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CÓMO GANAR AMIGOS E INFLUIR SOBRE  LAS PERSONAS

Cuarta  Parte

Sea un líder: cómo cambiar a los demás sin ofenderlos ni despertar resentimientos

Capitulo 6

CÓMO ESTIMULAR A LAS PERSONAS HACIA EL TRIUNFO 

DALE CARNEGIE

 

Capitulo 6

CÓMO ESTIMULAR A LAS PERSONAS HACIA EL TRIUNFO 

Pete Barlow, un viejo amigo, tenía un número de perros y caballos amaestrados y pasó la vida viajando con circos y compañías de variedades. Me encantaba ver cómo adiestraba a los perros nuevos para su número. Noté que en cuanto el perro demostraba el menor pro­greso, Pete lo palmeaba y elogiaba y le daba golosinas.

 
   

Esto no es nuevo. Los domadores de animales em­plean esa técnica desde hace siglos.

¿Por qué, entonces, no utilizamos igual sentido común cuando tratamos de cambiar a la gente que cuan­do tratamos de cambiar a los perros? ¿Por qué no em­pleamos golosinas en lugar de un látigo? ¿Por qué no recurrimos al elogio en lugar de la censura? Elogiemos hasta la menor mejora. Esto hace que los demás quieran seguir mejorando.  

En su libro “No soy gran cosa, nena, pero soy todo lo que puedo ser”, el psicólogo Jess Lair comenta: "El elo­gio es como la luz del sol para el espíritu humano; no podemos florecer y crecer sin él. Y aun así, aunque casi todos estamos siempre listos para aplicar a la gente el viento frío de la crítica, siempre sentimos cierto desga­no cuando se trata de darle a nuestro prójimo la luz cá­lida del elogio".*

Al recordar mi vida puedo ver las ocasiones en que unas pocas palabras de elogio cambiaron mi porvenir en­tero. ¿No puede usted decir lo mismo de su vida? La historia está llena de notables ejemplos de esta magia del elogio.

Por ejemplo, hace medio siglo, un niño de diez años trabajaba en una fábrica de Nápoles. Anhelaba ser can­tor, pero su primer maestro lo desalentó. Le dijo que no podría cantar jamás, que no tenía voz, que tenía el soni­do del viento en las persianas.

Pero su madre, una pobre campesina, lo abrazó y en­salzó y le dijo que sí, que sabía que cantaba bien, que ya notaba sus progresos; y anduvo descalza mucho tiem­po a fin de economizar el dinero necesario para las lec­ciones de música de su hijo. Los elogios de aquella cam­pesina, sus palabras de aliento, cambiaron la vida entera de aquel niño. Quizá haya oído usted hablar de él. Se llamaba Caruso. Fue el más famoso y el mejor cantante de ópera de su tiempo.

A comienzos del siglo XIX, un jovenzuelo de Londres aspiraba a ser escritor. Pero todo parecía estar en su ­contra. No había podido ir a la escuela más que cuatro años. Su padre había sido arrojado a una cárcel porque no podía pagar sus deudas, y este jovencito conoció a menudo las punzadas del hambre. Por fin consiguió un empleo para pegar etiquetas en botellas de betún, den­tro de un depósito lleno de ratas; y de noche dormía en un triste desván junto con otros dos niños, ratas de al­bañal en los barrios pobres. Tan poca confianza tenía en sus condiciones de escritor que salió a hurtadillas una noche a despachar por correo su primer manuscrito, para que nadie pudiera reírse de él. Un cuento tras otro le fue rechazado. Finalmente, llegó el gran día en que le aceptaron uno. Es cierto que no se le pagaba un centa­vo, pero un director lo elogiaba. Un director de diario lo reconocía como escritor. Quedó el mozo tan emociona­do que ambuló sin destino por las calles, llenos los ojos de lágrimas.

El elogio, el reconocimiento que recibía al conseguir que imprimieran un cuento suyo, cambiaban toda su ca­rrera, pues si no hubiera sido por ello quizá habría pa­sado la vida entera trabajando como hasta entonces. Es posible que hayan oído hablar ustedes de este jovenzue­lo. Se llamaba Charles Dickens.

Otro niño de Londres trabajaba en una tienda de co­mestibles. Tenía que levantarse a las cinco, barrer la tienda y trabajar después como esclavo durante ca­torce horas. Era una esclavitud, en verdad, y el mozo la despreciaba. Al cabo de dos años no pudo resistir más; se levantó una mañana y, sin esperar el desayuno, caminó veinticinco kilómetros para hablar con su madre, que estaba trabajando como ama de llaves.

El muchacho estaba frenético. Rogó a la madre, llo­ró, juró que se mataría si tenía que seguir en aquella tienda. Después escribió una extensa y patética carta a su viejo maestro de escuela, declarando que estaba de­salentado, que ya no quería vivir. El viejo maestro lo elogió un poco y le aseguró que era un joven muy inte­ligente, apto para cosas mejores; y le ofreció trabajo como maestro.

Esos elogios cambiaron el futuro del mozo, y dejaron una impresión perdurable en la historia de la literatura inglesa. Porque aquel niño ha escrito desde entonces innumerables libros y ha ganado cantidades enormes de dinero con su pluma. Quizá lo conozca usted. Se llama­ba H. G. Wells.

El uso del elogio en lugar de la crítica es el concepto básico de las enseñanzas de B. F. Skinner. Este gran psi­cólogo contemporáneo ha mostrado, por medio de ex­perimentos con animales, y con seres humanos, que mi­nimizando las críticas y destacando el elogio, se refor­zará lo bueno que hace la gente, y lo malo se atrofiará por falta de atención.

John Ringelspaugh, de Rocky Mount, Carolina del Norte, usó el método en el trato con sus hijos. Como en muchas familias, en la suya parecía que la única forma de comunicación entre madre y padre por un lado, e hijos por el otro, eran los gritos. Y, como suele suceder, los chicos se ponían un poco peores, en lugar de un poco mejores, después de cada una de tales se­siones... y los padres también. El problema no parecía tener una solución a la vista.

El señor Ringelspaugh decidió usar alguno de los prin­cipios que estaba aprendiendo en nuestro curso. Nos contó:

-Decidimos probar con los elogios en lugar de la crí­tica a sus defectos. No era fácil, cuando todo lo que po­díamos ver eran las cosas negativas de nuestros hijos; fue realmente duro encontrar algo que elogiar. Conseguimos encontrar algo, y durante el primer día o dos algunas de las peores cosas que estaban haciendo desaparecieron. Después empezaron a desaparecer sus otros defectos. Empezaron a capitalizar los elogios que les hacíamos. In­cluso empezaron a salirse de sus hábitos para hacer las cosas mejor. No podíamos creerlo, Por supuesto, no duró eternamente, pero la norma en que nos ajustamos después fue mucho mejor que antes. Ya no fue necesario reaccionar como solíamos hacerlo. Los chicos hacían más cosas buenas que malas. Todo lo cual fue resultado de elogiar el menor acierto en ellos antes que condenar lo mucho que hacían mal.

También en el trabajo funciona. Keith Roper, de Woodland Hills, California, aplicó este principio a una situación en su compañía. Recibió un material impreso en las prensas de la compañía, que era de una calidad excepcionalmente alta. El hombre que había hecho este trabajo había tenido dificultades para adaptarse a su empleo. El supervisor estaba preocupado ante lo que consideraba una actitud negativa, y había pensado en despedirlo.

Cuando el señor Roper fue informado de esta situa­ción, fue personalmente a la imprenta y tuvo una charla con el joven. Le manifestó lo mucho que le había gusta­do el trabajo que había recibido, y dijo que era lo mejor que se había hecho en la imprenta desde hacía tiempo. Se tomó el trabajo de señalar en qué aspectos la impre­sión había sido excelente, y subrayó lo importante que sería la contribución de este joven a la compañía.

¿Les parece que esto afectó la actitud del joven im­presor hacia la empresa? En pocos días hubo un cambio completo. Les contó a varios de sus compañeros esta conversación, y se mostraba orgulloso de que alguien tan importante apreciara su buen trabajo. Desde ese día fue un empleado leal y dedicado.

El señor Roper no se limitó a halagar al joven obrero diciéndole: "Usted es bueno". Señaló específicamente los puntos en que su trabajo era superior. Elogiando un logro específico, en lugar de hacer una alabanza genera­lizada, el elogio se vuelve mucho más significativo para la persona a quien se lo dirige. A todos les agrada ser elogiados, pero cuando el elogio es específico, se lo re­cibe como sincero, no algo que la otra persona puede estar diciendo sólo para hacemos sentir bien.

Recordémoslo: todos anhelamos aprecio y reconoci­miento, y podríamos hacer casi cualquier cosa por lo­grarlo. Pero nadie quiere mentiras ni adulación.

Lo repetiré una vez más: los principios que se enseñan en este libro sólo funcionarán cuando provienen del co­razón. No estoy promoviendo trucos. Estoy hablando de un nuevo modo de vida.

No hablemos ya de cambiar a la gente. Si usted y yo inspiramos a aquellos con quienes entramos en contacto para que comprendan los ocultos tesoros que poseen, podemos hacer mucho más que cambiarlos. Podemos transformarlos, literalmente.

¿Exageración? Escuche usted estas sabias palabras del profesor William James, de Harvard, el más distinguido psicólogo y filósofo, quizá, que ha tenido Norteamérica:

En comparación con lo que deberíamos ser, sólo estamos despiertos a medias. Solamente utilizamos una parte muy pequeña de nuestros recursos físicos y men­tales. En términos generales, el individuo humano vive así muy dentro de sus límites. Posee poderes de diver­sas suertes, que habitualmente no utiliza.

Sí, usted mismo posee poderes de diversas suertes que habitualmente no utiliza; y uno de esos poderes, que no utiliza en toda su extensión, es la mágica capacidad para elogiar a los demás e inspirarlos a comprender sus posibilidades latentes.

Las capacidades se marchitan bajo la crítica; florecen bajo el estímulo. De modo que para volverse un líder más eficaz de la gente utilice la

REGLA 6

Elogie el más pequeño progreso y, además, cada progreso. Sea "caluroso en su aprobación y generoso en sus elogios".

 

 
 
 
 

 
 

 
         
         
       
       
       
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