
«faltar». Pecado es, pues, en este caso, la incapacidad de acertar
en el punto, y éste es precisamente el símbolo de la unidad, que
para el ser humano resulta a un tiempo inalcanzable e inconcebible,
ya que el punto no tiene lugar ni dimensión. Una conciencia polar no
puede dar con el punto, la unidad, y esto es el fallo, el pecado.
Ser pecador es sinónimo de ser polar . Ello hace más comprensible el
concepto cristiano de la herencia del Pecado Original.
El ser humano se encuentra con una conciencia polar, es pecador. No
tiene una causa. Esta polaridad obliga al ser humano a caminar entre
elementos opuestos, hasta que lo integra y asume todo, para volver a
ser «perfecto como perfecto es el Padre que está en los cielos».
El camino a través de la polaridad, no obstante, siempre acarrea la
culpabilidad. El Pecado Original indica con especial claridad que el
pecado nada tiene que ver con el comportamiento concreto del ser
humano. Esto es muy importante ya que, en el transcurso de los
siglos, la Iglesia ha deformado el concepto del pecado e inculcado
en el ser humano la idea de que pecar es obrar el mal y que obrando
el bien se evita el pecado. Pero el pecado no es un polo de la
polaridad sino la polaridad en sí. Por lo tanto, el pecado no es
evitable: todo acto humano es pecaminoso.
Este mensaje lo encontramos claro y sin falsear en la tragedia
griega, cuyo tema central es que el ser humano constantemente debe
optar entre dos posibilidades, sí, pero, decida lo que decida,
siempre falla. Esta aberración teológica del pecado fue fatídica
para la Historia del cristianismo. El constante afán de los fieles
de no pecar y de huir del mal condujo a la represión de algunos
sectores, calificados de malos y, por consiguiente, a la creación de
una «sombra» muy fuerte.
Esta sombra hizo del cristianismo una de las religiones más
intolerantes, con Inquisición, caza de brujas y genocidio. El polo
que no es asumido siempre acaba por manifestarse, y suele pillar
desprevenidas a las almas nobles.
La polarización del «Bien» y del «Mal» como opuestos
condujo también a la contraposición, atípica en otras religiones, de
Dios y el diablo como representantes del Bien y del Mal. Al hacer al
diablo adversario de Dios, insensiblemente, se hizo entrar a Dios en
la polaridad, con lo que Dios pierde su fuerza salvadora. Dios es la
Unidad que reúne en sí todas las polaridades sin distinción
—naturalmente, también el «Bien» y el «Mal»— mientras
que el diablo, por el contrario, es la polaridad, el señor de la
división o, como dice Jesús, «el. príncipe de este mundo».
Por consiguiente, siempre se ha representado al diablo, en su
calidad de auténtico señor de la polaridad, con símbolos de la
división o de la dualidad: «cuernos, pezuñas, tridentes,
pentagramas (con dos puntas hacia arriba), etc.». Esta
terminología indica que el mundo polarizado es diabólico, o sea,
pecador. No existe posibilidad de cambiarlo. Por ello, todos los
guías espirituales exhortan a abandonar el mundo polar.
Aquí vemos la gran diferencia que existe entre religión y labor
social. La verdadera religión nunca ha emprendido la tentativa de
convertir este mundo en un paraíso, sino que enseña la forma de
salir del mundo para entrar en la unidad. La verdadera filosofía
sabe que en un mundo de polaridades no se puede asumir un único
polo. En este mundo, hay que pagar cada alegría con el sufrimiento.
Por ejemplo, en este sentido, la ciencia es «diabólica», ya que
aboga por la expansión de la polaridad y alimenta la pluralidad.
Toda aplicación del potencial humano a un fin funcional tiene
siempre algo de diabólico, ya que conduce energía a la polaridad e
impide la unidad. Éste es el sentido de la tentación de Jesús en el
desierto: porque, en realidad, el demonio sólo insta a Jesús a
aplicar sus posibilidades a la realización de unas modificaciones
inofensivas y hasta útiles.
Por supuesto, cuando nosotros calificamos algo de «diabólico» no
pretendemos condenarlo sino tratar de acostumbrar al lector a
asociar conceptos como pecado, culpa y diablo a la polaridad. Porque
así puede calificarse todo lo que a ellos se refiere. Haga lo que
haga el ser humano, fallará, es decir, pecará. Es importante que el
ser humano aprenda a vivir con su culpa, de lo contrario, se engaña
a sí mismo. La redención de los pecados es el anhelo de unidad, pero
anhelar la unidad es imposible para el que reniega de la mitad de la
realidad. Esto es lo que hace tan difícil el camino de la salvación:
el tener que pasar por la culpa.
En los Evangelios se pone de relieve una y otra vez este viejo
error: los fariseos representan la opinión de la Iglesia de que el
ser humano puede salvar su alma observando los preceptos y evitando
el mal. Jesús los desmiente con las palabras: «El que de vosotros
se halle limpio de pecado que tire la primera piedra.» En el
Sermón de la Montaña hace hincapié en la ley mosaica, que había sido
deformada por la transmisión oral, señalando que el pensamiento
tiene la misma importancia que el acto externo. No hay que perder de
vista que, con esta puntualización contenida en el Sermón de la
Montaña, los Mandamientos no se hicieron más severos sino que se
disipó la ilusión de que pudiera evitarse el pecado viviendo en la
polaridad. Pero la doctrina ya había resultado tan desagradable dos
mil años antes que se trató de hacer caso omiso de ella. La verdad
es amarga, venga de donde venga. Destruye todas las ilusiones con
las que nuestro yo trata una y otra vez de salvarse. La verdad es
dura y cortante y se presta mal a los ensueños sentimentales y al
engaño moral de uno mismo.
En el Sandokai, uno de los textos básicos del Zen, se lee:
Luz y oscuridad
están frente a frente.
Pero la una depende de la otra
como el paso de la pierna izquierda
depende del paso de la derecha.
En el «Verdadero libro de las fuentes originales» podemos
leer la siguiente «Prevención contra las buenas obras». Yang
Dshu dice: «El que hace el bien no lo hace por la gloria, pero la
gloria es su consecuencia. La gloria no tiene nada que ver con la
ganancia, pero reporta ganancia. La ganancia no tiene nada que ver
con la lucha, pero la lucha va con ella. Por lo tanto, el justo se
guarda de hacer el bien.»
Sabemos qué gran reto supone cuestionar el principio, considerado
ortodoxo, de hacer el bien y evitar el mal. También sabemos que este
tema forzosamente suscita temor, un temor que el individuo conjura
aferrándose convulsivamente a las normas que han regido hasta ahora.
A pesar de todo, hay que atreverse a detenerse en el tema y
examinarlo desde todos los ángulos.
No es nuestro propósito hacer derivar nuestras tesis de tal o cual
religión, pero la mala interpretación del pecado que hemos expuesto
más arriba ha determinado el arraigo en la cultura cristiana de una
escala de valores que nos condiciona más de lo que queremos
reconocer. Otras religiones no han tenido ni tienen forzosamente las
mismas dificultades con este problema. En la trilogía de las
divinidades hindúes Brahma–Vishnú–Shiva, corresponde a Shiva
el papel de destructor, por lo que representa la fuerza antagónica
de Brahma, el constructor. Esta representación hace más difícil al
individuo el reconocimiento de la necesaria alternancia de las
fuerzas. De Buda se cuenta que cuando un joven acudió a él con la
súplica de que lo aceptara como discípulo, Buda le preguntó:
«¿Has robado alguna vez?» El joven le respondió: «Nunca.»
Buda dijo entonces: «Pues ve a robar y cuando hayas aprendido,
vuelve.»
El versículo 22 del Shinjinmei, el más antiguo y sin duda más
importante texto del budismo Zen, dice así: «Si queda en nosotros
la más mínima idea de la verdad y el error, nuestro espíritu
sucumbirá en la confusión.» La duda que divide las polaridades
en elementos opuestos es el mal, pero es necesario pasar por ella
para llegar a la convicción. Para ejercitar nuestro discernimiento,
necesitamos siempre dos polos pero no debemos quedarnos atascados en
su antagonismo, sino utilizar su tensión como impulso y energía en
nuestra búsqueda de la unidad. El ser humano es pecador, es
culpable, pero precisamente esta culpa lo distingue, ya que es
prenda de su libertad.
Nos parece muy importante que el individuo aprenda a aceptar su
culpa sin dejarse abrumar por ella. La culpa del ser humano es de
índole metafísica y no se origina en sus actos: la necesidad de
tener que decidirse y actuar es la manifestación física de su culpa.
La aceptación de la culpa libera del temor a la culpabilidad. El
miedo es encogimiento y represión, actitud que impide la necesaria
apertura y expansión. Se puede escapar del pecado esforzándose por
hacer el bien, lo cual siempre tiene que pagarse con el repudio del
polo opuesto. Esta tentativa de escapar del pecado por las buenas
obras sólo conduce a la falta de sinceridad.
Para alcanzar la unidad hay que hacer algo más que huir y cerrar los
ojos. Este objetivo nos exige que, cada vez más conscientemente,
veamos la polaridad en todo, y sin miedo, que reconozcamos la
conflictividad del Ser, para poder unificar los opuestos que hay en
nosotros. No se nos manda evitar sino redimir asumiendo. Para ello
es necesario cuestionar una y otra vez la rigidez de nuestros
sistemas de valoración, reconociendo que, a fin de cuentas, el
secreto del mal reside en que en realidad no existe. Hemos dicho
que, por encima de toda polaridad, está la Unidad que llamamos «Dios»
o «la luz».
En un
principio la luz era la Unidad universal. Aparte de la luz no había
nada, o la luz no hubiera sido el todo. La oscuridad no aparece sino
con el paso a la polaridad, cuyo fin es única y exclusivamente el de
hacer reconocible la luz. Por consiguiente, las tinieblas son
producto artificial de la polaridad, para hacer visible la luz en el
plano de la conciencia polar. Es decir, la oscuridad sirve a la luz,
es su soporte, es lo que lleva la luz, y no otra cosa significa el
nombre Lucifer. Si desaparece la polaridad, desaparece también la
oscuridad, ya que no posee existencia propia. La luz existe; la
oscuridad, no. Por consiguiente, las tantas veces citada lucha entre
las fuerzas de la luz y las fuerzas de las tinieblas no es tal
lucha, ya que el resultado siempre se sabe de antemano. La oscuridad
nada puede contra la luz. La luz, por el contrario, inmediatamente
convierte la oscuridad en luz— por lo cual la oscuridad tiene que
rehuir la luz para que no se descubra su inexistencia.
Esta ley podemos demostrarla hasta en nuestro mundo físico porque
«así abajo como arriba». Vamos a suponer que tenemos una habitación
llena de luz y que en el exterior de la habitación reina la
oscuridad. Por más que se abran puertas y ventanas para que entre la
oscuridad, ésta no oscurecerá la habitación sino que la luz de la
habitación la convertirá en luz. Si abrimos las puertas y ventanas,
también esta vez la luz transmutará la oscuridad e inundará la
habitación.
El mal es un producto artificial de nuestra conciencia polar, al
igual que el tiempo y el espacio, y es el medio de aprehensión del
bien, es el seno materno de la luz. El mal, por lo tanto, es el
pecado, porque el mundo de la dualidad no tiene finalidad y, por lo
tanto, no posee existencia propia. Nos lleva a la desesperación, la
cual, a su vez, conduce al arrepentimiento y a la conclusión de que
el ser humano sólo puede hallar su salvación en la unidad. La misma
ley rige para nuestra conciencia. Llamamos conciencia a todas las
propiedades y facetas de los que de una persona tiene conocimiento,
es decir, que puede ver. La sombra es la zona que no está iluminada
por la luz del conocimiento y, por lo tanto, permanece oscura, es
decir, desconocida. Sin embargo, los aspectos oscuros sólo parecen
malos y amenazadores mientras están en la oscuridad. La simple
contemplación del contenido de la sombra lleva luz a las tinieblas y
basta para darnos a conocer lo desconocido.
La contemplación es la fórmula mágica para adquirir conocimiento de
uno mismo. La contemplación transforma la calidad de lo contemplado,
ya que hace la luz, es decir, conocimiento, en la oscuridad. Los
seres humanos siempre están deseando cambiar las cosas y, por ello,
les resulta difícil comprender que lo único que se pide al hombre es
ejercitar la facultad de contemplación. El supremo objetivo del ser
humano —podemos llamarlo sabiduría o iluminación— consiste en
contemplarlo todo y reconocer que bien está como está. Ello
presupone el verdadero conocimiento de uno mismo. Mientras el
individuo se sienta molesto por algo, mientras considere, que algo
necesita ser cambiado, no habrá alcanzado el conocimiento de sí
mismo.
Tenemos que aprender a contemplar las cosas y los hechos de este
mundo sin que nuestro ego nos sugiera de inmediato un sentimiento de
aprobación o repulsa, tenemos que aprender a contemplar, con el
espíritu sereno, los múltiples juegos de Maya. Por ello, en el texto
Zen que hemos citado se dice que toda noción acerca del bien y el
mal puede traer la confusión a nuestro espíritu. Cada valoración nos
ata al mundo de las formas y preferencias. Mientras tengamos
preferencias no podremos ser redimidos del dolor y seguiremos siendo
pecadores, desventurados, enfermos. Y subsistirá también nuestro
deseo de un mundo mejor y el afán de cambiar el mundo. El ser humano
sigue, pues, engañado por un espejismo: cree en la imperfección del
mundo y no se da cuenta de que sólo su mirada es imperfecta y le
impide ver la totalidad.
Por lo tanto, tenemos que aprender a reconocernos a nosotros mismos
en todo y a ejercitar la ecuanimidad. Buscar el punto intermedio
entre los polos y desde él verlos vibrar. Esta impasibilidad es la
única actitud que permite contemplar los fenómenos sin valorarlos,
sin un Sí o un No apasionados, sin identificación. Esta ecuanimidad
no debe confundirse con la actitud que comúnmente se llama
indiferencia, que es una mezcla de inhibición y desinterés. A ella
se refiere Jesús al hablar de los «tibios». Ellos nunca entran en el
conflicto y creen que con la inhibición y la huida se puede llegar a
ese mundo total que quien lo busca realmente no alcanza sino a costa
de penalidades, puesto que reconoce lo conflictivo de su existencia,
recorriendo sin temor conscientemente, es decir, aprehendiendo, esta
polaridad, a fin de dominarla. Porque sabe que, más tarde o más
temprano, tendrá que aunar los opuestos que su yo ha creado. No se
arredra ante las necesarias decisiones, a pesar de que sabe que
siempre elegirá mal, pero se esfuerza en no quedarse inmovilizado en
ellas.
Los opuestos no se unifican por sí solos; para poder dominarlos,
tenemos que asumirlos activamente. Una vez nos hayamos impuesto de
ambos polos, podremos encontrar el punto intermedio y desde aquí
empezar la labor de unificación de los opuestos. El renunciamiento
al mundo y el ascetismo son las reacciones menos adecuadas para
alcanzar este objetivo. Al contrario, se necesita valor para
afrontar conscientemente y con audacia los desafíos de la vida. En
esta frase la palabra decisiva es: «conscientemente», porque
sólo la conciencia que nos permite observarnos a nosotros mismos en
todos nuestros actos puede impedir que nos extraviemos en la acción.
Importa menos qué hace la persona que cómo lo hace. La valoración «Bueno»
y «Malo» contempla siempre qué hace una persona. Nosotros
sustituimos esta contemplación por la pregunta de «cómo una
persona hace algo». ¿Actúa conscientemente? ¿Está involucrado su
ego? ¿Lo hace sin la implicación de su yo? Las respuestas a estas
preguntas indican si una persona se ata o se libera con sus actos.
Los mandamientos, las leyes y la moral no conducen al ser humano al
objetivo de la perfección. La obediencia es buena, pero no basta,
porque «también el diablo obedece». Los mandamientos y prohibiciones
externos están justificados hasta que el ser humano despierta al
conocimiento y puede asumir su responsabilidad. La prohibición de
jugar con cerillas está justificada respecto a los niños y resulta
superflua cuando los niños crecen. Cuando el ser humano encuentra su
propia ley en sí mismo ésta lo desvincula de todas las demás. La ley
más íntima de cada individuo es la obligación de encontrar y
realizar su verdadero centro, es decir, unificarse con todo lo que
es.
El instrumento de unificación de opuestos se llama amor. El
principio del amor es abrirse y recibir algo que hasta entonces
estaba fuera. El amor busca la unidad: el amor quiere unir, no
separar. El amor es la clave de la unificación de los opuestos,
porque el amor convierte el Tú y el Yo en Tú. El amor es una
afirmación sin limitaciones ni condiciones. El amor quiere ser uno
con todo el universo: mientras no hayamos conseguido esto, no
habremos realizado el amor. Si el amor selecciona no es verdadero
amor, porque el amor no separa y la selección separa. El amor no
conoce los celos, porque el amor no quiere poseer sino inundar.
El
símbolo de este amor que todo lo abarca es el amor con el que Dios
ama a los hombres. Aquí no encaja la idea de que Dios reparte su
amor proporcionalmente.