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CÓMO GANAR AMIGOS E INFLUIR SOBRE  LAS PERSONAS

Cuarta  Parte

Sea un líder: cómo cambiar a los demás sin ofenderlos ni despertar resentimientos

Capitulo 3

HABLE PRIMERO DE SUS PROPIOS ERRORES

DALE CARNEGIE

 

Capitulo 3

HABLE PRIMERO DE SUS PROPIOS ERRORES

Mi sobrina, Josephine Carnegie, había venido a Nueva York para trabajar como secretaria mía. Tenía 19 años, se había recibido tres años antes en la escuela se­cundaria, y su experiencia de trabajo era apenas superior a cero. Hoy es una de las más perfectas secretarias del mundo; pero en los comienzos era... bueno, susceptible de mejorar. Un día en que empecé a criticarla, refle­xioné:

 
   

"Un minuto, Dale Carnegie; espera un minuto. Eres dos veces mayor que Josephine. Has tenido diez mil veces más experiencia que ella en estas cosas. ¿Cómo puedes esperar que ella tenga tus puntos de vista, tu juicio, tu iniciativa, aunque sean mediocres? Y, otro minuto, Dale; ¿qué hacías tú a los 19 años? ¿No recuerdas los errores de borrico, los disparates de tonto que hacías? ¿No recuerdas cuando hiciste esto... y aque­llo...?"

Después de pensar un momento, honesta e imparcial­mente llegué a la conclusión de que el comportamiento de Josephine a los diecinueve años era mejor que el mío a la misma edad, y lamento confesar que con ello no ha­cía un gran elogio a Josephine.  

Desde entonces, cada vez que quería señalar un error a Josephine, solía comenzar diciendo: "Has cometido un error, Josephine, pero bien sabe Dios que no es peor que muchos de los que he hecho. No has nacido con jui­cio, como pasa con todos. El juicio llega con la experien­cia, y eres mejor de lo que era yo a tu edad. Yo he cometido tantas barrabasadas que me siento muy poco in­clinado a censurarte. Pero, ¿no te parece que habría sido mejor hacer esto de tal o cual manera?"

No es tan difícil escuchar una relación de los defectos propios si el que la hace empieza admitiendo humilde­mente que también él está lejos de la perfección.

E. G. Dillistone, un ingeniero de Brandon, Manitoba, Canadá, tenía problemas con su nueva secretaria. Las cartas que le dictaba llegaban a su escritorio para ser fir­madas con dos o tres errores de ortografía por página. El señor Dillistone nos contó cómo manejó el problema:

-Como muchos ingenieros, no me he destacado por la excelencia de mi redacción u ortografía. Durante años he usado una pequeña libreta alfabetizada donde anotaba el modo correcto de escribir ciertas palabras. Cuando se hizo evidente que el mero hecho de señalarle a mi secretaria sus errores no la haría consultar más el diccionario, decidí proceder de otro modo. En la próxi­ma carta donde vi errores, fui a su escritorio y le dije:

"-No sé por qué, pero esta palabra no me parece bien escrita. Es una de esas palabras con las que siempre he tenido problemas. Es por eso que confeccioné este pe­queño diccionario casero. -Abrí la libreta en la página correspondiente.- Sí, aquí está cómo se escribe. Yo ten­go mucho cuidado con la ortografía, porque la gente nos juzga por lo que escribimos, y un error de ortografía puede hacernos parecer menos profesionales.

"No sé si habrá copiado mi sistema, pero desde esa conversación la frecuencia de sus errores ortográflcos ha disminuido significativamente."

El culto príncipe Bernhard von Bülow aprendió la gran necesidad de proceder así, allá por 1909. Von Bülow era entonces canciller imperial de Alemania, y el trono estaba ocupado por Guillermo II, Guillermo el altanero, Guillermo el arrogante, Guillermo el último de los Káiseres de Alemania, empeñado en construir una flota y un ejército que, se envanecía él, serían superiores a todos. Pero ocurrió una cosa asombrosa. El Káiser pronunciaba frases, frases increíbles que conmovían al continente y daban origen a una serie de explosiones cu­yos estampidos se oían en el mundo entero. Lo que es peor, el Káiser hacía estos anuncios tontos, egotistas, absurdos, en público; los hizo siendo huésped de Ingla­terra, y dio su permiso real para que se los publicara en el diario Daily Telegraph. Por ejemplo, declaró que era el único alemán que tenía simpatía por los ingleses; que estaba construyendo una flota contra la amenaza del Japón; que él, y sólo él, había salvado a Inglaterra de ser humillada en el polvo por Rusia y Francia; que su plan de campaña había permitido a Lord Roberts vencer a los Bóers en Africa del Sur; y así por el estilo.

En cien años, ningún rey europeo había pronunciado palabras tan asombrosas. El continente entero zumbaba con la furia de un nido de avispas. Inglaterra estaba fu­riosa. Los estadistas alemanes, asustados. Y en medio de esta consternación, el Káiser se asustó también y sugirió al príncipe von Bülow, el canciller imperial, que asu­miera la culpa. Sí, quería que von Bülow anunciara que la responsabilidad era suya, que él había aconsejado al monarca decir tantas cosas increíbles.

-Pero Majestad -protestó von Bülow-, me parece imposible que una sola persona, en Alemania o Inglate­rra, me crea capaz de aconsejar a Vuestra Majestad que diga tales cosas.

En cuanto hubo pronunciado estas palabras compren­dió que había cometido un grave error. El Káiser se enfureció.

-¡Me considera usted un borrico -gritó- capaz de hacer disparates que usted no habría cometido jamás! Von Bülow sabía que debió elogiar antes de criticar; pero como ya era tarde, hizo lo único que le quedaba, por remediar su error. Elogió después de haber criticado. Y obtuvo resultados milagrosos, como sucede tan a me­nudo.

-Lejos estoy de pensar eso -respondió respetuosa­mente-. Vuestra Majestad me supera en muchas cosas; no sólo, claro está, en conocimientos navales y milita­res, sino sobre todo en las ciencias naturales. A menudo he escuchado lleno de admiración cuando Vuestra Ma­jestad explicaba el barómetro, la telegrafía o los rayos Röntgen. Me avergüenzo de mi ignorancia en todas las ramas de las ciencias naturales, no tengo una noción siquiera de la química o la física, y soy del todo incapaz de explicar el más sencillo de los fenómenos naturales. Pero, como compensación, poseo ciertos conocimientos históricos, y quizás ciertas cualidades que son útiles en la política, especialmente la diplomacia.

Sonrió encantado el Káiser. Von Bülow lo había elo­giado. Von Bülow lo había exaltado y se había humilla­do. El Káiser podía perdonar cualquier cosa después de eso.

-¿No he dicho siempre -exclamó con entusiasmo­ que nos complementamos espléndidamente? Debemos actuar siempre juntos, y así lo haremos.

Estrechó la mano a von Bülow, no una sino varias veces. Y ese mismo día estaba tan entusiasmado, que exclamó con los puños apretados:

-Si alguien me habla mal del príncipe von Bülow, le aplastaré la nariz de un puñetazo.

Von Bülow se salvó a tiempo pero, a pesar de ser un astuto diplomático, cometió un error; debió empezar ha­blando de sus defectos y de la superioridad de Guiller­mo, y no dando a entender que el Kaiser era un imbécil que necesitaba un alienista.

Si unas pocas frases para elogiar al prójimo y humillarse uno pueden convertir a un Káiser altanero e insul­tado en un firme amigo, imaginemos lo que podemos conseguir con la humildad y los elogios en nuestros dia­rios contactos. Si se los utiliza con destreza, darán resul­tados verdaderamente milagrosos en las relaciones hu­manas.

Admitir los propios errores, aun cuando uno no los haya corregido, puede ayudar a convencer al otro de la conveniencia de cambiar su conducta. Esto lo ejempli­ficó Clarence Zerhusen, de Timonium, Maryland, cuando descubrió que su hijo de quince años estaba ex­perimentando con cigarrillos.

-Naturalmente, no quería que David empezara a fu­mar -nos dijo el señor Zerhusen-, pero su madre y yo fumábamos; le estábamos dando constantemente un mal ejemplo. Le expliqué a David cómo empecé a fumar yo más o menos a su edad, y cómo la nicotina se había apoderado de mí y me había hecho imposible abando­narla. Le recordé lo irritante que era mi tos, y cómo él mismo había insistido para que yo abandonara el ciga­rrillo, pocos años antes.

"No lo exhorté a dejar de fumar ni lo amenacé o le advertí sobre los peligros. Todo lo que hice fue contarle cómo me había enviciado con el cigarrillo, y lo que ha­bía significado para mí.

"El muchacho lo pensó, y decidió que no fumaría hasta terminar la secundaria. Pasaron los años y David nunca empezó a fumar, y ya no lo hará nunca.

"Como resultado de esa misma conversación, yo tomé la decisión de dejar de fumar, y con el apoyo de mi familia lo he logrado."

Un buen líder sigue esta regla:

REGLA

Hable de sus propios errores antes de criticar los de los demás.

 

 
 
 
 

 
 

 
         
         
       
       
       
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