¿Cosas ya sabidas? Sí, pero, créase o no, en la más moderna ciudad
de la Tierra, durante una crisis que había dejado a cargo de la
ayuda oficial un veinte por ciento de la población, dos mil
quinientas personas dejaron sus casas y fueron presurosamente al
hotel en respuesta a ese anuncio.
Quienes respondieron fueron gentes de las capas económicas
superiores: jefes de empresas, patrones y profesionales.
Estos
hombres y estas mujeres habían acudido a oír el cañonazo inicial de
un curso ultramoderno y ultrapráctico sobre "Cómo hablar en forma
eficaz e influir sobre los hombres en los negocios". curso
organizado por el Instituto Dale Carnegie de Comunicación Eficaz y
Relaciones Humanas.
¿Por
qué acudieron esos dos mil quinientos hombres y mujeres de negocios?
¿Debido a una repentina ansia por educarse, a causa de la crisis?
Aparentemente no, porque ese mismo curso se venía dictando, ante
salas repletas, en Nueva York, todas las temporadas desde hacía
veinticuatro años. Durante ese lapso, más de quince mil hombres de
negocios y profesionales fueron preparados por Dale Carnegie. Y
hasta organizaciones tan grandes, tan escépticas y tan
conservadoras como la Westinghouse Electric & Manufacturing Company,
McGraw-Hill Publishing Company, Brooklyn Union Gas Company, la
Cámara de Comercio de Brooklyn, el Instituto de Ingenieros
Electricistas y la New York Telephone Company, han empleado a
Carnegie para instruir a sus miembros y sus directores en las
oficinas de las mismas entidades.
El
hecho de que estos hombres, diez o veinte años después de haber
salido de sus escuelas o colegios, acudan a recibir estas
enseñanzas, constituye un decisivo comentario con respecto a las
sorprendentes fallas de nuestro sistema educativo.
¿Qué
quieren estudiar los adultos? Se trata de una pregunta muy
importante; y con el fin de responderla, la Universidad de Chicago,
la Asociación para la Educación de Adultos y las Escuelas Unidas de
la Asociación Cristiana de Jóvenes efectuaron un estudio que duró
dos años.
Esa
indagación reveló que el interés primario de los adultos es la
salud. Reveló también que en segundo término está el interés por
lograr habilidad en el trato con los demás; los adultos quieren
aprender la técnica de llevarse bien e influir sobre las personas.
No quieren ser oradores públicos; y no quieren escuchar palabras
rimbombantes sobre psicología: quieren indicaciones que les sea
posible emplear inmediatamente en los negocios, en los contactos
sociales y en el hogar.
-¿De
modo que era eso lo que querían estudiar los adultos?
-Muy
bien -dijeron quienes hacían la indagación-. Espléndido. Si quieren
eso, los haremos estudiar.
A la
busca de un texto, descubrieron que jamás se había escrito un
manual para ayudar a la gente a resolver sus diarios problemas de
las relaciones humanas.
¡Bonito estado de cosas! Durante centenares de años se habían
escrito eruditos volúmenes sobre griego y latín y matemáticas
superiores, temas que no interesan un pepino al adulto común. Pero
en cuanto al único tema que despierta su sed de conocimiento, que
reclama guía y ayuda: ¡nada!
Esto
explica la presencia de dos mil quinientos adultos en el gran salón
de baile del Hotel Pennsylvania en respuesta a un anuncio
periodístico. Pues allí, aparentemente, tenían por fin lo que
buscaban con tanto afán.
En
los lejanos tiempos de la escuela o del colegio habían leído y
releído libro tras libro, con la idea de que sólo el conocimiento
era el "ábrete sésamo" para obtener recompensas financieras y
profesionales.
Pero
unos pocos años en la brega de los negocios y la vida profesional
les causaron aguda decepción. Vieron que algunos de los mayores
triunfos correspondían, en la vida de los negocios, a hombres que
además de sus conocimientos poseían la capacidad de hablar bien, de
conquistar gentes a su manera de pensar, y de "vender" sus
personalidades y sus ideas.
Pronto descubrieron que si se quiere ser capitán y dirigir la nave
de los negocios, la personalidad y la facilidad de palabra son más
importantes que el conocimiento de los verbos latinos o un diploma
de Harvard.
El
anuncio aparecido en
The
New York
Sun
prometía que la reunión en el Hotel Pennsylvania sería sumamente
entretenida. Lo fue.
Dieciocho personas que habían seguido el curso fueron presentadas
ante el altoparlante, y a quince de ellas se les dio precisamente
setenta y cinco segundos para que narraran sus experiencias. Sólo
setenta y cinco segundos de elocución; luego caía el martillo y el
presidente gritaba: ¡Tiempo! ¡El siguiente orador!
La
función tuvo la velocidad de un rebaño de búfalos disparado por la
llanura. Los espectadores permanecieron allí una hora y media.
Los
oradores eran una muestra cabal de la vida de los negocios en los
Estados Unidos: el director de una cadena de tiendas; un panadero;
el presidente de una asociación comercial; dos banqueros; un
vendedor de camiones; un vendedor de productos químicos; un
corredor de seguros; el secretario de una asociación de fabricantes
de ladrillos; un contador; un dentista; un arquitecto; un vendedor
de whisky; un farmacéutico que había llegado de Indianápolis a Nueva
York para seguir el curso; un abogado venido de La Habana para
prepararse con el fin de pronunciar un importante discurso de tres
minutos. El primer orador tenía el gaélico nombre de Patrick J.
O'Haire. Nacido en Irlanda, asistió a la escuela durante cuatro
años, emigró a los Estados Unidos, trabajó como mecánico y después
como chofer.
A los
cuarenta años de edad, en aumento su familia, necesitaba más dinero;
por ese motivo trató de vender camiones automóviles. Afectado por un
complejo de inferioridad que, según sus palabras, le carcomía el
corazón, tenía que pasar y volver a pasar frente a una oficina
media docena de veces hasta adquirir el valor suficiente para abrir
la puerta. Tan desalentado estaba por su actuación como vendedor,
que ya pensaba volver a trabajar con sus manos en un taller
mecánico, cuando un día recibió una carta en que se le invitaba a un
mitin de organización del Curso Dale Carnegie© sobre
comunicación eficaz.
No
quería ir. Temía verse fuera de su medio, encontrarse con una
cantidad de profesionales.
Su
esposa, afligida, insistió en que fuera.
-Quizá te dé resultado, Pat -dijo-. Dios sabe que lo necesitas.
Fue,
pues, al lugar donde se debía realizar la reunión, y durante cinco
minutos estuvo en la acera, antes de poder reunir la suficiente
confianza en sí mismo para entrar.
Las
primeras veces que quiso hablar se mareaba de temor. Pero al pasar
las semanas perdió todo temor a los oyentes y pronto descubrió que
le gustaba hablar, y cuanto mayor público, tanto mejor. Y perdió
también el temor a
los
individuos. Perdió el temor a sus propios clientes. Sus ingresos
aumentaron enormemente. Hoy es uno de los mejores vendedores de la
ciudad. Aquella noche
en el Hotel Pennsylvania, Patrick O'Haire se presentó ante dos mil
quinientas personas y narró una alegre, risueña relación de sus
realizaciones. Ola tras ola de risas sacudió al auditorio. Pocos
oradores profesionales habrían igualado su actuación.
El
siguiente orador, Godfrey Meyer, era un canoso banquero, padre de
siete niños. La primera vez que intentó hablar enmudeció,
literalmente, de pánico. Su mente se rehusaba a funcionar. Su
historia es claro ejemplo de cómo la dirección de las cosas va a
manos de los hombres que saben hablar.
Meyer
trabajaba en Wall Street y desde hace veinticinco años vive en
Clifton, Nueva jersey. Durante ese lapso no tomó parte activa en los
asuntos de la comunidad y conoció, a lo sumo, a unas quinientas
personas.
Poco
después de inscribirse en el Curso Carnegie® recibió su
cuenta de impuestos y se enfureció al. ver tasas que consideraba
injustas. Ordinariamente se hubiese contentado con quedarse en casa
y pasar allí su ira, o ir a comentar la injusticia con sus vecinos.
Pero en esta ocasión se puso el sombrero, fue a un mitin ciudadano y
dio cauce a su ira en público.
A
raíz de esa elocuente muestra de indignación, los ciudadanos de
Clifton lo instaron a presentar su candidatura a concejal
municipal. Durante varias semanas fue Meyer de un mitin a otro,
censurando los excesivos gastos municipales.
Había
noventa y seis candidatos. Cuando se contaron los votos, el nombre
de Godfrey Meyer era el que estaba a la cabeza. Casi de la noche a
la mañana se había convertido en una figura pública entre las
cuarenta mil personas de la comunidad. Fruto de sus discursos y sus
conversaciones: conquistó en seis semanas ochenta veces más amigos
que en los veinticinco años anteriores.
Y su
salario como concejal significaba un rendimiento de mil por ciento
anual con relación a su inversión en el Curso Dale Carnegie®
El
tercer orador, jefe de una gran asociación nacional de fabricantes
de productos alimenticios, narró que en las reuniones del directorio
había sido incapaz de expresar sus ideas.
Como
consecuencia de su aprendizaje ocurrieron dos cosas asombrosas. Muy
pronto fue elegido presidente de
su
asociación y, en tal carácter, se
vio obligado a dirigir la palabra en reuniones efectuadas en todo el
país. Los cables de la Associated Press transmitieron extractos de
sus discursos, que fueron publicados en diarios y en revistas del
ramo de la nación entera.
En
dos años, después de haber aprendido a hablar, recibió más
publicidad gratuita para su compañía y sus productos que la que
había podido obtener anteriormente a costa de doscientos cincuenta
mil dólares de anuncios directos. Este orador admitió que con
anterioridad hasta vacilaba antes de hablar por teléfono con algún
jefe de empresa de Manhattan e invitarlo a almorzar con él. Pero
como resultado del prestigio logrado mediante sus discursos, esos
mismos jefes de empresa eran quienes le hablaban ahora, lo invitaban
a almorzar y le pedían disculpas por molestarlo.
La
capacidad de hablar bien es el camino más breve hacia la distinción.
Ella es la que destaca a una persona, la hace sobresalir entre la
multitud. Y el hombre que puede hablar en forma aceptable es
considerado dueño de cualidades ajenas a las que posee en realidad.
Predomina hoy en los Estados Unidos un movimiento en favor de la
educación de los adultos; y la fuerza más espectacular en ese
movimiento es Dale Carnegie® un hombre que ha escuchado y criticado
más discursos y conversaciones de adultos que cualquier otro hombre
en cautividad. Según un reciente dibujo de Ripley en "Créase o no".
ha hecho la crítica de 150.000 discursos. Si esta cifra no
impresiona al lector, recuerde que significa un discurso por cada
día transcurrido desde que Colón descubrió América. O, en otras
palabras, si todas las personas que han hablado ante Carnegie sólo
hubiesen empleado tres minutos cada una y se hubieran presentado
ante él en orden sucesivo, se necesitaría un año entero para
escuchar a todas, sin descansar un minuto de la noche o del día.
La
misma carrera de Dale Carnegie, llena de grandes contrastes, es un
notable ejemplo de lo que puede realizar un hombre cuando siente
obsesión por una idea original y le enciende el entusiasmo.
Nacido en una granja de Missouri, a diez millas de un ferrocarril,
no vio un tranvía hasta que tuvo doce años; pero hoy, a los 46, está
familiarizado con todos los extremos de la Tierra, desde Hong Kong
hasta Hammerfest; y en una ocasión estuvo más cerca del Polo Norte
que lo que el cuartel general del almirante Byrd, en Pequeña
América, estuvo jamás del Polo Sur.
Este
mozo de Missouri, que solía recoger fresas y cortar cizaña a razón
dé cinco centavos la hora, percibe ahora un dólar por minuto por
adiestrar en el arte de la autoexpresión a los dirigentes de grandes
empresas.
Este
vaquero de otrora, que arreaba ganado y marcaba terneros en el
oeste de Dakota del Sur, fue más tarde a Londres y organizó
funciones teatrales bajo el patrocinio de la familia real.
Este
hombre, que fue un fracasado la primera docena de veces que trató de
hablar en público, se convirtió después en mi gerente general. Gran
parte de mis triunfos se han debido al. aprendizaje que realicé a
las órdenes de Dale Carnegie.
El
joven Carnegie tuvo que luchar por conseguir una educación, porque
la mala suerte golpeaba sin cesar a las puertas de la vieja granja
en el noroeste de Missouri. Año tras año el Río 102 se salía de
cauce y ahogaba el maíz y se llevaba el heno. Una vez tras otra, los
cerdos ya engordados enfermaban y morían de cólera, desaparecía el
mercado para las vacas y las mulas, y el banco amenazaba con
ejecutar la hipoteca.
Enferma de desaliento, la familia vendió la granja y compró otra,
cerca del Colegio de Maestros del Estado, en Warrensburg, Missouri.
Podía conseguirse alojamiento y comida en la ciudad a razón de un
dólar por día; pero Carnegie no tenía ese dinero. Por eso vivía en
la granja e iba a caballo al colegio, en un viaje de una legua todos
los días. En la granja ordeñaba las vacas, cortaba leña, alimentaba
los cerdos, y estudiaba sus verbos latinos a la luz de una lámpara
primitiva hasta que se le nublaban los ojos y comenzaba a cabecear.
Y al
irse a la cama, a medianoche, ponía el despertador para las tres de
la madrugada. Su padre criaba cerdos Duroc Jersey de pura raza, y
durante las noches más frías había peligro de que los lechones
murieran helados. Para impedirlo se los colocaba en un cesto,
cubierto por una arpillera, y se los dejaba junto a la cocina. Los
lechones exigían alimento a las tres de la mañana. Cuando sonaba
el despertador, Dale Carnegie dejaba el abrigo de su cama, tomaba el
cesto y llevaba los lechones hasta las madres; esperaba a que
mamaran y los llevaba de vuelta a la tibieza de la cocina.
Había
seiscientos estudiantes en el Colegio de Maestros del Estado; y
Dale Carnegie formaba parte de un aislado grupo de media docena de
niños que no tenían dinero para vivir en la ciudad. Estaba
avergonzado de la pobreza que le hacía necesario volver a la granja,
a ordeñar vacas, todas las noches. Le avergonzaba su ropa
-pantalones demasiado cortos, chaqueta demasiado ajustada. A medida
que se desarrollaba rápidamente su complejo de inferioridad, buscaba
algún camino para distinguirse. Bien pronto vio que en el colegio
había ciertos estudiantes que gozaban de influencia y prestigio:
los jugadores de fútbol y béisbol y los que triunfaban en torneos
de oratoria y de debates.
Como
comprendió que no tenía facilidad para el deporte, decidió ganar
uno de los torneos de oratoria. Tardó meses en prepararse para ello.
Practicaba mientras galopaba a caballo de su casa al colegio y del
colegio a su casa; practicaba discursos mientras ordeñaba las vacas;
y después subía a un fardo de heno en el granero y con gran
entusiasmo y muchos gestos arengaba a las asustadas palomas acerca
de la necesidad de contener la inmigración japonesa.
Mas,
a pesar de todo este entusiasmo y de tantos preparativos, fue
derrotado una vez tras otra. Tenía entonces 18 años: era sensitivo
y orgulloso. Tanto se desalentó, quedó tan deprimido, que hasta
pensó suicidarse. Y de pronto comenzó a triunfar, no solamente en un
torneo, sino en todos los torneos de oratoria. del colegio.
Otros
estudiantes le rogaron que los preparara; y también ellos
triunfaron.
Terminados ya sus estudios, empezó a vender cursos por
correspondencia a los rancheros del oeste de Nebraska y del este de
Wyoming.
A
pesar de su energía y su entusiasmo sin límites, no pudo prosperar.
Llegó a tal punto su decepción, que fue a su cuarto en un hotel de
Alliance, Nebraska, en pleno día, se arrojó sobre la cama y lloró
desesperado. Ansiaba volver al colegio, anhelaba retirarse de la
dura batalla de la vida; pero no podía. Decidió entonces ir a Omaha
y conseguirse otro empleo. No tenía dinero para el pasaje
ferroviario, y por ello viajó en un tren de carga, dando agua
y
forraje a dos vagones de caballos
a cambio de su pasaje. Llegado al sur de Omaha, consiguió un empleo
de vendedor de tocino, jamón y cecina para Armour y Cía. Le
asignaron un territorio difícil, entre las Tierras Malas y las zonas
de indios y de hacendados en el oeste de Dakota del Sur. Recorría el
territorio en trenes de carga y en diligencias y a caballo, y dormía
en hoteles primitivos donde la única separación entre las
habitaciones era un tabique de lona. Estudió libros para viajantes
de comercio, montó potros, jugó al póquer con hombres rudos, y
aprendió a cobrar las cuentas. Cuando algún tendero no le podía
pagar en efectivo el tocino y los jamones que había pedido, Dale
Carnegie retiraba de los estantes una docena de pares de zapatos,
los vendía a los empleados ferroviarios y entregaba el producto a la
Armour y Cía.
A
menudo tenía que viajar en tren de carga ciento cincuenta kilómetros
por día. Cuando el tren se detenía para descargar mercancías,
Carnegie corría al centro de la población, veía a tres o cuatro
comerciantes, recibía sus pedidos; y cuando sonaba el silbato de la
locomotora corría calle abajo otra vez y subía al tren ya en
movimiento.
En
menos de dos años convirtió a un territorio improductivo, que
estaba en el vigesimoquinto lugar de la lista, en el primero de
todos los 29 que dependían de la central de Omaha. Armour y Cía
ofreció ascenderlo, diciéndole: "Usted ha conseguido lo que parecía
imposible”: Pero rechazó el aumento y renunció. Sí, renunció, fue a
Nueva York, estudió en la Academia de Artes Dramáticas y recorrió
el país haciendo el papel de Dr. Hartley en Polly
la
del Circo.
Jamás
sería un Booth o un Barrymore. Tuvo sentido común para reconocerlo.
De modo que volvió a trabajar como vendedor, esta vez de camiones
automóviles, para la Packard Motor Car Company.
Nada
sabía de mecánica, y nada le importaba de motores. Terriblemente
desgraciado, tenía que hostigarse todos los días para ir a trabajar.
Anhelaba tener tiempo para estudiar, para escribir los libros que
allí, en el colegio, había deseado escribir. Por eso renunció otra
vez. Iba a pasar su tiempo escribiendo cuentos y novelas, de día, y
a ganarse el sustento como maestro en alguna escuela nocturna.
¿Maestro de qué? Al recapacitar y valorar su actuación en el
colegio advirtió que su adiestramiento para hablar en público le
había dado más confianza, valor, soltura y capacidad para conversar
y tratar con la gente de negocios, que todo el resto de las
asignaturas estudiadas. Por este motivo instó a las escuelas de la
Asociación Cristiana de jóvenes en Nueva York a que le dieran una
oportunidad para organizar cursos sobre oratoria para hombres de
negocios.
¿Qué?
¿Convertir a los hombres de negocios en oradores? Absurdo. Ya lo
sabían. Habían hecho la prueba con estos recursos, y siempre
fracasaba.
Cuando se negaron a pagarle el sueldo de dos dólares por noche que
pedía Carnegie, éste convino en enseñar a comisión, y percibir un
porcentaje de los beneficios netos, si es que se hacían beneficios.
Y en menos de tres años le pagaban treinta dólares por noche, sobre
esta base, en lugar de dos.
El
curso fue creciendo. Otras ramas de la Asociación oyeron hablar del
caso; después la voz se pasó a otras ciudades. Dale Carnegie se
convirtió bien pronto en un famoso profesor ambulante que cubría
Nueva York, Filadelfia, Baltimore, y más adelante Londres y París.
Todos los textos eran demasiado académicos y poco prácticos para los
hombres de negocios que acudían a sus cursos. Intrépido como
siempre, se sentó a escribir uno que tituló “Cómo
hablar bien en público e influir en los hombres de negocios”.
Este libro es ahora el texto oficial
de
todas las escuelas de la Asociación Cristiana de jóvenes, así como
de la Asociación de Banqueros y de la Asociación Nacional de Hombres
de Crédito.
Dale
Carnegie sostiene que cualquier hombre puede hablar cuando se enoja.
Dice que si se derriba de un puñetazo en la mandíbula al hombre más
ignorante de la ciudad, se lo verá ponerse de pie y hablar con una
elocuencia, un calor y un vigor que rivalizarán con los mejores
esfuerzos de William Jennings Bryan en sus días famosos. Sostiene
Carnegie que casi todas las personas pueden hablar pasablemente en
público si tienen confianza en sí mismos y hay una idea que hierve
en su interior.
La
forma de lograr confianza en sí mismo, añade, es hacer lo que se
teme hacer, y reunir en este sentido una historia de experiencias
felices. Por eso obliga a cada alumno a hablar en todas las clases
del curso. El auditorio está lleno de simpatía por el orador. Todos
están en el mismo aprieto; y mediante una práctica constante todos
logran la confianza, el valor y el entusiasmo que han de hacer valer
cuando hablen en privado.
Dale
Carnegie dice que se ha ganado la vida en estos años, pero no como
profesor de oratoria pública: esto ha sido un incidente.
Dice
que
su tarea principal ha consistido en ayudar a los hombres a dominar
sus temores y a desarrollar su seguridad y su coraje.
Al
principio empezó solamente con un curso de oratoria pública, pero
los estudiantes que lo seguían eran hombres de negocios. Muchos de
ellos no habían entrado en una aula durante treinta años. Muchos
pagaban esa enseñanza por cuotas. Querían resultados, y los querían
rápidos: resultados que pudiesen utilizar al día siguiente en sus
entrevistas comerciales y al hablar ante grupos de hombres de
negocios.
Por
esa razón Carnegie se vio obligado a ser veloz y práctico. De ello
ha surgido su sistema de enseñanza, que es único: una notable
combinación de oratoria en público, de capacidad como vendedor, de
relaciones humanas y de psicología aplicada.
Como
no
es un
esclavo de ninguna regla inflexible, ha logrado presentar un curso
que es tan eficaz como la viruela, y mucho
más
divertido.
Cuando terminan las clases, los alumnos forman clubes y continúan
reuniéndose en ellos cada quince días, durante muchos años. Un grupo
de diecinueve hombres de Filadelfia se ha venido reuniendo dos veces
por mes durante la época invernal desde hace diecisiete años. Hay
muchos hombres que viajan ochenta o cien kilómetros en automóvil
para asistir a las clases de Carnegie. Un estudiante solía hacer
todas las semanas, con ese fin, el viaje de Chicago a Nueva York.
El
profesor William James, de la Universidad de Harvard, solía decir
que la persona común sólo desarrolla el diez por ciento de su
capacidad mental latente. Dale Carnegie, al ayudar a los hombres y
las mujeres de negocios a desarrollar sus posibilidades latentes,
ha creado uno de los movimientos más significativos en la historia
de la educación de los adultos
LOWELL THOMAS 1936
CURSOS DALE CARNEGIE
CURSO
DALE CARNEGIE® DE COMUNICACION EFICAZ Y RELACIONES
HUMANAS
Probablemente es el programa más popular que se ha ofrecido con el
objeto de fomentar una mejor relación entre las personas. Este curso
está diseñado para ayudar a desarrollar una mayor seguridad
personal, habilidad para llevarse mejor con otros dentro de la misma
familia y en relaciones tanto sociales como de trabajo, incrementar
la capacidad de comunicación de ideas, desarrollar en la persona
una actitud positiva, aumentar el entusiasmo, reducir la tensión, la
angustia y disfrutar de una vida más rica y plena.
No
solamente miles de personas se inscriben en este curso cada año,
sino que es utilizado por empresas, agencias gubernamentales y
otras organizaciones para ayudar al desarrollo del potencial de su
gente.
CURSO
DE VENTAS DALE CARNEGIE®
Este
programa, altamente participativo, está diseñado para ayudar a las
personas que actualmente están dedicadas a
las
ventas o a la administración de ventas a que sean aun más
profesionales y tengan mayor éxito en sus carreras.
Este
curso abarca el vital y poco reconocido pero muy esencial elemento
de la motivación del cliente y su aplicación a cualquier producto o
servicio que se venda. Los participantes de este curso experimentan
situaciones similares a las que se les presentan cada día en sus
actividades y aprenden a utilizar métodos de venta motivacional
para que de esta manera el porcentaje de cierres de venta sea aun
mayor.
SEMINARIO DE DIRECCIÓN DALE CARNEGIE®
Este
programa enfoca los principios de Relaciones Humanas de Dale
Carnegie y los aplica al mundo de los negocios.
Subraya la importancia de los resultados equilibrados alcanzados
con el desarrollo del potencial humano, para asegurar así un
crecimiento tanto en la empresa como en los beneficios a largo
plazo.
Los
directivos participantes diseñan las descripciones de sus cargos
orientados hacia los resultados y aprenden a estimular la
creatividad de su gente, motivar, delegar y comunicar, así como
resolver problemas y tomar decisiones de una manera sistemática. La
aplicación de estos principios en el trabajo diario del directivo es
enfatizada.