J.
Pierpont Morgan observó, en uno de sus interludios analíticos, que
por lo común la gente tiene dos razones para hacer una cosa: una
razón que parece buena y digna, y la otra, la verdadera razón.
Cada
uno piensa en su razón verdadera. No hay necesidad de insistir en
ello. Pero todos, como en el fondo somos idealistas, queremos pensar
en los motivos que parecen buenos. Así pues, a fin de modificar a la
gente, apelemos a sus motivos más nobles.
¿Es
este sistema demasiado idealista para aplicarlo a los negocios?
Veamos. Tomemos el caso de Hamilton J.
Farrell, de la Farrell-Mitchell Company, de Glenolden, Pennsylvania.
El Sr. Farrell tenía un inquilino descontento, que quería mudarse
de casa. El contrato de alquiler debía seguir todavía durante cuatro
meses; pero el inquilino comunicó que iba a dejar la casa
inmediatamente, sin tener en cuenta el contrato.
"Aquella familia -dijo Farrell al relatar el episodio ante nuestra
clase- había vivido en la casa durante el invierno entero, o sea la
parte más costosa del año para nosotros, y yo sabía que sería
difícil alquilar otra vez el departamento antes del otoño. Pensé en
el dinero que perderíamos, y me enfurecí.
"Ordinariamente, yo habría ido a ver
al
inquilino para advertirle que
leyera otra vez el contrato. Le habría señalado que, en el caso de
dejar la casa, podríamos exigirle inmediatamente el pago de todo el
resto de su alquiler, y que yo podría, y haría, los trámites
necesarios para cobrar.
"Pero, en lugar de dejarme llevar por mis impulsos, decidí intentar
otra táctica. Fui a verlo, y le hablé así: " -Señor Fulano; he
escuchado lo que tiene que decirme, y todavía no creo que se
proponga usted mudarse. Los años que he pasado en este negocio me
han enseñado algo acerca de la naturaleza humana, y desde un
principio he pensado que usted es un hombre de palabra. Tan seguro
estoy, que me hallo dispuesto a jugarle una apuesta. Escuche mi
proposición. Postergue su decisión por unos días y piense bien en
todo. Si, entre este momento y el primero de mes, cuando vence el
alquiler, me dice usted que sigue decidido a mudarse, yo le doy mi
palabra que aceptaré esa decisión como final. Le pemitiré que se
mude y admitiré que me he equivocado. Pero todavía creo que usted es
un hombre de palabra y respetará el contrato. Porque, al fin y al
cabo, somos hombres o monos, y nadie más que nosotros debe
decidirlo.
"Bien: cuando llegó el mes siguiente, este caballero fue a pagarnos
personalmente el alquiler. Dijo que había conversado con su
esposa... y decidido quedarse en el departamento. Habían llegado a
la conclusión de que lo único honorable era respetar el contrato."
Cuando el extinto Lord Northcliffe veía en un diario una fotografía
suya que no quería que se publicara, escribía una carta al
director. Pero no le decía: "Por favor, no publique más esa
fotografía, pues no me gusta". No, señor, apelaba a un motivo más
noble. Apelaba al respeto y al amor que todos tenemos por la madre.
Escribía así: "Le ruego que no vuelva a publicar esa fotografía
mía.
A mi
madre
no
le gusta".
Cuando John D. Rockefeller, hijo, quiso que los fotógrafos de los
diarios no obtuvieran instantáneas de sus hijos, también apeló a los
motivos más nobles. No dijo: "Yo no quiero que se publiquen sus
fotografías". No; apeló al deseo, que todos tenemos en el fondo, de
abstenernos de hacer daño a los niños. Así pues, les dijo: "Ustedes
saben cómo son estas cosas. Algunos de ustedes también tienen hijos.
Y saben que no hace bien a los niños gozar de demasiada publicidad".
Cuando Cyrus H. K. Curtis, el pobre niño de Maine, iniciaba su
meteórica carrera que lo iba a llevar a ganar millones como
propietario del diario
The
Saturday Evening Post y
de
Ladies' Home Journal,
no
podía allanarse a pagar el precio que pagaban otras revistas por las
contribuciones. No podía contratar autores de primera categoría.
Por eso apeló a los motivos más nobles. Por ejemplo, persuadió hasta
a Louisa May Alcott, la inmortal autora de
Mujercitas,
de
que escribiera para sus revistas, cuando la Srta. Alcott estaba en
lo más alto de su fama; y lo consiguió ofreciéndole un cheque de
cien dólares, no para ella, sino para una institución de caridad.
Tal vez diga aquí el escéptico: "Sí, eso está muy bien
para
Northcliffe o Rockefeller o una novelista sentimental. Pero, ya
querría ver este método con la gente a quienes tengo que cobrar
cuentas".
Quizá
sea así. Nada hay que dé resultado en todos los casos, con todas las
personas. Si está usted satisfecho con los resultados que logra, ¿a
qué cambiar? Si no está satisfecho, ¿por qué no hace la prueba?
De
todos modos, creo que le agradará leer este relato veraz, narrado
por James L. Thomas, ex estudiante mío: Seis clientes de cierta
compañía de automóviles se negaban a pagar sus cuentas por
servicios prestados por la compañía. Ningún cliente protestaba por
la cuenta total, pero cada uno sostenía que algún renglón estaba mal
acreditado. En todos los casos los clientes habían firmado su
conformidad por los trabajos realizados, de modo que la compañía
sabía que tenía razón, y lo decía. Ese fue el primer error.
Veamos los pasos que dieron los empleados del departamento de
créditos para cobrar esas cuentas ya vencidas. ¿Cree usted que
consiguieron algo?
1 .
Visitaron a cada cliente y le dijeron redondamente que habían ido a
cobrar una cuenta vencida hacía mucho tiempo.
2.
Dijeron con mucha claridad que la compañía estaba absoluta e
incondicionalmente en lo cierto; por
lo
tanto, el cliente estaba absoluta
e incondicionalmente equivocado.
3.
Dieron a entender que la compañía sabía de automóviles mucho más de
lo que el cliente podría aprender jamás. ¿Cómo iba a discutir
entonces el cliente?
4.
Resultado: discusiones.
¿Se
consiguió, con estos métodos, apaciguar al cliente y arreglar la
cuenta? No hay necesidad de que respondamos.
Cuando se había llegado a tal estado de cosas, el gerente de
créditos estaba por encargarle el problema a un batallón de
abogados, pero afortunadamente el caso pasó a consideración del
gerente general, quien investigó debidamente y descubrió que todos
los clientes en mora tenían la reputación de pagar puntualmente sus
cuentas. Había, pues, un error, un error tremendo en el método de
cobranza. Llamó entonces a James L. Thomas y le encargó que cobrara
esas cuentas incobrables.
Veamos los pasos que dio el Sr. Thomas, según sus mismas palabras:
1.
"Mi visita a cada cliente fue también con el fin de cobrar una
cuenta, que debía haber pagado mucho tiempo antes, y que nosotros
sabíamos era una cuenta justa. Pero yo no dije nada de esto.
Expliqué que iba a descubrir qué había hecho de malo, o qué no había
hecho la compañía."
2.
"Aclaré que, hasta después de escuchar la versión del cliente, yo no
podía ofrecer una opinión. Le dije que la compañía no pretendía ser
infalible."
3.
"Le dije que sólo me interesaba su automóvil, y que él sabía de su
automóvil más que cualquier otra persona; que él era la autoridad
sobre este tema."
4.
"Lo dejé hablar, y lo escuché con todo el interés y la simpatía que
él deseaba y esperaba."
5.
"Finalmente, cuando el cliente estuvo con ánimo razonable, apelé a
su sentido de la decencia. Apelé a los motivos más nobles. Le dije
así: -Primero, quiero que sepa que esta cuestión ha sido mal
llevada. Se lo ha molestado e incomodado e irritado con las visitas
de nuestros representantes. Nunca debió procederse así. Lo lamento
y, como representante de la compañía, le pido disculpas. Al
escuchar ahora su versión no he podido menos que impresionarme por
su rectitud y su paciencia. Y ahora, como usted es ecuánime y
paciente, voy a pedirle que haga algo por mí. Es algo que usted
puede hacer mejor que cualquiera, porque usted sabe más que
cualquiera. Aquí está su cuenta. Sé que no me arriesgo al pedirle
que la ajuste, como lo haría si fuera el presidente de mi compañía.
Dejo todo en sus manos. Lo que usted decida se hará. -¿Pagó la
cuenta? Claro que sí, y muy complacido quedó al hacerlo. Las
cuentas oscilaban entre 150 y 400 dólares, y ¿se aprovecharon los
clientes? Sí, uno de ellos se negó a pagar un centavo del renglón
protestado, pero los otros cinco pagaron todo lo que decía la
compañía. Y lo mejor del caso es que en los dos años siguientes
entregamos automóviles nuevos a los seis clientes, encantados ahora
de tratar con nosotros."
"La
experiencia me ha enseñado -dijo el Sr. Thomas finalmente- que,
cuando no se puede obtener un informe exacto acerca del cliente, la
única base sobre la cual se puede proceder es la de presumir que es
una persona sincera, honrada, veraz, deseosa de pagar sus cuentas,
una vez convencida de que las cuentas son exactas.