Su
método, probablemente, pecaba por exceso de claridad, pero la
psicología era espléndida. Siempre es más fácil escuchar cosas
desagradables después de haber oído algún elogio.
El
barbero jabona la cara del hombre antes de afeitarlo, y esto es
precisamente lo que hizo McKinley en 1896, cuando era candidato a la
presidencia. Uno de los republicanos más prominentes de la época
había escrito un discurso para la campaña electoral, y a su juicio
era una pieza mejor que todas las de Cicerón, Patrick Henry y
Daniel Webster reunidas. Con gran entusiasmo, este
señor leyó su inmortal
discurso a McKinley. Tenía el discurso sus cosas buenas, pero no
servía. Despertaría una tormenta de críticas. McKinley no quería
herir los sentimientos del autor. No debía anular el espléndido
entusiasmo del hombre, pero tenía que decirle que no. Veamos con
cuánta destreza lo logró.
-Amigo mío -le dijo-, ese discurso es espléndido, magnífico. Nadie
podría haber preparado uno mejor. En muchas ocasiones sería
exactamente lo que habría que decir, pero ¿se presta para la
situación actual? Veraz y sobrio como es, desde su punto de vista,
yo tengo que considerarlo desde el punto de vista del partido. Yo
desearía que volviera usted a su casa y escribiera un discurso
según las indicaciones que yo le hago, enviándome después una copia.
Así
lo hizo. McKinley tachó y corrigió, ayudó a su correligionario a
escribir el nuevo discurso, y así pudo contar con él como uno de los
oradores más eficaces de la campaña.
Aquí
tenemos una de las dos cartas más famosas que escribió Abraham
Lincoln (la más famosa fue la escrita a la Sra. de Bixley para
expresarle el pesar del presidente por la muerte de los cinco hijos
de esta pobre mujer, todos ellos en combate). Lincoln terminó esta
carta probablemente en cinco minutos; pero se vendió en subasta
pública, en 1926, por doce mil dólares. Suma que, digámoslo al
pasar, es mayor que todo el dinero que pudo economizar Lincoln al
cabo de medio siglo de dura tarea.
Esta
carta fue escrita el 26 de abril de 1863, en el período más sombrío
de la Guerra Civil. Durante dieciocho meses los generales de
Lincoln venían conduciendo el ejército de la Unión de derrota en
derrota. Aquello era trágico: nada más que una carnicería humana,
inútil y estúpida. La nación estaba atónita, aterrorizada. Miles de
soldados desertaban del ejército; y hasta los miembros republicanos
del Senado se rebelaron y quisieron forzar a Lincoln a dejar la Casa
Blanca. "Estamos ahora -dijo Lincoln por entonces- al borde de la
destrucción. Me parece que hasta el Todopoderoso se halla contra
nosotros. Apenas puedo ver un rayo de esperanza." Tal era el período
de negros pesares y de caos que dio origen a esta carta.
Voy a
reproducirla aquí porque demuestra cómo trató Lincoln de cambiar a
un turbulento general cuando la suerte de la nación podía depender
de los actos de ese general.
Es,
quizá, la carta más enérgica que escribió Lincoln en su presidencia;
pero se ha de advertir que elogió al general Hooker antes de hablar
de sus graves errores.
Sí,
eran defectos muy graves; pero Lincoln no los llamaba así. Lincoln
era más conservador, más diplomático. Lincoln escribió solamente:
"Hay ciertas cosas a cuyo respecto no estoy del todo satisfecho con
usted". Eso es tacto y diplomacia.
Aquí
está la carta dirigida al mayor general Hooker:
Yo lo
he puesto al frente del Ejército del Potomac. He hecho así, claro
está, por razones que me parecen suficientes, mas creo mejor hacerle
saber que hay ciertas cosas a cuyo respecto no estoy del todo
satisfecho con usted.
Creo
que es usted un soldado valiente y hábil, cosa que, naturalmente, me
agrada. También creo que no mezcla usted la política con su
profesión, en lo cual está acertado. Tiene usted confianza en sí
mismo, cualidad valiosa, si no indispensable.
Es
usted ambicioso, lo cual, dentro de límites razonables, hace más
bien que mal. Pero creo que durante el comando del general Burnside
en el ejército se dejó
llevar usted por su ambición y lo contrarió usted todo lo que pudo,
con lo cual hizo un grave daño al país y a un compañero de armas
sumamente meritorio y honorable.
He
escuchado, en forma tal que debo creerlo, que ha dicho usted
recientemente que tanto el ejército como el gobierno necesitan un
dictador. Es claro que no fue por esto sino a pesar de esto que le
he dado el mando.
Sólo
los generales que obtienen triunfos pueden erigirse en dictadores.
Lo que pido ahora de usted es que nos dé triunfos militares, y
correré el riesgo de la dictadura.
El
gobierno le prestará apoyo hasta donde dé su capacidad, o sea ni más
ni menos de lo que ha hecho y hará por todos los comandantes. Mucho
me temo que el espíritu que ha contribuido usted a infundir en el
ejército, de criticar al comandante y no tenerle confianza, se
volverá ahora contra usted. Yo lo ayudaré, en todo lo que pueda,
para acallarlo.
Ni
usted ni Napoleón, si volviera a vivir, obtendría bien alguno de un
ejército en el que predomina tal espíritu, pero ahora cuídese de la
temeridad. Cuídese de la temeridad, pero con energía y con constante
vigilancia marche usted adelante y dénos victorias.
Usted
no es un Coolidge, ni un McKinley, ni un Lincoln. ¿Quiere saber
usted si esta filosofía le dará resultados en los contactos de los
negocios diarios? Veamos. Tomemos el caso de W. P. Gaw, de la Wark
Company, Filadelfia.
La
empresa Wark había conseguido un contrato para construir y completar
un gran edificio de escritorios en Filadelfia, para una fecha
determinada. Todo marchaba como sobre rieles, el edificio estaba
casi terminado, cuando de pronto el subcontratista encargado de la
obra ornamental de bronce que debía adornar el exterior del edificio
declaró que no podía entregar el material en la fecha fijada. ¡Toda
la obra paralizada! ¡Grandes multas y tremendas pérdidas por la
falla de un hombre!
Hubo
comunicaciones telefónicas a larga distancia, discusiones,
conversaciones acaloradas. Todo en vano. Por fin el Sr. Gaw fue
enviado a Nueva York para entrevistar al león en su cueva.
-¿Sabe usted que es la única persona en Brooklyn con ese apellido?
-preguntó Gaw apenas hubo entrado en el despacho del presidente.
-No
lo sabía -repuso sorprendido el presidente. -Así es -insistió Gaw-.
Cuando salí del tren, esta mañana, miré la guía telefónica para
conocer su dirección, y vi que es usted el único que tiene este
apellido en la guía telefónica de Brooklyn.
-No
lo sabía -repitió el presidente, y examinó con interés la guía de
teléfonos. Luego, con orgullo, añadió-: En realidad, no es un
apellido muy común. Mi familia vino de Holanda y se instaló en Nueva
York hace casi doscientos años.
Siguió hablando unos minutos de su familia y sus antepasados.
Cuando terminó, Gaw lo felicitó por la importancia de la fábrica que
tenía, y la comparó elogiosamente con otras empresas similares que
había conocido.
-He
pasado toda la vida dedicado a este negocio -dijo el presidente- y
estoy orgulloso de ser el dueño. ¿Le gustaría dar una vuelta por la
fábrica?
Durante esta gira de inspección, el Sr. Gaw lo felicitó por el
sistema de trabajo empleado, y le explicó cómo y por qué le parecía
superior al de algunos competidores. Gaw comentó algunas máquinas
poco comunes, y el presidente le anunció que las había inventado él.
Dedicó mucho tiempo a mostrar cómo funcionaban y los buenos
resultados que daban. Insistió en que Gaw lo acompañara a almorzar.
Hasta entonces no se había pronunciado una palabra sobre el
verdadero propósito de la visita del Sr. Gaw.
Después de almorzar, el presidente manifestó: -Ahora, a lo que
tenemos que hacer. Naturalmente, yo sé por qué ha venido usted. No
esperaba que nuestra entrevista sería tan agradable. Puede volver a
Filadelfia con mi promesa de que el material para esa obra será
fabricado y despachado a tiempo, aunque haya que retrasar la
entrega de otros pedidos.
El
Sr. Gaw consiguió lo que quería, sin pedirlo siquiera. El material
llegó a tiempo, y el edificio quedó terminado el día en que expiraba
el contrato para su entrega.
¿Habría ocurrido lo mismo si Gaw hubiera usado el método de la
brusquedad que se suele emplear en tales ocasiones?
Dorothy Wrublewski, gerente de área del Federal Credit Union de Fort
Monmouth, Nueva jersey, contó en una de nuestras clases cómo pudo
ayudar a una de sus empleadas a producir más.
-Hace
poco tomamos a una joven como cajera aprendiza. Su contacto con
nuestros clientes era muy bueno. Era correcta y eficiente en el
manejo de transacciones individuales. El problema aparecía al final
de la jornada, cuando había que hacer el balance.
"El
jefe de cajeros vino a verme y me sugirió con firmeza que
despidiera a esta joven:
"-Está demorando a todos los demás por su lentitud en cerrar su
caja. Se lo he dicho una y otra vez, pero no aprende. Tiene que
irse.
"Al
día siguiente la vi trabajar rápido y a la perfección en el manejo
de las transacciones cotidianas, y era muy agradable en el trato con
los demás empleados.
"No
me llevó mucho tiempo descubrir por qué tenía problemas con el
balance. Después de cerrar las puertas al público, fui a hablar con
ella. Se la veía nerviosa y deprimida. La felicité por su espíritu
amistoso y abierto con los demás empleados, así como por la
corrección y velocidad con que trabajaba. Después le sugerí que
revisáramos el procedimiento que usaba para hacer el balance del
dinero en su caja. No bien comprendió que yo confiaba en ella,
siguió mis sugerencias, y no tardó en dominar sus funciones. Desde
entonces no hemos tenido ningún problema con ella."