Desde
entonces, cada vez que quería señalar un error a Josephine, solía
comenzar diciendo: "Has cometido un error, Josephine, pero bien sabe
Dios que no es peor que muchos de los que he hecho. No has nacido
con juicio, como pasa con todos. El juicio llega con la
experiencia, y eres mejor de lo que era yo a tu edad. Yo he
cometido tantas barrabasadas que me siento muy poco inclinado a
censurarte. Pero, ¿no te parece que habría sido mejor hacer esto de
tal o cual manera?"
No es
tan difícil escuchar una relación de los defectos propios si el que
la hace empieza admitiendo humildemente que también él está lejos
de la
perfección.
E. G.
Dillistone, un ingeniero de Brandon, Manitoba, Canadá, tenía
problemas con su nueva secretaria. Las cartas que le dictaba
llegaban a su escritorio para ser firmadas con dos o tres errores
de ortografía por página. El señor Dillistone nos contó cómo manejó
el problema:
-Como
muchos ingenieros, no me he destacado por la excelencia de mi
redacción u ortografía. Durante años he usado una pequeña libreta
alfabetizada donde anotaba el modo correcto de escribir ciertas
palabras. Cuando se hizo evidente que el mero hecho de señalarle a
mi secretaria sus errores no la haría consultar más el diccionario,
decidí proceder de otro modo. En la próxima carta donde vi errores,
fui a su escritorio y le dije:
"-No
sé por qué, pero esta palabra no me parece bien escrita. Es una de
esas palabras con las que siempre he tenido problemas. Es por eso
que confeccioné este pequeño diccionario casero. -Abrí la libreta
en la página correspondiente.- Sí, aquí está cómo se escribe. Yo
tengo mucho cuidado con la ortografía, porque la gente nos juzga
por lo que escribimos, y un error de ortografía puede hacernos
parecer menos profesionales.
"No
sé si habrá copiado mi sistema, pero desde esa conversación la
frecuencia de sus errores ortográflcos ha disminuido
significativamente."
El
culto príncipe Bernhard von Bülow aprendió la gran necesidad de
proceder así, allá por 1909. Von Bülow era entonces canciller
imperial de Alemania, y el trono estaba ocupado por Guillermo II,
Guillermo el altanero, Guillermo el arrogante, Guillermo el último
de los Káiseres de Alemania, empeñado en construir una flota y un
ejército que, se envanecía él, serían superiores a todos. Pero
ocurrió una cosa asombrosa. El Káiser pronunciaba frases, frases
increíbles que conmovían al continente y daban origen a una serie de
explosiones cuyos estampidos se oían en el mundo entero. Lo que es
peor, el Káiser hacía estos anuncios tontos, egotistas, absurdos, en
público; los hizo siendo huésped de Inglaterra, y dio su permiso
real para que se los publicara en el diario
Daily Telegraph.
Por ejemplo, declaró que era el único alemán que tenía simpatía por
los ingleses; que estaba construyendo una flota contra la amenaza
del Japón; que él, y sólo él, había salvado a Inglaterra de ser
humillada en el polvo por Rusia y Francia; que su plan de campaña
había permitido a Lord Roberts vencer a los Bóers en Africa del Sur;
y así por el estilo.
En
cien años, ningún rey europeo había pronunciado palabras tan
asombrosas. El continente entero zumbaba con la furia de un nido de
avispas. Inglaterra estaba furiosa. Los estadistas alemanes,
asustados. Y en medio de esta consternación, el Káiser se asustó
también y sugirió al príncipe von Bülow, el canciller imperial, que
asumiera la culpa. Sí, quería que von Bülow anunciara que la
responsabilidad era suya, que él había aconsejado al monarca decir
tantas cosas increíbles.
-Pero
Majestad -protestó von Bülow-, me parece imposible que una sola
persona, en Alemania o Inglaterra, me crea capaz de aconsejar a
Vuestra Majestad que diga tales cosas.
En
cuanto hubo pronunciado estas palabras comprendió que había
cometido un grave error. El Káiser se enfureció.
-¡Me
considera usted un borrico -gritó- capaz de hacer disparates que
usted no habría cometido jamás! Von Bülow sabía que debió elogiar
antes de criticar; pero como ya era tarde, hizo lo único que le
quedaba, por remediar su error. Elogió después de haber criticado. Y
obtuvo resultados milagrosos, como sucede tan a menudo.
-Lejos estoy de pensar eso -respondió respetuosamente-. Vuestra
Majestad me supera en muchas cosas; no sólo, claro está, en
conocimientos navales y militares, sino sobre todo en las ciencias
naturales. A menudo he escuchado lleno de admiración cuando Vuestra
Majestad explicaba el barómetro, la telegrafía o los rayos Röntgen.
Me avergüenzo de mi ignorancia en todas las ramas de las ciencias
naturales, no tengo una noción siquiera de la química o la física, y
soy del todo incapaz de explicar el
más
sencillo de los fenómenos
naturales. Pero, como compensación, poseo ciertos conocimientos
históricos, y quizás ciertas cualidades que son útiles en la
política, especialmente la diplomacia.
Sonrió encantado el Káiser. Von Bülow lo había elogiado. Von Bülow
lo había exaltado y se había humillado. El Káiser podía perdonar
cualquier cosa después de eso.
-¿No
he dicho siempre -exclamó con entusiasmo que nos complementamos
espléndidamente? Debemos actuar siempre juntos, y así lo haremos.
Estrechó la mano a von Bülow, no una sino varias veces. Y ese mismo
día estaba tan entusiasmado, que exclamó con los puños apretados:
-Si
alguien me habla mal del príncipe von Bülow, le aplastaré la nariz
de un puñetazo.
Von
Bülow se salvó a tiempo pero, a pesar de ser un astuto diplomático,
cometió un error; debió empezar hablando de sus defectos y de la
superioridad de Guillermo, y no dando a entender que el Kaiser era
un imbécil que necesitaba un alienista.
Si
unas pocas frases para elogiar al prójimo y
humillarse
uno pueden convertir a un Káiser altanero e insultado en un firme
amigo, imaginemos lo que podemos conseguir con la humildad y los
elogios en nuestros diarios contactos. Si se los utiliza con
destreza, darán resultados verdaderamente milagrosos en las
relaciones humanas.
Admitir los propios errores, aun cuando uno no los haya corregido,
puede ayudar a convencer al otro de la conveniencia de cambiar su
conducta. Esto lo ejemplificó Clarence Zerhusen, de Timonium,
Maryland, cuando descubrió que su hijo de quince años estaba
experimentando con cigarrillos.
-Naturalmente, no quería que David empezara a fumar -nos dijo el
señor Zerhusen-, pero su madre y yo fumábamos; le estábamos dando
constantemente un mal ejemplo. Le expliqué a David cómo empecé a
fumar yo más o menos a su edad, y cómo la nicotina se había
apoderado de mí y me había hecho imposible abandonarla. Le recordé
lo irritante que era mi tos, y cómo él mismo había insistido para
que yo abandonara el cigarrillo, pocos años antes.
"No
lo exhorté a dejar de fumar ni lo amenacé o le advertí sobre los
peligros. Todo lo que hice fue contarle cómo me había enviciado con
el cigarrillo, y lo que había significado para mí.
"El
muchacho lo pensó, y decidió que no fumaría hasta terminar la
secundaria. Pasaron los años y David nunca empezó a fumar, y ya no
lo hará nunca.