En su libro “No soy gran cosa, nena, pero
soy todo lo que puedo ser”, el psicólogo Jess Lair comenta: "El
elogio es como la luz del sol para el espíritu humano; no podemos
florecer y crecer sin él. Y aun así, aunque casi todos estamos
siempre listos para aplicar a la gente el viento frío de la crítica,
siempre sentimos cierto desgano cuando se trata de darle a nuestro
prójimo la luz cálida del elogio".
Al
recordar mi vida puedo ver las ocasiones en que unas pocas palabras
de elogio cambiaron mi porvenir entero. ¿No puede usted decir lo
mismo de su vida? La historia está llena de notables ejemplos de
esta magia del elogio.
Por
ejemplo, hace medio siglo, un niño de diez años trabajaba en una
fábrica de Nápoles. Anhelaba ser cantor, pero su primer maestro lo
desalentó. Le dijo que no podría cantar jamás, que no tenía voz, que
tenía el sonido del viento en las persianas.
Pero
su madre, una pobre campesina, lo abrazó y ensalzó y le dijo que
sí, que sabía que cantaba bien, que ya notaba sus progresos; y
anduvo descalza mucho tiempo a fin de economizar el dinero
necesario para las lecciones de música de su hijo. Los elogios de
aquella campesina, sus palabras de aliento, cambiaron la vida
entera de aquel niño. Quizá haya oído usted hablar de él. Se llamaba
Caruso. Fue el más famoso y el mejor cantante de ópera de su tiempo.
A
comienzos del siglo XIX,
un
jovenzuelo de Londres aspiraba a ser escritor. Pero todo parecía
estar en su contra. No había podido ir a la escuela más que cuatro
años. Su padre había sido arrojado a una cárcel porque no podía
pagar sus deudas, y este jovencito conoció a menudo las punzadas del
hambre. Por fin consiguió un empleo para pegar etiquetas en botellas
de betún, dentro de un depósito lleno de ratas; y de noche dormía
en un triste desván junto con otros dos niños, ratas de albañal en
los barrios pobres. Tan poca confianza tenía en sus condiciones de
escritor que salió a hurtadillas una noche a despachar por correo su
primer manuscrito, para que nadie pudiera reírse de él. Un cuento
tras otro le fue rechazado. Finalmente, llegó el gran día en que le
aceptaron uno. Es cierto que no se le pagaba un centavo, pero un
director lo elogiaba. Un director de diario lo reconocía como
escritor. Quedó el mozo tan emocionado que ambuló sin destino por
las calles, llenos los ojos de lágrimas.
El
elogio, el reconocimiento que recibía al conseguir que imprimieran
un cuento suyo, cambiaban toda su carrera, pues si no hubiera sido
por ello quizá habría pasado la vida entera trabajando como hasta
entonces. Es posible que hayan oído hablar ustedes de este
jovenzuelo. Se llamaba Charles Dickens.
Otro
niño de Londres trabajaba en una tienda de comestibles. Tenía que
levantarse a las cinco, barrer la tienda y trabajar después como
esclavo durante catorce horas. Era una esclavitud, en verdad, y el
mozo la despreciaba. Al cabo de dos años no pudo resistir más; se
levantó una mañana y, sin esperar el desayuno, caminó veinticinco
kilómetros para hablar con su madre, que estaba trabajando como ama
de llaves.
El
muchacho estaba frenético. Rogó a la madre, lloró, juró que se
mataría si tenía que seguir en aquella tienda. Después escribió una
extensa y patética carta a su viejo maestro de escuela, declarando
que estaba desalentado, que ya no quería vivir. El viejo maestro lo
elogió un poco y le aseguró que era un joven muy inteligente, apto
para cosas mejores; y le ofreció trabajo como maestro.
Esos
elogios cambiaron el futuro del mozo, y dejaron una impresión
perdurable en la historia de la literatura inglesa. Porque aquel
niño ha escrito desde entonces innumerables libros y ha ganado
cantidades enormes de dinero con su pluma. Quizá lo conozca usted.
Se llamaba H. G. Wells.
El
uso del elogio en lugar de la crítica es el concepto básico de las
enseñanzas de B. F. Skinner. Este gran psicólogo contemporáneo ha
mostrado, por medio de experimentos con animales, y con seres
humanos, que minimizando las críticas y destacando el elogio, se
reforzará lo bueno que hace la gente, y lo malo se atrofiará por
falta de atención.
John
Ringelspaugh, de Rocky Mount, Carolina del Norte, usó el método en
el trato con sus hijos. Como en muchas familias, en la suya parecía
que la única forma de comunicación entre madre y padre por un lado,
e hijos por el otro, eran los gritos. Y, como suele suceder, los
chicos se ponían un poco peores, en lugar de un poco mejores,
después de cada una de tales sesiones... y los padres también. El
problema no parecía tener una solución a la vista.
El
señor Ringelspaugh decidió usar alguno de los principios que estaba
aprendiendo en nuestro curso. Nos contó:
-Decidimos probar con los elogios en lugar de la crítica a sus
defectos. No era fácil, cuando todo lo que podíamos ver eran las
cosas negativas de nuestros hijos; fue realmente duro encontrar algo
que elogiar. Conseguimos encontrar algo, y durante el primer día o
dos algunas de las peores cosas que estaban haciendo desaparecieron.
Después empezaron a desaparecer sus otros defectos. Empezaron a
capitalizar los elogios que les hacíamos. Incluso empezaron a
salirse de sus hábitos para hacer las cosas mejor. No podíamos
creerlo, Por supuesto, no duró eternamente, pero la norma en que nos
ajustamos después fue mucho mejor que antes. Ya no fue necesario
reaccionar como solíamos hacerlo.
Los
chicos hacían más cosas buenas que malas. Todo lo cual fue resultado
de elogiar el menor acierto en ellos antes que condenar lo mucho que
hacían mal.
También en el trabajo funciona. Keith Roper, de Woodland Hills,
California, aplicó este principio a una situación en su compañía.
Recibió un material impreso en las prensas de la compañía, que era
de una calidad excepcionalmente alta. El hombre que había hecho este
trabajo había tenido dificultades para adaptarse a su empleo. El
supervisor estaba preocupado ante lo que consideraba una actitud
negativa, y había pensado en despedirlo.
Cuando el señor Roper fue informado de esta situación, fue
personalmente a la imprenta y tuvo una charla con el joven. Le
manifestó lo mucho que le había gustado el trabajo que había
recibido, y dijo que era lo mejor que se había hecho en la imprenta
desde hacía tiempo. Se tomó el trabajo de señalar en qué aspectos la
impresión había sido excelente, y subrayó lo importante que sería
la contribución de este joven a la compañía.
¿Les
parece que esto afectó la actitud del joven impresor hacia la
empresa? En pocos días hubo un cambio completo. Les contó a varios
de sus compañeros esta conversación, y se mostraba orgulloso de que
alguien tan importante apreciara su buen trabajo. Desde ese día fue
un empleado leal y dedicado.
El
señor Roper no se limitó a halagar al joven obrero diciéndole:
"Usted es bueno". Señaló específicamente
los
puntos en que su trabajo era
superior. Elogiando un logro específico, en lugar de hacer una
alabanza generalizada, el elogio se vuelve mucho más significativo
para la persona a quien se lo dirige. A todos les agrada ser
elogiados, pero cuando el elogio es específico, se lo recibe como
sincero, no algo que la otra persona puede estar diciendo sólo para
hacemos sentir bien.
Recordémoslo: todos anhelamos aprecio y reconocimiento, y podríamos
hacer casi cualquier cosa por lograrlo. Pero nadie quiere mentiras
ni adulación.
Lo
repetiré una vez más: los principios que se enseñan en este libro
sólo funcionarán cuando provienen del corazón. No estoy promoviendo
trucos. Estoy hablando de un nuevo modo de vida.
No
hablemos ya de cambiar a la gente. Si usted y yo inspiramos a
aquellos con quienes entramos en contacto para que comprendan los
ocultos tesoros que poseen, podemos hacer mucho más que cambiarlos.
Podemos transformarlos, literalmente.
¿Exageración? Escuche usted estas sabias palabras del profesor
William James, de Harvard, el más distinguido psicólogo y filósofo,
quizá, que ha tenido Norteamérica:
En comparación con lo que deberíamos ser, sólo
estamos despiertos a medias. Solamente utilizamos una parte muy
pequeña de nuestros recursos físicos y mentales. En términos
generales, el individuo humano vive así muy dentro de sus límites.
Posee poderes de diversas suertes, que habitualmente no utiliza.
Sí,
usted mismo posee poderes de diversas suertes que habitualmente no
utiliza; y uno de esos poderes, que no utiliza en toda su extensión,
es la mágica capacidad para elogiar a los demás e inspirarlos a
comprender sus posibilidades latentes.